El lamento de Aasm I. El triángulo de Gnurk - Iván Montero

Aunque los elfos y los hobbits están de moda, la fantasía es mucho más.

Moderadores: Roland, Sinkim

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Iolidash
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Re: El lamento de Aasm I. El triángulo de Gnurk - Iván Monte

Mensaje por Iolidash »

Lectores:

Os recuerdo que aún quedan 5 ejemplares de El Lamento de Aasm I. El Triángulo de Gnurk (libro I) esperando a sus dueños.

Ánimos y me apetece veros por aquí.
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Iolidash
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Re: El lamento de Aasm I. El triángulo de Gnurk - Iván Monte

Mensaje por Iolidash »

Hola a todos.

Dado que el autor de 'El Lamento de Aasm' ha decidido no renovar su contrato de edición con la Editorial, os informo de que el libro ya no está disponible en formato digital. Por consiguiente, los 5 ejemplares que quedaban ya no están disponibles.

Gracias a todos los que solicitasteis uno y espero leer vuestros comentarios.
Un saludo.
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NiiNuu
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Re: El lamento de Aasm I. El triángulo de Gnurk - Iván Monte

Mensaje por NiiNuu »

Donde se puede encontrar la continuación de la saga? La primera parte me gustó mucho.
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Iolidash
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Re: El lamento de Aasm I. El triángulo de Gnurk - Iván Monte

Mensaje por Iolidash »

NiiNuu escribió:Donde se puede encontrar la continuación de la saga? La primera parte me gustó mucho.
Buenos días, NiiNuu:

En primer lugar, gracias por tu interés y perdona la demora a la hora de responder; realmente me resulta muy agradable leer este tipo de comentarios y ver el interés que mi obra ha despertado en ti.

En cuanto a la respuesta, debo decirte que me encuentro inmerso en la creación del segundo volumen (aproximadamente, me falta 1/4 parte por escribir; después necesitaré retocarlo, etc.). Así, en principio, pese a que mi idea es tenerlo listo para diciembre de este año 2016, puede que me desvíe en unos pocos meses.

Al margen de esto, dado que me desvinculé de la editorial que publicó el primer volumen, tendré que buscar otra que se interese por mi obra y que la trate con la seriedad y profesionalidad que considero necesarias para con mi libro.

Para tratar de lograr esto, voy a reeditar el primer volumen (con nueva cubierta, retoques y correcciones, etc.) a través de la plataforma Amazon y lanzaré una publicidad que haga llegar mi libro a muchos más lectores potenciales con el propósito de que las nuevas editoriales se interesen por este segundo volumen y, así, arrastre el primero.

Espero que mi respuesta te resulte satisfactoria. por otro lado, agradeceré que hagas correr la voz y que recomiendes mi obra a todo aquel que busque un libro del género.

Recibe un abrazo.
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Iolidash
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Re: El lamento de Aasm I. El triángulo de Gnurk - Iván Monte

Mensaje por Iolidash »

Hola a todos:

Deseo haceros saber que 'El Lamento de Aasm II' ya está concluido. A partir de ahora, debo corregir y reescribir los capítulos para que la historia quede en perfecto estado. Tal vez, esta labor me lleve varios meses; calculo que antes de verano estará terminada. A partir de entonces, buscaré agentes que se interesen por su edición.

Mientras esto sucede, trataré de publicar la primera parte en Amazon para que no quede huérfana.

A los que hayáis leído 'El Lamento de Aasm I', os agradeceré que me vayáis dando vuestra opinión, pues me agradará conocerla, al tiempo que esto sirve para que el nombre del libro suene a los que aún no lo conocen.

Sin más, recibid un saludo y que tengáis una buena entrada de año.
:hola:
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Iolidash
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Re: El lamento de Aasm I. El triángulo de Gnurk - Iván Monte

Mensaje por Iolidash »

Hola!
Ya he terminado la segunda parte de "El Lamento de Aasm".
Así, ya podéis leer el preludio de
"El Lamento de Aasm II - La evocación del Olvido".

https://t.co/XKBTL6Zpqg

No olvidéis comentar. ¡Gracias! :D
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Iolidash
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Re: El lamento de Aasm I. El triángulo de Gnurk - Iván Monte

Mensaje por Iolidash »

Hola:

Después de haber dejado atrás a Amarante (realmente una editorial nada recomendable si deseas que tu libro sea tratado con respeto), he vuelto a lanzar "El Lamento de Aasm - El Triángulo de Gnurk" en Amazon. Seguramente, los que ya conozcáis la novela apreciaréis que la portada representa mejor el contenido de la misma. Además, he aprovechado para modificar y corregir el formato y el texto de la que publicó aquella editorial.

Si deseáis echarle un ojo o haceros con un ejemplar, solo tenéis que visitar este enlace.

Agradeceré enormemente vuestros comentarios y críticas.

Un saludo a tod@s.
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Iolidash
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Re: El lamento de Aasm I. El triángulo de Gnurk - Iván Monte

Mensaje por Iolidash »

Parece, por un motivo que desconozco, que cuesta hacer que arranque esta novela... :comp punch:

Por si sirve, aquí os presento el preludio de la segunda parte... Aunque recordad que, si deseáis leer la primera, podéis encontrarla aquí.

Saludos.

PRELUDIO

El juramento

Aun por encima del hedor a orina y sudor, resultaba sencillo detectar uno mucho más penetrante e hiriente: el olor a miedo parecía emanar de todos los flancos de aquel salón. La oscuridad de la inmensa sala principal quedaba mancillada por los tímidos haces de luz que, oblicuos, caían mansamente sobre el negro y refulgente mármol que cubría el vasto pavimento, atravesando el amplio espacio que los ventanales, con sus apuntados arcos y encadenados mediante prosaicas columnas, orientados al este, ofrecían. Suspendidas en el ambiente, quedaban las diminutas volutas de polvo y polen que, tras un largo y lluvioso invierno, se hallaban intensificadas, penetrando incluso en el interior de los aposentos principales de aquella atalaya. A la izquierda, opuestamente a los ventanales, el joven Axel descubrió la forma de once personas que, arrodilladas y maniatadas a sus espaldas, lo observaron con el temor cincelado en sus enrojecidos ojos. El muchacho, que no debía tener más de nueve años de edad, al reconocer a su madre entre éstas, corrió a abrazarla, dejando tras de sí a los dos soldados que lo había estado flanqueando.

—Axel —susurró, pese a la aciaga situación en la que se hallaban, con suficiente entereza y orgullo—, recuerda lo que hemos hablado... —Su mirada se clavaba en el vacío, mientras sus labios buscaban la enrojecida oreja del muchacho que, bajo una considerable mata de desaliñados cabellos rubios, quedaba junto a su mejilla, a causa del poderoso abrazo mediante el cual su hijo se aferraba a ella—. ¡Axel! —repitió, alzando entonces la voz.

—¡Vamos! —retumbó una voz árida y cruel en el salón—, comencemos cuanto antes. ¡Tengo hambre y no quiero perder más tiempo!

—¡Júrame nuevamente que no perdonarás a los Hombres y que terminarás por exterminar esta maldita raza! —pronunció, desesperada y con la bilis borboteando en su boca, al ver que el tiempo se les echaba encima.

Inmediatamente, las manos de los soldados, que fueron fulminados bajo la lacerante mirada de la madre, plagada de un odio inconmensurable, se posaron, rudas, sobre los hombros del crío para tratar de arrastrarlo —pues éste se sujetaba, llorando y gimiendo, fuertemente a la mujer— con el fin de colocarlo en mitad de la sala y ante una amplia mesa, cubierta por un blanco mantel, tras la que se mostraba un enorme trono. Sentado en él, un hombre de mirada distraída, insensible a aquello que se estaba aconteciendo ante sus ojos —como si ya lo hubiera presenciado en más de una ocasión—, movía entre sus dedos la hoja de una daga, en cuya empuñadura refulgía, bajo la dulce claridad del día que lograba adentrarse hasta la sala de vistas, la elaborada pedrería que la ornaba. Su rostro era largo y quedaba enmarcado por una prominente nariz sobre la que una profunda arruga, fruto del persistente fruncimiento de su ceño, se mostraba para perderse en la base de una gruesa corona de oro blanco. Los cabellos, tiznados de diferentes tonalidades de gris y negro, afloraban por los flancos de la envejecida testa. Sus ojos, negros e insondables, observaban al joven con indiferencia, al tiempo que una tenebrosa sonrisa, en aquellos finos y descarnados labios, dotaba aquella expresión de extrema enajenación.

[Leer más…] —Actuario —llamó, clavando entonces sus ojos en la daga—, leed el acta de acusación.

—Se condena a Axel —pronunció de inmediato y con voz clara un hombre de ricos ropajes que, portando un rollo de pergamino, se dedicó a leer con átona pronunciación las acusaciones que recaían sobre el niño—, hijo de Arhion, a la Pena Capital, según las Leyes de las Tierras de Harlmak, por haber cometido el desleal delito de robar un cordero, propiedad del Señor Balkhuor, aquí presente, con desconocida finalidad.

—¡Era para comer, perros! —gritó, desesperado, uno de los encadenados: un hombre de avanzada edad, con los albos cabellos ralos y con no más de tres desgastadas piezas conformando su dentadura, poco antes de recibir un fuerte golpe en la parte trasera de su cabeza por parte de uno de los guardas, haciéndole caer hacia delante, de bruces.

—Asimismo —prosiguió el actuario, como si nada hubiera sucedido—, dadas las mismas Leyes, todos los miembros de su familia se encuentran vinculados al mismo castigo, sobreentendiendo que han participado, de manera activa o pasiva, en su delito y, también —carraspeó, al tiempo que acomodaba el rollo entre sus manos y cambiaba el peso de su cuerpo de derecha a izquierda—, han sacado provecho del mismo.

Ante aquella extraña palabrería, confusa para su corta edad, el pobre chico no tuvo fuerza alguna para protestar y sólo pudo intensificar los gemidos que su agonía le provocaban. Si hubiera sido así, tal vez hubiera podido argumentar que el animal no había llegado a salir del espacio en el que estaba confinado y que, por consiguiente, ninguno de sus familiares podía haber sido, tan siquiera, consciente del frustrado delito; si robar alimentos podía entenderse como tal. Lejos de aquello, tratando de reprimir la enorme angustia que recorría su diminuto cuerpo, no pudo evitar que la orina comenzara a humedecer, cálida, sus raídos y sucios pantalones hasta alcanzar el frío mármol del suelo.

—Sin embargo —continuó aquella otra voz—, dada la excelsa generosidad de nuestro Señor, se ofrece la oportunidad al acusado de ganarse la libertad a costa de no acompañar a sus familiares en tan aciago destino. —Levantó los ojos, fríos e indiferentes, del papel, por vez primera, para posarlos sobre Axel—. ¿El acusado acepta los ofrecimientos de su ultrajado Señor?

Durante un breve instante, sólo podían escucharse los sollozos del muchacho, junto con los de sus ocho hermanos —entre los que se contaba un bebé de no más de seis meses—. Sin embargo, poco antes de que el procurador retomara su palabra, se escuchó el poderoso grito de una mujer:

—¡Di que sí! —su voz, desagarrándose, pareció hacer retumbar el enorme salón. Tanto, que incluso Balkhuor borró aquella apática expresión de su rostro para trocarla en una ceñuda, evidenciando el auténtico carácter que regía su personalidad.

Poco después de que soldados y monarca reaccionaran ante aquella inesperada demostración de fuerza por parte de la mujer, cuando el soldado que había golpeado al abuelo de Axel ya se dirigía hacia ésta, el niño, acerando su expresión con la mayor de las resoluciones, gritó:

—¡Acepto!

Un profundo silencio gobernó entonces en el frío salón. La mirada del rey se volvió, con los párpados entrecerrados —tratando de escudriñar qué escondían aquellos ojos azules que, súbitamente e inyectados en sangre, habían adoptado tanta resolución—, hacia el pequeño Axel. Los soldados y el funcionario hicieron lo propio, aunque cincelando una expresión de sorpresa inesperada en sus miradas. Finalmente, tanto el padre como la madre parecieron crecer —incluso hallándose de rodillas, maniatados y encadenados, sobre el gélido suelo— al erguir sus espaldas y, con las cabezas alzadas, mirar a su hijo con orgullo.

—Proceded, pues —sentenció Balkhuor, sin apartar sus negros ojos del niño, estudiando el más ínfimo de sus movimientos.

Cuando uno de los soldados que custodiaban a los reos desenvainó una daga, al tiempo que caminaba hacia el preso que se hallaba más cercano a la puerta —una niña de siete años, con los cabellos rubios y sin las fuerzas necesarias para seguir llorando—, ésta se abrió y un nuevo guarda, tras franquear el umbral de la misma, irguiéndose, anunció con clara voz la visita del relevo de mandos que, desde el norte, llegaba, acaudillada por Portheon, hijo de Zurkhö, Señor de los Enanos del subterráneo Reino de Oridajmniak, para hacerse cargo del gobierno de la ciudad amurallada que vigilaba la cara septentrional de los Montes Perdidos, pocos kilómetros al sur del linde meridional del Bosque de Shihion.

—Excelente —respondió el rey—. ¡Al fin podremos irnos de este asqueroso lugar! —se congratuló, mientras se ponía en pie y frotaba sus enguantadas manos con fuerza—. Ordenad que el ejército se prepare para volver a Grômïer.

El anunciante, tras inclinarse, se volvió y, tras de sí, las puertas volvieron a cerrarse con un fuerte estruendo.

Al ver que Balkhuor parecía haber tomado la decisión de alejarse de la gran mesa, el actuario, observándolo con interés, se atrevió a preguntar:

—Majestad, ¿procedemos o dejamos que los nuevos regentes se ocupen de impartir justicia?

El monarca, tras haberse girado hacia el desgraciado chico y no observar en él amenaza alguna, quizá a causa del lamentable estado en el que se hallaba, encogiéndose de hombros, sentenció átonamente:

—Dejad que se encargue Portheon; deseo partir cuanto antes. —Rápidamente, su séquito personal se apresuró a correr tras él.

—¡Un momento! —dijo una voz, más cruel y pérfida, si cabe, que la del rey, cuando los reos parecían haber saboreado las mieles que aquel atisbo de esperanza había desprendido en sus corazones; pues sabían demasiado bien que el castigo que el señor Portheon (si llegaba acaso a considerar que los actos del muchacho habían sido un delito y, por consiguiente, dignos de ser sancionados) distaría enormemente de la trágica y cruel situación que estaban viviendo todos a causa de aquel tirano.

Un hombre más joven que Balkhuor, aunque mostrando unos rasgos que evidenciaban el parentesco que los unía, avanzó para mostrarse ante todos, surgido de la siniestra oscuridad de las sombras que lo habían protegido hasta un instante antes bajo unos arcos, y tomar el asiento que su padre había ocupado hasta un instante antes.

—Yo presidiré el juicio —sentenció, con una gélida sonrisa tiznada en los labios, al tiempo que observaba, como un demente, al pobre niño.

—Muy bien, hijo —respondió Balkhuor con indiferente pasividad—. No te entretengas, pues tenemos un largo camino de vuelta y no voy a permanecer aquí más tiempo del necesario.

Una vez se hubo cerrado la puerta tras el último chambelán del rey, Baldor movió su mano para que todo prosiguiera desde el punto en el que había quedado. Sus ojos se mantuvieron, crueles, sobre Axel.

No pasó un segundo cuando, sin mediar palabra, la daga que sostenía el verdugo deslizó su hoja por la tersa piel de la garganta de la indefensa niña, mientras su otra mano, colocada sobre su frente, inclinaba la cabeza de ésta hacia atrás para que un enorme reguero de sangre brotara de su cuerpo, ultrajando su pureza, al tiempo que la tierna vida de la desdichada se iba derramando con rapidez.

La histeria se apoderó, entonces, de sus progenitores que, gritando hasta descarnarse las gargantas, trataron de levantarse —tensando las cadenas que los aferraban al gélido mármol—, forcejeando con los muchos soldados que, rápidos, habían acudido hasta ellos para mantenerlos arrodillados sin dejar de golpearlos salvajemente.

Axel, tremendamente abatido e inmovilizado a causa del pavor y llorando inconsolablemente, no tuvo tiempo para gritar cuando, sin esperar un solo instante, aquel despiadado y miserable asesino hizo lo propio con su otro hermano —un joven de quince años que, sorprendido, no pudo reaccionar cuando la daga le yuguló—. Contrariamente a lo que hubo sentido al principio: miedo e indefensión, un enorme odio brotó de lo más profundo de su ser para colmar, insondablemente, su corazón. Pese a que trató de avanzar en defensa de su familia, un fuerte golpe en la espalda lo hizo caer al suelo de rodillas, allá donde la sangre parecía reptar hasta él para acariciar sus enervadas manos. Después, un fuerte pie se colocó sobre su espalda para tumbarlo sobre el suelo e impedirle alzarse mientras escuchaba la funesta risa de aquél que lo estaba reteniendo. Así y de aquel modo, uno a uno, mientras sólo pudo observar con los ojos arrasados, fueron siendo asesinados todos los componentes de su familia.

Justo antes de que la ensangrentada hoja sesgara la vida de la madre —que fue la última en morir—, el joven, con su enrojecida mirada sosteniendo la de ésta, articuló sus labios con una claridad clamorosa, pese a que ninguna palabra afloró por entre ellos. Sin embargo, Baldor, que aún escrutaba con sus negros ojos al crío —pareciendo disfrutar del sufrimiento que le estaba infligiendo—, pudo comprender sencillamente lo que quiso comunicar a su progenitora: «¡Juro que no descansaré hasta que los Hombres desaparezcan de Aasm! ¡Lo Juro!». Al fin, once cadáveres, maniatados, reposaban sobre un enorme charco de sangre que, lentamente, fue avanzando hasta el raído ropaje del muchacho.

Sin que el noble hubiera de hacer movimiento alguno, accedieron tres individuos por la puerta que quedaba a la derecha de Axel. El niño, sin embargo, no pareció percatarse de esto, pues su mirada seguía perdida sobre el caliente cuerpo de su madre. Uno de aquellos hombres portaba un pequeño y rudimentario anafe en el que se mostraban varias piezas, pequeñas, de ardiente madera. Con sosegada calma, lo colocó sobre la larga mesa. Los otros dos, sin mediar palabra, se aproximaron hacia los cadáveres.

—¡Sólo la mujer! —dijo el hijo del monarca, sin despegar su mirada de Axel, mientras el soldado lo alzaba para que tratara de mantenerse erguido—. Tengo prisa y no deseo perder el tiempo —se explicó.

De inmediato, ambos individuos cambiaron su trayectoria para dirigirse hasta el inerte cuerpo de la madre del crío. Sin ningún tipo de deferencia para con la difunta —ni para con el presente hijo, que observaba atentamente y no dejaba que ningún detalle escapara a su atención—, la volvieron boca arriba y, tras rasgar las sucias ropas que cubrían su pecho, dejando el torso desnudo, comenzaron, mediante unas herramientas destinadas para tal fin, a desgarrar su cuerpo, como si de un cordero se tratara, para extraer, en menos de un minuto, su cálido corazón. Aun cuando toda aquella maniobra fue llevada a término en tan escaso tiempo, el ruido que tanto huesos como menudos produjeron se grabó en la mente del pobre muchacho para atormentarlo en sus venideros sueños hasta el día de su muerte.

A lo largo de toda esta repulsiva operación, el joven señor de las tierras de Grômïer no desvió ni por un segundo sus penetrantes ojos de la expresión del joven. El otro, por su parte, a pesar de todo lo que se estaba aconteciendo ante él, no alteró el más ínfimo de los músculos de su pueril rostro, ocultando así todos los devastadores males que con tan despiadada crudeza lo estaban hiriendo.

Entonces, uno de los carniceros, sobre una bandeja de plata, acercó el corazón de la mujer hasta la mesa donde se sentaba Baldor. Con la más repugnante de las parsimonias, comenzó a cortar el músculo, para, acto seguido, colocar dos de los pedazos sobre el candente anafe. El hedor a sangre quemada, desagradable, no se hizo esperar. El perverso noble, tomando unas pequeñas tenazas, dio la vuelta, con excelsa indiferencia y frialdad, a los dos trozos de carne.

Así, en silencio, corrió un escaso minuto en el que nadie dijo nada. El heredero de Grômïer continuaba mirando, inquisitivo, al muchacho; los sirvientes, firmes, se mantenían prestos a cumplir las órdenes de su señor; los soldados, sujetando sus lanzas, seguían haciendo guardia en los accesos del habitáculo y Axel, por su parte, mantenía sus resecos ojos sobre el mutilado cadáver de su madre. La sangre, aunque comenzando a enfriarse y a cuajar, había logrado rodear los pies del joven, cincelando un olor en sus fosas nasales que jamás llegaría a borrarse.

Realizando un desagradable sonido, Baldor, tras ensartar un pedazo de corazón, aún sangrante, en una pequeña daga, se lo introdujo en la boca para comenzar a masticar sonoramente. Inmediatamente, aquel que había portado el anafe y había cortado la víscera, escanció en el interior de una ornada copa de plata el bermejo vino que contenía la elegante vasija de oro que otro de los sirvientes le acercó. El pérfido señor vació su contenido sobre el gaznate de un solo trago. Tras esto, se limpió la boca con el reverso de su enguantada mano.

—Bien, joven —comenzó—. Si deseáis ganaros la libertad, compartid mesa conmigo. —Una enfermiza sonrisa tiznó aquella mirada de una maldad como ninguna otra hubiera existido jamás.

El muchacho, como si acabara de llegar a aquel lugar, retiró su mirada del cadáver de su madre para posar sus zarcos ojos, enrojecidos y resecos, sobre los de aquel caballero. Tras henchir su diminuto pecho mediante una profunda inspiración, avanzó, tambaleándose sobre el charco de sangre, hacia la mesa ante la que se sentaba el hijo del rey. Lentamente, aunque sin detenerse, salvó los tres escalones que le separaban de ella.

—¡Comed! —sentenció Baldor, cuando Axel se encontró frente a él, extendiendo su mano izquierda sobre el hornillo, donde aún humeaba el pequeño pedazo de carne, con una sonrisa que logró clavarse en lo más hondo del corazón del joven—. ¡Comed antes de que se enfríe!

Con manos temblorosas, el pobre niño trató de asir la empuñadura de la daga que, ahora, reposaba sobre el blanco mantel. Sin embargo, sus nervios eran tan incontrolables que, por accidente, el joven golpeó la vasija y parte de su contenido salió disparado con fuerza para salpicar el guante y la manga de la toga del noble hasta dejarlos empapados.

—¡Joder! —gritó, con la ira emponzoñando su lengua. Los soldados corrieron hacia la mesa para prender al niño.

»¡No! —gritó el señor, alzando su mano derecha para lograr que, de inmediato, todos los hombres se detuvieran—. Ha sido un accidente —el timbre de su voz se trocó para dotarlo, nuevamente, de aquella terrorífica calma—, ¿verdad? —Sonrió.

»Comed —repitió, sin apartar sus pérfidos ojos de la mirada del temeroso crío, al tiempo que, con parsimonia, comenzaba a despojarse del guante derecho para, tras estrujarlo, lograr que todo el vino que el tejido había absorbido se derramara sobre el albo mantel.

El joven, tras haber apretado sus puños fuertemente para recuperar el autocontrol, hizo descender su mirada hasta la daga. Baldor, ajeno a este detalle, se dedicaba a sacudir el guante con extrema calma, salpicando todo lo que le rodeaba, incluso el rostro del chico. Al fin, cuando la temblorosa mano del crío logró sujetar el mango de la daga, algo en la mano de aquel hombre llamó la atención del niño: en uno de sus dedos, un extraño anillo, formado por lo que parecía ser agua, sucia y putrefacta, que iba danzando al vaivén de un enfermizo oleaje, se mostró para destacar sobre todo lo demás. El joven señor de Grômïer, sin embargo, no pareció detectar el minucioso estudio que el joven Axel estaba haciendo de éste, pues, en ese instante, estaba siendo atendido por uno de sus chambelanes, que, mediante una servilleta, trataba de secar y limpiar su manga.

Tras sujetar el arma, Axel tuvo la tentadora necesidad de asestar una puñalada a aquel desgraciado en mitad de su pútrido y vil corazón. Sin embargo, rápidamente descartó aquella idea, pues sabía que, en modo alguno, podría entonces escapar de allí con vida para cumplir el juramento que, instantes antes de morir, había hecho a su madre. Así, sin mayores preámbulos, ensartó el pedazo de carne, que ya comenzaba a requemarse, mediante la hoja de la daga y, cerrando los ojos, se lo introdujo en la boca. El sabor que golpeó sus papilas gustativas, a brasa quemada, rápidamente invadió todo su paladar. Asimismo, la elevada temperatura a la que se encontraba el pedazo de corazón de su madre anuló, casi de inmediato, cualquier capacidad de percepción de sabor. Con los ojos arrasados de lágrimas, se forzó a tragar, sin masticar, aquel pedazo de llama que fue quemando faringe, laringe y esófago, permaneciendo, al fin, con un dolor inaguantable, en su diminuto y vacío estómago. Un alarido de rabia y dolor brotó de su lastimada garganta.

—¡Bebe! —acercó, entre carcajadas, la copa al niño, justo antes de llenarla con la vasija de nuevo.

El pobre Axel vació el contenido de ésta en su boca, dejando que se derramara gran cantidad del líquido por la comisura de sus labios. Mientras hacía esto, escuchaba las risas, hirientes, de aquel desgraciado, acompañadas de las de sus repulsivos y leales servidores.

—¡Eres libre, chico! —gritó, poniéndose en pie—. Sin embargo, si te place, puedes seguir comiendo. —Nuevamente, intensificó sus carcajadas—. ¿Quieres comer más? —preguntó, acercándole el plato, con el corazón mutilado y crudo de su madre, justo antes de lanzárselo y darse la vuelta.

La bandeja cayó al suelo y, por consiguiente, aquello que contenía también. Así, el corazón, tras dar dos vueltas, rodó por los tres escalones hasta terminar, dejando un reguero de coagulada sangre, donde el pobre chico había contemplado cómo ejecutaban a su familia.

Bajando a trompicones, resbaló sobre la sangre y cayó de bruces sobre el charco que a los pies de la escalera se había ido acumulando. Las risas del hijo del rey se intensificaron cuando soldados y siervos volvieron a unirse a él. Tras girarse, arrodillado en el suelo y con el cuerpo embadurnado por la sangre de sus seres queridos, Axel descubrió el cadáver del menor de sus hermanos: un bebé de no más de seis meses. Los ojos volvieron a perder su capacidad de visión a causa de las lágrimas que de ellos brotaron, fruto de la ira. Con dificultad, se incorporó y, poco antes de alcanzar la poca altura a la que llegaba, arrastró su mano derecha por encima de todo aquel lago de sangre para, después, llevarse los dedos a la boca y besárselos poco antes de repetir: «¡lo juro!».

Tambaleándose, abandonó la estancia por la puerta que quedaba a la derecha del trono. Allí, después de que los soldados le permitieran salir, vomitó sobre la alfombra roja que terminaba justo antes de penetrar en el salón.

—Tú —dijo Baldor a uno de sus hombres en voz baja—, cuando esté fuera del castillo, llévatelo al monte y mátalo. —El solado asintió y se dispuso a seguir a Axel.

Uno de sus chambelanes, tal vez aquel que más confianza guardaba con su señor, lo miró con extrañeza e incomprensión.

—No me ha gustado el modo en que me miraba —respondió, sin titubear, mientras le colocaban varias pieles sobre sus hombros.

—Pero, mi señor —le dijo el siervo—, ¿por qué no habéis ordenado matarle aquí, entonces?

—Porque debo demostrar a mis soldados —contestó con soltura— que soy un hombre de palabra. —Una cínica sonrisa, indiferente al dolor que en aquella sala se había vivido, se cinceló en su duro rostro.

»¡Los enanos ya están a punto de llegar! —gritó—. Salgamos a recibirlos antes de volver al norte.

Axel, con la cabeza completamente ofuscada, comenzó a alejarse de aquella enorme torre. No tenía idea del lugar al que dirigirse, y así vagó sin rumbo alguno, dejando que sus pasos lo condujeran allá donde quisieran llevarle. Su hogar, una pequeña chabola pegada a la muralla del fuerte, había sido derruido por orden del rey. En realidad, poco le importaba todo aquello. El dolor que afligía su corazón era tan intenso que, con seguridad, acabaría por matarlo o, en el peor de los casos, por volverle loco.

Sin embargo, existía algo que, en aquel indefinible piélago de desolación, servía para evitar que terminara por hundirse en su insondable profundidad: aquel juramento que, con dolor y miedo, había hecho a su madre. Era entonces al recordarlo, cuando unas renovadas fuerzas parecían resurgir de su interior, dotándole de una rabia que le servía para tratar de hallar una solución a aquel aciago destino que se había forjado, en poco más de dos horas, ante sus pueriles ojos. Sin embargo, la envergadura de aquel enajenado cometido le amilanaba hasta el punto de volverle a postrar, más aún si cabía, en aquella impenetrable fatalidad.

En aquella espinosa batalla se hallaba Axel cuando sintió las rudas manos de dos soldados aferrar con autoridad sus pequeños hombros. Cuando pudo reaccionar, mirando en derredor, se percató de que se hallaba más allá de las murallas de la ciudadela, sin nadie en torno a él a quien poder pedir auxilio —aunque aquello no hubiera servido de nada, pues aquéllos eran los soldados del hombre que estaba al mando del fuerte—, pues era sabedor de que algo desagradable le aguardaba.

—¿Qué hacéis? —gritó, tratando de liberarse de la opresión de aquellos dos—. ¡Dejadme!

—Tranquilo, muchacho —respondió uno de ellos—, pronto habrá acabado todo. —Una triste sonrisa afloró en su mirada—. Debes reunirte con tu familia. —En la gravedad de aquellas palabras se intuía que aquella orden no satisfacía demasiado a aquel hombre.

—¡No! —volvió a chillar, intensificando los movimientos de su cuerpo—. ¡El hijo del rey me dijo que me dejaba en libertad!

—¡Joder, Siürom! —protestó el otro soldado—. Ya te dije que teníamos que haberlo seguido más lejos. Aquí, alguien podría escucharlo —sentenció, mientras miraba en derredor con nerviosismo.

Casi no había terminado de decir esto, cuando colocó su fuerte mano enguantada sobre su boca y, tras alzarlo del suelo, echó a correr hasta unas rocas que comenzaban a conformar lo que, muchísimos metros más arriba, se convertirían en los Montes Perdidos.

Por mucho que Axel luchó por escapar, pataleando y mordiendo todo lo que a su alcance se puso, le fue imposible evitar que lo lanzaran contra el empolvado suelo. Allí, lloroso —más por rabia que por miedo—, quedó tumbado durante unos pocos segundos. El soldado que lo había arrastrado lo giró y, una vez quedó boca arriba, le sujetó los brazos por las muñecas al tiempo que decía:

—¡Vamos, Siürom, hazlo ahora!

El otro soldado, con una daga en su mano derecha, miró al crío a los ojos, consternado. Entonces, tras cerrarlos con fuerza, comenzó a hacer descender el arma con rapidez para terminar con la vida del chico cuanto antes. Sin embargo, cuando la mano había recorrido sólo la mitad de su trayectoria, una sombra surgió desde detrás de una de las rocas para abalanzarse, con fuerza, sobre Siürom. Éste cayó muerto al instante, pues aquel ser ensartó su cimitarra en mitad de su garganta, dejándolo convulso mientras un enorme reguero de sangre brotaba de su cuerpo. La daga cayó inerte y manchada de negra sangre sobre el suelo. Al parecer, su hoja había logrado alcanzar alguna parte del hórrido cuerpo de su atacante. El otro soldado, sorprendido, dejó ir a Axel al tiempo que, por instinto, buscaba la espada que reposaba en su cintura. Mientras tanto, aquel ser deforme y tosco trataba de extraer su alfanje del cuerpo del cadáver.

En aquellas circunstancias, la ventaja corría del lado del hombre. Así, sin tratar de descubrir a qué se enfrentaba, el soldado se echó hacia delante para asestar un tajo mortal a aquel inesperado y desconocido enemigo. Sin embargo, los nervios le traicionaron y el filo de su arma sólo pudo provocar una herida superficial sobre la espalda de aquel engendro, el cual gimió con un bramido estremecedor. Éste se giró, aterrado, al no haber contado con aquella situación, pues su cimitarra seguía enquistada fuertemente en el cadáver del primero de los soldados. Tras esto, el aguerrido compañero del difunto volvió a repetir su ataque, pensando que, en aquella ocasión, el golpe sentenciaría la vida de su rival con seguridad. Sin embargo, no llegó a darlo, pues, poco antes de que un alarido brotara de su garganta, Axel logró atravesar su espalda con la daga en un arrebato de desesperada venganza y rabia, olvidándose de lo que pudiera venir después. Cuando el soldado cayó de bruces sobre la ensangrentada tierra, bajo la atónita mirada del orco, Axel comenzó a asestarle puñaladas, una tras otra, con enajenado vigor; aun cuando, tras la segunda herida, aquél había perdido ya la vida. Sin embargo, el niño dejó que toda la ira acumulada fuera derramándose en aquellos golpes hasta que ya no le quedaron fuerzas para seguir.

Al fin, cuando parte de la razón volvió a él, alzó su mirada y descubrió a aquel orco estudiándolo con sus diminutos ojillos ocres y la boca babeante. El rostro y los cabellos de Axel, así como sus brazos y torso, se encontraban plenamente tintados de rojo. Así se mantuvieron durante unos breves segundos, estudiándose, antes de que, desde la derecha del muchacho, aparecieran tres nuevos seres como aquél con la intención de embestirlo.

—¡Para puerco! —gritó, para sorpresa del niño, que ya se veía cadáver, el primero de los orcos, haciendo que el asaltante se detuviera en seco—. ¡No lo toquéis! —Axel se giró hacia éste con incomprensión.

—¡Pero qué dices, Orlök —protestó otro de los recién llegados—, si es un bocado tierno! —Tras decir aquello, dio dos pasos hacia el joven.

—Como te acerques más —sentenció Orlök, colocándose entre el niño y los otros, una vez hubo arrancado su cimitarra del cadáver, haciendo crujir los huesos del cuello de aquel infeliz—, tú serás un festín para mi estómago.

—¿Estás loco? —interpeló el tercero—. ¿Desde cuándo despreciamos un manjar como éste? ¿O acaso —entrecerró sus maléficos ojitos rojos— lo estás protegiendo?

—¡Gusano! —inquirió el que, sin duda, era el capitán de los cuatro—, si no fuera por él, estaría muerto. ¿Dónde estabais? —preguntó.

Ante aquella observación, los otros tres se callaron y comenzaron a mirarse con expresión estúpida. Sin embargo, la única respuesta que pudieron ofrecer fue un significativo encogimiento de hombros.

—Ya me lo imaginaba, ¡cobardes! —bufó—. Sin embargo —prosiguió—, después sí querréis compartir el botín y saciaros con las partes más blandas, ¿verdad?

—Dudo que éstos tengan partes blandas —osó reprochar uno—. ¡Todo son huesos y pellejo!

—En ese caso —resolvió Orlök—, no te importará no probar bocado, ¿verdad?

La expresión de decepción, odio y miedo simultáneos que se llegó a cincelar en aquel tosco rostro fue verdaderamente inusual para la corta vida de Axel, el cual desconocía por completo la felona naturaleza de los orcos.

—Si deseáis saciaros con estos seres —se escuchó a sí mismo, mientras el jefe de los orcos se giraba, sorprendido, para mirarle a los ojos— yo puedo ayudaros. —El silencio evidenció la controversia que ocupaba el matojo de pensamientos que ocupaban la mente de aquellos engendros—. Si lo deseáis, puedo lograr que penetréis en el castillo sin que nadie se percate.

Aquella noticia, al margen de lo que significaba para aquellos seres la posibilidad de devorar carne humana en abundancia, escondía un objetivo mucho más ambicioso para todos: si caía aquella fortaleza, podrían campar con mayor libertad por aquellas tierras sin temor a ser capturados o perseguidos. La expresión de los cuatro pareció indicar, según sus reacciones simultáneas, que todos habían llegado a la misma conclusión.

—El único problema —prosiguió el muchacho al comprender en qué se estaba metiendo— es que los hombres partirán hoy y, en su lugar, llegarán los enanos. Sin embargo —tragó saliva—, si deseáis esperar un año más, volverá a venir el ejército de…

—¡Da lo mismo! —lo interrumpió uno de los orcos—. La carne enana es muy sabrosa también. —Su boca babeaba, al tiempo que su lengua iba deslizándose desagradablemente por sobre sus cortados labios.

—¿Cómo vas a hacerlo? —preguntó Orlök, interesado.

—Pero —protestó otro— ¿y si es una trampa?

—¡Nada de eso! —los ojos de Axel relampaguearon cuando habló—. Yo os indicaré cómo acceder al fuerte y, después, podéis llevarme con vosotros. —Su diminuto cuerpo pareció crecer—. Si os tienden una emboscada, podréis hacer conmigo lo que os plazca.

De nuevo, el silencio se instauró entre todos.

—¡Hecho! —respondió Orlök al cabo, tras haber sopesado la propuesta—. Si fracasamos, tú también morirás. —El muchacho tragó saliva, pues no era aquello lo que él les había propuesto.

Sin embargo, aunque en un principio no tuvo el arrojo suficiente para protestar ante aquella resolución, irguió su pequeño cuerpo, frunció su entrecejo y su mirada adquirió una dureza inesperada, tanto en un muchacho de su edad como en alguien que se hallara en aquella tesitura, y así volvió a hablar:

—¡No! Ése no ha sido el trato —tragó saliva—. Mi vida no debe depender de la incompetencia de tus asaltantes. —Orlök se sorprendió más todavía—. Yo voy a cumplir con mi promesa y lo voy a hacer sobradamente bien. —Tras decir aquello, paseó su mirada por los deformes rostros de aquellos cuatro seres—. Si vosotros no sois capaces de organizaros como es debido, no debo ser yo quien lo pague.

Nuevamente, afloró aquel incómodo silencio. Una tímida nube de primavera comenzó a cruzarse por delante del sol. Al fin, una estrepitosa carcajada brotó, desagradable, del capitán de aquella cuadrilla.

—¡Así sea! —sentenció—. Pero —se acercó al joven, trocando la expresión de su rostro en una mueca de vileza extrema— si tratas de jugárnosla —alzó el filo de su cimitarra, manchada aún por la sangre del hombre, para colocarla entre las caras de ambos—, te despellejaré yo mismo. ¿Comprendes?

Axel, con la mayor entereza de que pudo disponer —pues aquel arranque de valor se hubo desvanecido bajo el hedor de aquella fétida criatura—, asintió.

La oscuridad de la noche arropaba perfectamente la bruna piel de aquellos enjutos seres. Asimismo, el pequeño Axel, cubierto por una negra capa, pasaba fácilmente desapercibido entre los pocos enanos que, en aquella hora de la madrugada, dormitaban en sus puestos de guardia. Ocasionalmente, aquellos que debían realizar la ronda pasaban por su lado sin prestarle el menor de los intereses.

Tras haber alcanzado la parte más alta del muro meridional, aquel que colindaba con el origen de las montañas, comenzó a estudiar el comportamiento que aquellos vigilantes adoptaban. Con sumo cuidado y dedicación, sujetó uno de los cabos de la larga soga —que había robado en uno de los almacenes previamente— a un fuerte eje de hierro forjado donde una lámpara de aceite había desprendido su frágil y tenue luz hasta que, tras derramar una considerable cantidad de arena en su interior, Axel la apagó. Tras esto, lanzó el otro extremo muralla abajo.

Con el corazón bombeándole con fuerza, esperó a que el enano que había recorrido el adarve se alejara para continuar con su ronda. Entonces, dejó ir un ululato que imitó con gran maestría la voz de las rapaces nocturnas de la zona. Al cabo de unos segundos, comenzó a oír unos sonidos bajo la muralla y supo que todo estaba dando comienzo: la primera cabeza de orco, chata y plana, asomó por entre dos almenas. Una vez hubo hecho lo propio el resto de aquel comando, contando veinte orcos en total, Axel les explicó dónde se encontraban los barracones, la sala de armas y todos los puntos estratégicos que aquellos desalmados debían conocer. Como si de cucarachas se trataran, los vio esparcirse por todo aquel recinto con una velocidad y sigilo sorprendentes.

Antes de que se hubiera sujetado la soga al cuerpo para descender con cierta seguridad, pudo escuchar, con diáfana claridad, el silbido de las flechas lanzadas desde los toscos arcos, el impacto del metal de las lúgubres cimitarras y el amortiguado grito, agónico, de los enanos que comenzaban a caer a manos de sus inesperados invasores. Entonces, la lumbre de las llamas que empezaban a alzarse por diferentes puntos del campamento dibujó, ante sus ojos, el fin de aquella fortaleza que tanta desgracia y pesar despertara por siempre en sus recuerdos. Una despiadada sonrisa se cinceló en su pálido rostro.

Al alcanzar la parte baja del castillo, se topó con cinco orcos que, babeantes, le esperaban.

—¿Adónde vas, gusano? —preguntó uno de ellos, antes incluso de que Axel hubiera puesto el pie en tierra firme.

—He quedado aquí con Orlök —respondió, con cierto nerviosismo en su voz.

—Él no está aquí y no creo que vuelva —gruñó, salivando—. Ha ido por el otro extremo del fuerte para entrar por la puerta principal. —Una despiadada sonrisa se mostró en aquel ceñudo rostro, al tiempo que desenvainaba su cimitarra—. Ya sabes que si nos has vendido y no vuelve, tu pellejo no valdrá ni una mota de oro.

Sin ningún titubeo, el niño colocó su daga —la misma con la que los soldados trataran de arrebatarle la vida—, con gran celeridad, sobre la garganta de aquel ser.

—Si se te ocurre acercarte un milímetro más —sentenció, con la mirada llena de resolución—, te degüello como a un marrano. ¿Queda claro?

Tanto aquel orco como los que estaban tras él quedaron sorprendidos ante la inesperada reacción del niño. Los otros cuatro retrocedieron un paso de manera rápida y sin dilación alguna. Por su parte, aquel que estaba siendo amenazado dejó ir un largo y desagradable gruñido. Entonces, aprovechando que Axel relajó la intensidad con que estaba amenazándolo, se separó de él para alzar su arma con la intención de matar al niño. Sin embargo, éste era demasiado ágil y, echándose hacia un lado, evitó el tosco golpe justo antes de rebanar la garganta de aquel ser. Los otros cuatro, sorprendidos, miraron a su compañero y, acto seguido y alzando sus feas cabezas al unísono, clavaron sus enjutos ojillos sobre el pobre muchacho.

—Si deseáis acompañarle —bufó, alzando su cuchillo emponzoñado de negra sangre—, sólo tenéis que venir a por mí.

En ese preciso instante, un alarido de dolor desgarró el cielo y el cuerpo de un robusto enano cayó, desde lo alto de la muralla, para impactar a pocos metros del grupo. Los orcos, confundidos, se volvieron para olvidarse por un instante de Axel. Al percibir el característico olor de la sangre de enano, húmeda, que comenzaba a emanar de aquel cuerpo, se agolparon para saltar, ávidos, sobre el cadáver, al tiempo que sus pupilas se dilataban con celeridad para borrar cualquier indicio de inteligencia en sus expresiones. Aprovechando aquel pequeño tumulto, el muchacho se alejó, sigiloso, de aquel rincón, para, siguiendo la línea de la falda de las montañas, poner rumbo al oeste, alejándose de la masa de llamas en que estaba convirtiéndose el bastión más meridional de los Pueblos Libres de las tierras del norte.

Mientras huía, Axel reconoció con claridad a dos enanos que, montados sobre enormes jabalíes —una raza que éstos utilizaban como medio de transporte, cual caballos—, marcharon rumbo noroeste.

Durante una luna, el pobre muchacho fue vagando por aquellas áridas tierras sin atreverse a penetrar en las pequeñas aldeas que, ocasionalmente, hallaba en su camino. Así y de aquel modo, fue alimentándose con lo que sus escasos recursos —que no eran tan paupérrimos, afortunadamente para él— le permitieron adquirir. Constantemente, sobre todo desde las últimas dos semanas, fue testigo de multitud de tropas, cuyas razas eran, fundamentalmente, enanos, que marchaban hacia los lugares por donde él había caminado: indudablemente, hacia el fuerte de Harlmak. Era en esas ocasiones cuando el niño sentía una profunda punzada en su pecho al pensar que aquéllos pudieran descubrir que, gracias a él, aquel lugar había sido, cuanto menos, golpeado fuertemente, si no borrado del mapa.

Cierta mañana, Axel, exhausto, no pudo evitar bajar la guardia. A sus espaldas, el fuerte galopar de dos grandes corceles le sobresaltó tumbado a la sombra de un olivo. Al fijarse bien en las figuras que, a juzgar por el recorrido que sus monturas estaban describiendo sobre el terreno, se aproximaban hacia donde descansaba, entendió que se trataba de dos hombres y no de enanos. Aquello supuso un temor aún mayor que el sufrido durante todo aquel tiempo, pues recordó a los hombres de Balkhuor y, en su pueril imaginación, pensó que lo habían estado buscando para terminar con la faena que su señor les había encargado. Nervioso, comenzó a trepar por el árbol para tratar de confundirlos entre la densa vegetación primaveral que aquél lucía.

—¡Buenos días, muchacho! —saludó una voz dulce y pausada—. ¿A qué se debe que te encuentres ahí arriba? Sabe —prosiguió, sin reducir en lo más mínimo su afable tono— que el fruto de este árbol debe ser tratado antes de su ingestión.

Axel, pese a que su corazón le animaba a lo contrario, decidió guardar silencio durante más tiempo. Con prudencia, comenzó a estudiar el aspecto de aquellos dos desconocidos a través de una abertura que el follaje había creado ante él. El que hablaba, y parecía ser el jefe —si eso era posible en aquellos extravagantes personajes—, era un hombre de avanzada edad y larga barba blanca. Sobre su cabeza, llevaba un enorme y albo sombrero picudo, refulgente bajo los rayos del naciente sol, haciendo juego con el color de la larga túnica que vestía y con el de su hermosa montura. La expresión de su rostro, en especial aquella mirada zarca y refulgente, pese a ser extremadamente amigable, hizo comprender al pobre Axel que un gran poder —así lo comprendió él en aquel momento de inquietud— se escondía en aquel individuo de aspecto cansado. El otro parecía ser su opuesto en muchos aspectos: vestía de negro y cubría su cuerpo mediante una larga capa del mismo bruno color, ocultando su cabeza mediante una amplia capucha que sólo permitía que la punta de su nariz y la barbilla escaparan del dominio de la sombra que recreaba sobre ella. Asimismo, su corcel, un animal magnífico —como nunca jamás hubo podido contemplar otro el niño— lucía también un pelaje negro y brillante. Un escalofrío recorrió su espinazo cuando este último alzó su cabeza para que sus ojos, dos puntos brillantes tras aquella penumbra, se clavaran sobre los suyos.

—¿Qué queréis? —preguntó, asustado—. ¿Qué buscáis?

—¿Querer? —preguntó, con un acento que trataba de conceder cierta ingenuidad a sus palabras, el anciano—. Lo cierto es que queremos bien poca cosa: alojarnos en algún hostal para poder reposar del largo viaje que hemos realizado durante varios días, pasando la mayoría de sus noches a la intemperie.

»Creo que, con ésta —prosiguió, sin borrar la sonrisa de su rostro—, he respondido también a tu segunda pregunta, ¿verdad? —Axel guardó silencio.

»¿A qué se debe que los muchachos de esta zona trepéis a los árboles? —preguntó, con el mismo acento amigable.

—No soy de esta zona —contestó secamente.

—¿Ah, no? —dijo, alargando el monosílabo—. ¿Y de dónde eres, entonces? —Un brillo, imperceptible para Axel, cruzó fugazmente por los ojos del mago.

—Bueno —titubeó—, vengo del este. —Tras decir aquello, guardó silencio y aguantó la respiración, pues comprendió que había sido demasiado torpe.

—¿Del este? —se giró rápidamente para cruzar su mirada con la de su compañero antes de volver a buscar la del muchacho, oculta parcialmente por la floresta—. ¿Tal vez vienes del bastión de Harlmak? —El silencio del niño resultó ser la respuesta más sincera.

»¡Baja, chico! —el tono de su voz se trocó por uno más solemne—. ¿Has podido huir de aquella destrucción?

—¿Venís de allí? —preguntó, interesado—. ¿Habéis estado en el fuerte?

—Sí —contestó con sosiego—. Hemos estado allí. Hemos visto el fuerte o, mejor dicho —se corrigió—, lo que queda de él, pues ha sido arrasado. —Una sonrisa se perfiló en el rostro de Axel.

»¿Lograste huir, chico? —prosiguió con su interrogatorio, bajo la profunda atención de su compañero—. ¿Dónde está tu familia?

—No tengo familia —sentenció, apesadumbrado y después de haber suspirado silenciosamente.

La única respuesta fue el silencio. Entonces, poco a poco, Axel comenzó a descender del olivo bajo la melancólica mirada de los dos jinetes.

—¿Tenéis algo de comer? —preguntó sin ningún tipo de rodeo y clavando su mirada en las alforjas del viejo.

—¡Oh, perdona! —se excusó éste, a la vez que procedía a extraer un trozo de queso de su morral—. ¡Toma! —dijo, mientras le lanzaba la comida.

El chico, tras haber cazado el pedazo de queso al vuelo, se lo llevó rápidamente a la boca. El aspecto que presentaba era lamentable: sus ropas, desgarradas, se encontraban manchadas de barro y sangre reseca, así como parte de sus cabellos y, también, de la piel de su cuello.

—¿Así —sentenció— que te encuentras solo? —Un asentimiento por parte del joven les sirvió de respuesta—. ¿Vas a algún sitio en concreto, pequeño? —Volvió a preguntar, al tiempo que el otro jinete le lanzaba su odre de agua para que el queso viejo descendiera mejor por su gaznate.

El niño, tras haberse saciado con un buen trago, se encogió de hombros antes de volver a dar buena cuenta del queso.

—Si quieres —dijo justo después de haber lanzado una significativa mirada a su compañero—, puedes acompañarnos. —Axel alzó su mirada con el ceño fruncido, mirando ora al anciano otrora al encapuchado—. Venimos de un lugar muy lejano en el que podrías aprender un oficio y crecer labrándote un buen porvenir. ¿Qué te parece?

El niño, sin retirar su obnubilada mirada —pues no esperaba que nadie le ofreciera nada beneficioso a cambio de nada—, entrecerró los ojos con suspicacia.

—Evidentemente —prosiguió—, no estás obligado a venir con nosotros, ¡claro está!

—¿Y por qué me ofrecéis ese tipo de ayuda? —preguntó receloso, tratando de escudriñar el más ínfimo gesto de aquellos dos desconocidos.

—¿La verdad? —dijo, justo antes de erguirse sobre su blanco corcel para otear todo lo que les rodeaba—. Porque —volvió a posar sus zarcos ojos sobre los garzos del muchacho— en este lugar no hallarás nada que te beneficie y corremos el riesgo de que, pudiendo lograr algo bueno de ti, acabes muerto o convertido en un bandido.

Aquella sinceridad sorprendió sobremanera a Axel. Lentamente, pensando que seguramente no tendría nada que perder, decidió aceptar la oferta de aquel desconocido. Sin embargo, optó por mantenerse alerta y preparado para, si fuera preciso, huir o, incluso, hacer uso de su ya bien amada daga.

—¿Cuál es tu nombre, pequeño? —le preguntó el mago, una vez hubo subido al niño a lomos de su corcel.

—Mi nombre —dudó un instante, pues aún temía que aquellos hombres fueran siervos del despiadado rey Balkhuor o de su pérfido hijo— es Alheix —sentenció, recordando el nombre del padre de su progenitor.

—¡Vaya, Alheix! —sentenció su protector con alegría—. Alheix, hijo de… —prosiguió, como si deseara informarse más acerca de quién era aquél que iba a cabalgar con él durante algunas lunas.

—No conocí a mis padres —mintió—. Soy huérfano.

—Lo lamento, chico —dijo el caballero—. Iolidash —se giró sobre su cintura para señalar al otro jinete, que ya se había puesto en marcha para seguirles— tampoco conoció a sus padres. —Alheix se giró con interés.

»En ese caso, pequeño —extrajo una larga pipa de su morral y una pequeña bolsa de tabaco—, espero que podamos ser para ti la familia que no llegaste a conocer. —La mirada de Alheix se tornó sombría, al tiempo que unas tímidas lágrimas comenzaron a arrasarla.

»Cuéntame lo que sucedió en Harlmak —dijo, cuando el primer aro de humo ascendió, al tiempo que ponían rumbo hacia Hil·lodian.
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Copinsa
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Re: El lamento de Aasm I. El triángulo de Gnurk - Iván Montero

Mensaje por Copinsa »

Tiene muy buena pinta, ando dudando de si leerlo porque me gusta leer sagas acabadas o apunto de ello, pero igual me animo.
Podremos hacernos con el segundo tomo en amazon?
He estado mirando y no aparecia.
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Iolidash
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Re: El lamento de Aasm I. El triángulo de Gnurk - Iván Montero

Mensaje por Iolidash »

Hola:

Lo cierto es que la segunda parte está terminada, pero quiero lograr hacerle un hueco a la primera antes de publicarla; y esto me está costando un poco, la verdad.

En cuanto a su continuación, tengo en mente ponerme el año próximo con la tercera parte —de cuatro.

Entiendo que todos buscamos sagas concluidas, pero una obra de este tamaño requiere casi una dedicación exclusiva, y, no te voy a engañar, eso solo lo logran autores que viven de sus novelas (o no, mira a G.R.R.Martin...).

Así, si deseas adentrarte en el mundo de Aasm, serás bienvenido, y desearé que lo disfrutes tanto como yo lo he hecho escribiéndolo, pero habrás de esperar un poco para conocer el final... Un final que, si crece el número de lectores, llegará antes, por supuesto.

Un fuerte abrazo.
Iván.
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Panoramix

Re: El lamento de Aasm I. El triángulo de Gnurk - Iván Montero

Mensaje por Panoramix »

¿Las influencias de The Legend of Zelda son intencionadas? La tribu de mujeres del desierto en la que nace un hombre destinado a ser un conquistador malvado, Triángulos de Vigor y Sabiduría... Es básicamente el trasfondo de Ganondorf en Ocarina of time.
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Iolidash
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Re: El lamento de Aasm I. El triángulo de Gnurk - Iván Montero

Mensaje por Iolidash »

Así es. En el 92, cuando jugué al Zelda de la SNES, quedé prendado. Entonces, comencé a indagar en esa leyenda, y me inspiró como telón de fondo. No obstante, la trama transcurre por unos derroteros bien diferentes.
De hecho, El Lamento de Aasm se centra en una batalla de magos, y de los distintos pueblos que habitan sobre Aasm.

Si te haces con él y te lo lees, espero que te guste. 👌🏻

Iván.
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