Nuestra señora de la noche - Mayra Santos Febres

Elemental, querido Watson.
Y acción, espionaje e intriga, exploraciones...

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Ginebra
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Nuestra señora de la noche - Mayra Santos Febres

Mensaje por Ginebra »

Narra la vida de doña Isabel "la Negra" Luberza, una madama de los años 40/50 en un pueblecito de Puerto Rico. Niña huérfana que vive con su madrina, el hermano y teté Casiana, pasa de lavandera a criada, de allí a costurera y vendedora de alcohol ilegal, hasta regentar el "Elizabeth Dancing Place". Y es su amor con el licenciado Fornarís, y lo que ello supone, el eje que enlaza su vida con otras vidas en una narración llena de magia con acento caribeño. Precioso.
Los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias. Eduardo Galeano


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Aliena
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Mensaje por Aliena »

me lo apunto! :lol:
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Almagris
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Nuestra Señora de la Noche de Mayra Santos-Febres

Mensaje por Almagris »

Nuestra Señora de la Noche de Mayra Santos-Febres


Imagen

Finalista Premio Primavera 2006

Doña Isabel Luberza Oppenheimer es una de las mujeres más poderosas, respetadas y temidas de su ciudad. Pero no siempre ha sido así, Isabel La Negra, Isabelita, fue una niña abandonada por su madre, que trabajaba de lavandera, y a los ocho años ya servía como criada en una casa noble de la ciudad hasta que, en su pubertad, el señor quiso meterse en su cama y se vio obligada a trabajar como costurera primero y vendedora de licor ilegal después. La historia de Isabel es la historia de una lucha descarnada por ascender socialmente, sobreponerse a la desgracia y obtener el respeto de los suyos y la independencia y libertad que da el dinero. Pero Nuestra Señora de la Noche, ambientada en el Puerto Rico de los años 30, es también la historia de su renuncia al amor de un hombre de ojos verdes de muy diferente clase social a la suya.


Con su prosa sensual, plástica, llena de color y poesía, Mayra Santos-Febres narra la crónica del ascenso social de una mujer en una novela que nos habla de pasión y ambición pero, también, de la desigualdad entre una burguesía acomodada y la pobreza de los desfavorecidos, del choque de culturas entre la sensorialidad tropical y el muy pragmático american way of life, de lucha social, de hipocresía y doble moral y, sobre todo, de la necesidad esencial de todo ser humano: el amor. Un amor que no puede suplir el dinero ni el poder y que, contra lo que se pudiera pensar a veces, nos hace, siempre, mucho más fuertes.



Primer Capitulo



El cadillac del licenciado Caggiano paró en la rotonda del casino. Un botones abrió la puerta y ofreció la mano para ayudar a la elegante dama que de seguro se bajaría de aquel carruaje lujoso. No se esperaba la mano enguantada que en su muñeca llevaba un semanario de oro maciso al que le colgaba una medallita de la Virgen de la Caridad. Tampoco se esperaba que aquel guante dejara ver, ya a la altura del codo, un brazo duro, negro, que brillaba contra la noche cerrada, los reflectores del baile, el traje en seda cruda. Una gargantilla de brillantes adornaba el cuello de la dama, también negro. Una cascada de bucles caía a ras de aquel cuello. Los ojos del botones se posaron en el mentón y en la cara. Del cadillac se bajó Isabel Luberza Oppenheimer. La Negra Luberza. La Madama de Maragüez. El botones no pudo hacer otra cosa sino tragar.
En esos mismo momentos el representante de Distrito Pedro Nevárez entraba al baile de la Cruz Roja. También entraba el magistrado Hernández, el senador Villanueva y esposa. El obispo MacManus.
Todos la miraron espantados. Espantados vieron cómo el licenciado Caggiano le brindaba el brazo y la convidaba a pasar por la puerta ancha del casino. En la entrada, un mozo confundido tomó de manos de La Negra la invitación impresa en papel dorado con la insignia de la cruz. Cotejaba listas de invitados y encontraba su nombre entre ellos. Paso firme a la entrada del casino. Mano firme sobre el brazo de Caggiano. Sólo él notaba un el leve temblor de sus dedos, el pulso que le brincaba.
—No se apure Doña Isabel. Ya pasó lo peor.
—No esté tan seguro, Caggiano.
A la derecha, el representante Nevárez y esposa la miran de reojo. Hace una semana hablaba con ella. «Paso el sábado Isabelita, para que hablemos de la donación a la campaña.» Ella ya le tiene su carne preparada. Lisandra, la niña. Se la trajo de Colombia. «No llores niña, no te asustes. No llores más. Si todo sale bien ésta es la última vez que tienes que acostarte con el representante.» Unos pasos más adelante el secretario de Obras Públicas hablaba con el ingeniero Valenzuela. «Doña Isabel, pero qué elegancia. Me gustaría ir a visitarla para hablarle de un asunto que quizás pudiera interesarle.» Que fueran a verla a su mansión del Barrio Bélgica la semana entrante. «Yo siempre ando muy interesada en oir propuestas.» Al fondo del pasillo de entradas tertuliaban los tres hermanos Ferráns, Juan Isidro, Valentín, Esteban. Le regalaron una sonrisa lisonjera. Sus mujeres permanecieron calladas e inasibles agarrándolos fuertemente del antebrazo. La felicitaron por tan gran corazón. Por darse tanto a los necesitados.
—Cómo no voy a ayudar, si en carne propia sé lo que es la necesidad.
Caggiano le servía de Lazarillo. Los Colomé, los Tommei, los Valle. Allí estaban las familias más selectas del pueblo. En cada estación se paraba con el licenciado, quien conducía las introducciones como si ella nunca los hubiera visto, como si el día anterior, la semana pasada, no tuviera a muchos de esos hombres en su bar. Pero hacía su debut en el casino, al otro lado del río, vestida de seda y brillantes. Entraba por la puerta grande. Nadie osó detenerla. Casi paraba de temblar.
Entonces lo vio, al peor de todos. Esmoquin, barbilla cerrada, ojos verdes contra una piel pecosa, blanca, enmarcada en el negrísimo de su pelo engominado hacia atrás. Tenía un brazo acodado contra la barra, un trago en una mano, probablemente un whisky. Fumaba. Su mujer lo acompañaba, nívea, parloteando sin parar en una tertulia que la llevaba a posar la mano sobre el hombro del Amado «¿Verdad querido?», intentando atraer su aprobación. Allí estaba el licenciado Fornarís con su esposa legítima del brazo. Las miradas hasta entonces lisonjeras se le hicieron inversas, revelaron su mueca escarnecida. «Aunque te vistas de seda…» Los ojos del licenciado la traspasaron, sin más, sin anunciarse, como si una fuerza extraña los hiciera gravitar hasta donde estaba ella, del otro lado del salón. Fernando se le quedó mirando y las conversaciones se evaporaron en el aire. Isabel tuvo que detenerse, fingir. Apretó duro el antebrazo de Caggiano, quien se detuvo en seco. Contuvo la respiración, uno… dos… tres …cuatro… cinco, pero no caía de nuevo en ella misma. Fernando Fornarís hizo ademán de caminar pero también se contuvo. Cristina siguió el gesto con su vista hasta la misma dirección. Los dos la vieron, aparición detenida. «Asísteme en la zozobra, protégeme, Madre.» Isabel, con sus dedos enguantados, restregó la medalla de la Cachita, para siempre colgada de su muñeca. Su cara se deshizo queriendo sostenerse del aire.
El licenciado Caggiano la supo leer. «Con su permiso caballeros, que aún no he bailado ni una sola pieza con la señora.» Hizo una venia ante sus comensales y condujo suavemente a Isabel hasta la pista. De espaldas aún quemaban las miradas de Fernando Fornarís y esposa, aunque menos. Así de espaldas ya comenzaba a sobrevivir a aquella aparición.
—Ahora sí está pasando lo peor, Caggiano.
—Si no se siente bien me avisa y nos vamos ahora mismo.
—No me puedo dar ese lujo, me sienta como me sienta. Usted sujéteme fuerte, hasta que se vayan ellos.
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lochness
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Mensaje por lochness »

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Un libro es un mundo por descubrir. :101:
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