Hay libros con los que se da un curioso fenómeno: te han gustado, a pesar de sus irregularidades, pero te das cuenta de que han llegado a ti a través de una vía directa, que ni tú mismo sabías que existía. La historia que cuentan o los temas que tocan coinciden con temas que te interesan o te emocionan, y te das cuenta de que tal vez el libro no guste a los que te rodean, ni siquiera a quienes tienen los mismos -o parecidos- gustos que tú.
Si llego a escribir mis impresiones sobre “Las correcciones” de Jonathan Franzen a medida que avanzaba el libro (como suelo hacer a veces por aquí), sin esperar a acabarlo, hubiera dicho que es un libro bastante bien escrito (pero mal traducido) y un tanto irregular. Que tiene su interés y su mérito mantener la atención sobre una crónica familiar (padres y tres hermanos) durante 720 páginas. Que me gustan muchas cosas en él, pero que me sobran también unas cuantas.
Como por ejemplo:
…la excesiva caricaturización de la aventura lituana de Chip. Si pretendía meter en el libro unas gotas de diversión y vodevil pues no lo había conseguido del todo el autor (porque me despertó a lo sumo un par de sonrisas), y creo que hubiera abordado mejor el tema situando la historia/huida de Chip desde un punto de vista menos pseudograciosete.
…la incursión en la pseudociencia ficción con lo del Corecktall, que no aporta gran cosa (al menos para mí).
…Y alguna cosita más, pero no sigo, porque quiero destacar lo que sí que me gustó. |
El caso es que, como digo, esperé a acabarlo, y ayer me leí las últimas 130 páginas que me quedaban. Y esas 130 páginas fueron como dinamita colocada en los pilares maestros de mi mente. Resoplé, leí dos veces algunos párrafos, establecí paralelismos mentales, cambié de postura. Lloré como un condenado a muerte, y me revolví en la cama en todas y cada una de esas páginas.
A pesar de que mi familia es muy diferente a la familia protagonista, a pesar de que no me vi identificado directamente con ninguno de los tres hijos, un retazo aquí, una reflexión allá bastaron para generarme una inquietud de nivel superior. Cerré el libro a las 23:30 y no fui capaz de dormirme hasta las 3 de la mañana.
Y luego soñé que moría, soñé con mi padre, hablé con mi madre y mi hermana, y di mil vueltas en la cama, con la mente arrasada por napalm en forma de novela.
No busca dar recetas, no tiene moralinas baratas, deja preguntas en el aire, partes de la historia sin resolver y no tiene un final al uso, de esos que cierran, pulen y abrillantan una historia ya construida. Y eso se agradece.
Probablemente, si alguno de vosotros la leyera, dirá “Pues no es para tanto, ni una lagrimita he echado”. Pues eso. Resonancias emocionales, filias y fobias.
El libro no es redondo, e incluso en determinados momentos me pareció que flojeaba un poco, pero -además de esas cien páginas finales bestiales- atesora momentos brillantes y me encanta como escribe los diálogos Franzen, frescos, creíbles, divertidos.