Mi edición de la novela (traducción de Consuelo Bergés) viene rematada con la correspondencia del autor en la que se alude a la novela, y en la que encontré algunas cosas sorprendentes.
Lo primero es que la personalidad del autor no ayuda mucho a encariñarse con su obra, cosa de prejuicios a los que soy especialmente sensible. En este sentido, coincido con Flaubert cuando dice aquello de que “los ídolos no hay que tocarlos: se queda el dorado en las manos”.
En segundo lugar, me llamó mucho la atención la posición del autor frente a sus personajes y frente al tema de la novela:
Lo cual, según su propio argumentario, suponía un punto a su favor.“A veces la vulgaridad de mi tema me da náuseas, la necesidad todavía en perspectiva de escribir bien tantas cosas vulgares me aterra.”
“Tengo que hacer grandes esfuerzos para imaginar mis personajes y después para hacerlos hablar, pues me repugnan profundamente.”
Y, por último, me sorprende el sufrimiento con el que escribió la obra, el hercúleo esfuerzo que le suponía cada página, cada frase, casi cada palabra (aunque no descarto el, como dirían mis hijos, simple postureo en esas quejas).“Cuanto menos se siente una cosa más apto se es para expresarla exactamente”
“No hay nada peor que poner en arte sentimientos personales (..) Tu corazón, alejado en el horizonte, lo iluminará en el fondo en lugar de deslumbrarte en el primer plano.”
Un tipo de comentario que se repite hasta la saciedad en las muchas cartas que escribió durante los cuatro años que tardó en concluir la novela. Y es que, como el propio narrador de la novela nos dice:“Me da vueltas la cabeza y me arde la garganta de haber buscado, bregado, cavado, contorneado, tartamudeado y gritado, de cien mil maneras diferentes, una frase que por fin acaba de terminarse. Es buena, respondo de ello, ¡pero no ha salido sin esfuerzo!”
“La palabra humana es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando quisiéramos conmover las estrellas.”