Hambre (Relato)

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John Smith
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Hambre (Relato)

Mensaje por John Smith »

Carlos no podía ver nada. No podía sentir nada. A su alrededor, no había nada. No se trataba de una oscuridad, de un telón negro. Se trataba de una genuina nada. Intuía que faltaba algo importante, que algo se le escapaba, pero eso no le preocupaba en aquel momento. Hasta donde él sabía, la nada había estado siempre ahí. Gracias a la nada que le rodeaba, no había nada que pudiera molestarle nunca más. Aquel retruécano en forma de pensamiento le resultó dolorosamente irónico.

Dolorosamente. En aquel momento, Carlos se percató de que había algo nuevo en la comodidad de la nada. Carlos sí podía sentir algo. Dolor. Y junto con el dolor, algo más había aparecido en medio de la nada. Un pensamiento. Le habían prometido que no habría dolor. Ese pensamiento atrajo a su vez a un recuerdo, y el recuerdo se tornó en imagen. Y Carlos pudo ver.

Estaba sentado junto a su padre mientras este último conducía. Carlos miró a través del espejo retrovisor y sus ojos de doce años le devolvieron una mirada inocente. Tras unos breves instantes, giró la cabeza y miró a su progenitor. Este tenía los ojos vidriosos, vacíos. Al contrario que su propio reflejo unos segundos atrás, en esta ocasión su padre no le devolvió la mirada. Aquel hombre había decidido centrar sus ojos en un punto del camino. Trató de vislumbrar aquello que impedía a su padre percatarse de la insistente mirada de su hijo. Mientras atardecía, el coche transitaba una angosta carretera. A lo lejos, se intuía un pequeño pueblo rodeado de valles poblados de árboles. A escasos kilómetros antes de llegar al pueblo, en un terreno todavía llano, un camino salía de la carretera que ambos transitaban. y se adentraba en el horizonte. Y en ese mismo punto del horizonte concentraba su padre la mirada. Tras unos minutos de silencio, Carlos decidió exteriorizar la pregunta que llevaba dando vueltas en su interior desde el día anterior.

—Papá —dijo con cierta timidez—, ¿cómo es posible que no hayas llorado ni una vez desde ayer?

Un silencio le sirvió de respuesta. Su padre siempre había sido un hombre parco en palabras, así que aquello no le sorprendió a. En ese momento, Carlos notó que el horizonte dejaba ver ahora un pequeño recinto sin techar. A las puertas del recinto, unas figuras sacaban un bulto enorme de un coche negro. El silencio como única contestación continuó durante varios minutos, hasta que decidió dar paso abruptamente a otra respuesta más satisfactoria.

—Porque ya no sufre —dijo de forma repentina su padre—. Porque ahora está junto al abuelo, y porque la muerte no significa que desaparezcamos, Carlos. La abuela siempre seguirá viva a través de nuestros recuerdos. Así que no estoy triste, y no tengo porqué llorar.

—¿Entonces tú no le tienes miedo a la muerte, papá? —preguntó Carlos.

—No, hijo. Cuando morimos todo acaba, y no queda nada que pueda hacernos daño nunca más. En la muerte nos enfrentamos a la nada Carlos, así que no hay que tenerle miedo. Nada puede hacerte daño una vez muerto. No hay dolor —contestó su padre.

De repente, la imagen desapareció, ya que un nuevo elemento estaba penetrando en la nada en la que Carlos se encontraba sumergido. Resultó ser un sentimiento. Ira. Su padre le había prometido que no hallaría dolor en la muerte, pero el dolor se había vuelto insoportable una vez el recuerdo había terminado. ¿Por qué su padre le había mentido? En ese mismo instante, la verdad golpeó a Carlos de lleno. Si podía sentir dolor, quería decir que no estaba muerto. Pero aquello no era posible. Carlos recordaba el momento de su muerte. Lo recordaba. De esta forma, una vez más, una imagen se formó ante él.

Carlos se encontraba apoyando su cuerpo contra una puerta, tratando con todas las fuerzas que aún le quedaban de contener el inevitable destino que se cernía sobre él. Delante de él, su esposa le miraba con una mueca de horror mientras sostenía a la hija de ambos en brazos. Carlos tenía la sensación de que no podría sujetar la puerta ni un segundo más.

—¡Por lo que más quieras, sube ahora mismo al refugio y escóndete junto a la niña! —gritó Carlos— Hay comida de sobra, no necesitaréis salir a buscar más provisiones en semanas y con suerte esta pesadilla habrá terminado para entonces. ¡Vete!

Al igual que su padre quince años atrás, su mujer decidió no regalarle la mirada vidriosa y vacía que se apoderaba de ella en esos momentos, sino que optó por concentrarla en un punto a un par de metros del lugar donde se encontraba Carlos. Del mismo modo que hiciera con su padre, Carlos no pudo evitar comprobar qué era aquello que atraía a los ojos de su mujer, a pesar de conocer perfectamente la respuesta. Una pequeña ventana dejaba entrever a decenas de personas con las caras descompuestas y la ropa hecha jirones, golpeando invadidos por una ira inhumana las paredes del edificio. La madera de la puerta empezó a crujir.

—¡Lárgate, ahora! —chilló Carlos.

Mientras ella se marchaba a toda prisa escaleras arriba sin dedicarle a Carlos esa última mirada que este anhelaba, la puerta terminó de ceder y una avalancha humana se precipitó sobre él. Decenas de personas infectadas por la pandemia que estaba afectando a todo el mundo, según habían contado en los noticiarios, se abalanzaron sobre él. Ahí comenzó el dolor. Un dolor insoportable. El primer retazo de dolor vino de parte de una mujer obesa con un horrible pelo cardado y teñido de rubio. Enfundada cómo una pieza de embutido en un destrozado vestido rojo de topos blancos, la mujer le mordió la mano izquierda, llevándose por delante el dedo en el que Carlos llevaba su anillo de compromiso. Carlos pudo distinguir cómo, tras el acto de la mujer, un anciano se abalanzaba contra su rostro saltando por encima del cuerpo de la última, arrancándole en el proceso la nariz de cuajo de una dentellada. Carlos no tuvo tiempo de pensar lo extraño que era ver a un señor que hasta hacía unas semanas no podía apenas moverse de la cama y se alimentaba a base de papillas arrojarse contra su cara con la velocidad de un corredor de atletismo, arrancando de forma tan violenta un miembro sólo con la ayuda de sus escasos dientes. Tampoco conocía a aquel hombre para saberlo.

La visión de aquel hombre con los ojos más vacuos y sin vida que Carlos hubiera visto nunca, masticando una masa sanguinolenta que hacía unos instantes formaba parte de su rostro, consiguió ayudar a mitigar el dolor, ya que le hizo perder el conocimiento por unos segundos. Así creía Carlos que comenzaría su viaje a la nada de la que su padre le había hablado. Y fue en esos escasos segundos, que se estiraron cómo chicle al saberse los últimos de su vida, cuando Carlos pudo sentir cómo, a pesar de la sangre que se derramaba por su rostro inundando su boca y sus pulmones, ahogándolo, había una sensación más fuerte que invadía su cuerpo. Era un extraño picor que recorría sus venas y se dirigía hacia la parte superior del cráneo. El picor se volvió insoportable en ese pequeño lapso de tiempo y empezó a ocupar por completo su mente. Carlos no pudo sentir cómo un joven de diecinueve años, que tuvo la mala suerte de correr su mismo destino al salir a la calle para tratar de fotografiar los efectos de la pandemia, le arrancaba una buena porción de la zona lumbar y se deleitaba con la misma invadido por una feroz hambre animal. No pudo sentirlo porque el picor lo invadía todo. No había nada, salvo ese picor que le hacía querer arrancarse la piel a tiras. Y cuando parecía que el picor no podía ser más insoportable, paró. Y Carlos entró en la paz de la nada.

Carlos no sabía cuánto tiempo hacía de aquello, pero le sorprendió poder recordarlo. Multitud de sentimientos habían invadido la nada mientras recordaba sus últimos instantes. Entre ese tumulto de sensaciones, una se impuso sobre el resto. Perplejidad. Recordaba haber muerto. Aquellos pobres demonios se estaban dando un festín con su cuerpo, así que era imposible que hubiese sobrevivido. Mientras ese pensamiento resonaba por la nada en la que se encontraba, notó como algo más se abría paso. Esa sensación fue anulando todo lo demás. Era la sensación más fuerte que Carlos había sentido hasta ahora en la nada. Era una sensación familiar, pero Carlos la sentía cómo si fuera la primera vez. Cómo si nunca antes hubiera sido consciente de lo poderosa que podía llegar a ser. Era hambre.

El hambre comenzó a llenar la nada, y esta última dejó de ser nada. Y se convirtió simple y llanamente en pura hambre. No podía pensar en otra cosa que no fuera tratar de saciar esa hambre, tenía que hacer algo para que aquella sensación le abandonara. Lo que fuera. Lo necesitaba. Pero, ¿cómo podía comer si se encontraba inmerso en aquel vacío casi etéreo?

Necesitaba abrir los ojos, si es que aún le era posible, y ver que había a su alrededor. Levantarse, buscar comida. Le daba igual lo que fuera, cualquier cosa valía con tal de saciar esa sensación de hambre que invadía todo su ser. Y, en ese mismo instante, Carlos abrió los ojos. A través de ellos pudo ver el mismo techo que había visto antes de entrar de lleno a la nada. Pero no pensó en ello. No pudo. Sólo podía pensar en una cosa. Saciar el hambre.

Se levantó y, a pesar de tener el cuerpo mutilado, no sintió dolor. El hambre lo cubría todo. Aquello debía ser la muerte sin dolor de la que le habló su padre. Se precipitó hacia delante. Dado que en el último momento antes de que la puerta cediera se hallaba mirando como su mujer huía escaleras arriba, esa fue la dirección que tomó. Subió a zancadas, ya que necesitaba encontrar algo que hiciera desaparecer el hambre lo antes posible. Cuando las escaleras terminaron, sólo encontró un largo pasillo con una puerta al fondo. No se detuvo ni un instante. Corrió más rápido de lo que había podido correr mientras trataba de salvar su vida hacía sólo unas horas, y se dio de bruces contra la puerta. La golpeó con toda la fuerza que poseía en su cuerpo, ya que algo dentro de él intuía que así podría encontrar la forma de saciar esa hambre. Tras unos segundos tratando de derribar aquella puerta, oyó un ruido detrás de la misma. “¿Es papá?”, escuchó decir a una voz que no entendía.

Mientras Carlos luchaba contra aquella puerta que le separaba de su objetivo, al otro lado su esposa miraba a través de una mirilla los restos de lo que en algún momento fue su marido. Una suerte de cadáver reanimado golpeaba con todas las partes de su cuerpo la puerta, poseído por una furia impensable para aquel hombre enjuto y pacífico que conoció algún día. Tenía el brazo derecho colgando del tórax por un hilo de músculo, dejando visible de esta forma el hueso que lo unía al hombro. Al brazo izquierdo le faltaba la mano, la cual había sido sustituida por un muñón ensangrentado, y varios agujeros inundados de sangre seca cubrían todo el torso. Las piernas por su parte habían corrido mejor suerte que el resto del cuerpo. Pero ella no pudo notar nada de esto. Sólo podía ver el rostro deformado y cubierto de sangre, con un agujero nauseabundo en lugar de nariz, y con unos ojos vacuos que parecían tener un único objetivo: acabar con ella. Contempló con aquella mirada vidriosa y vacía que nunca se despidió de su esposo lo que ahora quedaba de él, y una idea absurda pero esperanzadora cruzó su mente.

—¡Carlos! —gritó— Si aún sigues ahí, por favor, dame alguna señal, la que sea. ¡Siempre me dijiste que habría una solución para la enfermedad, que era algo pasajero!

Por su parte, Carlos escuchó la voz que le llamaba. Aquello le hizo parar un momento con una sensación reconfortante. Aquel sonido iba a hacer parar el hambre. Ahora solo tenía que derribar el muro que les separaba.

Al otro lado de la puerta, su mujer contempló cómo Carlos paraba un momento al oírle decir aquello. Aquello significaba que le había entendido. Carlos aún estaba ahí, podía salvarlo. Sólo tenía que dejarlo entrar y reducirlo de alguna forma. No tenía tiempo, tenía que encontrar la manera y actuar de inmediato.


-


Aquel fue el momento más feliz de la nueva vida de Carlos. Por fin había encontrado algo con lo que saciar el hambre. Mientras lo hacía, algo en su interior reaccionó. Fue en ese instante cuando lo entendió; el hambre había venido para cubrir a la nada. Y no había nada que pudiera hacerla desaparecer. Pero eso no importaba. Nada importaba ahora.

De esta forma, mientras devoraba los restos de lo que una vez fueron su mujer y su hija, sin saberlo, Carlos dio las gracias a su padre por no haberle engañado. Nada podría volver a hacerle daño. No había dolor. Y, a pesar de ello, su rostro estaba cubierto de lágrimas.
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lucia
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Re: Hambre (Relato)

Mensaje por lucia »

Curioso que no recuerde a su mujer y su hijo, pero sí lo que le contó su padre. :lista:
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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John Smith
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Re: Hambre (Relato)

Mensaje por John Smith »

lucia escribió:Curioso que no recuerde a su mujer y su hijo, pero sí lo que le contó su padre. :lista:
¡Llevas razón! :cunao: Aunque al final se deja entrever que sí recuerda a su mujer y a su hija, por lo de las lágrimas y tal.

He intentado describir el proceso de degeneración de su mente consciente mientras se va transformando en zombie, por eso al principio recuerda a su padre o a su mujer (aun está minimamente lúcido), hasta que le invade la enfermedad que lo nubla todo y es capaz de matarlas. Lo del final pretende transmitir que, tras cometer un acto tan brutal, el último atisbo de cordura que aun se esconde en él se está removiendo. Eso es lo que le permite recordar las palabras de su padre y comprender la atrocidad que ha cometido (por eso llora).

Aun así, me da la sensación de que ha quedado todo muy confuso, y está muy cogido con pinzas. Muchas gracias por tu opinión, toca seguir trabajando :D
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lucia
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Re: Hambre (Relato)

Mensaje por lucia »

La primera parte está bien. Vamos, hasta el hambre, en que debería nublársele ya la razón.
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