Paisajes de la vida (Relatos varios)

Espacio en el que encontrar los relatos de los foreros, y pistas para quien quiera publicar.

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lucia
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Re: Paisajes de la vida (Relatos varios)

Mensaje por lucia »

Yo pienso seguir contestándote para que sepas que al menos alguien te lee :cunao: Que además siempre me han gustado las anécdotas médicas. :lol:
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M. Charaja
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Re: Paisajes de la vida (Relatos varios)

Mensaje por M. Charaja »

Hola Lucia. Gracias por leer; parece que tienes el don de la ubicuidad :cunao: Por ahora estoy terminando un proyecto :alegria: asi que retomaré el hilo después. Saludos desde el Perú :)
M. Charaja
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Re: Paisajes de la vida (Relatos varios)

Mensaje por M. Charaja »

La muerte. Me he preguntado muchas veces que hay detrás del último aliento. ¿Donde descansará la chispa de espíritu que algunos creen que somos?... o acaso simplemente se corroerán los huesos y eso será todo.
¿Quien recibirá la cosecha de mi vida?…Personalmente creo en Cristo, pero también creo en Buda; escucho a la madre natura y le venero más que a las sagradas escrituras; confió en lo que hay escrito en las estrellas más que en la palabra de los curas; prefiero encomendarme a los Apus sagrados antes que a los santos tan humanos como yo… ¿Qué me pasará entonces cuando muera? ¿Me recibirán todos juntos o me despreciaran por tibio? ¿Seré reconocido por la hermandad blanca? ¿Saint Germain, Rabolú, Wiracocha, Samael… o el mismo Jesús me reconocerá como un discípulo suyo?... O tal vez seré infelizmente acogido por la logia negra, el lado oscuro de la fuerza, ese espacio despreciable del que todos abominan sin reflexionar siquiera y al que echamos cruces. Tal vez, estas mis palabras me estén condenando ya a los fuegos eternos, aunque sin saberlo muchos vivimos ya nuestro propio infierno. No hay peor esclavo que el que se cree libre.
Me he decantado por el equilibrio, y eso me coloca en un punto inclasificable, misterioso y tal vez perjudicial para mi cadáver. No soy ateo, no soy agnóstico, tampoco soy religioso pues pienso que no hay nada que religar. Creo obsesivamente que jamás fuimos apartados del todo que nos contiene. Si la palabra religión proviene etimológicamente del latín religare, entonces esa palabra no tiene sentido para mí. Creo en Dios, pero no en el viejito barbado que nos mira con compasión desde las alturas. Creo en un Dios que me mira desde adentro y que ha puesto en mi pecho un corazón para intuirle su consejo siempre correcto. Estoy seguro, también, que mi Dios no ha creado un cielo o un infierno para mí. Creo en un derrotero más noble que cualquiera de esos. Creo que el bien y el mal son indisolubles, por eso no creo en un Dios que me intime a ser “bueno” y que desatienda lo “malo” que hay en mí, pues de eso todos tenemos y en abundancia. Es precisamente esa complementariedad la sustancia que contrapesa nuestra existencia. Quizás por eso Jung decía: “Para que las ramas de un árbol puedan tocar el cielo, sus raíces deberán estar sembradas en el infierno”.
Pero basta de filosofar y vamos con la historia que vengo a narrar, con cariño especial para los que aun me crean cuerdo y no hayan encendido ya las hogueras para un auto de fe…
Así es, a todos nos tocará la mano fría de la muerte. Luego a los unos los cremarán y a los otros les pondrán su mejor traje… o ambas cosas. Hasta ahí podemos estar casi seguros. Lo que sigue es un misterio.
El señor, a quien en adelante llamaré Señor “B”, murió en mis manos y algo tengo que narrar de ello.
El reloj marcaba las siete de la noche y mi turno de guardia apenas empezaba. El sol se sumergía en occidente, como lo hace todos los días y era poniente para todos, pero en especial para el Señor “B”.
Se me entregó el turno como siempre se hacía. El colega que se iba me dijo lacónico y algo socarrón: “En observación solamente queda el paciente estrella… esta hidratándose por una diarrea”. Fue obvio que entendí pronto a quien se refería y entendí también que el colega se sentía feliz de alejarse del problema. Era este señorcito un anciano, asiduo cliente de nuestro hospital. De carácter atrabiliario, seño fruncido como una cicatriz indeleble. Hombre insatisfecho de todo lo que tuviera que ver con nosotros, humildes matasanos. Así lo recuerdo yo. Un ser humano cuya presencia podía agriarle el día a cualquiera con un aura de negativismo y amargura. Nada le hacía bien, nada le calmaba el dolor, nada reconfortaba su espíritu y no tenia reparos en reprochárnoslo continuamente. Me he puesto a pensar que, tal vez, así me verán los más jóvenes cuando llegue a viejo, si es que no lo hacen ya, y sin darme yo cuenta, gruña de todo y le exija a la vida lo que por simple lógica ya no me corresponde. Pero el Señor “B” era una muestra corregida y aumentada.
No pasaron cinco minutos y aun siquiera había ocupado mi escritorio, cuando un auxiliar de enfermería apareció corriendo a comunicarme que el señor “B” se estaba muriendo…
“Pero me han dicho que solamente se está hidratando por una diarrea” exclamé confundido mientras corría a socorrerlo. Cuando llegué a su cama lo encontré boqueando y pálido como un muerto. Se tramitaron los primeros auxilios y logramos tomarle un electrocardiograma, que dio como resultado infarto agudo y extenso de la cara inferior del corazón, con disociación aurículo ventricular. Solo palabras, que teatralizan la profesión y mal disimulan el terrible pronóstico, y por supuesto, el hecho infausto de que nada pudimos hacer por él.
Diarrea. Concluimos que por una infeliz coincidencia el señor “B” había sufrido un infarto mientras estaba recuperándose de la diarrea; como bien puede pasarle a cualquiera mientras hace algo tan común como desayunar, defecar o ver con horror como cada presidente troca repentinamente en presidiario (Esto último lo entenderán bien mis compatriotas).
Pero el hecho concreto era que el Señor “B” ingresó a nuestra observación por una común diarrea, y saldría en un ataúd. ¿Cómo explicarle eso a la familia?
Decir que por suerte no había familiar al momento del deceso sería una chifladura mayor. Mil veces hubiéramos preferido que algún hermano, hijo, sobrino o nieto hubiera sido testigo de nuestros esfuerzos por librarle de los misterios del más allá. Pero eso no ocurrió. Extraño destino es morir rodeado de extraños; pero no por extraño deja de ser común, pasa mucho en los hospitales; pero lo que no es común es que sea por algo tan simple como una diarrea.
Ahora bien, consumados los hechos… ¿Quién sería los suficientemente “macho” para comunicarle la noticia a los familiares cuando volvieran?
Cuando alguna situación difícil se avecinaba, repetía siempre una frase un viejo amigo: “No somos machos, pero somos muchos”. Pero esta vez, llegado el momento los “muchos” desaparecieron y la noticia la tuve que dar yo, no por macho, ni mucho menos por valiente, sino simplemente porque era el jefe interino de la guardia. Debo aclarar que no fue la única situación de ese tipo en la que me vi envuelto y los resultados siempre han sido sustancialmente anecdóticos y dignos del numen de mi pluma.
Cuando dos horas después aparecieron, con muy bien disimulada serenidad hice pasar a mi consultorio a los dos hijos del difunto. Eran dos hombres altos como su padre, ambos vestían de saco, camisa y circunspección saturnina.
– Bien, doctor. Nos han dicho que tiene algo que decirnos – Tragué saliva y tensé el corazón en un esfuerzo indescriptible por verme como una fortaleza inexpugnable, a la que no se debía intentar atacar, pues temía que esto terminaría en puños y sangre.
– Es para mí muy penoso comunicarles que su padre a fallecido – dije con el cuerpo firme y mi sombra ovillándose sobre sí para recibir el primer golpe.
– Pero él se quedó aquí por una diarrea – replicó uno de ellos, sin arquear siquiera una ceja y sin mover las manos un milímetro. Mis temores se distendieron un poco ante la serenidad patológica propia de una maquina sin sentimientos. Miré al otro, le clave la pupila y pareció no sentirla, pues, ante mi asombro, permanecía mas quieto que el cuerpo del difunto.
– Les voy a explicar… – dije transitando aun un camino tan afilado que podía partirme en dos en un momento repentino –…Tuvimos tiempo de hacerle un electrocardiograma y lo que pasó fue: bla bla bla…– Y así fue que me entendieron, o no me entendieron; pero lo que yo pronto entendí es que no les interesó un comino las razones por las que había muerto su padre. Repentinamente el único que había hablado hasta entonces volteó la mirada hacia su hermano, y dijo cuando tuvo su atención:
– Se ha muerto el papá… ¿Qué hacemos? – Luego de un corto y meditativo silencio se escuchó la respuesta lacónica del otro:
– Habrá que mandar a traer su terno de Arequipa.
– Si pues…
– Bueno doctor, le agradecemos la atención. Ahora mismo empezaremos los trámites para el sepelio.
Como era de esperar yo cumplí con hacer el certificado de defunción. Luego los dos estrecharon mi mano con inexplicable cortesía y nunca más supe de ellos.
Aun hoy en día, sigo sin entender las reacciones pacificas de estos hombres, y no puedo creer que haya salido de aquella situación física y judicialmente ileso. Puedo especular que tal vez el señor “B” era insoportable en casa lo mismo que en los hospitales; tal vez se cansó de vivir y su vida terminó cansando a todos. No lo sé. Solo sé que el señor “B” se fue vestido con su mejor traje a un rumbo del cual también, solo podemos especular.
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lucia
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Re: Paisajes de la vida (Relatos varios)

Mensaje por lucia »

Yo sospecho que la relación con los hijos era distante y por eso se lo tomaron como se lo tomaron.

Ahora, me gustas más cuando cuentas anécdotas que cuando te andas por las ramas filosofando. El estilo de escritura que tienes le cuadra más a lo primero. Y te has comido una h en un pasado perfecto, pero ahora no soy capaz de encontrarlo.
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M. Charaja
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Re: Paisajes de la vida (Relatos varios)

Mensaje por M. Charaja »

Es que lo de filosofar me viene por tener a neptuno en medio cielo :cunao: y lo de la "h" por mercurio retrogrado :comp punch:
Hablando en serio no puedo evitar filosofar un poquitin. Gracias por leer :D
M. Charaja
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Re: Paisajes de la vida (Relatos varios)

Mensaje por M. Charaja »

Relato de un naufrago o cronica de un aislamiento social anunciado 2.0

Saber que pasaremos un tiempo indefinido expuestos a a la insania de nuestra propia soledad puede minar la voluntad mas ferrea. La puerta esta abierta, el pueblo esta ahi. Puedo salir y me esta escociendo tanto hacerlo; pero no hay lugar a donde ir, las calles son solitarias y la gente me penetra con su mirada curiosa desde las ventanas. Siento que me desnudan, que fabulan con lo que soy y con lo que no soy... eso me incomoda tanto que prefiero no salir mas. No hay donde saciar la sed de amigos, el hambre de novedades...todo es tan monótono que parece que el tiempo se ha detenido en el peor de los momentos. Mi cuarto es como una celda abierta. Las paredes me han absorvido en su quietud perpetua y conozco todas sus oquedades, luces y sombras. La unica ventana me ofrece un paisaje laconico que ya no me dice nada. El suelo es terroso y gris; pero me sostiene con compasión, él presiente que a mis pasos los esta siguiendo muy de cerca una locura de la que nunca me crei capaz. Tampoco hay quien me venda comida o me la prepare siquiera... Mis manos son torpes, solo saben freir papas y hervir huevos...ocasionalmente desfogan su melancolía en las cuerdas viejas de una guitarra de palo; pero de eso nadie puede vivir y me arrepiento por ello, me arrepiento de haber leído tanto sin entender nada de la vida, me arrepiento de no haber aprendido a cocinar y a soportar encierros. El rostro de mis seres queridos ya no es siquiera un recuerdo, se ha hecho como un sentimiento, una nostalgia que me hormiguea con amargura y me susurra al oído que lo abandone todo.
Rumorean que hoy llegará el presidente. Seguramente no obviará pasar por el trabajo, tal vez me de una palmada en la espalda o tal vez me baje el dedo y decida mi ejecución... Ya poco importa, no hay cura para la soledad ni remiendos que la puedan disimular. No deberia condenarse a los hombres a esto. Espero como un desquiciado que llegue el próximo fin de semana; caminaré un trecho polvoriento, esperaré a que pase un vehículo henchido de gente en el que me acomodaré como encaja una pieza en un rompecabezas humano, luego este vehículo me llevará a otro vehículo y así sucesivamente hasta llegar a casa. Allí beberé a sorbos asfixiantes de la compañía de los que amo y me aman; pero los días de libertad son un suspiro y los de aquí son eviternos y se alargan como una agonía que nunca te acerca a la muerte redentora. Si tan solo tuviera una coneccion con el exterior... pero aquí no siempre hay teléfono o corriente eléctrica; mucho menos hay celulares, tablets o laptops ... Esas maravillas son cosas que el futuro aun no ha profetizado.

Eso, amigos míos, fue mi SERUM (Servicio urbano marginal) en un pueblito cualquiera en 1996. Y seguramente fue igual o peor para muchos colegas que fueron enviados a pueblitos que no tienen mas nombre que el olvido. No puedo creer que la gente de hoy no pueda quedarse en su casa teniendo a su familia al lado, sus aparatos futuristas, el mundo conectado y todo tipo de distracciones que ayer fueron solo fantasías.
#QuedateEnCasa
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lucia
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Re: Paisajes de la vida (Relatos varios)

Mensaje por lucia »

Pues sí.

Y ya que estamos, ve recomendando a la gente el uso de mascarillas, incluso si la tienen que hacer ellos :cunao:
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M. Charaja
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Re: Paisajes de la vida (Relatos varios)

Mensaje por M. Charaja »

Conocí un día una señora, seguro no se acuerda de mi...yo tampoco me acuerdo muy bien de ella, fue en el trabajo; pero lo que me dijo no lo olvidaré jamas. Luego de resolver su consulta y estando a punto de despedirnos para siempre, se detuvo para decirme:
- ¿Ha visto en las noticias que han asesinado a una profesora de un conocido colegio?- Seguramente quería chismear un poco.
- Claro - le respondí - creo que su enamorado la ahorcó- murmuré displicente mientras alistaba la siguiente historia clínica para llamar al siguiente paciente.
- Era mi hija...
Quedé hecho una pieza... Los médicos siempre tienen una respuesta para todo, a veces incluso una mentira; ¿pero que decir frente a un dolor que no tiene definición? La pluma mas osada no podría articular, ni en mil años de encierro, la palabra o frase correcta que se aproxime siquiera a ser un garabato de consuelo o de aliento frente a la perdida de un hijo. Pero en un giro del destino resultó que la señora no quería que yo le dijera nada, si no mas bien ella quería enseñarme algo a mí...
- Sabe doctor - dijo rescatándome de mi tartamudez- de toda esta situación horrible que estamos pasando hemos obtenido algo bueno... - Yo continué callado, confuso y pensando en que cosa buena podría germinar en la desolación y amargura de tales eventos.
-... mi familia se ha unido como nunca antes lo ha estado. ¡Ahora somos una familia de verdad!
Nunca he olvidado tan sabias palabras y hoy mas que nunca las recuerdo, hoy que una amenaza común esta puesta frente a todos los seres humanos, sin distinciones de ningún tipo. Mucho se puede decir del virus; que los chinos malditos tienen la culpa, que fue creado en un laboratorio, que es un arma de manipulación de masas, que es la reacción de nuestra madre tierra sacudiéndose de los molestos seres humanos, que el 5G tiene la culpa; pero yo me quedo con las palabras tan sencillas de esa desconocida señora: ¡Ha llegado el momento de ser una familia de verdad!

Saludos y fuerzas para ustedes en España. Sabemos que todo es cíclico y este ciclo amargo seguramente pasará. :D
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Re: Paisajes de la vida (Relatos varios)

Mensaje por M. Charaja »

El sello


A veces creo que escribir puede ser algo parecido a desnudarse y quedarse petrificado así. No estoy muy seguro si eso sea algo bueno... Pero vamos a ello. Buscando en mis memorias mas lontanas, no recuerdo la primera vez que algo sellé. Es de suponer que fue en el SERUM. Si te preguntas, lector, que es el SERUM, solo te diré que no he vivido peor soledad que la que viví en el SERUM. Una cicatriz indeleble dejó en mi alma y otra en mi mano derecha; pero esa historia es intima, y no la desnudare ahora. Hoy se me atoró en el pensamiento otro personaje, y prefiero parrafear de sellos.
Trabajo en un hospital público y supongo, sin temor a equivocarme y haciendo uso de matemática elemental, que debo haber sellado y firmado más de trescientos mil papeles, y el asunto va en aumento. Así es, al parecer mi garabato no vale nada... no me pidan autógrafos. Parece algo exagerado, pero esta sociedad, obsesionada con las formas, así lo obliga. Todo necesita una firma y una responsabilidad adherida al acto. Hay gente que nace, pero no existe ante la ley, si no se firma un papel que lo certifique. Vuelven mis memorias al SERUM... Recuerdo a don Angelito, el partero del pueblo, un hombre "bonachón" que trajo a este mundo doliente a muchos pequeñitos, pequeñitos que hoy seguramente serán también padres... Muchos años han pasado ... "Son gente pobre", me decía, y yo, estúpido inocente, apretaba fuerte el sello en el formato, garabateaba mi firma y daba valor legal a la existencia del neonato sin cobrar siquiera “un gracias” de los padres. Fue sencillo para él hasta que me enteré de sus negocios oscuros... Pero esa es otra historia que tampoco me escuece ahora. No la rascaré. Nacimientos, muertes... recetas, constancias, certificados, órdenes y un largo etcétera; todo firmado con un sello tantas veces presionado contra un papel, que mi nombre, hecho en altorrelieve, terminó haciéndose un amasijo amorfo e ininteligible con el tiempo.
El hecho es que un día cualquiera me dijeron los de la farmacia : "Doctor, ya no vamos a despachar sus recetas porque su sello es solo una mancha y no se entiende nada".
Bueno, debo reconocer que la vida lo va deformando todo; lo que es físico, y lo que no es físico aún más. Esto último es lo más triste. Cuando se deforma el alma, se hace ininteligible para los que nos conocieron de jóvenes... conozco casos.
Fue así que mi sello también envejeció.
Lo que los de la farmacia no sabían es que ese asunto era algo que tenía yo muy bien calculado...Lo llamaré con falsa inocencia: "Anonimato". Así es que el asunto de seguir sellando con un sello plano, no se debía a falta de recursos para hacerme de otro sello. Tampoco se debía a falta de tiempo para mandar a hacer uno nuevo o algo parecido; aunque debo reconocer, con vergüenza, que siempre he sido un procastinador convicto y congénito. El asunto era el siguiente, y lo confieso hoy sin ninguna vergüenza: Si alguien, después de ser atendido por mi persona, concluía que era yo un matasanos yatrogenico o médico inmerecedor de ser llamado así, no sabría a quién maldecir. Si contrariamente, alguien pensaba que era yo el hombre digno de ser su médico de cabecera, no sabría a quién bendecir con su inefable carga. Y así, por muchos años fui un hombre anónimo, un médico sin nombre, un recuerdo bueno o malo; un recuerdo misterioso y así es exactamente como me gustaba. Cuando me dijeron que mi sello indescifrable ya no servía, supe que la paz del anonimato terminaría. Cumplí con mandar a hacerme un nuevo sello, uno de esos "Trodat", modernos y con tampón incluido. El viejo lo guardé y aún lo tengo, como recuerdo invaluable de tiempos mejores.
Hogaño es imposible ser anónimo, y ya no depende en nada de los sellos. Llegaron en su momento las insensibles maquinas a las que llamamos "Computadoras", y mi nombre aparece ahora impreso en cada papel que firmo y sello. Cada día, sufro las consecuencias de ello.
Este año me enteré, con agridulce emoción, que cumplí veinticinco años ejerciendo mi oficio , y por añadidura, también "sellando" y firmando. Ya sospechaba que tarde o temprano me alcanzaría la mano infinita del tiempo. Espero de corazón que mi sello se esté imprimiendo en la vida de las personas y no en los papeles que se llevan firmados.
En cuanto al sello, solo puedo decir que envejecimos juntos, y seguramente ya estamos empezando a parecernos... un poco más ininteligibles cada día.
M. Charaja
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Re: Paisajes de la vida (Relatos varios)

Mensaje por M. Charaja »

La hora final
La mañana… no la recuerdo bien, solo recuerdo el calor de estío que se posaba sin compasión en las vidas, congelando, con su sustancia etérea, el avance indetenible del tiempo. Todo se entumecía y parecía lánguido, todo excepto los relojes, que con sus pálpitos isócronos nos acercaban cada vez más a la hora final.
Trabajé muy duro esa mañana, como se hace en un día cualquiera y común, pero, para el resto del mundo, las horas matinales fueron como el preludio inquieto que anunciaba el momento inenarrable en el que una rara flor abriría sus pétalos después de mil años. Nadie quería perderse el espectáculo y todos, menos yo, trataban de hacer infinitos los instantes para que el proemio del suceso durara también mil años.
Me recuerdo encerrado en las paredes que yo mismo había construido ladrillo a ladrillo durante mis años de estudio. Los detalles de esa parte de mi encierro no los podría pincelar aunque quisiera. El numen de mi pluma no miente, pero los hechos que ocurrieron luego, por extraños que parezcan, fueron muy reales. Habrá amargura en mi relato, lo sé, y ahora que miro atrás presiento que los hechos me lastimaron, en su tiempo, más de lo que debían. Hoy son solo el recuerdo brumoso de otro mal día, como tantos hay en la vida, pero entonces era joven y algo en mi se estremecía como una fiera que se resiste al cautiverio.
Saber que el éxtasis, propio de la hora final, le seria negado a mis sentidos me carcomía. Con la fe inmaculada y el derrotero como algo que se percibe pero no se conoce, encaminaba mi vida a su rumbo, que hoy es también mi presente, hecho como todas las vidas, de sumas y restas. Es por eso que este un ejercicio narrativo y un desahogo al mismo tiempo…
El pueblo donde discurrieron los hechos era un viejo puerto, un puerto donde ya no anclaban naves ni lejanos viajeros; solo aves peregrinas y forasteros atolondrados sedientos de beber la locura del verano. Un espejismo de licencias, ocios y buena vida surcado por gaviotas y gallinazos carroñeros. Yo era oscuro como un gallinazo y estaba ahí por un trabajo que ocasionalmente tenía también que ver con los muertos… eso no me hacía en absoluto feliz. Dos horas de viaje me distanciaban de mi hogar, al que añoraba volver en cada pálpito y en cada aliento, en especial ese día. Así lo haría a la mañana siguiente, pero no sin antes atender mi cita con el misterio que lleva incrustado el destino de cada quien.
La mañana transcurría… Mientras cumplía con mis deberes, en el rincón que la vida con crueldad me había asignado, las calles crujían bajo la pisada apurada de la multitud que esperaba con impaciencia la llegada de la hora final. Los comercios bulleron evaporando todas las vidas y el dinero de los bolsillos.
Terminada la mañana y liberto ya de mi encierro, almorcé frugalmente en el comedor de uso común de los que ahí laborábamos o naufragábamos al unísono. Un lugar oscuro y frió, con ventanas pequeñas que remataban los paramentos en el alto techo y que un poquito dejaban ver la luz celeste en el cielo. Decían los viejos que por ahí había almas de difuntos que estaban más vivas que las almas nuestras… alguna vez las sentí observándome desde su pesada puerta, pero nunca las vi…
Salí a caminar al pueblo, sentía un deseo profundo de llevar mis pasos hasta el malecón. Desde allí solía apreciar el horizonte del mar fundiéndose con la línea azul del cielo, esa curva infinita de la que está hecho el universo. Era tarde y la gente del pueblo se retiró apresuradamente, abandonándolo todo, como el mar en su resaca antes de la embestida final. Para todos era un día especial, y no exagero si digo que lo habían esperado cien años. Pero para mí era la tarde de un día cualquiera.
Las calles se sintieron tan vacías, más disponibles a la nostalgia que nunca… Pero quizás un poco exagero, pues por allí había salpicada una que otra vida con sus historias a cuestas. ¿Sería que la soledad me enceguecía más que otros días?... no lo sé, pero solo podía percibir mi propia sombra acompañándome y extendiéndose, como el quejido silencioso de mi cuerpo, hasta los paramentos de pino de Oregon del que estaban hechas todas esas casas viejas y ruinosas. En el interior de ellas los fantasmas carcajeaban, se vestían de emoción y engalanaban sus cuerpos con artilugios amarillentos. Otros se hacían de dulces y licores en medio de un alboroto impropio y siniestro. Esperaban con ansias nunca vistas la llegada de la media noche. A esa hora fui testigo del prodigio y los misterios saturninos de la muerte, y en eso, créanme que no miento.
Las ánimas me veían pasar por el malecón y hasta reconocí bien a alguno de ellos. Nos saludamos con un abrazo, sabiendo yo bien que pasaría un siglo antes de volver a vernos.
Se compadecían de mí y de mi mala suerte, a pesar de yo estar vivo y ellos muertos… o quizás al revés, porque a ellos se les veía alegres y contentos y a mí marchito y sin aliento.
Llegué al malecón. La brisa se sentía más fuerte y enfriaba un poco lo encendido de mis sentimientos. Pude ver la playa, se veía alegre y multicolor. Todos parecían hormigas disueltas en la espuma del océano. El sol les zahería la piel, algunos se embriagaban de licores, otros de tertulias y de juegos; sus susurros llegaban a mí como algo vago y mezclado con el rumor del viento. El mar inmenso estrellaba sus olas en el viejo muelle, le acariciaba las rocas y las hacia guijarros desde tiempos eternos. Yo compartí su dicha por un momento. Pero luego todo se esfumó, el día cosechó toda su luz y la última noche asomó apagando para siempre el sol de un milenio.
Mientras caminaba rumbo a lo que debía ser mi aposento, presentí el olvido de mis seres queridos. Estaba muy lejos de ellos y los imaginaba preparando su propia hora… Estaba muy triste, pero a la caricia de mi madre la trajo el viento y sentí dulce su consuelo… o tal vez lo imaginó mi corazón inquieto.
« ¿Por qué uno tiene que aceptar esto? » Me preguntaba mientras me vestía con un traje gris y polvoriento. Zapatos de cuero negro, correa ajustando mi voluntad y mis pantalones sueltos.
A alguno le tenía que tocar y me tocó a mí. Apagué la luz amarillenta, cerré bien las hojas desvencijadas de mi puerta, ajustando bien la chapa para que no cayeran estas y con ellas también toda la casa. Eso sería como el fin del mundo para las termitas y demás insectos, que la destruían a su ritmo como lo hacemos nosotros con el mundo nuestro. Las cucarachas se movieron de contento y volvieron a enseñorearse de los suelos, mientras yo marchaba por obligación y a paso lento.
El suelo por el que yo andaba era más bien como un extraño peso; la voluntad me abandonó dejándome solo con los huesos y la resignación como combustible único para mover el cuerpo. Así comenzó aquella noche de extraños sucesos.
El hospital apareció a la vuelta de una esquina, rodeado de sus jardines hermosamente quietos; pasto, cipreses, geranios y el silencio… a ellos les daba igual si era día de vivos o de muertos. Los setos de mioporo enmarcaban el camino, como una escolta verde que me condujo directamente a las fauces de mi propio juramento. El hospital me devoró como otras noches, era una rutina, pero esta vez me dolieron como nunca las ansias de ser parte de un acontecimiento al que pocos, en el transcurrir de los siglos, podían asistir. En aquella época todos hablaban de eso, algunos hasta vaticinaban el fin de los tiempos, créanme, que tampoco exagero en eso. Pero yo pasaría el éxtasis del tiempo trabajando, remando duro como en una noche cualquiera… era demasiado joven y sentí envidia por los que habían tomado otros senderos, pues muy dura es la vida del médico. Afuera el aire era festivo, por dentro olía a castigo. Los otros, como yo, reos de su empleo, preparaban un rito, una cena y unas palabras para la hora final, pero todo me parecía escuálido y me entristecía más. Tal vez ellos imaginaban que eso serviría de bálsamo o consuelo.
Nuestra posición era irrenunciable y el deber insoslayable. Debíamos esperar lo que viniera… Pero no venia nadie, hasta las enfermedades se esfumaron. Todos andaban muy ocupados, esperando la llegada de la hora misteriosa e insólita…
Yo no sé aun si eso me alegraba o me acuitaba más. Perdía el tiempo, que era poco, ese tiempo que todos en el mundo veían pasar, y al que escrutaban con obstinación enfermiza.
La hora esperada por fin se aproximó, los ánimos estaban en su clímax, las personas fundían sus miradas en la soberbia de los relojes, que parecían latir más despacio al sentirse el foco paranoico de atención. Incluso nosotros, los que más que nunca destilábamos la amargura del trabajo, nos preparábamos con expectación para lo que pudiera ocurrir. Una gota de alegría estuvo a punto de desprenderse de mi mal humor, pero en ese preciso momento, cuando todo estaba listo y los abrazos se contenían como una estampida pronta a ser liberada, sonó el teléfono. Un anciano, desahuciado hacia mucho, se había descompensado en el área de hospitalizados. Y para mí llovió sobre mojado…
La hora final llegó, y me puso frente a frente con la muerte.
Hasta aquí podrían decir que mi melancolía es exagerada, pero no por nada decía Freud que el que ha nacido melancólico extrae tristeza de cualquier acontecimiento.
Los hechos que he narrado ocurrieron el treinta y uno de diciembre de mil novecientos noventa y nueve; el anciano falleció, y lo hizo exactamente a las doce de la noche, como debe figurar en el certificado de defunción que rubriqué. A la hora en que usted, lector de estas líneas, alzaba la copa y brindaba por un nuevo siglo, por un nuevo milenio y porque no se había acabado el mundo; yo abrazaba a la hija del difunto para consolarla, pues a pesar de ser una muerte esperada, estaba sola y lloraba desconsoladamente. Ese abrazo no lo he olvidado nunca, pues es el más extraño que he recibido en mi vida, y mientras aquella mujer seguramente sentía que no estaba sola en este mundo, yo sentía toda la soledad del mundo y también lloraba, pero por dentro. Mientras se sentía el restallo de los fuegos de artificio y la música estridente que celebraba la fecha por todas partes, dos seres humanos se consolaban mutuamente.
Cuando todo terminó, caminé a paso apurado hacia el único teléfono público que había... eran otros tiempos. El nuevo milenio ya contaba con una hora de vida, pero las comunicaciones no eran como lo son hoy en día. Llamé a casa, me reclamaron porque razón ingrata recién hacia una llamada. «Seguramente están celebrando en el hospital y te has olvidado de llamarnos» me dijeron con injusto enojo.
Volví a emergencia, donde cené un refrigerio frugal, frío y solitario. Mis compañeros de trabajo no tenían porque esperarme tanto tiempo, viendo enfriar sus cenas y sus ánimos. Sé que pecaré de infidente, pero el cirujano se había pasado de tragos, cruzando el indefinible limite de los brindis. Tuve también por ello que encargarme de hacer algunas suturas, y cosas de su oficio. La noche fue como tantas otras y ninguna estrella bajó del firmamento para posarse en nuestro frágil mundo y destruirlo, como muchos obtusos habían profetizado.
El nuevo sol volvió a salir triunfante, pincelando con sus dedos rosados el espectro de su alma detrás de los cerros distantes.
A punto de terminar la jornada sonó otra vez el teléfono. Era el jefe de emergencias, que enterado de la embriaguez del cirujano, me llamaba para pedirme que me quedara a continuar trabajando en la mañana, porque el cirujano se había comprometido a trabajar también el turno de mañana, y como se había pasado de tragos era mejor que “descansara”. Yo le hice saber que el que había trabajado por los dos era yo, y que hacía varias horas lo había mandado a dormir y ya debía estar fresco como una lechuga. Resuelto ese impase tomé mis bártulos, que eran muy pocos, y salí del hospital, sintiéndome más libre que nunca.
En el terminal de buses me encontré con el ánima que saludé en la tarde. Era mi primo Guido. Lo volví a abrazar, por encontrarlo vivo y para repetirle mis deseos de un feliz siglo y un nuevo milenio.
–No me toques por favor– me dijo – ayer estuve todo el día en la playa y me he insolado. Estaba tan maltratado por los rayos del sol, como yo por la oscuridad de la noche.
Subí al bus y volví a casa, cargando mis penas y otra historia aburrida que contar.
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