Es incómodo ver cómo envejecemos. Es difícil creer que diez años atrás todo esto parecía tan lejano, tan vasto el horizonte, tan distante el futuro. Repleto el porvenir de esperanza, lozanía, holgura.
Duele saber que fuimos jóvenes.
Cansa saber que somos ancianos.
El piso, a lo lejos, me invita a un encuentro. Un apretón pétreo, un abrazo gris, lleno del recuerdo de miles de pisadas que pasaron por aquel lugar, este lugar, y que se trasladarán a mí. Pasarán a dejar sus huellas sobre mi carne, sobre mis prendas, mi estela, un espíritu venido a menos. A través de la ventana de mi departamento situado en el quinto piso, calculo si la caída será suficiente. Presiono mi pecho contra el alféizar, solo para darme cuenta de que abajo se me presenta un panorama desolador. No hay personas alrededor, los negocios mantienen sus luces prendidas esperando a clientes que no llegarán, no hay animales abandonados, porque el abandono solo ocurre cuando hay vida alrededor. No existe movimiento. Si caigo, pienso, nadie podrá verme caer, y no recibiré ayuda. Lo que no quiero es atención, acompañamiento.
La vida es frágil.
Los órganos lo son.
¿Nos extrañas?, ¿Me extrañas? Porque nosotros sí. Me pregunto, Galilea, si Boris te recuerda. Si tu ausencia alimenta su memoria tanto como la mía. Suelo hablarle de ti mientras acaricio su cabeza, y noto cierta atención cada vez que pronuncio tu nombre. Puede tratarse de mi imaginación, pero prefiero imaginarte de forma exagerada antes que exagerarte sin imaginación.
Un nombre no es una palabra.
Una palabra es imitación.