Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Novela completa. Acción/gore/humor negro)

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Raúl Conesa
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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida séptima parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

Por si el mes de silencio no es suficiente muestra de ello, me está llevando más de lo esperado concluir la historia que tenía planeada (Yo y mi verborrea; es algo que tengo que mejorar).

Lo bueno es que cuando saque el resto, será todo, sin un postdata que diga que falta otro capítulo. Lo malo es que ya he superado las 12.000 palabras, así que planteo la siguiente cuestión: ¿Sería mejor sacarlo como tres capítulos largos, o como dos capítulos de proporciones bíblicas?

De una forma u otra sacaré todo al mismo tiempo; es cuestión de comodidad. A mí no me molesta leer capítulos maratonianos (Puedo pasarme tardes enteras con un libro), pero sé que algunas personas se cansan si leen mucho rato seguido.
Era él un pretencioso autorcillo,
palurdo, payasil y muy pillo,
que aunque poco dijera en el foro,
famoso era su piquito de oro.
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lucia
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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida séptima parte)

Mensaje por lucia »

Para leer en pantalla, mejor tres capítulos con unos días entre ellos.
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Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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Raúl Conesa
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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida séptima parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

👍 Empezaré a montar el primero, entonces.

Edit: No, me corrijo. Primero lo terminaré todo, y luego ya decidiré cómo cortarlo. Si no va a pasar lo mismo de siempre, que me conozco.
Era él un pretencioso autorcillo,
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lucia
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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida séptima parte)

Mensaje por lucia »

:lol: :lol:
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Raúl Conesa
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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida séptima parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

Aquí dejo el siguiente capítulo, y advierto que es de los largos.

Huérfanos: Primera parte

Toda mi vida, ya fuera por los azares del destino, por las acciones de terceros o mis propias decisiones, me había llevado a ese momento, a ese gélido mundo de negras sombras y destellos dorados, enfrentado a mi creador en su palacio. Acaricié la empuñadura de la escopeta, pensando en lo distinta que habría sido mi vida si la Agencia no me hubiera sacado del orfanato, si alguna pareja me hubiese adoptado y nunca hubiera conocido mis orígenes. Tal vez habría tenido una vida normal. No sé qué es una vida normal, pero me dicen que no está nada mal. Al parecer vas a algún lugar, te pasas unas horas realizando alguna actividad repetitiva, y después vuelves a casa. Al día siguiente haces lo mismo, y así hasta que seas demasiado viejo para cumplir con tu parte del bucle.

¿Quién querría vivir así?

Entré por el arco. Dos guardias me miraban desde el otro lado, aferrando sus lanzas en alto, bloqueando el acceso al patio. Había uno más a la izquierda. Mensaje captado. Entré por la puerta de la derecha, al interior del muro. La cara interna era de piedra gris, y más adelante conectaba con el zigurat. En las esquinas del suelo unos cristales delgados iluminaban el interior con una tenue luz blanca. No había bloques: tanto el muro como el suelo eran todo la misma pieza, lisa y suave al tacto, salvo en el suelo, donde tenía un ligero relieve con forma de rectángulos encadenados. A mi izquierda, detrás de un medio muro, se extendía una línea de gruesas columnas. Era igual al lado opuesto del patio: un cuadrado de columnas rodeaba una gran escalinata en el centro. Llegaba a la segunda terraza, según había comprobado durante el reconocimiento. Serakiel hablaba desde alguna parte. “Hijo mío, he de reconocer mi asombro. Jamás un humano había intentado acabar con mi reinado. No presenciaba tamaña arrogancia desde el golpe de Napoleón en el 16. No, me equivoco: lo tuyo es peor. Al menos él tenía un ejército”.

Caminé hacia la derecha, al interior de la primera planta del zigurat, y sonó una potente fricción a mis espaldas. Me giré a tiempo de ver cómo una losa de piedra maciza bloqueaba la salida. Estaba justo donde él me quería. Me adentré en las entrañas del palacio, mirando atrás cada pocos segundos. No tardé en darme cuenta de que aquello era un laberinto: no había habitaciones, sólo pasillos. El tono de mi padre cambió. Se tornaba más agresivo a cada segundo. “¿Creías que podías venir con un solo hombre, que tomarías el palacio al asalto?”. La luz del suelo se volvió de un rojo intenso. Cada vez iba a más. Me protegí los ojos. La voz de mi padre retumbaba como un terremoto. “¡¿Crees que puedes arrebatarme el Infierno?! ¡Yo soy el Infierno!”.

Se hizo la oscuridad. Me quedé quieto como una estatua, intentando escuchar por encima del ensordecedor sonido de mis latidos. Un zumbido se acercaba de frente. Apunté la escopeta a lo que debía ser el centro del pasillo. Se movía poco a poco, portando consigo la voz de mi padre. “¿Qué crees que haces con eso? Necio. De nada sirven tus armas aquí”. Ya casi me había alcanzado. No tenía tiempo de sacar la linterna. Subí el cañón a la altura del pecho y apreté el gatillo. Una maraña de perdigones iluminó el pasillo con su luz azul, lo suficiente para captar el reflejo de la armadura de Serakiel. El zumbido cesó. De nuevo oscuridad y silencio, salvo por el incómodo pitido de mis tímpanos. Saqué la linterna y le di al botón. Nada. Mi padre chasqueó la lengua en tono de burla. “Mi juego, mis reglas”. Insistí una y otra vez. La batería era nueva. De alguna forma él impedía su funcionamiento. ¿Hasta dónde llegaba su control? Entre aquello y su forma de teletransportarse, me quedó claro que mis conocimientos de física no alcanzaban a comprender cómo de profunda había sido mi metedura de pata.

Me hice a la idea de que iba a morir. ¿Para qué engañarme con falsas esperanzas? Sólo esperaba conservar un poco de dignidad: no iba a darle el placer de oírme suplicar. Alcé la vista y caminé voceando a través de los pasillos. “Es gracioso: de pequeño solía fantasear con que mi padre me llevaba a jugar al parque. Si hubiera sabido que el juego sería así, me habría conformado con el orfanato. Por cierto, ¿cómo se llama este juego, corre que te trillo?”. Crucé una esquina por la izquierda. Al fondo, a unos veinte metros, brotó luz roja de los cristales del suelo. Estática al principio, la luz se me echó encima como un tren. Asustado, disparé dos veces antes de que me pasara de largo. Me di la vuelta para seguir su trayectoria. Ahí estaba él, frente a mis narices. Me entró el pánico. Di un paso atrás y vacié el cargador. No sirvió de nada. Daba igual lo rápida que fuera mi reacción: él siempre desaparecía antes de sufrir ningún daño. Acompañando el movimiento con un furioso grito, estampé la escopeta contra la pared, rompiendo la empuñadura, y la tiré con todas mis fuerzas. “¡¿A qué esperas?! ¡Si vas a matarme, hazlo de una puta vez, pero no me hagas perder el tiempo!”. Una risotada resonó a través del laberinto. “¿Qué pasa? ¿Ya te has cansado?”. Agarré el subfusil. “¡¿Y bien?!”. Pasaron unos segundos en pleno silencio.

“Si eso es lo que quieres…”.

La luz roja apareció de nuevo, pero esta vez él estaba allí, a simple vista. El ángulo de la luz pronunciaba las sombras de su rostro, dándole un aire macabro. Apunté tan veloz como pude y abrí fuego. La luz y mi padre desaparecieron, y volvieron a aparecer un segundo después, esta vez más cerca. Disparé otra vez, y otra vez realizó su truco de magia. Empecé a retroceder entre ráfaga y ráfaga, hasta que estuvo frente a mí. Disparé de nuevo, pero esta vez sólo empleé la mano derecha. Al mismo tiempo agarré mi revolver con la izquierda. Había tomado cuenta del ritmo y la distancia del truco: la próxima vez estaría preparado. No me giré del todo; quería que mis movimientos parecieran caóticos, no deliberados. Me pasé el revolver por la espalda y lo encaré hacia donde iba a estar su cabeza. No había aparecido aún cuando apreté el gatillo: la sincronización era clave, y el martillo necesitaba un instante para caer. Si me adelantaba o me retrasaba, aunque fuera por una décima de segundo, echaría a perder la oportunidad. Cuando finalmente apareció a mi derecha, la bala estaba ya de camino.

Fallé, pero no por mucho.

Serakiel retrocedió con las manos abrazadas alrededor de su cuello. La luz del suelo volvió a brillar como al principio, tenue y blanca. La sangre brotó entre sus dedos como el agua de una presa a punto de reventar. Sus ojos abiertos de par en par emanaban sorpresa y confusión, como si la misma idea de resultar herido le fuera disparatada; y sin embargo sonreía. Se encorvó hacia delante y exhaló una risa atragantada. La sangre caía como una catarata sobre el suelo. Relajé mi postura y llevé el subfusil a mi derecha. No sabía por qué reaccionaba así, y no me importaba. Sin mediar palabra, le planté el cañón en la coronilla y disparé las últimas tres balas. Esta vez no fallé. La parte trasera de su cráneo voló por los aires. El cuerpo se desplomó de espaldas. Sus alas se extendieron lacias a ambos lados. Al tocar el suelo, su armadura resonó como martillo sobre yunque.

Me quedé paralizado un segundo. No sabía cómo reaccionar. ¿Realmente había terminado? ¿Había muerto el Diablo por un exceso de confianza, por jugar cual gato con un ratón? ¿Dónde había quedado su supuesta inmortalidad? No podía ser tan sencillo. Enfundé el revolver, cargué el Kiparis y me situé sobre él. No estaba muerto del todo: sus músculos se contraían, causando breves espasmos en brazos y piernas. Apunté al entrecejo y le descerrajé un cargador entero. Con la cabeza hecha trizas, alcé el pie y lo dejé caer con todo mi peso. La suela de la bota se clavó en la carne con un crujido húmedo. Lo poco que quedaba de la cabeza se esparció por el suelo, formando un círculo casi perfecto. Sólo entonces cesaron los espasmos.

Retrocedí hasta darme de espaldas contra la pared. No terminaba de creerlo: lo había conseguido. Quería reír de alegría y gritar de rabia, pero no conseguía hacer ni una cosa ni la otra. Me faltaba el aire. El pegajoso y denso olor a sangre inundaba mis fosas nasales. Tiré el pasamontañas. El frío era lo de menos. Me apoyé en mis rodillas, y así, encorvado, descargué la frustración y el odio que habían corroído los últimos dos años de mi vida. El laberinto me devolvió el grito, multiplicado, cada vez más débil, hasta que no hubo más que silencio. Caí de rodillas, jadeando con la garganta en carne viva, y pude sonreír, libre al fin.

Estaba hecho. Lo había matado.

Tras pasarme un buen minuto mirando a la nada, me puse en pie y sacudí mis pantalones. ¿Y ahora qué?, pensé. No tenía a mi compañero, y aún no sabía cómo funcionaba la pirámide. Si me marchaba, nada aseguraba que se detendrían las posesiones. Tenía que planear mi siguiente movimiento. Me aparté del cuerpo e hice inventario. Dos aerosoles interdimensionales, cargador y medio de Kiparis, seis balas en el Redhawk y otras cuatro por separado, botiquín, equipo de escalada, comida y agua para un día, y la navaja albaceteña. Tal y como estaban las cosas, podía coger el cuerpo y volver a la Tierra, lo que excusaría haber actuado a espaldas de la Agencia; o podía quedarme e investigar la pirámide. El problema, por supuesto, era la falta de munición y apoyo: en las plantas superiores debía haber decenas de demonios, la flor y nata del Infierno. Pensé en Dimitri. A esas alturas ya debía estar caminando de vuelta al coche, preguntándose si debería informar o no a la Agencia. Aún le quedaba un aerosol. Ésa era la clave de todo. Podía volver a la Tierra, llamar por radio, entregarle el cuerpo y llevarme su aerosol. Entonces volvería con su pistola y podría terminar la misión, o al menos intentarlo. Era un plan, no uno muy bueno, pero era lo mejor que podía hacer, dadas las circunstancias.

Tomé una bocanada de aire y lo dejé salir poco a poco. Aún podía salvar la misión. Le había prometido a Dimitri que el objetivo era detener las posesiones: lo de mi padre era un asunto personal. Me estaba dando la vuelta, cuando de repente se hizo la oscuridad. Con el corazón atragantado, aferré el subfusil y barrí el suelo con los pies. No había nada. “Nací hace más de trece millones de años”, dijo una voz desde las tinieblas. “Presencié la ignición de las primeras estrellas, he sido testigo de la formación de las galaxias y tomé parte en la génesis de la vida en la Tierra. ¿De verdad creías que unas balas iban a acabar conmigo?”. Si antes había asumido que iba a morir, ahora ya lo daba por hecho. Por extraño que parezca, no me lamenté. Sentía un profundo alivio, como si hubiera llegado al final de un arduo lodazal. Me encogí de hombros con una sonrisa involuntaria. “Confiaba en poder improvisar algo”. Mi padre se carcajeó. Era una risa sincera, sin malicia ni teatralidad.

“Ay, hijo mío, ¿qué vamos a hacer tú y yo?”. “Vas a tener que matarme”, dije sin acritud. “¿Matarte?”. “Uno de los dos tiene que morir, y me da que no vas a ser tú”. “¿Y por qué tiene que morir alguien?”. “Porque me arrebataste a la persona que más he amado en mi vida, y porque mientras siga respirando intentaré matarte. Así que ponle fin, o no acabará nunca”. “Cuánto fatalismo. ¿Por qué querría hacer tal cosa?”. “Hay un pedazo de tu cuero cabelludo pegado a la suela de mi bota. ¿No te parece motivo de sobra?”. “De ninguna manera; si acaso, hace que me agrades más que antes, y ya me llevé una buena impresión en nuestro primer encuentro, a pesar de lo que dije”. “Eso no tiene sentido”. “No, de verdad. Me gusta tu actitud, sobretodo esa forma que tienes de transformar el miedo en ira, y esa implacable determinación que te impulsa a hacer todo lo que te propones, por irracional y temerario que pueda ser. Entre los innumerables vástagos que he engendrado a lo largo de los siglos, tú eres, con total sinceridad, mi favorito. Incluso me recuerdas un poco a mí mismo. Así que por qué iba a matarte. ¡Con lo que me has entretenido!”.

El suelo se iluminó a mi alrededor con una suave luz blanca. “Eres libre de volver a la Tierra, pero te ruego que te quedes un poco más. Hay tantas cosas de las que hablar, y la vida aquí es tan monótona; pero si prefieres marcharte, no te detendré. Decidas lo que decidas, para usar un portal primero debes salir del laberinto: no quieres saber lo que pasa si hay un techo bloqueando la trayectoria. Sigue la luz hasta el patio… y si me disparas otra vez, te saco las entrañas y te cuelgo del arco principal”. No salía de mi asombro. Incluso me molestó un poco que no quisiera matarme. ¿Qué era yo para él, un mono de feria, un juguete con el que distraerse? Decidí aceptar su tregua. Al fin y al cabo, ¿qué podía perder? La opción de volver a intentarlo seguía sobre la mesa, y tal vez así lograría comprender el funcionamiento de la pirámide. Recogí el pasamontañas del suelo y lo sacudí con la mano. “Que conste que no descarto volarte la cabeza”. Su respuesta fue otra risotada. La luz se movió. Me puse el pasamontañas y la seguí de cerca. Un par de minutos después llegué a una salida.

Lo vi antes de salir. Un hombre me esperaba de espaldas en el patio, al inicio de la escalinata central. Pelo negro engominado hacia atrás, al estilo de un hombre de negocios. Vestía un traje azul oscuro y estaba en buena forma; no buena forma de trabajar duro, sino de gimnasio. A su alrededor se alzaban enormes columnas, y al fondo me observaban algunos demonios con túnicas, así como media docena de guardias luminosos. Me apoyé la culata en el hombro y caminé hacia el hombre trajeado. Al alcanzarlo, éste se dio la vuelta.

Podría hablar de su estilo, tan pulcro y fuera de lugar, con su chaleco dorado y su camisa roja, pero lo primero que llamó mi atención fue otra cosa. Me quité el pasamontañas y lo miré fijamente a los ojos. Él también lo notó. Me miró de arriba a abajo y se despejó la garganta, tapándose la boca con un gesto fino y educado. Después se echó las manos tras la cintura, y dijo: “Eres como mirarme en el espejo después de un mes de resaca”. Ésas fueron las primeras palabras que oí de mi hermano. Buen comienzo para nuestra relación. Lo clavó, en realidad: no podíamos ser más parecidos y al mismo tiempo más dispares. No dije nada, me limité a fulminarlo con la mirada. Viendo que no había respuesta, se decidió por ofrecer un estrechón de manos. “Elías. ¿Y tú te llamas…?”. No me hacía falta decir nada: podía ver en mis ojos que no estaba allí para ser su amigo. El silencio empezaba a resultarle insoportable. Retiró la mano, y de nuevo se despejó la garganta.

“Padre dice que te llaman Carn...”. “Dime”, interrumpí, “¿cómo has acabado trabajando para él?”. “Ah, sabes hablar… Es muy sencillo: padre siguió el hilo de mi adopción y contactó conmigo”. “Te adoptaron”, afirmé más que pregunté. “Una buena familia, sí. Él burócrata del estado y ella profesora infantil, los dos de viva Franco y esas cosas. Ya sabes cómo era en aquellos tiempos”. “¿Por qué sólo a ti? ¿No sabían que tenías un gemelo?”. Elías achinó los ojos con una insufrible sonrisita. “Oh, no, lo sabían, pero el cura les recomendó separarnos”. “¿El padre Santiago? ¿Por qué haría él algo así?”. Manteniendo la sonrisa, Elías apartó la mirada y se reafirmó antes de contestar. “…Al parecer, tú y yo no nos llevábamos muy bien”. “Mmm-hmm”, gruñí con indiferencia. “Sí, era una situación un tanto peculiar. Cada vez que estábamos el uno junto al otro, tú, ehm, me… me pegabas. Y no como un juego inocente, sino con saña”. Exhalé un gruñido pensativo. Menudo apuro: las monjas me tenían calado desde bien pequeño. “No creo que fuera nada personal. También pegaba a los demás huérfanos”. “Te creo”, afirmó con las cejas alzadas y una sonrisa nerviosa. Sus ojos se desplazaron arriba y a mi derecha.

“Agente J51314”, sonó con teatralidad la voz de Serakiel, más grave que antes, como si hubiera ganado unos años. Me di la vuelta. Bajaba por la escalinata central. Había cambiado de aspecto: ya no llevaba armadura, sino un traje beige con camisa negra, sin corbata, estilo casual: un padre charlando con sus hijos en el Infierno, nada más. Se le veía más crecido. Y aun así lo más extraño era que ya no tenía alas. Siguió hablando mientras bajaba. “Un conocido de la Agencia me dijo tu código de identificación y dónde encontrarte. También me advirtió de tu fama entre los demás cazadores”. Hablaba en un tono tan casual que casi pasé por alto que tenía un colaborador en la Agencia. “Lo que no pudo decirme fue tu nombre. Si tuviera que adivinarlo, diría que te dieron uno bíblico, igual que a tu hermano”. Terminó de bajar las escaleras y cerró el corrillo de tres. “Por favor, dime que no te llamas Jesús”. Debí clavarle la mirada durante un buen rato, porque en algún momento él rompió el silencio al decir: “La ametralladora y la bota no lo han logrado: no creo que tus ojos vayan a liquidarme”. “Un segundo”, injirió Elías, “¿te ha abatido?”. “Ah, sí, deberías haberlo visto. Tiene reflejos de gato”. “Ya decía yo que de pronto hacía un frío insoport…”.

“Jacob”, les interrumpí, harto de ese parloteo de cotorras. “Me llamaron Jacob, y ahora entiendo por qué”. Serakiel dejó salir una risita. “Esas monjas tenían un buen sentido del humor”. “Me he perdido”, dijo Elías. Emití un exasperado sonido a medio paso entre un suspiro y un gruñido. Me habían contado esa historia tantas veces que podía repetirla palabra por palabra. “Jacob y su hermano Esaú peleaban entre ellos en el vientre de su madre. Cuando ya eran mayores, Jacob se la jugó a Esaú, le arrebató sus derechos de primogénito. Esaú juró vengarse de Jacob, y durante veinte años fueron enemigos mortales”. Elías me miraba como si fuera a saltarle a la yugular. Nuestro padre intervino antes de que le diera un ataque de pánico. “Pero al final se reconcilian”. Miré a Serakiel con gesto serio. “Y vuelven a verse en el funeral de su padre”. La amenaza, debido a su inexistente sutileza, no pasó desapercibida para ninguno de los presentes. Los ojos de Elías parecían seguir un partido de tenis. Tras unos segundos de incómodo silencio, mi hermano tosió de una forma poco convincente. “Bueno, yo, ehm, me alegro de que no me llamaran Esaú: qué nombre más feo”. Serakiel tomó una profunda inspiración y sopló con una sonrisa reconciliadora. “Bueno, Jacob, parece que tus ojos siguen siendo incapaces de matarme. Ya que estás aquí, ¿te apetece visitar el palacio, aunque sea sin acribillar a sus ocupantes?”. Formé algo así como una sonrisa, aunque es probable que se asimilase a una mueca de asco. Sin poner el seguro, replegué la culata del subfusil y lo dejé colgado de su correa. “Tengo la tarde libre, ahora que mis planes se han ido a tomar por culo”. “¡Ah, estupendo! Elías, acompáñanos”.

Echamos a andar por la escalera, hacia la segunda terraza del zigurat. Aunque la estructura era naranja pálido en la cara externa, los escalones eran de un mármol blanco sin veteado ni defecto de ningún tipo. Serakiel iba en cabeza. Elías y yo lo seguíamos a izquierda y derecha, respectivamente. Mi padre, el muy necio, pensaba que podía convencerme de trabajar para él. Ignorante de la futilidad de sus esfuerzos, se embarcó en una odisea de cumplidos relativos a mi talento para matar: que si mis reflejos, que si qué rápido te mueves, que si dos cojones como dos camiones… Escuché con un módico de atención, lo mínimo para que no se diera cuenta de que le estaba hablando a la pared. La mayor parte de mi interés volaba por los relieves y arcos de la estructura. Todo había sido tallado con un nivel de detalle apabullante. Si algo se podía decir de aquel lugar, era que en todas partes había algo que mirar.

Habíamos completado la mitad del ascenso cuando cambié el tema. “¿Dónde han ido a parar tus alas?”. “¿Cómo dices?”, dijo dándose la vuelta. Los tres nos detuvimos. “Las alas, que dónde están”. “Ah, ya, claro. Entiendo tu confusión. No las llevo siempre puestas. A veces prefiero vestir algo que no tenga agujeros en la espalda”. “¿Son de quita y pon?”, dije con genuina perplejidad. “No seas absurdo: son más bien de brotar y reabsorber”. Por supuesto. Ya había notado su repentino estirón: no me hacían falta más pistas. “Has transformado la materia de las alas para hacer crecer el resto de tu cuerpo”. Esgrimiendo una amplia sonrisa, Serakiel dio un golpe a Elías en el hombro. “¿Ves qué rápido lo ha pillado? Menudo lumbreras”. De nuevo le hablaba a la pared. Quería decirle que se metiera los cumplidos por el agujero menos conveniente de su confusa anatomía, pero estaba sacándoles información, así que me contuve y seguí preguntando.

“¿Y de qué te sirven las alas? Puedes aparecer al instante donde te dé la gana”. Se encogió de hombros. “Pero eso no es divertido. Además, los arcángeles tenemos una imagen que mantener. ¿Has visto todas estas estatuas y relieves?”. Se dio la vuelta y señaló al final de la escalinata. Allí, a modo de entrada, se erguía un colosal arco decorado con finos relieves. Lo coronaba una solemne estatua de un hombre con armadura y alas extendidas. El Serakiel de oro llegaba tan alto que bloqueaba la vista desde la tercera terraza. Menudo ego. “Majestuoso, ¿no crees? Hay algo poderoso en la imagen de un hombre con alas: es elegante, caballeresco, aventurero. Esa imagen está metida en el subconsciente de las personas”. A medida que hablaba gesticulaba más y más con las manos. “Incluso antes de desarrollar la palabra hablada, la idea de volar ya les resultaba fascinante. Miraban a los pájaros y deseaban ser como ellos. Siempre he pensado que la fascinación por el vuelo nace de un profundo deseo de libertad, de romper las estructuras que nos limitan y escapar hacia lo desconocido. Es algo… algo poético”. Se me quedó mirando como si esperase una validación de sus afirmaciones. Gruñí sin mucho entusiasmo. “Es una estrategia de marketing”. Serakiel dejó caer sus brazos flácidos. “No sé cómo lo has hecho, pero le has arrebatado toda la magia”.

Seguimos subiendo por la inacabable escalinata. Su diseño era precioso, pero de práctica no tenía nada. Nunca había estado tanto tiempo en el Infierno. Todo mi cuerpo estaba helado, salvo las rodillas, que ardían como ascuas. “¿Cómo es posible que no os estéis congelando con esos trajes?”. “No es frío lo que sientes”, dijo Serakiel, “al menos no en el sentido habitual de la palabra. Sólo está en tu mente, no tiene ningún efecto real. Lo que sientes es el Infierno: es la forma que tiene de rechazar tu presencia”. Sacudí la cabeza y maldije por lo bajo. “…Puta mierda de dimensión. ¿Por qué me rechaza?”. “No has acatado las normas”, dijo Elías. “Correcto. Al Infierno se llega al morir. El alma de un fallecido cambia, se adapta a la naturaleza de este lugar. Al usar un portal, has violado el orden natural de las cosas. Para el Infierno eres una anomalía, un tumor a destruir, o al menos incordiar”. “¿Y él no?”. “También”. “¿Entonces?”. “La diferencia, Jacob, es que él ha aceptado mis dones. De no ser así, estaría igual de incómodo que tú”. Miré a mi hermano. “Si te cortara la cabeza, ¿te crecería otra?”. La leve risa de mi padre me llegó alta y clara. Elías respondió en tono de listillo. “Técnicamente, crecería un cuerpo a partir de la cabeza, no a la inversa”. “De una forma u otra, no tiene ningún sentido. No soy físico, pero estoy bastante seguro de que no se puede sacar materia de la nada”. “No en nuestra dimensión”, replicó, “y no con nuestra tecnología. Aquí la realidad se rige por unas reglas distintas”. “¡Oh, vamos, Elías, no se lo chafes!”. Me detuve justo antes de alcanzar la cima. A ambos lados bajaban escalones que llegaban a la primera terraza. “¿De qué estáis hablando?”. Los dos pararon en el último escalón, y se dieron la vuelta. Serakiel señaló a sus espaldas con el pulgar. “Ten paciencia: te prometo que todas tus preguntas tendrán respuesta”.

Finalmente llegamos a la segunda terraza, situada a unos cuarenta metros de altura. La fachada del tercer nivel era de piedra rojiza, mientras que el suelo mantenía el mármol de los escalones. Nos encontrábamos por encima de la muralla que rodeaba los patios, y que conectaba con la primera terraza como una extensión de la misma. Frente a nosotros, más allá de la entrada, relucía algún tipo de estructura dorada, y unos pocos demonios caminaban de aquí para allá con sus túnicas de cuero. Me incliné para masajearme las rodillas. Serakiel se dio la vuelta. Elías, con las manos tras la cintura y tan fresco como una lechuga, me miró con una sonrisa de niño travieso. “Ciento cincuenta escalones, y encima en tu condición… Debe dolerte todo”. Le lancé una ceñuda mirada. “¿Mi condición? ¿Qué coño insinúas?”. “Tu obcecación es tu condición. Yo, por otro lado, no siento cansancio alguno, y se lo debo a haber aceptado lo que soy”. Me erguí con un bufido lento y dolorido. Aferré el subfusil y miré a mi hermano con absoluta seriedad. Elías se echó para atrás de forma instintiva. “Yo al menos no respondo ante un psicópata, chupapollas engreído”. Serakiel se acercó con las manos extendidas a ambos lados. “¡Niños, niños!, no echéis a perder la tregua. Si no es mucho pedir, quisiera que os comportarais como un par de adultos”. Miré a Elías a los ojos. Ni todos los superpoderes cósmicos podían hacer de él un guerrero. Le temblaba el labio, por mucho que intentara mantener las apariencias. Solté el arma y eché a andar ante sus atónitas miradas.

Ya habría oportunidades de emplear la violencia. Como dice El arte de la guerra: “Deja que tus planes sean oscuros e impenetrables como la noche, y cuando te muevas, cae como un rayo”. Un chino muy espabilado, ese Sun Tzu. Cuando volviera a atacar, no dejaría nada al destino. Es necesario saber cuándo conviene escuchar y cuándo conviene apretar el gatillo: ambos tienen su propósito y su momento. De mientras, el interrogatorio disfrazado de charla me estaba labrando algunas pistas de vital importancia.

Al adentrarme bajo el arco se me cruzó una criatura de color turquesa, cuerpo alargado, brazos enclenques y abdomen pegado al suelo. De este último salían cuatro patas delgadas que empleaba para arrastrarse cuales remos de una barca. Su atuendo de cuero negro y detalles dorados se adaptaba de una manera loable a la grotesca forma de su cuerpo. Su rostro, sin embargo, dejaba mucho que desear. En lugar de nariz tenía dos incisiones alargadas, su boca se extendía hacia delante como un pico de pato, y sus ojos eran negros y vidriosos. Serakiel y Elías me alcanzaron, y la criatura inclinó la cabeza ante mi padre. Habló entonces en una extraña lengua de sonidos guturales. Sonaba como el herido del desfiladero. Serakiel respondió en la misma lengua, y ambos se adentraron en la sala para hablar en privado. “¿Qué lengua es ésa?”, pregunté a Elías. “Sumerio antiguo”, dijo él. “Se convirtió en la lengua oficial del Infierno alrededor del 3.000 antes de Cristo”. Señalé el arco sobre nosotros. “¿Y la arquitectura, también es de esa época?”. Elías asintió. “Buen ojo. El Palacio Eterno sirvió de inspiración para los zigurats sumerios, así como la historia de la Torre de Babel”. Curioso, pero inútil para mis objetivos. Señalé al demonio de antes. “¿Quién es el centauro retrasado? Parece importante”. “Esa criatura tan poco agraciada se llama Belferott. Es el magistrado superior, una especie de mayordomo de alto rango. También administra la guardia. Padre debe estar explicándole que todo ha vuelto a la normalidad, después de tu, ahmm… ‘rabieta’. Le llevará un tiempo suplir las bajas: se elige a los guardias por su uniformidad física”. “¿Por qué perder el tiempo reclutándolos? Puede crear todos los que quiera”.

Elías alzó las cejas. “¿Crearlos?… Dime, ¿qué crees que son los demonios?”. Tardé un segundo en responder. Me sentía igual que cuando las monjas me preguntaban por un pasaje que no recordaba. “…Los demonios sirven a Serakiel”. “Eso no responde la pregunta. ¿Cuál es su origen?”. “Ve directo al grano”, sugerí, inconsciente de la bomba que estaba a punto de caerme encima. “Son seres humanos”, dijo sin pompa ni ceremonia, como quien llama al timbre y sale corriendo. Sus palabras me golpearon tan fuerte que me vi forzado a dar un paso atrás. Se aceleró mi respiración. Contuve el impulso de cuestionar tan descabellada idea, y dejé que continuara. “En la Tierra los padres proveen el código genético de los hijos. Aquí, no obstante, los genes responden a la naturaleza del alma. ¿Me sigues?”. Asentí sin decir nada. No habría podido abrir la boca ni con una palanca de acero. “Nadie crea las almas. Cada alma se genera en el Limbo durante el embarazo, y todas son únicas y aleatorias. Los condicionantes metafísicos fueron establecidos miles de años atrás, y no han cambiado desde entonces”.

Me quedé mirando al suelo. ¿Podía ser cierto? ¿Había matado a docenas de personas? Me ardía la frente. Mi corazón no sabía si explotar o encoger como una fruta al sol, así que intentaba hacer las dos cosas al mismo tiempo. Hice un esfuerzo sobrehumano por mantener la calma. “Pe-pero entonces no son, es decir, no son humanos. Son una especie distinta, o cada uno una especie propia, pero no humanos, ¿no?”. “Físicamente no, pero en el fondo siguen siendo ellos mismos. Recuerdan su vida en la Tierra, su nombre, su familia, todo”. A medida que le escuchaba, mi cuerpo se iba tensando como una cuerda de guitarra a punto de saltar. “Cierto es que algunos pierden la cordura. Se comportan como animales y vagan por los yermos matando a todo el que se les cruce. Otros se deprimen y se acurrucan en algún agujero, y otros aceptan que ésta es su nueva vida. Se agrupan, forman comunidades. Entre los que acuden al Palacio Eterno es costumbre adoptar un nuevo nombre. Es un acto simbólico, claro, nadie les obliga”. Señaló entonces a la babosa turquesa. “Belferott, por ejemplo, se llamaba Makda. Era etíope, y tenía cuatro hijos”.

De repente tenía Parkinson. ¿Cómo se puede superar de forma consciente un ataque de ansiedad? No se puede, por supuesto, qué tontería. Si uno pudiera decidir algo así, no existirían los ataques de ansiedad. Lo único que podía hacer era disimular. Saqué mi cantimplora, me aparté de Elías, y seguí caminando hasta la cima de la escalinata. Me llevó un rato desenroscar el tapón, por aquello de los temblores. Con una banda sonora de repiqueteo metálico, tomé dos largos tragos mientras me dirigía a la esquina de la terraza. El agua ayudó un poco, pero no bastaba. Abrí el bolsillo superior del chaleco táctico y saqué una cajetilla de tabaco a medio vaciar; sólo llevaba objetos de primera necesidad. Me encajé como pude un pitillo en los labios y cogí el mechero. Era un viejo zippo personalizado: el símbolo de la paz en medio, y debajo el lema “Haz el amor, no la guerra”. Puta ironía. Me lo regaló Eliana allá por el 77, cuando aún le iba el rollo hippie. Me acerqué el mechero y sufrí la traviesa danza de la llama, que se negaba a hacer contacto. Frustrado, susurré entre dientes: “Estáte quieto, tu puta madre”. La verdad, no sé si se lo decía al zippo o a mí mismo. Cuando al fin logré prender el cigarro, fulminé la quinta parte de una sola calada, lenta, prolongada y terapéutica. Mis dedos dejaron de bailar el cancán, y mi corazón llegó a la conclusión de que explotar sería harto inconveniente para todas las partes involucradas. Cosas de adictos.

Ya más relajado, me apoyé en el medio muro y miré abajo, al exterior del palacio, donde los plebeyos volvían a pasear y charlar entre ellos. No quedaba ni rastro de los cadáveres. ¿Se los habían comido? ¿Estaban apilados en alguna parte? No terminaban de quedarme claros el código ético y las costumbres de esa sociedad. Seguí fumando un rato, contemplando la negra silueta de las montañas en la distancia, el vaivén de los demonios que volvían a su rutina y las miradas de aquéllos que tomaban nota de mi presencia en lo alto. Para ellos era el hombre del saco, y con razón. Había masacrado seres humanos de forma indiscriminada. No hay vuelta atrás de algo así. Se queda contigo el resto de tu vida. Te mantiene despierto por las noches y te mira en el espejo por las mañanas.

Un asesino, eso es lo que era.

Al menos, pensé, existía una forma de resarcirme, de conseguir que el bien alcanzado superara al crimen cometido. Si detenía las posesiones se salvarían más de doscientas vidas al día, año tras año y hasta el fin de los tiempos. Un cálculo frío, sí, y también un clavo ardiendo. Tenía que tragarme las ansias y el remordimiento. No podía mostrar debilidad.

Bajé la mirada. Entre el exterior y yo se interponía la primera terraza, y sobre la misma me observaba en silencio una criatura. Era como una grulla desplumada con un poncho de cuero azul. La cosa me miraba como esperando que dijera algo, como si le debiera una explicación. Sin apartar la mirada, di una última calada, catapulté el cigarrillo con un golpe de dedo, y espeté un muy directo “¿Y tú qué coño miras?”. No lo dije en sumerio antiguo, pero no hizo falta. A veces basta con emplear el tono adecuado. Exhalando el humo del tabaco, me volví hacia la puerta y vi a Elías y Serakiel. Con miradas interesadas, esperaban mi retorno prometiendo respuestas que, o bien satisfarían mi voluntad de redención, o cuanto menos me ayudarían a culminar mi venganza.

Me valía cualquiera de las dos.
FIN

P.D: ¿Es alguna parte susceptible a ser recortada o abreviada? Me está costando una barbaridad decidir cuándo un pedazo de exposición es necesario o no; no obstante, creo necesario leerlo todo antes de juzgar con conocimiento. Subiré un capítulo cada sábado mientras termino de escribir el último (y sí, esta vez será el último).
Última edición por Raúl Conesa el 25 Mar 2021 18:39, editado 1 vez en total.
Era él un pretencioso autorcillo,
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Raúl Conesa
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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida octava parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

Me está corroyendo este capítulo desde que lo subí, es como un zumbido tras la oreja que me pide que lo corte en dos. ¿Qué dirías tú, Lucía? Sería más ligero para la lectura, ¿no? Quedaría uno de unas 2.500 palabras y otro de unas 3.000, un tamaño similar a los anteriores. El corte sería justo cuando
el cazador conoce a su hermano.
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lucia
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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida octava parte)

Mensaje por lucia »

Todavía no he tenido tiempo de leerlo. He andado liada buscando cuentas de empresa y revisando una traducción.
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Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida octava parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

He aquí el siguiente capítulo, y éste no es TAN largo.

Huérfanos: Segunda parte

Más allá de lo espaciosa que era la sala del trono, con su techo abovedado y sus más de treinta metros de largo, lo primero que entraba por los ojos eran los materiales. Dicho de otra manera: había más oro que en una boda gitana. La estructura que había visto antes no era ni más ni menos que un muro decorativo, el cual envolvía el trono por detrás y a los lados. Todo el muro era una pieza de oro macizo. El mármol del suelo marcaba un camino hacia la base del trono, compuesta por tres escalones, y encima de ésta relucía la silla más valiosa que nadie halla visto jamás. El mármol surgía del suelo y se fundía con otros tres materiales, los separaba y servía de armazón para la estructura. El respaldo con forma de monolito rondaba los dos metros de altura. El esqueleto del trono estaba formado por oro, que asomaba encorsetado entre el mármol. El asiento y el respaldo eran láminas de rubí, y dos zafiros de forma alargada coronaban los brazos. El mármol era el único material que tocaba al resto: los demás estaban aislados el uno del otro. Jamás había visto piedras preciosas de semejante tamaño, ni usadas para tan mundanal propósito. Ese trono debía valer más que algunos países. Y no acababa allí mi asombro. El suelo a ambos lados consistía en un mosaico de figuras azules, rojas y doradas. Dos patrones eran constantes en la sala. Por un lado, sólo había cuatro colores: blanco, oro, rojo y azul. Por otro lado, el color blanco aislaba los otros de forma que no se tocaran entre ellos. No podía ser una coincidencia. De nuevo me fijé en un fenómeno de lo más extraño: no había separación entre los materiales, ninguna señal de que el palacio estuviera formado por distintas piezas o bloques. Todo era lo mismo, una unidad constante formada por distintos materiales.

Forzándome a disimular mi asombro, acompañé a Serakiel y Elías hasta el trono, pasando de largo la congregación que se acumulaba a la derecha, y que me miraba con cierta preocupación. Mientras pasábamos junto a ellos, un individuo se abrió paso a empujones entre la multitud. No llegué a verlo hasta que se situó a mi lado. Bajito, amarillento y de ojos saltones: no era nuestro primer encuentro. El hombrecillo me miró con los ojos salidos de sus órbitas, y sin cruzar palabra echó a correr hacia la salida, gritando como si la vida le fuera en ello. Mi padre se dio la vuelta y me miró pasmado. “¿Lo conoces?”. Miré al duende a tiempo de verle desaparecer tras la escalinata. Sus gritos se disiparon en la distancia como un coche de fórmula 1. Volví la vista a Serakiel y me encogí de hombros. “Una vez le prometí un haggis”.

Continuamos hacia el trono, y Serakiel ordenó que nos dejaran a solas. Mientras los demonios se marchaban y nosotros subíamos los escalones, mi padre alzó las manos a los cielos y me miró con gesto triunfante. “¿Qué te parece? Apabullante, ¿verdad?”. “Sobrecargado”, dije sin entusiasmo, y miré atrás. Ver de nuevo a Férceloc me había hecho pensar. “¿Por qué?”. Elías alzó una ceja. “¿Por qué qué?”. “Las posesiones, ¿qué sentido tienen? ¿Por qué matar a personas inocentes? Ese hijo de perra se comió el bebé de la mujer que había poseído. ¿Qué clase de persona haría algo así? ¿Qué sentido tiene nada de esto?”. Serakiel tomó asiento en su trono, y con cierta melancolía pasó las manos por los zafiros gigantes. “Esperas que haya un sentido, que una mente perfecta ideó el universo, y que todo tiene su razón de ser”. “No todo: dudo que Dios planeara la corrupción del universo que creó”. “La corrupción d...”. Serakiel se mordió la lengua con una sonrisa que camuflaba su verdadero sentir. “Ven, acompáñame”, dijo levantándose. “Ya es hora de que conozcas la verdad de nuestro encantador y perfecto universo”.

Serakiel se dirigió a mano derecha, al inicio del muro de oro. Elías y yo lo seguimos de cerca. Una serie de grabados decoraba la superficie del muro. Eran dibujos de trazo limpio y preciso, como hechos a máquina. Mi padre señaló el primero, un simple punto del tamaño de un garbanzo. Lo interrumpí antes de que dijera nada. “¿Qué te hace pensar que voy a creerme tus cuentos?”. Serakiel sonrió para sus adentros y pasó la mano por la dorada superficie del muro. “Estos grabados llevan aquí desde antes de que Mikhael escribiera la Torá; son la primera representación gráfica de la historia del universo. Si crees que miento en algo, consigue una comparecencia con Mikhael y pregúntale tú mismo. Si es la mitad del hermano que yo recuerdo, no tendrá inconveniente en corroborar mi relato”. Negué con un movimiento pausado. “Muy pocos llegan a conocer en persona al sacro comandante”. “Si les dices que eres mi hijo, te llevarán ante él, te lo aseguro”. “¿No lo saben ya?”. “Por supuesto, no seas ridículo. Para aquél que sabe lo que debe buscar, un simple análisis de sangre basta para conocer la verdad. Lo que no saben es que tú lo sabes: eso te convierte en una variable en la ecuación. Si Mikhael se entera de que sabes quién eres, querrá asegurarse en persona de que tu lealtad sigue en el lugar correcto”. Di un par de vueltas con los brazos cruzados, y volví a mirarlo. “Pongamos que acepto tu palabra. ¿No puedes saltarte los preliminares?”. Elías carraspeó a mi lado y se echó las manos tras la cintura. “Las respuestas no tienen sentido si no se comprenden las causas subyacentes”. Coloqué los brazos en asa y eché la espalda atrás con un bufido de resignación. “¡Vale, mierda, suéltame el rollo de una vez!”.

Que no se diga que no me he sacrificado por la humanidad.

Serakiel volvió a señalar el punto. “En el principio no había habido un principio. El tiempo y el espacio no existían aún, y Dios decidió crear otro universo”. “¿Otro?”. “A la tercera va la vencida. El primero lo creó al detalle, definitivo desde el inicio. Era como un diorama de figuritas; nada escapaba de su control, y no existía el tiempo. Se aburrió enseguida. En el segundo cometió un error parecido: lo creó al detalle, pero esta vez incluyó tiempo, y también seres vivos capaces de actuar por su propia cuenta, lo que le otorgó un breve entretenimiento. Igualmente terminó por aburrirse, ya que sabía de antemano todo lo que iba a suceder. Y entonces llegamos al tercero, el nuestro. En vez de crear un universo ya formado, optó por sentar los cimientos metafísicos y dejar que evolucionara por sí mismo. Los humanos lo llamáis Big Bang. Todo estaba en un mismo punto, y con un pequeño empujoncito, ¡puff!”. Pasó del punto al siguiente dibujo, una serie de círculos diminutos que se alejaban entre sí. “Esta vez limitó sus propios poderes. No sería omnipresente, y no sabría con antelación cómo se desarrollaría el universo. Como no podía verlo todo, necesitaba ayuda para buscar un planeta capaz de albergar vida. De ahí que me creara a mí”. Pasó al siguiente, un haz de luz con un hombre alado al final. “Mi nacimiento fue aterrador y confuso. Aunque era consciente de mi existencia, mi mundo era una oscuridad absoluta. No sentía nada, y entonces sonó una voz en mi mente. No había palabras, no hablaba lengua alguna. Sus pensamientos eran los míos. Me explicó sus planes, mi propósito. Creí en su plan, su visión de un mundo lleno de maravillas que contemplar, la delicia de lo desconocido. El problema era que aún no se daban las condiciones necesarias para mantener la vida. Teníamos que esperar a que la materia y la energía siguieran su curso. Para que no se nos hiciera tan larga la espera, Dios aceleró el paso del tiempo, y llegado el momento se encendieron las primeras estrellas. Iluminado el universo, empecé a volar por el vacío del espacio, una bola de carne con catorce ojos empujada por telekinesis”. Me quedé mirándole con los ojos entrecerrados. “Eso no está en el grabado”. “Ya, bueno… Lo del hombre alado no vino hasta mucho después”.

Serakiel avanzó por el muro. “Con el tiempo las estrellas se tornaron en supernovas y en otras estrellas, y el polvo espacial y las rocas gigantes formaron los planetas y las galaxias. Ahí empezó la búsqueda. Dios no tenía forma física, pero proyectaba sus sentidos en nuestro universo y lo recorría a gran velocidad. Yo iba más lento, demasiado lento. El universo era inmenso, no dábamos abasto. Le sugerí que creara otros como yo, y así nacieron Mikhael, Refael, Ramiel y Gabriel”. “¿Y Uriel, Raguel y Azrael?”. Serakiel abrió las manos con las palmas hacia arriba. “Mikhael necesitaba más personajes para sus cuentos”. Eso no me sorprendió demasiado: ya dudaba de la historia que nos habían contado en la Agencia, y siempre me pareció que algunos arcángeles resultaban superfluos e irrelevantes. “Sigue, por favor, me tienes en ascuas”. “Gracias, muy amable. Pasamos un tiempo volando por el universo, buscando y comunicándonos a través del Limbo para remediar la soledad del cosmos. El Limbo era una dimensión secundaria que nos permitía transmitir nuestros pensamientos directamente a los demás y sentir su presencia, por muy lejos que se encontraran. Pasado un tiempo Mikhael terminó por encontrar un planeta de enorme promesa. Aún no estaba en condiciones, pero la distancia con su estrella era la óptima. No dejaban de caerle asteroides, algunos con agua, y en cierto punto, lo juro, ¡se le estrelló otro planeta! Menudo espectáculo. Sucesos como ése eran habituales por aquellos tiempos. Siempre nos avisábamos para presenciarlos en compañía. Para nosotros era como ir al cine. Tras el impacto, y con la nueva luna formada, se estabilizaron la órbita y el eje de la Tierra. Era el momento ideal para crear vida: los materiales estaban allí, sólo era necesario ensamblarlos”.

“¿Podemos pasar directamente a la parte en la que Dios crea a los humanos, el Infierno, el Cielo y todo eso?”. “No tan raudo, chico. Para empezar, no os creó él, sino yo”. Me dio un diminuto ataque al corazón. “¿Tú?”. “Sí, maldita sea, fue cosa mía”. “¡Y una mierda!”. “Lo digo en serio. Observaba a un grupo de simios en mi forma de boa gigante, cuando uno de ellos empezó a hacer gestos. Me había visto enredado en las ramas de un árbol, y llamaba la atención de los demás para que tuvieran cuidado. ¿Te das cuenta de lo sorprendente que fue eso? Eran inteligentes, lo suficiente para comunicarse con sonidos y señas complejas. Hasta ese momento ningún animal había llegado tan lejos. Se me ocurrió una idea: ¿y si les dábamos un empujoncito evolutivo, una cosita de nada, lo suficiente para guiarlos por la senda del desarrollo cognitivo? ¿Y si una especie evolucionaba tanto como para hablar entre ellos y formar sociedades, qué maravillas podrían llegar a crear? Sería más apasionante que contemplar a animales simplones por toda la eternidad, de eso estaba seguro. Se lo propuse a Dios, ¿y sabes qué respondió? Que me olvidara de ello, que sólo complicaría las cosas. Él quería mantener el status quo, dejar que la Tierra siguiera siendo nuestro zoo privado, pero yo no podía dejar de pensar en ello. Me reuní en secreto con mis hermanos. Todos aprobaron la idea. Mikhael era el más ambicioso: no sólo quería que guiásemos su evolución biológica, sino también el aspecto social y moral, que los encamináramos hacia un estado de civilización pacífico y cooperativo”.

Le interrumpí con un breve y sarcástico soplido. Serakiel frunció el ceño. “¿Me dejas que cuente la historia?”. Crucé los brazos y le hice una seña para que continuara. Mi padre asintió. “Volví donde los simios, y con ayuda de mis hermanos separé a una hembra. Baja esa ceja, que no es lo que piensas. Lo único que hice fue modificar el código genético de sus óvulos. Fue un cambio muy sutil: sólo hice que tuvieran un potencial cognitivo una pizca más elevado. ¿Y sabes qué? Los hijos de esa hembra se convirtieron en los líderes de las tribus colindantes, y todos tuvieron gran cantidad de hijos. Se expandieron como la pólvora. Los demás peleaban con las manos; ellos usaban huesos y palos”. “Genial: iniciaste la primera carrera armamentística. ¿Y Dios, no se enfadó?”. “Eso es lo mejor del asunto: mientras el resto hacíamos lo nuestro, Gabriel lo entretuvo con la erupción de un volcán. No se enteró de la jugada. Años después se dio cuenta de lo que hacían los simios, pero el cambio había sido tan diminuto que no nos costó achacarlo a la evolución natural. No obstante, la semilla estaba ahí, siguiendo el camino que habíamos marcado, lenta pero constante. Durante millón y medio de años los simios se volvieron más inteligentes con cada nueva generación. Que si herramientas de piedra, que si roles definidos, el fuego, los refugios, el lenguaje, la agricultura, los metales… la civilización, la confirmación de que eran capaces de crear algo que les sobreviviera. Los individuos morían, pero el conjunto conservaba sus conocimientos. La escritura fue el mayor punto de inflexión. Su progreso se disparó, pero entonces… entonces empezaron los problemas”.

“¿Qué problemas?”. “Nosotros: nosotros éramos el problema… ¿Ves esto? Este muro es el eterno testamento de nuestro fracaso. Cada uno tenía sus propios planes, su propia idea de qué hacer con los humanos, porque algo debía hacerse, o eso decían mis hermanos. Cuanto más grandes se volvían vuestras sociedades, más destructivas se volvían vuestras guerras. Las matanzas indiscriminadas se convirtieron en el pan de cada día. Pueblos enteros eran exterminados como ratas. Así que nos vimos obligados a pensar. Mikhael quería guiaros con un gobierno único que abarcara todo el planeta. Dios no aguantaba que unos seres tan inteligentes pudieran ser así de crueles con sus semejantes. Habría preferido que siguierais siendo simios descerebrados, contentos con rumiar frutas en las ramas de los árboles. Refael estaba tan disgustado con vosotros que sugirió borraros de la faz de la Tierra. Ramiel quería que cada uno de nosotros gobernara una parte de la humanidad, y que compitiéramos por el dominio global, como si fuera un juego de mesa. Gabriel, que siempre había sido un bonachón optimista, se hundió en su pena y pidió a Dios que lo matara”. “¿Y tú?”. “Yo quería que fuerais libres, con vuestras virtudes y defectos. Quería ver hasta dónde podíais llegar. Les decía a todos que si os dejábamos trazar vuestro propio camino, algún día nos sorprenderíais con lo que seríais capaces de hacer, que vuestros traspiés palidecerían al compararlos con vuestros logros”. Esgrimió una frágil sonrisa. “¿Y al final quién tenía razón?”.

Me encogí de hombros. “Sigo sin ver cómo encajan las posesiones en todo esto”. Serakiel se apoyó en el muro con gesto derrotado. “A eso iba… A lo largo de los siglos mis hermanos y yo propusimos distintas soluciones al problema de la violencia. Mikhael sostenía que debía existir un castigo para los peores humanos, para disuadirlos de cometer crímenes. Gabriel dijo lo contrario, que había que recompensar a los más bondadosos, que eso inspiraría a los demás. Ramiel sugirió dejarles luchar entre ellos en determinadas épocas, y que así serían más pacíficos el resto del tiempo. Yo tomé su idea, pero sugerí crear una forma de descargar su agresividad sin causar daños permanentes. Deduje que las temporadas de violencia crearían rencores y tensión entre ellos, y eso generaría más violencia. Refael… Refael estaba tan harto de nuestras discusiones, que un día abandonó la Tierra para crear vida en otro planeta. No volvimos a saber de él. Tras mucha deliberación convencí a Dios de seguir mi plan. Se crearían dos dimensiones paralelas. En una los humanos que así lo quisieran podrían dar rienda suelta a sus impulsos sin consecuencia alguna; en la otra los más bondadosos tendrían todas sus necesidades cubiertas como recompensa. Y entre las tres dimensiones estaría el Limbo”. Pasó al siguiente grabado, situado en el punto medio, detrás del trono: cuatro círculos de gran tamaño, uno en el centro, y los demás a su alrededor, con dos arriba y el otro debajo. Los círculos estaba conectado por líneas rectas, de forma que todos tocaran el central, pero no los unos a los otros. Se me encendió la bombilla, y murmullé como un acto reflejo. “Blanco, dorado, azul y rojo”. Serakiel me señaló y sonrió mirando a Elías. “¿Qué te he dicho? Un lumbreras”.

Mi padre volvió a su relato. Sólo quedaban dos grabados: un tercio del muro estaba vacío. Señaló al siguiente: era un esbozo del palacio. “Dios creó el Infierno y el Cielo. Aún no teníamos claro cómo llevaríamos a cabo nuestras ideas, por lo que en un principio creó simples planetas de roca desnuda que seguían el desplazamiento de la Tierra. Yo me ocuparía del Infierno, Mikhael de la Tierra y Gabriel del Cielo. Ramiel, que al principio ayudó a formar el Infierno, no estaba satisfecho con nuestros progresos. Siempre fue el más belicoso. Quería algo distinto, algo más de su estilo, así que un día siguió los pasos de Refael y se marchó en busca de su propio planeta. Los que quedábamos nos reuníamos cada día y planteábamos nuestras ideas. Algunas se implantaban, otras se quedaban a medias. Los cambios más grandes los debía realizar Dios. Aunque nosotros podíamos manipular la materia, él era el único que podía trastocar las leyes básicas de la naturaleza. Fue con su ayuda que erigí mi palacio. Era necesario que perdurara por siempre jamás, inalterable en su función de punto de acceso entre las dimensiones. Y así lo hicimos. La estructura del palacio está congelada en el tiempo. No ha cambiado un solo átomo de su composición desde hace más de 4.000 años”. “De ahí que se llame Palacio Eterno”, apostilló Elías. Lancé a mi hermano la mirada más breve de la historia. “Jamás lo habría deducido por mi cuenta”. Elías bajó la mirada con una pausada risita para sus adentros. Se dirigió entonces a los escalones mientras hablaba. “No te pierdas lo que viene ahora”, dijo sentándose en el último escalón, “es mi parte favorita”.

Serakiel carraspeó y señaló el último grabado: una llama. “El alma humana, la llama esencial que sobreviviría a vuestros cuerpos mortales. Dios tardó cuarenta y cuatro años en diseñar los principios metafísicos que gobernaban su génesis y su interacción con todas las dimensiones. No prestó atención a nada más. Mis hermanos y yo intentábamos hablar con él sin resultado. El Cielo y el Infierno seguían sin completar, necesitaban trabajo, pero él no podía estar en todas partes al mismo tiempo. Veía sus limitaciones como una marca de orgullo; si se permitía ser omnipotente, aunque fuera una sola vez, estaría admitiendo su fracaso. Así que trabajó y trabajó, hasta que los engranajes empezaron a girar. Cada humano nacía con su propia alma, que lo seguía en el Limbo a cada paso que daba, invisible, pero siempre presente. Con la máquina en movimiento, empezamos a idear los mecanismos por los cuales los humanos llegarían a una u otra dimensión. ¿Cómo decidir si alguien merecía el Cielo? ¿Cómo accederían los vivos al Infierno?

»…Ésa fue la peor época. Las discusiones no tenían fin. Cada día traía mil ideas distintas, todas en conflicto con las demás. Implementábamos una y otra la echaba a perder. Algunas se quedaban a medio implementar, porque el que tuvo la idea había pensado en otra mejor. Al no llegar a ningún acuerdo, las almas se iban acumulando en el Limbo, congeladas en el tiempo sin ningún destino. Como solución temporal, Dios hizo que fuera aleatorio, un 50% de probabilidades de ir a cada una. Pero los días pasaban, y no dejábamos de pedir a Dios que hiciera esto o aquello, hasta que un día… ya no pudo más. Era demasiado complicado, demasiado frustrante, así que un buen día, sin previo aviso, se rindió. Desapareció. Dejó atrás nuestro universo, tal y como había hecho con los anteriores… Nos abandonó a nuestra suerte, aquí, atrapados, incapaces de arreglar las grietas que habían dejado nuestros planes”. Serakiel deslizó la mano por el muro y contempló el suelo en silencio, su rostro invadido por breves espasmos. No debía tener glándulas lacrimales, ya que de ser así a buen seguro habría llorado. “Y al despejarse el humo lo único que quedaba eran tres hermanos llenos de rencor y reproches. Los milenios fueron pasando, y fuimos perdiendo el contacto, huraños y orgullosos, cada uno el rey de su insignificante porción de mierda a medio digerir”. Le sobrevino un ataque de risa, tan floja y breve que no podría definirse más que como un alegre llanto. “Al final tenía yo razón, eso es lo más gracioso de todo: no teníamos por qué alterar nada”. Observé a Serakiel y comprendí, muy a mi pesar, que por joven que pareciera por fuera, no era sino un anciano hundido en su eterna miseria. Por impresionante que fuera su palacio y por increíble que fuera su poder, jamás podría deshacer su fracaso. Era y siempre sería esclavo de su inmortalidad.

Matarlo sería hacerle un favor.

Su historia me dio que pensar. Aun similar a la que nos habían taladrado en la Agencia, difería en algunos aspectos críticos. Para empezar, los humanos habrían sido siempre parte del plan de Dios, no unos intrusos en su zoo planetario; y segundo, y quizá más importante, Serakiel habría traicionado la confianza de Dios al corromper su creación, causándole una pena tan profunda que abandonó nuestro universo con el corazón roto, dejando a Mikhael como su representante y guía de la humanidad, encargado de hacer frente a Satanás con la esperanza de que un día Dios retornaría a nosotros.
Qué sarta de sandeces. Estábamos solos, más de lo que yo pensaba. No había un plan. No había luz al final del túnel. El mundo era lo que era, y no nos quedaba otra que apañarnos con lo que teníamos. Otra dosis de nihilismo en mis venas, justo lo que necesitaba para alegrarme el día.

Notaba una presión en la garganta. Mi respiración empezaba a sonar como pasada por un papel de lija. “¿Y los demonios?”, susurré. “Una idea entre tantas otras, una de las muchas que nunca llegaron a florecer”. “Entonces, la guerra…”. Serakiel negó con una leve mueca. “No hay ninguna guerra. Mikhael quería controlar a la humanidad. Necesitaba una forma de justificar su gobierno en la sombra, y yo, como buen hermano, le proporcioné una”. “Pero él… Tú eres el villano de su historia”. “Un sacrificio que acepté de buen grado. Los cazadores necesitáis creer que servís a un objetivo elevado, que vuestro trabajo es algo más que un servicio de limpieza”. Me ardía la frente. Negué enérgicamente. “Aceptó el sacrificio de inocentes, millones y millones de víctimas, ¿para qué, para engañarnos, para que no cuestionáramos nuestras órdenes?”. “Ésa era la idea… al principio”. “¿Qué quieres decir?”. “Hace mucho que Mikhael cedió en su empeño. No se puede controlar a los humanos. La única función que cumple hoy en día la Agencia es la de asegurar su propia continuidad. Yo podría cerrar el grifo, poner fin a las posesiones, pero entonces la Agencia no tendría objetivo alguno. Sus empleados cuestionarían el motivo de seguir adelante. Al fin y al cabo, ¿qué es un cazador de demonios sin demonios? Un hombre en paro, eso es lo que es. La Agencia tendría que desintegrarse, y al hacerlo se crearía un vacío allí donde ha mantenido su influencia. ¿Qué dirían los noticiarios si de pronto se desmantelasen todas las organizaciones judeocristianas del mundo? ¿Qué respondería Juan Pablo II cuando los periodistas le preguntaran por qué desbandó la Iglesia católica? ¿Mantendrían la boca cerrada todos los políticos sobornados a lo largo y ancho del planeta? ¿Y los policías, los agentes de seguridad de los aeropuertos, los presidentes de las compañías de telecomunicaciones? Todos están en el bolsillo de gente que trabaja directa o indirectamente para la Agencia. No, no es viable. Se sabría la verdad. ¿Te imaginas el impacto que tendría semejante revelación? No sólo los cristianos y los judíos se sentirían engañados; todas las religiones son una farsa, con o sin un arcángel manejando los hilos. Lo quieras o no, la gente necesita el confort que les ofrece la religión. Para algunos es el único freno que detiene su mano. Quítales eso y verás cómo se acumulan los cuerpos en la calle. Y mejor no hablemos de las potenciales guerras. Me gustan los humanos, de verdad, y estoy orgulloso de sus avances, pero hoy en día basta con que un desquiciado pulse un botón para aniquilar a millones”.

Mi cabeza estaba a punto de estallar. Me eché las manos a las sienes y di una vuelta por la sala. Mi tío, que también era mi jefe, era aún peor que mi padre. Y aun así nada excusaba su aportación. Era tan culpable de ese desastre como todos los demás. Respiré profundamente un par de veces, y al volver junto a ellos lo señalé con un dedo acusador. “¿Así es como lo justificas, eso es lo que les dices antes de enviarlos a descuartizar inocentes, que es por el bien de todos?”. Se encogió de hombros. “No necesito decirles nada: la lista de espera de la pirámide es de cuatro meses. Incluso vienen desde otros asentamientos”. Miré incrédulo a mi alrededor. Una pequeña pantomima, digamos, porque había visto mi siguiente objetivo, y ahora tenía una excusa para poner fin a tanta cháchara. “Tengo que verlo. Si me dices que matan con conocimiento, que no los tienes engañados, entonces tengo que verlo con mis propios ojos”. Serakiel se encogió de hombros con una media sonrisa. “No veo por qué no. Estás en tu casa. Elías, ¿te importaría mostrarle la pirámide?”. Elías se alzó sobre los escalones del trono. “Por supuesto”. “Os alcanzaré en un momento”, dijo, y desapareció. Al instante volvió a aparecer, mirándome con los ojos entornados. “Ah, y Jacob: intenta no matar a nadie”. Le lancé una ceñuda mirada.

“No prometo nada”.
FIN

P.D: Éste es el capítulo que más dudas me genera. Apenas pasa nada, y es casi todo exposición. Mi única esperanza es que la historia de Dios y el universo sea lo suficientemente interesante como para que un lector pase por alto el frenazo del ritmo narrativo.

P.D: ¿Se nota el significado de la historia de Dios? A veces me da miedo ser demasiado sutil con estas cosas.
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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida octava parte)

Mensaje por lucia »

Este último no lo he terminado, pero el anterior sí, y debo decir que ha sido sorpresón lo de los diablos recordando su pasado de humanos.
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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida novena parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

Tal vez recuerdes que en un capítulo anterior se mencionaba que un demonio hablaba con acento irlandés. Sutil, ¿eh? :lol:
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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida novena parte)

Mensaje por lucia »

:lol: :lol:
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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida novena parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

Otro finde, otro capítulo, y éste no es ni de lejos tan largo (la primera parte de Huérfanos es el más largo; de ahí que me plantee cortarlo).

El navegante entre las ruinas

Tras el muro de oro, y pasadas unas columnas, dos escalinatas curvadas se abrían paso hasta la siguiente planta, convergiendo detrás y por encima del trono. Al llegar a la base me giré y contemplé el lugar donde había estado mi padre segundos antes. “¿Tú puedes hacer eso?”, dije en referencia a la teletransportación. Elías negó con la cabeza. “Sólo él puede canalizar todo el poder del Infierno”. Subimos a la siguiente planta. “¿Y qué sacas tú de esto?”. No llegué a ver nada de la cuarta planta, salvo que era de un color azul grisáceo; la escalera terminaba junto a la siguiente, así que seguimos subiendo. “¿Quieres decir aparte de longevidad, lucrativos contactos de negocios y todas las mujeres que pueda desear?”. “Sí, aparte de eso”. Elías paró en medio de las escalones, se lo pensó un instante, y me miró con gesto inexpresivo. “No entiendo la pregunta”. “Tranquilo, ya tengo la respuesta”.

La quinta planta variaba un poco en su estilo: en vez de estar realizada con piedra homogénea, las paredes, de color tostado, estaban veteadas con hilos de un metal negro, o puede que obsidiana. Algo llamó mi atención: una mujer yacía tumbada entre cojines en una de las salas. Salvo por unas nimias diferencias, era de aspecto corriente, incluso de buen ver. Una concubina, supuse. Aparté los ojos de sus curvas y me forcé a seguir caminando. “Para alguien cuyo oficio es matar, estás extrañamente obcecado en juzgar los actos de los demás”. “Mi trabajo protege la vida de inocentes. El tuyo perpetua un sistema que los pone en peligro”. Esta vez se lo pensó un rato antes de responder. Pasamos por delante de una sala, y paré a echar un vistazo. Era una biblioteca, con sus estanterías repletas de libros. Algunos demonios la recorrían arrastrando sus largas túnicas por el suelo. ¿Qué libros podían tener allí? ¿Acaso había demonios escritores, o los había escrito mi padre? Aceleré el paso para alcanzar a Elías junto a las escaleras. “Este sistema es ‘el’ sistema”, dijo subiendo a la sexta planta, realizada con una especie de granito de motas blancas, verdes y rojas. “Es el único sistema que existe”, continuó. “Padre es sólo un engranaje, una pieza más de una máquina pobremente diseñada; y lo quieras o no, tu mera existencia te hace parte de esta máquina. Puedes elegir qué pieza quieres ser, pero no evitarás que siga echando humo”. Gruñí. “Y como el mundo es una mierda, ¿qué hay de malo en sacar provecho, no?”. Su silencio delataba su ardua búsqueda de una justificación.

Al llegar a la escalera de la séptima planta, Elías paró de golpe, respiró profundamente, y se dio la vuelta. “Era católico, ¿sabes? Antes de conocerle, quiero decir. Tenía una cadena de tiendas, una esposa encantadora, dos hijos… el paquete completo”. “A que lo adivino”, le interrumpí. “Un demonio poseyó a uno de ellos y mató a los otros dos”. Exhaló una risita. “Bueno, en algo has acertado: tiene que ver con demonios. Pasó hace seis años, en verano. Había llevado a mi familia de vacaciones a Vitoria. Era domingo. Fuimos a misa esa mañana. Al terminar, volvimos al coche. Yo me había subido ya. Isabel fumaba junto al asiento del copiloto. No la dejaba fumar dentro: no quería que se pegara el olor. Javier y Gabriela correteaban entre los feligreses, frente a la iglesia. Al terminar, Isabel llamó a los niños, abrió la puerta y…”. Elías se despejó la garganta. “Los niños venían corriendo, y ella iba a meterse en el coche, y entonces todo se convirtió en ruido y cristales rotos. Lo último que recuerdo es estar sobre el volante, sangrando, y los gritos”. “¿ETA?”. Elías asintió. “Habían puesto una bomba en el coche de atrás. Era para el cura. Hablaba mal de ellos, querían darle una advertencia. Por suerte para él la explosión no le alcanzó”. Tragó saliva antes de continuar. “Me desperté en el hospital dos días después. Estaba paralizado de cuello para abajo. Un trozo de metralla me había atravesado las vértebras de la nuca. Lo sacaron, pero el daño estaba hecho. Me dijeron que otro atravesó el corazón de Isabel. La fulminó al instante. Los críos lo tuvieron peor. Corrían junto al coche cuando explotó la bomba. Aguantaron unos minutos, pero habría sido mejor que los matara en el acto”.

Se le atragantaron las palabras. Paró un segundo antes de seguir. “Lo más gracioso de todo es que habría bastado con que la dejara fumar en el coche. Nos habríamos marchado antes de la explosión. En fin… Cuando se estabilizó mi condición, los médicos autorizaron el traslado de vuelta a Zaragoza. Contraté a un asistente y a una chica para limpiar la casa. Y ésa pasó a ser mi vida, tirado en la cama, sin mi familia y apartado de mis negocios. Empecé a resentir a Dios. Cómo no hacerlo. Al fin y al cabo, había sido un buen cristiano. ¿Y qué recibí a cambio? Dios no detuvo la metralla. Tampoco salvó a mis hijos. Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses, y sin nada mejor que hacer, decidí ponerle fin a todo. Sólo tenía que buscar a la persona adecuada para hacerme el apaño.

»A todo esto que me despierto una noche. Estaba oscuro. Sólo se oía el respirador artificial. Veía el reflejo amarillo de unos ojos frente a la ventana. Alguien había entrado en mi casa. Al ver que estaba despierto, dio un paso al frente y encendió la lámpara de la mesilla. Pensé que era un sueño: esos ojos de búho no podían ser reales. Se inclinó sobre mí, contempló los tubos y el respirador, y dijo: ‘Ningún hijo mío vivirá así’. De repente estaba aquí, en el suelo del palacio, y aunque no estaba conectado al respirador, no me asfixiaba. Padre posó una mano sobre mi pecho, y dijo: ‘De lo que yo soy, tú serás’. Mis pulmones se estremecieron, empecé a toser. Un escalofrío bajó por todo mi cuerpo, y entonces me levanté y caminé. Mi milagro no vino de Dios, sino del Diablo… Lo que quiero decir con todo esto es que, aunque me hubiera ofrecido ser el conserje, yo habría aceptado el trabajo”.

Elías subió sin esperar respuesta alguna. Tardé un poco en reaccionar. Querría decir que fue por empatía, porque su relato me había impactado o porque sentía lástima por él, pero la verdad es que analizaba la historia en busca de pistas que me ayudaran a comprender los poderes de nuestro padre. Tenía la sensación de que había algo ahí, una mena de oro en medio de un gigantesco desierto verbal, pero no lograba extraerla. Dejé de lado el análisis y subí los últimos escalones.

La séptima planta era mármol de un blanco puro atravesado por gruesas líneas de oro y diamantes incrustados. ¿Humildad, qué es eso? Teníamos la pirámide encima, así que al menos era consistente con el estilo. No había pasillos ni habitaciones. Salvo por las escaleras del fondo y unas gruesas columnas, la sala entera estaba vacía. Bueno, en realidad estaba llena, pero llena de demonios, unos treinta en total. La cola para entrar a la pirámide, deduje. Todos me miraron en silencio. Había llegado el hombre del saco. Reconocí a un par de ellos. Intentando pasar desapercibidos, apartaron la vista y se adentraron en el grupo con la cabeza gacha. Agarré la empuñadura del revolver y repasé el grupo con la mirada. “Si alguno tiene algo que decir, soy todo oídos”. El inglés es una buena lengua de amplio espectro: al menos un tercio entendió mis palabras a la perfección, y al resto les bastó el tono. Se abrieron como el mar Rojo. Sin soltar el Redhawk, Elías y yo pasamos en medio del grupo y alcanzamos la escalera, vigilada por dos guardias con sendas espadas en alto. Mientras subíamos, Elías miró por encima de su hombro. “Deberías trabajar en tus habilidades sociales”. No dije nada, sólo gruñí en tono desaprobatorio.

La séptima terraza, al fin. Mis calcinadas rodillas lo celebraron con júbilo. Miré a nuestro alrededor, empapándome con cierto vértigo de las amplias vistas que se extendían en todas direcciones. La terraza era, por necesidad, la más pequeña de todas, apenas quince metros de lado, y la mayor parte estaba ocupada por la pirámide. Elías se acercó a un individuo que montaba guardia frente a la entrada. Era más escueto que los demás guardias, si es que se le podía aplicar tal adjetivo. Era un culturista albino de dos metros y medio metido en una lúgubre túnica con capucha, y con la mitad inferior del rostro tapada con un pañuelo negro. No portaba arma alguna, aunque tampoco es que le hiciera falta; podía levantar a un hombre y retorcerle el cuello como a una gallina. Tenía era un reloj de arena a medio consumir, colgado con unos cordeles de forma que pudiera darle la vuelta sin desprenderlo de su cinturón. En la mano izquierda sostenía un portapapeles negro, que supuse contenía la lista de espera, y que, por mundanal, bien podría haber salido de cualquier oficina. Elías habló con el albino, y éste, con gesto disgustado, pasó gruñendo junto a mí y bajó por las escaleras. Solté el revolver y caminé hasta mi hermano. “¿Y a ése qué le pasa?”. “Le he ordenado que informe a los que esperan abajo que la pirámide queda cerrada hasta próximo aviso”. Tal cual terminaba de explicarlo, nos llegó desde abajo un violento coro de voces indignadas.

Aclarada la situación centré mi atención en la pirámide. Tenía siete metros de lado y unos nueve de altura, con lo que resultaba bastante puntiaguda. La entrada era tan amplia que tres hombre podrían entrar al mismo tiempo, y sin embargo no debía ser cómoda para los demonios más grandes. El suelo del interior estaba cubierto de franjas de oro que convergían en el centro. No había nada: la pirámide estaba hueca. Señalé la entrada. “¿Y cómo funciona? ¿Entran sin más, y…?”. “Bueno, lo de ‘sin más’ tal vez peque de simplista. Como sabrás, los demonios poseen una glándula especial. Cuando entran en la pirámide, la glándula sufre una reacción involuntaria. Es como cuando estornudas y cierras los ojos: no pueden evitarlo. La glándula introduce un líquido en su torrente sanguíneo. La pirámide detecta la reacción química, y se genera un torrente de energía que desintegra sus cuerpos y abre paso a través del Limbo”. No pasé por alto que aquello contradecía lo que decían en la Agencia. Mentira tras mentira iba desgranando lo poco que sabía en realidad. “¿Pero por qué poseen a otras personas? ¿Por qué no aparecen en la Tierra sin más?”. “En principio la pirámide debería haber sido un simple transporte, uno de los muchos puntos de salida que los visitantes habrían empleado para volver a la Tierra. Al igual que la misma existencia de los demonios, el motivo de que reaccionen así al entrar se debe a uno de los innumerables planes que se quedaron a medias”.

El tumulto cesó, y el abino enmascarado regresó a su puesto frente a la pirámide, cruzándose de brazos como un portero de discoteca hasta las cejas de esteroides. Lo rodeaba un aura de desdén, como una señora de la limpieza que ve a un niño escupir un chicle sobre el suelo. Quería volver al trabajo, pero no podía hacerlo hasta que los hijos del jefe terminaran la visita. Miré a Elías. “Hazme un favor y dile a Copito de Nieve que llame al siguiente de la lista”. Conteniendo una sonrisa, mi hermano transmitió la petición al gorila, y éste se acercó al hueco de la escalera, donde ladró unas palabras irreconocibles. A los pocos segundos subió una bola de hueso con seis patas segmentadas. De la parte frontal surgía un rostro no muy distinto al de un cangrejo, y por debajo colgaban unos diminutos brazos. El sujeto se acercó dudoso a nosotros, mirándome en todo momento como si el bicho raro fuera yo.

“¿Habla español?”, le pregunté, y me senté en el medio muro con las manos entrecruzadas. No pareció entender la pregunta. Elías le dijo algo en sumerio antiguo, y entonces el cangrejo me miró y habló en francés con una voz siseante. “¿Quiere preguntarme algo, monsieur?”. Al menos era educado. “Así es, pero primero, ¿cómo debo referirme a usted?”. Dijo llamarse Zúrocc y, terminadas las presentaciones, pasé al tema principal. “Según tengo entendido, usted es el siguiente en la lista”. “Así es, llevo esperando mucho tiempo”. Gruñí pensativo. Era necesario tratar el tema con cierto tacto: no quería provocar una respuesta defensiva. “Si no es indiscreción, quisiera preguntarle el motivo que le trae aquí arriba”. “No tengo nada que ocultar. Los nazis me ejecutaron por poner una bomba en una vía de ferrocarril. Antes de la invasión era mecánico. Desmontaba y volvía a montar todo tipo de aparatos. Me gustaba tener las manos ocupadas, así que imagine mi horror al llegar aquí”. “No le sigo. ¿Cuál es el problema?”. “Aquí no hay metales ni madera, nada con lo que construir. El suelo no contiene nutrientes que permitan cultivar plantas. No necesitamos comer ni beber, ni tampoco refugio, y no envejecemos. Se lo aseguro, uno no sabe lo que es el tiempo hasta que es lo único que tiene. En la Tierra puedo oler y saborear. Puedo hacer alguna locura sin riesgo de perder la vida. Fuera de estos muros el mundo está sembrado de salvajes, y dentro no hay nada que hacer”. “Si está tan harto de su existencia, ¿por qué no le pone fin?”. Zúrocc apartó la mirada, se lo pensó un segundo, y volvió a mirarme. “Tengo miedo”. Alcé una ceja. “¿Miedo de qué? No hay nada después de esto”. “…Precisamente. La nada es lo que me aterra, es lo que nos mantiene en este lugar. Aquí existimos, somos algo. ¿Qué es la nada? Me duele la cabeza sólo de intentar imaginarlo”. Me levanté y di unos pasos por la terraza. Al volver me quedé de pie junto a él. “¿Y todos hacen esto por aburrimiento?”. “La mayoría. Otros tienen un hambre incontrolable y nada que comer, y otros son… bueno, podría decirse que tienen ciertas tendencias”. Asentí con un lento soplido. “Tengo experiencia con ésos… Dígame, ¿cuántas veces ha entrado en la pirámide?”. “Veintidós”, dijo sin titubear. La respuesta me echó atrás. “Sabrá entonces que ha matado a veintidós inocentes”. “Sí”. “Y aun así lo volvería a hacer”. Bajó la mirada, avergonzado “…Sí”.

Sabían lo que hacían. Mi padre había dicho la verdad. Viendo el lado positivo, ya no me sentía tan culpable por la matanza. Me agaché frente a Zúrocc y le di unas palmadas en la concha superior. “Lo comprendo, de verdad… pero no puedo dejarlo pasar”. Para cuando quiso darse cuenta, la navaja estaba ya a un palmo de su rostro. La brillante hoja azulada pasó bajo sus ojos y se clavó donde deberían haber estado las fosas nasales, surcando un hueco como si atravesara gelatina. Una explosión de sangre bañó mi mano y mis pantalones, y Zúrocc cayó a plomo con las patas estiradas en todas direcciones. Me levanté de un brinco y apunté con el subfusil al albino, que había dado un paso al frente con la intención de reducirme. El enmascarado retrocedió de vuelta a su puesto, y Elías apartó las manos a ambos lados como pidiendo calma. “¿Pero qué haces?”. “Mi trabajo”. Sacudí la sangre de la navaja y la guardé en su bolsillo. Pasé entonces el subfusil a la mano derecha y seguí apuntando al gorila. “Dile a Copito de Nieve que se tome un descanso: no me gusta cómo me mira”. Elías dio la orden, y el albino se marchó a regañadientes. Apunté entonces a mi hermano y le ordené que se sentara al lado opuesto de la escalera. “¿Y si no, qué?”. Apunté el Kiparis a su rodilla derecha. “Que no pueda matarte no significa que no pueda joderte vivo”. Aún remoloneó un poco, pero la promesa de rodillas trituradas resultó ser un argumento harto convincente. Mirándome con gesto hastiado, tomó asiento en el medio muro, y yo me acerqué a la pirámide.

Saqué mi navaja y restregué la punta por la superficie de cristal, pero por mucho que insistí no logré hacer ni el más mínimo arañazo. Elías negó con un gesto lento y condescendiente. “Se llama Palacio Eterno, no Castillo de Arena”. Con un rugido de frustración, agarré el subfusil y disparé sobre el cristal. Nada más tocar la superficie, las balas se convirtieron en decenas de esquirlas de plomo incandescente. Elías se cubrió los ojos y apartó la vista del susto. Nada: habría conseguido el mismo resultado con un escupitajo. Retrocedí y tomé asiento en el medio muro, entre mi hermano y la escalera. Tenía que haber alguna forma. ¿Una bomba nuclear? No, ya me lo habían dicho, y lo había comprobado: la estructura molecular era inalterable. Bloquear la entrada, tal vez, como si fuera la cámara acorazada de un banco. Sí, eso podía servir. Harían falta guardias armados las 24 horas del día. Eso podría funcionar, pero ¿a qué coste? Requeriría de una operación enorme, con cientos de hombres y una línea de suministro a través de portales conectados con una base permanente en Siberia. Bajé la cabeza y dejé salir un profundo suspiro. La Agencia jamás accedería a algo así. No había forma. El mundo estaba jodido, y se quedaría jodido por siempre jamás, sin importar lo que yo hiciera.

No existía redención posible, sólo venganza.

Y hablando del rey de Roma… Serakiel apareció junto al cangrejo, que de alguna forma se estaba encogiendo, consumiéndose desde dentro como un globo de agua pinchado. Miró al cuerpo y, apuntándole con el dedo, éste se alzó sobre el suelo, y salió volando fuera de la terraza con la solemnidad de una bolsa de basura lanzada al interior de un contenedor. Se encogió entonces de hombros. “Menos mal que no has prometido nada”. Caminó hacia mí y, mirando a la pirámide con gesto taciturno, dijo: “Ahh, el nexo interdimensional, un triste recordatorio del pésimo estado en que quedó todo. Llevo tiempo sin visitarlo, no me trae más que malos recuerdos. La última vez que lo usé fue… ya sabes”. Sentí una punzada en el corazón. Alcé la mirada para enfrentarla a la de mi padre. “Habría preferido no hacerlo así, pero te aseguro que no me quedó otra opción. Debía contactar contigo sin dilaciones, a riesgo de mutar el cuerpo y transformarme en mí mismo… Puedo ver que no me crees. Aunque no signifique nada para ti, lo cierto es que no podía aventurar que esa mujer pudiera serte tan querida”. Me dio una palmada en el hombro y esgrimió una compungida mueca. “Lo siento, Jacob, lo siento de todo corazón. Espero que puedas perdonarme algún día”.

Clavé los ojos en el suelo, paralizado. Algo en mi cabeza chirrió como un frenazo. Tal y como había intuido, la historia de Elías tenía algo, y ahora lo veía. Lo veía todo. Las piezas encajaban a la perfección. La excusa de evitar la mutación contradecía lo que había dicho en la sala del trono: podía cambiar de forma. Al nacer era, según sus propias palabras, una bola de carne con ojos. Podría aparentar ser humano si así lo quisiera. Pero había más. A Elías se le apareció en su propio cuerpo. También lo desplazó entre dimensiones sin emplear un portal. Si no necesitaba portales, entonces no necesitaba poseer el cuerpo de ningún humano para ir a la Tierra.

No tenía por qué matar a Eliana.

¿Por qué? ¿Por qué enemistarse conmigo si lo que quería era reclutarme? Ocultaba algo. ¿Un sustituto para sus vacaciones? Absurdo. Conocía mi reputación en la Agencia, sabía que nunca perdonaría el dolor que iba a causarme. También mintió sobre unas supuestas luchas jerárquicas; ¿que jerarquía podía existir en un mundo donde nadie tenía ninguna necesidad o motivo para luchar? ¿Qué buscaba? La verdad atravesó mi médula espinal como una descarga eléctrica: le había seguido el juego. Me quería allí, en el Infierno. Había hecho todo lo que él quería. Elías formaba parte del plan. Serakiel sabía que juntaría las piezas si mi hermano me contaba su historia. Quería hacerme creer que mis planes de venganza eran un accidente, que había sido mi propia idea, pero sólo había seguido el rastro de migas que él había preparado. El motivo me cruzó la cara como un guantazo. Yo era el arma con la que iba suicidarse. De alguna forma esperaba que yo pusiera fin a su eterna existencia. Su error fue creer que no deduciría sus intenciones. Me había infravalorado. Mala jugada: no iba a darle el gusto, no iba a ser su marioneta.

Me levanté, miré a mi padre a los ojos y, con toda la serenidad que soy capaz de expresar, conjuré la mayor mentira que jamás se haya dicho en la historia de la humanidad.

“Te perdono”.

FIN
P.D: Cuanto más he avanzado en las ideas que quería plasmar, más desfasado y contradictorio se ha vuelto el prólogo. Por lo tanto, ya no se puede considerar canónico; lo reescribiré al terminar el capítulo final.
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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida décima parte)

Mensaje por lucia »

Aquí lo que vienes a decir es que Dios sería un arcángel más y que dios se habría largado.

Pero como terminas el capítulo con una idea rondando al porta y nos has dicho de antemano que acaba con el infierno, pues dejas con una intriga bastante fuerte.

Y sigues un capítulo por delante mío.
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Raúl Conesa
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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida décima parte)

Mensaje por Raúl Conesa »

No hace falta darse prisa, que el texto no caduca :lista: .

Lo de Dios tiene una función doble. Está el texto, la historia en sí misma, y luego está el subtexto metafórico, que me parece que he incluído con un exceso de sutileza (¡qué difícil es encontrar el equilibrio!).


Para que se entienda al 100% mi intención, la clave es la siguiente :
Dios es un escritor, o cualquier oficio creativo.

Y por si eso sigue siendo demasiado sutil, éste el significado exacto:
Uno empieza un proyecto creativo lleno de ilusión e ideas, pero a medida que se avanza en el proyecto éste se enreda más y más, con tantos personajes, subtramas, arcos personales, etc. Si los enredos se vuelven demasiado complejos, al final la frustración te lleva a abandonar el proyecto. Sólo hay que preguntar a cualquiera que haya intentado escribir una novela. Yo diría que la mitad de los que lo han dejado lo han hecho por este motivo. Y es una lástima, porque toda obra sin terminar representa un potencial no realizado, tanto para la obra como para el autor.
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Re: Balas bendecidas y viejecitas con tentáculos (Añadida décima parte)

Mensaje por lucia »

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