Escena de sexo (Extracto de novela) (1.700 palabras)

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Raúl Conesa
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Re: Escena de sexo. (Extracto de novela. 1.500 palabras).

Mensaje por Raúl Conesa »

Segunda revisión. He recortado adjetivos en la medida de lo posible, y en algunos casos he reestructurado la frase. He cortado sobretodo descriptores de los pechos de Youa, y he cambiado algunos pechos por senos (Aunque a mí me valen de una forma u otra :lol: ), por aquello de no repetirse demasiado.

El cambio más importante son tres nuevos párrafos que profundizan en la mente de Miguel. Grifo dijo algo muy cierto: la escena se centraba casi por completo en el propio acto. Este cambio equilibra la balanza, pone más sentimientos sobre la mesa, y refleja aspectos de sus personalidades (La forma que tiene él de juzgarse con severidad, y la bondad de ella al ayudarle siempre que lo necesita).

Una aclaración, dada la nueva referencia que se hace: lo del dios de la muerte ha sucedido en la primera escena del capítulo. Miguel murió, literalmente. Se le paró el corazón durante unos segundos. Esto se ve desde la perspectiva de Youa en la segunda escena. Desde su perspectiva, él estaba en un lugar mitológico de su religión, y fue juzgado por uno de sus dioses. Si sucedió de verdad, o si fue una alucinación provocada por los fármacos, lo dejo a la opinión de los lectores, pero para él ha sido muy real.

INICIO

Ya había entrado del todo la noche cuando cruzaron la cascada y alcanzaron la cuerda oculta entre los arbustos. El lamentable estado de Miguel les había retrasado más de lo que él aventuró. Habían parado, además, a darse un remojón bajo el torrente de la cascada. No oler a cloaca era una de las mayores alegrías que el mercenario había experimentado en los últimos días. Tras desplegar la cuerda por la ladera, bajaron al saliente de piedra, y recorrieron después el túnel, iluminando el camino con pedernal y acero. Al llegar a la cámara central, Miguel prendió la hoguera con la leña que había acumulado en la cueva. Una vez comprobado que todo estaba en su sitio, comieron algo de cecina, galletas y bayas, y bebieron agua del cubo que con tanta amabilidad habían prestado los piratas al mercenario.

Con su hambre saciada, Miguel llevó a Youa de vuelta a su balcón. Allí había pensado en ella, y ahora la tenía a su lado. No podía pensar en mejor lugar. Sentados al borde del vacío, el mercenario se quitó la pelliza y se la puso a ella a modo de manta. Youa apoyó la cabeza en su hombro, y ambos contemplaron el paisaje de tonos azulados que se extendía a su alrededor. Las copas de los árboles se mecían como las olas de un océano negro. No había una sola nube a la vista, sólo ellos, las estrellas y una brisa fresca.

—Mundo parece muy grande aquí.

—Si tú supieras…

—¿Tú visto mucho de fuera? ¿Cómo es?

—Es mucho más grande de lo que imaginas. Hay lugares de todo tipo, cosas que nunca has visto y animales con los que jamás soñarías. Puedes descender por una montaña cubierta de nieve, sólo para encontrarte de pronto en un abrasador desierto de arena roja. Puedes navegar por el mar Central y ver criaturas gigantes nadando junto a tu barco. Hay un continente donde no crecen plantas y no vive animal alguno, una tierra venenosa donde nadie se atreve a desembarcar; y en medio de ese continente, tras cientos de kilómetros de yermo desnudo, se encuentra un pueblo, una colonia de muertos vivientes, apartados del resto de la humanidad, en la única región donde crecen plantas, plantas que no se encuentran en ningún otro lugar del mundo. Podrías viajar todos los días de tu vida y no pisar la misma tierra dos veces.

Youa se quedó en silencio unos segundos, y entonces suspiró.

—…Fuera nada recordaría a Imaru y Donayi.

Miguel se giró y miró a Youa. Ella apartó su cabeza y le miró con sus ojos de miel.

—¿Quieres abandonar Nexakatl?

—Si tú capturas barco de enemigos, ¿irás?

—…La verdad es que ya no sé qué quiero hacer. Llevo más de un año deseando ser el capitán de la Venganza, pero ahora… ahora te conozco. Vivir aquí, contigo, no suena nada mal. En cuanto acabe vuestra guerra, Nexakatl será un lugar seguro. Podríamos construir una casa y vivir de la tierra.

—Yo no quiero vivir aquí más. Familia ya es muerta. Tizoc y ténuachtin pueden ser muertos. Aunque maseualis ganan guerra, aquí vida de mía es acabada.

—¿Y tú… te marcharías conmigo? ¿Me acompañarías, aunque no sepas nada del mundo exterior?

—Si nosotros somos juntos, sí, iré.

Conteniendo una sonrisa, Miguel apartó un mechón del rostro de Youa, acariciando su mejilla con el pulgar. Se acercó a ella al tiempo que posaba la otra mano en su rodilla.

—Entonces ya sé qué quiero hacer.

Sus labios se unieron. Se encontraron sus alientos, mezclándose con más y más fuerza. Sus lenguas se entrelazaron e interpretaron una danza ritual, alimentada por el deseo y la anticipación que habían acumulado desde el día en que se conocieron. La mano derecha de Miguel rodeó su espalda y acarició su pecho a través del vestido. La izquierda subía por sus mallas en busca del tesoro oculto entre sus piernas. Cuando al fin se separaron sus labios, Youa respiraba con la profundidad propia de quien ha participado en una carrera. La sonriente demonieta agarró la hebilla de su cinturón, intentado desabrocharlo. Miguel, al ver que no lograba descifrar el mecanismo, se deshizo él mismo del impedimento, aliviando así la presión que crecía bajo sus pantalones. El mercenario se quitó el dolmán, convencido de que el destino estaba de su lado al no tener que desabrochar cada uno de sus dieciséis botones. Ella se quitó la pelliza y la echó al suelo, y entre ambas prendas se formó la manta sobre la cual desatarían su pasión.

Miguel gruñó al recostarse sobre su espalda, sus dientes apretados en una mueca de dolor. Youa le miró con preocupación, apartando de él el agradable calor de su torso desnudo. Se había deshecho de la parte superior de su vestido, dejando al descubierto sus senos. Su silueta relucía con la luz de la luna, pronunciando cada una de sus curvas.

—¿Hace dolor? —dijo acariciando la piel alrededor de la herida.

Miguel agarró su cintura y tiró de ella, acercándola al alcance de un beso, una distracción que, aun con su sencillez, permitiría a la caballería alcanzar su punto débil.

—Eso nunca me ha detenido —dijo al separarse sus labios. Ella exhaló un gemido al notar sus dedos, que como valientes soldados habían conquistado el valle situado entre sus muslos.

Youa, jadeando con la sonrisa más amplia que Miguel había visto en ella, pasó una pierna por encima de él. Sentada sobre su regazo, tiró de las prendas inferiores del mercenario, liberando su deseoso miembro. Miguel, mientras tanto, había desabrochado su camisa, y tiró después de la ropa de Youa. Mientras se deshacía de la camisa, Youa se alzó para terminar de bajarse las mallas. Se quedó entonces de pie sobre él, la viva imagen de una diosa, una escultura en honor a la forma femenina. El mercenario contempló con lujuria la gloria de su desnudez. Las kuakatl, después de todo, no eran muy distintas a las humanas. Todo estaba donde debía estar. Todo. Youa se puso a cuatro patas sobre él, como una leona jugando con su presa. Miguel, que no aguantaba seguir viendo sus senos bailoteando con impunidad, se llenó la boca y lamió sin contemplaciones. Sus dedos, mientras tanto, obraban su magia. Apenas los controlaba, actuaban por instinto, estimulando las partes más sensibles del cuerpo de Youa. Calor y humedad. Nunca fallaba. Ella se posicionó poco a poco sobre su cintura, exhalando un prolongado gemido, hasta que al fin, bajo el cielo estrellado, ambos se convirtieron en uno.

Estaba pasando de verdad. No era un sueño. De hablar con el dios de la muerte a estar ahí, con ella. Había ansiado ese momento desde que la vio salir de las aguas. Recordaba cómo esos pechos captaron su mirada y alimentaron su poesía. Ahora los tenía al alcance de sus manos, tan perfectos en su imperfección. No se sentía defraudado. Youa era todo lo que esperaba y más, mucho más. Qué necio fue ese día. Su idea de ella era tan limitada: una imagen superficial, la cautivadora belleza de una mujer, otra conquista en su historial. Se equivocó. Jamás se había equivocado tanto en toda su vida.

Miguel se sorprendió a sí mismo al verse distraído. Tenía que poner de su parte. Ella estaba allí, y él estaba en ella, y nada más importaba.

Deslizó las manos por su cintura, sin prisas, empapándose de la anticipación, palpando cada poro de su piel. Youa subió y bajó, sin prisas, gozando cada movimiento, abriendo camino en su interior. La mano derecha alcanzó sin problemas su destino. La izquierda, por otro lado, no lograba escalar esa montaña. Miguel intentó subir más, sólo un poco más, pero el brazo no daba más de sí. Era un bloque de plomo. Tan cerca y tan lejos. Sentía vergüenza. Él, que en una ocasión abatió dos enemigos con un sable atravesado en las tripas, no podía alzar el puñetero brazo para acariciar el seno de la mujer que amaba. Patético. Youa se detuvo y observó la tensión en su rostro. Sin decir nada, cogió la mano y la posó en su pecho. Miguel asintió con una media sonrisa. Siempre podía contar con ella.

Youa retomó su danza, lenta al principio, cada vez más rápida. Se movía con el ímpetu de una fiera salvaje. Subía y bajaba con la ayuda de Miguel, que con gusto prestaba sus manos para impulsar sus sedosas nalgas. Él gruñía, no de dolor, o al menos sólo en parte. Tras un par de gozosos minutos, el mercenario sintió que algo masajeaba sus testículos. No le hizo caso al principio, siendo como era que tenía de nuevo los pechos de Youa en sus manos; no quería perder el hilo de su danza. Sin embargo, a los pocos segundos ella se inclinó hacia delante, apoyándose en Miguel para propulsarse arriba y abajo. Fue entonces que el mercenario sintió cierto pánico, ya que si las manos de Youa estaban sobre su pecho, ¿qué era lo que jugaba con sus testículos? Tras unos segundos de perplejidad, la cual supo ocultar en buena medida, Miguel suspiró aliviado.

En ese preciso instante supo, sin la más remota duda, que los demonios movían la cola a voluntad.

Su pasión continuó ininterrumpida. Los gemidos de Youa dieron paso a intensos temblores de placer. Los gruñidos de Miguel se convirtieron en rugidos de león. Cuando sus cuerpos al fin alcanzaron el clímax, Youa cayó derrotada sobre él, apenas capaz de moverse, presa de las convulsiones que agitaban sus senos sobre el rostro del mercenario. Sudorosos y jadeantes, permanecieron abrazados, besándose con las pocas energías que les restaban. Youa recuperó el control de su cuerpo mientras Miguel se subía los pantalones. Pasados unos segundos fue capaz de deslizarse a la derecha, su pierna envuelta alrededor del mercenario, agarrada firmemente a él como si fuera un árbol del que temiera caer.

Minutos después, habiendo vuelto la respiración de Youa a la normalidad, Miguel, con una pícara sonrisa, deslizó su mano por el rostro de la demonieta, y colocó su pelo tras su oreja.

—Si esto te ha gustado, espera a que me recupere del todo, y ya verás.

Youa exhaló una risita y besó el cuello del mercenario.

—Gustado mucho —dijo, y cerró los ojos con el rostro pegado a su pecho—. Tú cura rápido, yo quiero ver.

El mercenario echó un último vistazo al cielo y cerró los ojos.

No había una sola nube a la vista.

FIN

¿A alguien se le ocurre alguna otra mejora?
Era él un pretencioso autorcillo,
palurdo, payasil y muy pillo,
que aunque poco dijera en el foro,
famoso era su piquito de oro.
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