Todo será perfecto
Publicado: 27 May 2012 12:18
Todo será perfecto
Dago nunca había creído en Dios. O quizá fuera Dios quien no creía en él. No lo sabía y a decir verdad, tampoco le importaba. Si tenía que confiar en un ser omnipotente, capaz de crear y destruir solo con su voluntad, prefería sin duda alguna al que tenía delante en aquel momento. Alargó la mano y lo acarició con reverencia, deslizando sus dedos por la superficie tibia y suave. Cerró los ojos, disfrutando de su perfección, de sus líneas rectas y regulares, de sus redondeces casi sensuales. Suspiró encantado, como cada día y, pulsando un botón, por fin, levantó la pantalla del portátil y lo encendió.
No era un Dios perfecto, desde luego, pero él lo entendía muy bien. Era predecible y a pesar de lo que pensara la gente, sus reacciones siempre tenían un por qué. No era como aquellos otros Dioses, totalmente ilógicos, que jodían a las buenas personas pero favorecían a los hijos de puta. El Dios del bit seguía unas reglas estrictas y si alguna vez parecía que se comportaba caprichosamente, Dago siempre sabía cómo arreglarlo, solo era cuestión de tiempo y conocimientos.
La pantalla esperaba pacientemente sus órdenes, así que deslizó sus dedos sobre el teclado y empezó a moverlos a velocidad de vértigo. Los impulsos eléctricos se trasmitieron a través del cable azul que sobresalía en un costado de la máquina y llegaron a un aparato del tamaño de una caja de zapatos. Desde allí se distribuyeron en diferentes direcciones. Unos fueron hacia el tejado del edificio y pusieron en marcha el anemómetro. Otros se dirigieron hacia su propia ventana y conectaron el medidor de distancias láser. El resto se repartió por otros destinos: cámaras de vigilancia en diferentes puntos de la calle, bloqueadores de semáforos y escáner de radiofrecuencias.
Tecleando durante cinco minutos, comprobó que todo funcionara perfectamente. Luego levantó el dedo índice teatralmente y con suavidad pulsó la tecla “Enter”. El último de sus soldados electrónicos se alzó delante de la ventana. Lo miró orgulloso. Supuso que algo así debería haber sentido el doctor Frankenstein cuando el monstruo se levantó y le llamó “padre”, solo que aquel ser, en el fondo era humano y tenía sentimientos. Este no los tenía y eso le hacía perfecto. Se levantó de la silla y se acercó hasta quedarse a un metro de aquella obra de arte metálica. Quería disfrutar del momento y lo observó con deleite. Se le ocurrió pensar que aquella sensación debía ser algo cercano al amor.
Al principio pensó en ponerle nombre, pero el que llevaba escrito le pareció muy acertado: CYCLOPS M1. Y es que realmente se trataba de un cíclope ya que tenía un solo ojo y era perfecto para la guerra. Se acercó por fin, se colocó la culata en el hombro y miró a través del visor electrónico. Era el mejor fúsil de precisión programable jamás construido. Una maravilla comprada en el mercado negro, a un precio muy alto.
Ajustó el ojo al visor y observó la imagen de la pequeña pantalla. Enfrente de su edificio y a través de la ventana, se extendía una gran plaza con bancos y zonas infantiles. Fue girando el arma sobre el trípode en el que se sustentaba, recorriendo diferentes objetivos, aumentando y disminuyendo la imagen. Podía ver al mismo tiempo la información que era recogida por el anemómetro del tejado sobre la velocidad del viento y la distancia al blanco que le proporcionaba el medidor láser. Una leve pulsación sobre el gatillo le indicaba mediante un punto verde o rojo si el objetivo estaba a tiro. El CYCLOPS, sirviéndose de la información que le proporcionaba el ordenador, podía disparar una parabellum con un margen de error de tan solo un milímetro. Apartó el ojo y pensó que era un arma muy bella, una belleza asesina y perfecta.
“Ha llegado mi momento, pensó”. Lo tenía todo calculado. Irían cayendo poco a poco, pero de forma ininterrumpida. Desde el primer disparo tendría aproximadamente quince minutos hasta que tuviera que largarse. Para la huída tenía un plan perfecto: controlaría los accesos de las calles circundantes mediante las cámaras de seguridad, cuyas imágenes aparecían en el monitor del portátil. Cambiando la secuencia de los semáforos podría bloquear el tráfico y con ello los vehículos policiales que acudieran. El escáner de radiofrecuencia le mantendría al tanto de sus movimientos. Esperaba que el número de víctimas no fuera menor de treinta; cincuenta era la cantidad ideal.
Lo más importante era empezar por la víctima correcta. Alguien que no llamara la atención. Era un principio de la caza: cuando veas pasar una fila de patos no dispares al primero, empieza por el último para que el resto no se espante inmediatamente. Miró por el visor y lo que primero que vio fue un grupo de niños en un armatoste de esos que dan vueltas en el parque. Varios de ellos estarían vigilados por sus padres, así que no eran buena elección. Una pareja se estaba besando medio oculta por un árbol, pero si no mataba a los dos al mismo tiempo el otro seguramente gritaría mucho hasta que consiguiera abatirlo. Una ejecutiva impresionante de corta falda negra y largas piernas paseaba de un lado a otro mientras hablaba por el móvil. Estaba sola, quizá fuera la primera. Apretó el gatillo ligeramente y el punto se puso en verde. Entonces se dio cuenta que varios hombres, desde distintos puntos de la plaza, la observaban embelesados. Apretó los dientes desilusionado. Aquella zorra le ponía a cien. Le excitaría mucho verla caer. Sin embargo era mejor empezar por otro objetivo. Apuntó al vendedor de helados, sin embargo dos chicas se acercaron a él en ese momento. Volvió a la zorra de las piernas largas. Estaba buenísima. Se imaginó su blusa blanca empapada de rojo y notó cómo se le abultaba el pantalón. Pero no, no era buena elección. La razón se impuso y movió el cañón del arma buscando otras víctimas.
Un bulto marrón se movió encima de un banco. Era un mendigo que estaba echado, tapado con cartones y se había incorporado. Estaba medio oculto por dos setos a ambos lados. Tenía la ropa muy sucia y una barba hirsuta. La elección perfecta, sería el primero. Aumentó el zoom hasta que su cabeza ocupó todo el visor y fijó la mira en mitad de la frente. Movió el gatillo y el punto se puso verde… y entonces… pasó algo. El hombre levantó los ojos y le miró directamente.
Dago se asustó y, soltando el arma, retrocedió un paso. “¿Qué ha pasado?, ¿qué es esto?” pensó. Estaba en el noveno piso de un edificio de veinte alturas, en cuya fachada había trescientas cincuenta y seis ventanas, dentro de una habitación con las paredes pintadas de negro, sin luces de ningún tipo, con su fusil apuntando a medio metro de una ventana con cortinas. Miró la pantalla del portátil. El medidor láser indicaba una distancia al objetivo de ciento veinte metros. Era absolutamente imposible que cualquier persona de la plaza pudiera haberle visto.
Volvió a acercarse y ajustándose la culata en el hombro, atisbó a través del visor. El hombre miraba tranquilamente a su alrededor. “Habrán sido imaginaciones mías”. Recordó a la zorra de las piernas largas y giró el arma buscándola. Ahí seguía, hablando por el puto móvil. “Dispárame”. Dago abrió unos ojos espantados y se llevó las manos a la cabeza. Miró a su alrededor buscando el origen de aquella voz femenina. “¿Qué ha sido eso? ¿Quién ha hablado?”. La habitación estaba silenciosa. “Es solo estrés, no la jodas ahora y vuelve al trabajo”. Volvió a enfocar por el visor. La mujer seguía con su paseo intermitente. “Vamos maricón de mierda, dispárame”, otra vez aquella voz. De repente detuvo su andar, como si hubiera recordado algo. Dago aprovechó y aumentó la imagen del visor hasta que la bella cara femenina lo ocupó por completo. “Te empeñas, pues serás la primera, putón”. Entonces ella giró sus ojos y le miró, sonriendo con unos dientes perfectos. “Eso es, dispárame, machote”. “No lo hagas, yo debo ser el primero y lo sabes”. Era otra voz diferente, ronca y grave. Supo al instante de quién era y giró el visor hacia el vagabundo, que también le miraba. “¿Tú también quieres ser el primero? ¿Os creéis que esto es un puto concurso?”. El punto estaba en verde. “Entonces serás tú”. Apretó el gatillo… “clic…”. No pasó nada.
- Maldito trasto de mierda – gritó, golpeando el arma – Si eras perfecta ¿qué coño te pasa ahora?
Volvió a ajustarse el rifle. El hombre seguía mirándole desdeñoso a través del visor. “Te voy a destrozar, hijoputa”. Apretó el gatillo repetidamente. “Clic… clic… clic…”.
- ¿Por qué fallas ahora, trasto de mierda, cabrón? – le dio una patada al trípode y el arma cayó al suelo, estruendosamente.
Se llevó las manos a la cara y empezó a sollozar. Iba a ser perfecto, todo perfecto. Estaba todo planificado. El rifle era lo último de lo último, ¿qué coño le había pasado? Ahora ya no había nada que hacer, nada que esperar. Nada debería fallar, todo debería ser perfecto. La voz femenina volvió a sonar reverberante: “Levántalo y dispárame, vamos, yo te dejaré”.
- No, no puedo arriesgarme, seguro que falla de nuevo… no puedo fallar… no puedo fallar. Mis juguetes no fallan nunca. Yo no fallo nunca.
“A mí se me darás ¿quieres ver mis pechos manchados de rojo? ¿Quieres ver cómo me agito y caigo espatarrada al suelo? Soy tuya, dispárame. Seré la primera, luego podrás seguir con los demás y todo será perfecto”
Dago lloraba incontroladamente. La voz sonaba en su cabeza, pero él ya no la escuchaba. La perfección había desaparecido, les había vuelto a fallar a todos. El sufrimiento, olvidado gracias a su pequeño mundo electrónico, volvió a apretar su alma. Volvieron las palizas de su padre, las recriminaciones de su madre, las burlas de los otros niños en el colegio, las crueles bromas adolescentes, el desprecio de las chicas en la universidad.
Una suave brisa agitó las cortinas de la ventana y las abrió, invitadoras. Miró el hueco de la ventana. El susurro de una voz grave: “Libérate…”
…
Un golpe sordo sobre el asfalto. Una masa de carne que una vez había sido un hombre. Los coches frenan con sus ruedas chirriantes. Las mujeres gritan. Un policía acude corriendo y apartando a los transeúntes morbosos.
La mujer de la falda negra y las piernas interminables mira el tumulto y apaga el móvil. Se dirige hacia el rincón de detrás de los setos. El vagabundo levanta la mirada al verla acercarse.
- ¿Crees qué has ganado? Solo es una batalla – dice ella.
- Puede ser, pero esta la has perdido. Abandona y vuelve a tu guarida.
- En este mismo momento estoy ganando muchas otras y lo sabes. Solo son unas pocas vidas las que has salvado – y su mirada señala a los críos del parque, las parejas que pasean, el vendedor de helados.
- Aunque solo fuera una, siempre es un placer joderte - dice el vagabundo.
Ella le mira gélidamente, con odio. Hace muchos eones que se mantienen en lucha, sin embargo, nunca se cansa de ello. Sabe que disfruta más de la victoria, pero una derrota de vez en cuando le da un sabor especial a aquella guerra eterna.
Gira sobre sus tacones y con una última mirada desdeñosa se aleja entre el gentío.
Dago nunca había creído en Dios. O quizá fuera Dios quien no creía en él. No lo sabía y a decir verdad, tampoco le importaba. Si tenía que confiar en un ser omnipotente, capaz de crear y destruir solo con su voluntad, prefería sin duda alguna al que tenía delante en aquel momento. Alargó la mano y lo acarició con reverencia, deslizando sus dedos por la superficie tibia y suave. Cerró los ojos, disfrutando de su perfección, de sus líneas rectas y regulares, de sus redondeces casi sensuales. Suspiró encantado, como cada día y, pulsando un botón, por fin, levantó la pantalla del portátil y lo encendió.
No era un Dios perfecto, desde luego, pero él lo entendía muy bien. Era predecible y a pesar de lo que pensara la gente, sus reacciones siempre tenían un por qué. No era como aquellos otros Dioses, totalmente ilógicos, que jodían a las buenas personas pero favorecían a los hijos de puta. El Dios del bit seguía unas reglas estrictas y si alguna vez parecía que se comportaba caprichosamente, Dago siempre sabía cómo arreglarlo, solo era cuestión de tiempo y conocimientos.
La pantalla esperaba pacientemente sus órdenes, así que deslizó sus dedos sobre el teclado y empezó a moverlos a velocidad de vértigo. Los impulsos eléctricos se trasmitieron a través del cable azul que sobresalía en un costado de la máquina y llegaron a un aparato del tamaño de una caja de zapatos. Desde allí se distribuyeron en diferentes direcciones. Unos fueron hacia el tejado del edificio y pusieron en marcha el anemómetro. Otros se dirigieron hacia su propia ventana y conectaron el medidor de distancias láser. El resto se repartió por otros destinos: cámaras de vigilancia en diferentes puntos de la calle, bloqueadores de semáforos y escáner de radiofrecuencias.
Tecleando durante cinco minutos, comprobó que todo funcionara perfectamente. Luego levantó el dedo índice teatralmente y con suavidad pulsó la tecla “Enter”. El último de sus soldados electrónicos se alzó delante de la ventana. Lo miró orgulloso. Supuso que algo así debería haber sentido el doctor Frankenstein cuando el monstruo se levantó y le llamó “padre”, solo que aquel ser, en el fondo era humano y tenía sentimientos. Este no los tenía y eso le hacía perfecto. Se levantó de la silla y se acercó hasta quedarse a un metro de aquella obra de arte metálica. Quería disfrutar del momento y lo observó con deleite. Se le ocurrió pensar que aquella sensación debía ser algo cercano al amor.
Al principio pensó en ponerle nombre, pero el que llevaba escrito le pareció muy acertado: CYCLOPS M1. Y es que realmente se trataba de un cíclope ya que tenía un solo ojo y era perfecto para la guerra. Se acercó por fin, se colocó la culata en el hombro y miró a través del visor electrónico. Era el mejor fúsil de precisión programable jamás construido. Una maravilla comprada en el mercado negro, a un precio muy alto.
Ajustó el ojo al visor y observó la imagen de la pequeña pantalla. Enfrente de su edificio y a través de la ventana, se extendía una gran plaza con bancos y zonas infantiles. Fue girando el arma sobre el trípode en el que se sustentaba, recorriendo diferentes objetivos, aumentando y disminuyendo la imagen. Podía ver al mismo tiempo la información que era recogida por el anemómetro del tejado sobre la velocidad del viento y la distancia al blanco que le proporcionaba el medidor láser. Una leve pulsación sobre el gatillo le indicaba mediante un punto verde o rojo si el objetivo estaba a tiro. El CYCLOPS, sirviéndose de la información que le proporcionaba el ordenador, podía disparar una parabellum con un margen de error de tan solo un milímetro. Apartó el ojo y pensó que era un arma muy bella, una belleza asesina y perfecta.
“Ha llegado mi momento, pensó”. Lo tenía todo calculado. Irían cayendo poco a poco, pero de forma ininterrumpida. Desde el primer disparo tendría aproximadamente quince minutos hasta que tuviera que largarse. Para la huída tenía un plan perfecto: controlaría los accesos de las calles circundantes mediante las cámaras de seguridad, cuyas imágenes aparecían en el monitor del portátil. Cambiando la secuencia de los semáforos podría bloquear el tráfico y con ello los vehículos policiales que acudieran. El escáner de radiofrecuencia le mantendría al tanto de sus movimientos. Esperaba que el número de víctimas no fuera menor de treinta; cincuenta era la cantidad ideal.
Lo más importante era empezar por la víctima correcta. Alguien que no llamara la atención. Era un principio de la caza: cuando veas pasar una fila de patos no dispares al primero, empieza por el último para que el resto no se espante inmediatamente. Miró por el visor y lo que primero que vio fue un grupo de niños en un armatoste de esos que dan vueltas en el parque. Varios de ellos estarían vigilados por sus padres, así que no eran buena elección. Una pareja se estaba besando medio oculta por un árbol, pero si no mataba a los dos al mismo tiempo el otro seguramente gritaría mucho hasta que consiguiera abatirlo. Una ejecutiva impresionante de corta falda negra y largas piernas paseaba de un lado a otro mientras hablaba por el móvil. Estaba sola, quizá fuera la primera. Apretó el gatillo ligeramente y el punto se puso en verde. Entonces se dio cuenta que varios hombres, desde distintos puntos de la plaza, la observaban embelesados. Apretó los dientes desilusionado. Aquella zorra le ponía a cien. Le excitaría mucho verla caer. Sin embargo era mejor empezar por otro objetivo. Apuntó al vendedor de helados, sin embargo dos chicas se acercaron a él en ese momento. Volvió a la zorra de las piernas largas. Estaba buenísima. Se imaginó su blusa blanca empapada de rojo y notó cómo se le abultaba el pantalón. Pero no, no era buena elección. La razón se impuso y movió el cañón del arma buscando otras víctimas.
Un bulto marrón se movió encima de un banco. Era un mendigo que estaba echado, tapado con cartones y se había incorporado. Estaba medio oculto por dos setos a ambos lados. Tenía la ropa muy sucia y una barba hirsuta. La elección perfecta, sería el primero. Aumentó el zoom hasta que su cabeza ocupó todo el visor y fijó la mira en mitad de la frente. Movió el gatillo y el punto se puso verde… y entonces… pasó algo. El hombre levantó los ojos y le miró directamente.
Dago se asustó y, soltando el arma, retrocedió un paso. “¿Qué ha pasado?, ¿qué es esto?” pensó. Estaba en el noveno piso de un edificio de veinte alturas, en cuya fachada había trescientas cincuenta y seis ventanas, dentro de una habitación con las paredes pintadas de negro, sin luces de ningún tipo, con su fusil apuntando a medio metro de una ventana con cortinas. Miró la pantalla del portátil. El medidor láser indicaba una distancia al objetivo de ciento veinte metros. Era absolutamente imposible que cualquier persona de la plaza pudiera haberle visto.
Volvió a acercarse y ajustándose la culata en el hombro, atisbó a través del visor. El hombre miraba tranquilamente a su alrededor. “Habrán sido imaginaciones mías”. Recordó a la zorra de las piernas largas y giró el arma buscándola. Ahí seguía, hablando por el puto móvil. “Dispárame”. Dago abrió unos ojos espantados y se llevó las manos a la cabeza. Miró a su alrededor buscando el origen de aquella voz femenina. “¿Qué ha sido eso? ¿Quién ha hablado?”. La habitación estaba silenciosa. “Es solo estrés, no la jodas ahora y vuelve al trabajo”. Volvió a enfocar por el visor. La mujer seguía con su paseo intermitente. “Vamos maricón de mierda, dispárame”, otra vez aquella voz. De repente detuvo su andar, como si hubiera recordado algo. Dago aprovechó y aumentó la imagen del visor hasta que la bella cara femenina lo ocupó por completo. “Te empeñas, pues serás la primera, putón”. Entonces ella giró sus ojos y le miró, sonriendo con unos dientes perfectos. “Eso es, dispárame, machote”. “No lo hagas, yo debo ser el primero y lo sabes”. Era otra voz diferente, ronca y grave. Supo al instante de quién era y giró el visor hacia el vagabundo, que también le miraba. “¿Tú también quieres ser el primero? ¿Os creéis que esto es un puto concurso?”. El punto estaba en verde. “Entonces serás tú”. Apretó el gatillo… “clic…”. No pasó nada.
- Maldito trasto de mierda – gritó, golpeando el arma – Si eras perfecta ¿qué coño te pasa ahora?
Volvió a ajustarse el rifle. El hombre seguía mirándole desdeñoso a través del visor. “Te voy a destrozar, hijoputa”. Apretó el gatillo repetidamente. “Clic… clic… clic…”.
- ¿Por qué fallas ahora, trasto de mierda, cabrón? – le dio una patada al trípode y el arma cayó al suelo, estruendosamente.
Se llevó las manos a la cara y empezó a sollozar. Iba a ser perfecto, todo perfecto. Estaba todo planificado. El rifle era lo último de lo último, ¿qué coño le había pasado? Ahora ya no había nada que hacer, nada que esperar. Nada debería fallar, todo debería ser perfecto. La voz femenina volvió a sonar reverberante: “Levántalo y dispárame, vamos, yo te dejaré”.
- No, no puedo arriesgarme, seguro que falla de nuevo… no puedo fallar… no puedo fallar. Mis juguetes no fallan nunca. Yo no fallo nunca.
“A mí se me darás ¿quieres ver mis pechos manchados de rojo? ¿Quieres ver cómo me agito y caigo espatarrada al suelo? Soy tuya, dispárame. Seré la primera, luego podrás seguir con los demás y todo será perfecto”
Dago lloraba incontroladamente. La voz sonaba en su cabeza, pero él ya no la escuchaba. La perfección había desaparecido, les había vuelto a fallar a todos. El sufrimiento, olvidado gracias a su pequeño mundo electrónico, volvió a apretar su alma. Volvieron las palizas de su padre, las recriminaciones de su madre, las burlas de los otros niños en el colegio, las crueles bromas adolescentes, el desprecio de las chicas en la universidad.
Una suave brisa agitó las cortinas de la ventana y las abrió, invitadoras. Miró el hueco de la ventana. El susurro de una voz grave: “Libérate…”
…
Un golpe sordo sobre el asfalto. Una masa de carne que una vez había sido un hombre. Los coches frenan con sus ruedas chirriantes. Las mujeres gritan. Un policía acude corriendo y apartando a los transeúntes morbosos.
La mujer de la falda negra y las piernas interminables mira el tumulto y apaga el móvil. Se dirige hacia el rincón de detrás de los setos. El vagabundo levanta la mirada al verla acercarse.
- ¿Crees qué has ganado? Solo es una batalla – dice ella.
- Puede ser, pero esta la has perdido. Abandona y vuelve a tu guarida.
- En este mismo momento estoy ganando muchas otras y lo sabes. Solo son unas pocas vidas las que has salvado – y su mirada señala a los críos del parque, las parejas que pasean, el vendedor de helados.
- Aunque solo fuera una, siempre es un placer joderte - dice el vagabundo.
Ella le mira gélidamente, con odio. Hace muchos eones que se mantienen en lucha, sin embargo, nunca se cansa de ello. Sabe que disfruta más de la victoria, pero una derrota de vez en cuando le da un sabor especial a aquella guerra eterna.
Gira sobre sus tacones y con una última mirada desdeñosa se aleja entre el gentío.