Como un cerezo equivocado que emplea su tiempo creciendo hacia abajo, igual de obstinado y sufrido reunía sus años el hombre que se dedicaba a remover la tierra, empleando, como único instrumento y a modo de cacillo, un diminuto cucurucho de cartón pálido. Telarañas de cristales en la cara y tenue el nudo de ramales finos que ornamentaban su escasa y plateada pelambrera, pocas dudas le aguardaban ya bajo ese sombrero de castaño fieltro. Si acaso una: cómo la llamaría.
Fina pátina de caoba tiñendo sus antebrazos que fuera paleta de pintores en otro rato y ahora tan solo escudilla de palabras, que le servían para rescatar sus recuerdos o inventarlos si alguno se le retorcía. Laguna de madera ese cementerio de colores, con el que se empapaba las yemas para dibujar aventuras nunca suyas y siempre nuevas. Me ha dicho el nervio de una hoja que este sería buen sitio… Así que se arañó de encima casi un lustro y lo vertió sobre el hoyo escarbado en el suelo. Allí dentro había sitio para una tarde acompañado y el paseo entre fanales, una rebeca destejida también cabría, y el pegamento que sostiene al amarillo flotando arriba en el cielo, y las horas llovidas, y las discusiones de no pocos hombres desnudos con el latido de sus sombras, el nombre de todas las cosas, el zafiro y su albahaca, la cuerda de las marionetas… hasta una niña vestida de arena.
Asomó al poco temosa una mano que más que dedos pareciera cultivar el rasgueo de una guitarra; después, el perfil blanco de una sirena silbante, y, por fin ella, una cría cubierta de arena. Escaló por aquella abertura para plantarse frente al jardinero errante y dueño del conillo de cartulina, que había perdido por aquel empeño cinco años de palabras, y, entregándole la vida a esa forma tan pequeña de esperanza desnuda, el hombre devoto de sus propias oraciones olvidó los cumpleaños y algunos de sus apellidos, el gallo de la navidad, los días que anteceden al verano y el reflejo literario de una balada aprendida.
Y tenía por ojos, la cría, dos uvas tintas recién cortadas de la vid.
Ro, mi niña, ro, le cantaba si se hacía tarde para que ella le sonriera aún dormida, vestida de melocotón, baya de sauco y granada. Y le enseñaba las partes distintas de una gota de agua, y a mojar sus madrugadas, y a tirar de las cometas. Yo sola no puedo, le había susurrado al oído mientras volaban una bien grande del color de una caricia, así que se propusieron tirar juntos de esa cuerda que se tornaba una esdrújula bobalicona y enamorada, porque su final no se oteaba, y era tan difusa e incierta como el palpitar de un corazón de madera.
Tú eres viejo y yo muy nueva, y este cordel un distraído, le dijo la niña cierto día. Así que le entregó nueve de sus años más sensatos para que con ellos creciera. Y ocurría con esto que el hombre debía vaciar de su mochila, no solo un pellizquito de palabras, también un tanto de la arena que había excavado en el suelo el día en que sembró a la chiquilla (que aún no se explicaba por qué tanto acarrear la tierra si no fuera para ir perdiéndola con cada entrega). Y era así más liviano y más joven, aunque menos erudito. Y ella, que estrenaba adolescencia, más presumida y lozana que el dueño de una noria de madera de la vieja Acadia.
Y entretuvieron su tiempo mirando corimbos entre las ramas de los árboles que les parecían ventanas colgando de la madera, horadando en la tierra buscando hormigas pero encontrando batallones de cosquillas que recorrían sus nudillos con el frenético sigilo con el que una ridícula lagartija se acerca en agosto a una bombilla encendida. Porque el hombre jardinero, conforme más años le daba a la niña, más seguro se encontraba de no haber pintado en su vida un solo óleo ni acuarela, y más claro intuía que la plasticidad de las ideas que se escriben en tablillas calaban con el mismo ímpetu que el mejor de los barnices.
Y se emparejaron sus años, de tantos como ya le hubo entregado. Sumando ella y restando el otro. Y volvió la mar equivocada al salón que antes fue suyo, tirando de la cometa sin terminar de arrebatarla… Y se dijeron que eran el uno para la otra como una llama para el amarillo. Y caminaron, y se besaron y se perdieron de tanto darse. Y el que daba años olvidó si antes pintaba o bien escribía… Y la que daba besos le enterró junto a un cerezo, cuando el hombre que le había parido murió siendo un niño de teta… pequeñito, inconcluso, recién lavado, en un hueco escarbado en tierra.
No me gusta lanzar la piedra y esconder la mano. Y ya que le he dicho a Ororo -por bocazas- que tenía una cosa a medias para ella, ahora me siento incapaz de decirle que no. Aquí lo tienes. Lo planto tal cual, inconcluso y medio loco... tal y como lo parí. Llevaba tiempo sin leerlo y ni yo lo comprendo del todo, pero intuyo que había un hombre (pintor o escritor, ni él lo sabe) que quiere tener una niña, se rasca de encima unos años de su propia vida y sale esa cosa tan bonita de un hueco en la tierra. La niña juega con el viejo pero no tiene fuerza para tirar de sus cometas, y él, que se da cuenta, le entrega más años de su vida para que la cría crezca. Cuando esto pasa, cada vez que el hombre se quita años para dárselos a ella, él pierde memoria y se vuelve más joven, de modo que tenemos a un viejo rejuveneciendo pero perdiendo sesera y a una niña creciendo con los años que le da el otro. Es barroco y retorcido, como ya no me gusta escribir. Pero por aquel entonces (vamos, dos meses o tres atrás) salió así, y así se queda. Para Ororo |