El bujío de Santa Catalina 1 (Bordeando la realidad)

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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

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El regreso

Sigue lloviendo. Desde mi llegada no ha dejado de hacerlo. La niebla ha bajado de la montaña y tiene tomadas las calles. El viento la desmenuza en jirones que cuando me encuentran en su camino se juntan de nuevo, me envuelven. Soy el único que en estos desapacibles días de invierno pasea por el pueblo. Los visillos de las ventanas se descorren a mi paso y, en el interior de las casas, se murmura del forastero. He conseguido mi propósito. Nadie me ha reconocido. Ni siquiera los que otrora fueron mis mejores amigos. Yo sí he reconocido a muchos de ellos. Han encanecido, se han encorvado, han cambiado de indumentaria, pero sus gestos siguen siendo los mismos, les delatan. Buen cuidado he tenido yo de que los míos no lo hagan...

Sí, he planeado mi regreso concienzudamente. He eliminado de mi cualquier distintivo que me hiciera reconocible. He modificado mi manera de caminar hasta el extremo de que, pese a no tener motivo para serlo, ahora soy renco. He ensayado frente al espejo cada uno de mis nuevos gestos. No he cesado de modificarlos hasta conseguir que dejaran de parecerse a los de las fotografías de cuando aún vivía aquí. Sólo la mirada se ha negado a doblegarse. Sigue siendo la misma de mi última etapa en este pueblo: incisiva, afilada, penetrante, como si pretendiera comprender lo ocurrido a base de escudriñar hasta el más mínimo detalle de cuanto me rodea. Por eses motivo, a pesar de que la niebla y la lluvia empañan los cristales de las gafas, siempre que salgo a la calle las llevo puestas.


******************************

Ya sé que estás enfadado conmigo. No te gusta que ande vestida de cualquier manera y sin pintar, ni siquiera en casa. Tampoco a mí me gusta ser tan dejada, pero hay días en que me siento muy sola y ni ganas de vivir tengo. Tú siempre estás aquí conmigo, lo sé. Hay veces, sin embargo, en las que se me nublan los recuerdos y el alma se me hiela. Esta última semana, por ejemplo, no he pisado la calle y ni siquiera he abierto las ventanas para ventilar la casa. Hoy, en cambio, me encuentro mucho mejor. ¿Que mi desaliño te entristece? Pues verás lo pronto que le pongo arreglo. Un poco de sombra en los ojos, un toque de colorete en las mejillas y, para rematar la faena, carmín en los labios. ¿Que todavía ando desgreñada? Ahora mismo me desenredo el pelo y me lo recojo en un moño.

¡Lista! Ya te puedo dar la vuelta. Así es como me gusta verte. ¿Por qué te costará tanto sonreír? Cuando te conocí no eras tan serio. De recién casado te reías mucho con mis locas peroratas delante del espejo. ¿Recuerdas? Los domingos te hacías el remolón a propósito. Yo me daba cuenta de todo pero disimulaba para darte gusto. Me sentaba aquí mismo y, mientras me arreglaba, te ponía al día de todo los cotilleos de la semana. Tú me sonreías desde la cama a través del espejo y yo me sentía la mujer más feliz del mundo. También tú eras entonces muy feliz, ¿verdad? Después nacieron los niños y se acabaron los momentos de intimidad entre nosotros. Aunque de pequeños jugabas mucho con ellos y, al escuchar vuestra algarabía, yo volvía a ser la mujer más feliz del mundo. Luego en cambio te volviste muy serio. «¿Te pasa algo? », te preguntaba yo extrañada. «Nada, mujer, no me pasa nada, la edad que nos vuelve más huraños sin que podamos evitarlo», me respondías mientras te esforzabas en sonreírme. Y aunque no siempre lo conseguías, yo te premiaba el esfuerzo con mi silencio.

¡Hasta luego! Salgo a comprar que tenemos la nevera vacía. Cuando la pena me hiela el alma, ni siquiera de lo más esencial me acuerdo. Menos mal que, en cuanto ve que no abro las ventanas por la mañana, la buena de Gloria busca cualquier excusa y me trae algo de comida. ¿Que quién es Gloria?, la vecina de la casa de abajo, ¿Ya no te acuerdas de ella? ¡Qué mala es la edad…! Como te iba diciendo, Gloria repiquetea con los nudillos en el portón para que sepa que es ella. Aunque la reconozco enseguida, yo disimulo y me quedo muy quieta como si no hubiera nadie en casa. Pero ella sabe que estoy dentro y empieza a golpear la puerta con el aldabón para asegurarse de que la oigo. Y monta tal escandalera que no me queda otro remedio que abrirle. Entonces es ella la que disimula y justifica su visita con cualquier excusa. Ayer tarde, sin ir más lejos, vino a visitarme con el pretexto de traerme un plato de gañotes. Le salen riquísimos y, como sabe que me encantan, siempre que los hace me trae una docena. Aunque ahora no es época de gañotes y me da que los hizo solo para tener un motivo y poder aporrear la puerta de casa.

¡Qué alegría me da verte tan risueño! ¡Qué jóvenes éramos entonces! Los niños no habían nacido aún y nosotros estábamos tan enamorados... Pero ahora no me puedo ir por las ramas que tengo prisa. Como te iba diciendo, ayer tarde vino Gloria y, mientras nos tomábamos un té con los gañotes, me puso al día de lo que pasa en el pueblo. Por lo visto ha llegado un forastero. Un tipo estrafalario y un tanto huraño que recorre el pueblo sin hablar con nadie. Se ha instalado en el antiguo horno de la calle Cuervos y, según parece, se piensa quedar un tiempo, pues ha contratado a una chica para que le limpie una vez en semana. ¿Sabes de qué horno te hablo? Ahora lleva mucho tiempo cerrado, pero cuando los niños eran pequeños y vivíamos aquí todo el año su propietario, Paulino, se jactaba de hacer el mejor pan de toda la Sierra de Grazalema. Debía ser verdad pues venía gente a comprarle pan de los pueblos vecinos. Incluso nosotros, cuando los niños empezaron a ir al colegio y ya solo pasábamos aquí los veranos, durante el resto del año veníamos algunos sábados a aprovisionarnos de pan.

Lástima que el negocio se viniera abajo y tuvieran que cerrarlo por culpa de la desgracia que ocurrió allí. ¿Que no te acuerdas? Pero cómo no te vas a acordar si hasta participaste en la búsqueda de la niña. Acabábamos de comprar esta casa y veníamos los fines de semana porque la estábamos remozando entre los dos. Por suerte, a la niña la encontraron cuando nosotros ya nos habíamos marchado. Una tragedia inexplicable. Un misterio que quedó sin resolver. Era día de descanso y el horno estaba cerrado. Nadie se explica cómo logró la niña entrar en el edificio, ni tampoco cómo se metió dentro de uno de los fogones. La portilla estaba a metro y medio de altura y no había ningún objeto cerca en el que la niña se hubiera podido encaramar. Aunque no estuvieran trabajando, dentro quedaban rescoldos suficientes para que la niña se achicharrara. Y entre que el horno quedaba entonces a las afueras del pueblo y que aquella noche había un Levantazo de cuidado, nadie la escuchó gritar ni a nadie le llegó el olor a chamusquina.

Nada más recodarlo se me han puesto los pelos como escarpias. A María le encantaban los altramuces y las pipas y, cada vez que conseguía dinero, acudía al quiosco de la plaza. Aquella tarde fue a comprar chucherías justo cuando ya estaba anocheciendo. Hacía ese recorrido a menudo y, a la vuelta, se instalaba en el rebate de esta casa para comerse las chuches. ¿No lo recuerdas? En el quicio del portón había entonces un hormiguero y a María le gustaba alimentar a las hormigas. Colocaba la piel de un altramuz en el suelo y la rodeaba luego de cáscaras de pipas dispuestas con el lado blanquecino hacia arriba. La yema y la clara, según ella, de los huevos fritos que les preparaba a las hormigas. Cuando la pillábamos en plena faena, la obligábamos a recoger las cáscaras y tirarlas a la papelera. Y aunque no le quedaba otro remedio que obedecernos, María nos reprochaba que no la dejáramos alimentar a las hormigas…

¡Vaya por Dios! Me voy por las ramas y me pierdo. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí, ya lo recuerdo! Según la quiosquera, después de comprar las chucherías, la niña se había alejado del quiosco brincando. Porque María no andaba sino que trotaba y hasta tú la llamabas cariñosamente mi Potrilla. ¿Lo recuerdas? Era, además, una niña muy abierta que conversaba con todo el mundo. ¡La de veces que no lo haría contigo que hasta despertó celos en nuestros hijos...! Menos mal que hacer la primera comunión la volvió más formalita y los niños dejaron de encelarse. Este pueblo ha sido siempre muy tranquilo y su madre no se preocupó de María hasta la hora de la cena. Pero, en cuanto ella dio la voz de alarma, la noticia se propagó con rapidez y enseguida comenzó la búsqueda desesperada. El pueblo entero pasó esa noche en vela. Vosotros, los hombres, rastreando la sierra en medio de la oscuridad y el frío, voceando su nombre sin parar; nosotras, las mujeres, más fatalistas, rezando para ahuyentar la desgracia. Desgracia que se confirmaría veinticuatro horas más tarde, cuando el domingo por la noche Paulino acudió al horno para preparar el pan del día siguiente. El cuerpo estaba tan chamuscado y retorcido que el panadero creyó al pronto que eran los restos de un bicho muerto. De no ser por la medalla, ni siquiera sus padres hubieran pensado que aquel amasijo irreconocible era todo lo que quedaba de María…

¡Pobre criatura! Hasta las lágrimas se me han saltado de recordar lo sucedido. Aquel accidente nos impresionó mucho a todos. Hasta a ti, que sueles ser tan frío, te afectó una barbaridad su muerte. María era traviesa y testaruda. Imposible de gobernar a veces, como con aquella manía suya de arrojar las cáscaras de las pipas y los altramuces delante de nuestra casa. Se había vuelto además muy arisca, incluso con los que la conocíamos de toda la vida. No dejaba que nadie se le acercara demasiado porque ya no le gustaba que la besaran o que le acariciaran la cabeza. Una tentación, por cierto, pues tenía un pelo negro tan bonito que era inevitable que le entraran a uno ganas de acariciárselo. Un diablillo, sin duda. Pero un diablillo entrañable que se hacía querer por todos. Era además muy espabilada para su edad y que hubiera desaparecido en el trayecto que mediaba entre su casa y la plaza nos pareció un mal presagio. Tan malo que, cuando nos enteramos del hallazgo de su cuerpo, lo que en realidad más nos sorprendió fueron las circunstancias.

Aquella fue una desgracia horrorosa. Lógico, pues, que los vecinos se volvieran supersticiosos y se corriera la voz de que el caserón estaba maldito. Su verdadero nombre era Horno de los Cuervos y todo el mundo sabe que los cuervos son pájaros de mal agüero. Y dieron por hecho que la muerte de María solo era la primera de las muchas desgracias que habrían de venir a continuación si los fogones seguían encendidos. La superchería se acabó imponiendo a las bondades del pan y a Paulino no le quedó otro remedio que cerrar el negocio. Aunque puso el caserón en venta de inmediato, ningún lugareño se ha animado nunca a comprarlo y desde entonces ha habido en la puerta un cartel anunciando su venta. Pero Gloria me ha contado que hace un año lo quitaron y que el pasado verano hubo trasiego de albañiles dentro. Lo ha comprado el forastero de marras. Un tipo bastante estrafalario que, según Gloria, se entretiene en recorrer las calles del pueblo envuelto en un capote antiguo, de esos que usaban antes los labriegos para faenar en el campo en invierno; y con unas gafas de culo de vaso de las que hoy en día ya no lleva nadie. Es además cojo, y dice Gloria da pena verlo subir las cuestas arrastrando la pierna. Un bohemio de esos que ahora tanto abundan. Un urbanita de los que abandonan la ciudad para instalarse en los pueblos. Una plaga, sin duda, pero gracias a la cual muchos pueblos de la sierra no están ya muertos.

¡Qué alegría me da ver que me sonríes en lugar de mirarme con el ceño fruncido! Estas contento de verme de nuevo tan charlatana y pizpireta, ¿verdad? Pero es tardísimo y me tengo que ir corriendo si no quiero que me cierren la tienda. Se ha pasado la mañana en un pispás. En los pueblos casi nunca pasa nada nuevo y la llegada de un forastero siempre es un entretenimiento. Una bocanada de aire fresco que nos ayuda a olvidarnos de nuestras miserias. Sin ir más lejos, desde que sé que hay un estrafalario andando por las calles, tengo ganas de bajar al supermercado para ver si hay suerte y lo conozco de una vez. Dicen que solo habla lo indispensable a la hora de comprar en la tienda o de pedir una copa en el bar. Algunos parroquianos se han hecho los encontradizos en el mostrador y han intentado entablar conversación con él, pero no han tenido éxito. Gloria opina que si el hombre no tiene ganas de hablar hace muy bien en callarse. Aunque estoy de acuerdo con ella, si se cruza en mi camino, no pienso perder la oportunidad. Cuando estoy en vena, ya sabes que soy capaz de hacer que hablen hasta las piedras. Eso sí, sigo sin saber por qué te volviste tan serio y tan huraño…

¡Ya me voy! Cuida que no entre nadie, ¡ni siquiera el forastero cojuelo! Así me gusta, que me sonrías, que vuelvas a ser el hombre alegre del que me enamoré.

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Sigue lloviendo. Según el parte meteorológico, todavía continuará haciéndolo durante algunos días. Hoy la niebla ha sido mucho más densa. Tanto que ni siquiera el fuerte viento conseguía hacerla jirones, crear brechas a través de las cuales yo pudiera ver dónde me hallaba. Una sensación extraña, caminar en medio de una burbuja blanca y silenciosa, quedarse ciego y sordo por un tiempo. Hasta mis propios pasos se han vuelto hoy insonoros. De vez en cuando, tragaba saliva, intentaba destaponarme los oídos. Pero la niebla era demasiado densa y amortiguaba cualquier sonido. Para colmo, los cristales de las gafas se me han empañado más que ningún otro día. Los he limpiado una y otra vez en balde y no me ha quedado otro remedio que quitármelas. Con tanta niebla había poco peligro de que alguien pudiera reconocer mi mirada. Las calles estaban además desiertas; o casi desiertas, porque, cuando ya me había quitado las gafas, he sufrido un desagradable percance. Sin consecuencias, o al menos eso creo yo. Me he chocado con una vecina que, por la edad, podría ser una antigua conocida. Yo no la he reconocido y confío en que tampoco ella lo haya hecho. Pese a ser ella la que se me ha echado encima, el encontronazo la ha hecho dar un grito. No me extraña, también yo me he sobresaltado. Por suerte no me he chocado directamente con ella sino con su carro de la compra. Nuestros rostros no han llegado a estar demasiado próximos, pero por si acaso yo me he marchado enseguida.

El viento se ha soliviantado con la caída de la noche y lo escucho silbar entre las ramas sin hojas de los almendros. Sube por la calle arriba, se arremolina entre las tapias y zarandea las puertas y las contraventanas. Incluso le arranca de vez en cuando un lamento a las vigas de este viejo caserón sin alma. ¡Maldito Levante! ¡Qué malos recuerdos me trae! Aviva la quemazón de esa herida que ya creía restañada y me hace perder la sangre fría. No me lo puedo permitir, sin embargo. Lo he planeado todo al milímetro y, si estoy aquí, es porque al fin ha llegado la hora de hacer justicia, el momento de la venganza. Voy a torturarlo sembrando en él la duda. La incertidumbre es el peor de los tormentos posibles. Un tormento que yo padecí antes de marcharme del pueblo. Por eso se me volvió la mirada tan incisiva: de tanto mirar en balde. La venganza es un plato que se sirve frío, le decía a Dulce cuando me apremiaba para que regresáramos. Había momentos en los que la ira la volvía audaz y me reclamaba un desagravio inmediato. Pero yo sabía que, si accedía a su deseo y regresábamos, la crudeza de los recuerdos, el dolor por la pérdida la habría matado de nuevo. Si, de nuevo, porque Dulce ya estaba muerta. Muerta desde el momento en el que nos dieron la noticia y supimos que la niña no volvería. A veces se sentaba a mi lado con ojos aguanosos por la pena, o bien desorbitados por la ira, y me suplicaba que la trajera de vuelta. Yo le acariciaba entonces la cabeza hasta que se calmaba y luego, estrechándola entre mis brazos, le explicaba que antes de regresar debíamos desterrar la rabia de nuestras almas. Aunque no lo comprendiese, Dulce confiaba en mí. No le quedaba otro remedio, no tenía nadie más en quien confiar. Y porque se lo prometí a las dos mujeres de mi vida, ahora que el tiempo ha hecho que el recuerdo de sus muertes se haya dulcificado y que el ánimo se me haya serenado, he regresado al pueblo para hacer justicia.

Parece que el viento se ha calmado y que yo estoy recuperando la sangre fría que tanto necesito en este momento. Vuelvo a ser capaz de sentarme delante de lo que antaño fuera el altar de la inmolación y, mientras escucho el tintineo de la lluvia sobre el tejado, hago recuento de los sucesos del día. Necesito hablar aunque sea conmigo mismo. Desde mi regreso, no he conversado con nadie. Me limito a decir lo estrictamente necesario. Ni siquiera con Frida —la chica rumana que una vez en semana limpia y cocina para mí— hablo. Aunque he conseguido borrar mi antiguo acento y he desterrado de mi vocabulario las expresiones propias de esta tierra, me da miedo que lo aprendido en la infancia rebrote al escuchar hablar a mis paisanos y eso me delate. Después de media vida fuera, mi madre había perdido el acento de su pueblo y, sin embargo, cada vez que hablaba por teléfono con los suyos lo recuperaba de golpe. No puedo bajar la guardia, pues. Pero permanecer callado me obliga a averiguarlo todo sin preguntarles a los demás, de lo que escucho al paso. El mal tiempo lo está haciendo aún más complicado, pues la gente se queda en casa y no se forman en la calle los habituales corrillos que tanto me ayudarían. El mal tiempo, además, lo mantiene también a él encerrado. He recorrido las calles del pueblo de la mañana a la noche, he frecuentado las trochas que él frecuentaba, he visitado los lugares en los que se solía aposentar para leer. Pero ha sido en balde. Antaño paseaba mucho: con una escopeta al hombro al amanecer, con un libro en la mano al caer de la tarde. Lo veía pasar casi siempre solo y casi siempre con un cigarro encendido en los labios. Salvo cuando iba a misa los domingos en compañía de toda la familia. Tenía cuatro hijos, tres varones y una hembrita —poco antes de marcharnos del pueblo nació otra niña—. Su mujer era muy guapa y siempre salía a la calle muy arreglada. Una señora dicharachera y amable que le gustaba conversar con todo el mundo, pero que salía poco a la calle. Las malas lenguas decían que ella no se mezclaba más con los lugareños por culpa de los celos del marido. Pese a todo, en el pueblo les teníamos aprecio. Era gente con cultura, de la que se podía echar mano a la hora de hacer algún escrito oficial o de la que obtener un buen consejo en momentos de aprieto. Como buen cazador, él estaba acostumbrado a recorrer las veredas de la sierra antes del amanecer para que los primeros rayos del sol le cogieran en su puesto de caza. Sabía pues moverse por la sierra en medio de la oscuridad, y la noche que desapareció María rastreó el monte como uno más del pueblo.

¡Qué hipocresía más refinada tuvo ese día! ¡Qué excelente representación hizo! Incluso a mí logró engañarme con sus lágrimas de cocodrilo...

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Cuando te cuente lo que me ha pasado, no te lo vas a creer. Pensé que el corazón se me iba a salir del pecho. Escucha, escucha cómo me late aún. Ya sabes que necesitaba ir al supermercado porque teníamos la nevera vacía. Sin ir más lejos, anoche, después de que Gloria me levantara la moral con el cotilleo del forastero, no me quedó otro remedio que cenar los gañotes que ella me había traído. ¿Qué me estoy yendo por las ramas? Ya lo sé, hombre, ya lo sé. Recuerda que estuve de cháchara contigo mientras me arreglaba y se me hizo tardísimo. Cuando llegué a la tienda ya estaban recogiendo, pero han sido muy amables y me han dejado comprar como a mí me gusta, sin prisa, comparando los precios, preguntando si esto o aquello es de confianza. Al final he comprado tantas cosas que casi no me cabían en el carro...

No te impacientes tanto. Es verdad, otra vez estoy perdiendo el hilo. Me pasa mucho cuando estoy contenta porque te quiero contar las cosas con todo lujo de detalles. Además, ¡qué manía tienes de que lo haga todo deprisa! Ahora que somos viejos es mejor no ser tan mirados con el tiempo, que luego nos sobra mucho y no sabemos qué hacer para no pensar. Sí, hombre, para no pensar en los que ya no están, y para no pensar tampoco en lo felices que fuimos. Sobre todo por la noche, cuando todo el mundo se encierra en casa y nos quedamos más solos que la una. Entonces me pongo triste, me acuesto sin cenar y a la mañana siguiente ya no hay quien me levante de la cama. Si no fuera por la buena de Gloria, por los aldabonazos que da en la puerta como si la fuese a echar abajo, cualquier día me iban a encontrar momificada entre las sábanas como a la señora de Jefferson. Una historia un tanto macabra, sin duda, pero tan romántica... ¿Que no fue a ella sino a su novio al que encontraron apergaminado? ¡Qué más da! ¡Hay que ver lo que te gusta ponerle peros a todo lo que te digo!

Y ahora va a resultar que el ofendido eres tú. Sabes que me molesta mucho que me pongas el pico. No me obligues, por favor, a darte la vuelta de nuevo… De acuerdo, sigo. Como te estaba contando, una vez he llenado el carro hasta arriba, me he ido para la caja. Mientras la cajera marcaba mis compras, he intentado sonsacarle noticias del forastero. Pero la empleada es nueva y estaba tan desinformada que, al final, he sido yo quien la ha puesto a ella al día. Luego ha sido cuando he salido a la calle y... ¡Uy!, se me ha olvidado contarte un detalle muy importante. Hoy la niebla ha bajado de la sierra y ha invadido las calles de tal manera que no te exagero lo más mínimo si te digo que el camino hasta la tienda lo he hecho a ciegas. Y caminando, además, muy despacio para no resbalarme con el agua de la lluvia. Al final, entre una cosa y otra, cuando yo he llegado ya estaban recogiendo las cajas de la puerta. Pero eso ya te lo he contado, ¿verdad? ¿Por dónde demonios iba yo...?

¡Ah, sí! Al salir de la tienda, la niebla continuaba siendo tan densa que no se veía ni a dos palmos de distancia. De repente, ¡plas!, el forastero que se ha tropezado con el carro de la compra. Menudo susto me ha dado el condenado. Porque era él, de eso no tengo la menor duda. Lo he reconocido por el capote antiguo de campesino. Eso sí, no me ha dado tiempo a ver si llevaba las gafas de culo de vaso que ayer me describió Gloria. En cuanto se ha tropezado con mi compra, ha farfullado una disculpa y se ha marchado cojeando a toda prisa. ¿Qué cómo lo he visto cojear si no se veía nada? En eso tienes razón, pero a la fuerza se ha tenido que alejar cojeando porque estoy segura de que era él. ¡Qué barbaridad! Mira cómo me late el corazón nada más recordarlo. Hubiese preferido que el encuentro hubiera ocurrido de otra forma porque me he llevado un susto tremendo. Aun así, no me quejo, pues he tenido mucha suerte. Ha sido salir y besar el santo. Además, como diría mi abuela, el mundo es un pañuelo y este pueblo es un dedal. Así que ya tendré tiempo de sonsacarle cosas la próxima vez que nos crucemos.

La emoción me ha abierto el apetito. Escucha, escucha cómo me suenan las tripas. Y con la que está cayendo fuera y el frío que hace, me preparo en un santiamén un buen plato de sopa y mato dos pájaros de un tiro: el hambre y el frío. ¿Qué es lo que te hace tanta gracia ahora? ¿Qué me parezco a mi abuela con tanto refrán? Pues claro, con la edad cada día me parezco más a ella. Ahí, en cambio, hay éramos tan jóvenes y estábamos tan enamorados...

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Como siga el mal tiempo, poco voy a poder avanzar con mi plan. Hoy ni siquiera he salido a la calle. Ha estado aquí la chica rumana limpiando la casa y cocinando. Salvo el antiguo urinario que ha sido modernizado, el caserón sigue igual que hace años. No he querido alterarlo. He colocado mi sillón delante del horno principal y es aquí donde más tiempo paso mientras estoy en casa. Solo de madrugada, cuando el cansancio me vence, suspendo el duelo y me tumbo en el camastro que hay a mi espalda. Hasta que no logre hacer justicia voy a permanecer sentado en este sillón como si fuera un alfarero que, con los brazos cruzados, aguarda la cocción a fuego lento de su obra. Llevo tanto tiempo dándole forma a mi venganza que me asusta pensar qué será de mí cuando termine mi misión. Seré entonces un hombre sin esperanza y, por supuesto, sin futuro. Frida es muy joven y, sin embargo, no parece albergar tampoco muchas ilusiones. Ha tenido mala suerte en la vida. Aunque quizás sea mejor así: el hombre es un animal de costumbres y necesita de los contrastes para sentir. A Frida la vida nunca le ha sonreído y, precisamente por eso, ella no sentirá jamás el desgarro que yo siento cuando, sentado enfrente de este fogón, escucho los gritos que aquella noche ventosa nadie fue capaz de oír…

Sigue lloviendo. Me agrada escuchar el tintineo de la lluvia sobre el tejado, siempre me ha agradado escuchar ese sonido. Esta mañana, Frida ha llegado empapada, con el pelo pegado al rostro. Un rostro que hoy, además de pálido, me ha resultado infantil, casi de niña. Al entrar ha generado en el suelo un charco de agua y, parada en su centro, con una ingenuidad conmovedora, como si me creyera capaz de predecir el tiempo, me ha preguntado si dejará de llover pronto. Su candor me ha hecho olvidar mi habitual distanciamiento y le he preguntado si no le gustaba la lluvia. Ha hecho entonces un mohín con la boca que me ha recordado a María. He sentido una alegría efímera, como si a través de ese gesto la hubiera recuperado por un instante. Pero de inmediato he vuelto a ver ante mí a la joven extranjera que, una vez por semana, acude a mi casa a cambio de un sueldo mísero. Frida me ha explicado que le gusta la lluvia, pero no mojarse. Casi no tiene ropa de abrigo ni calzado adecuado para el mal tiempo. Deseaba saber cuánto va a durar este porque no sabe si emplear sus escasos recursos en comprar unas botas de agua. Me ha dado pena y, a pesar de que tampoco yo ando sobrado, a la hora de irse le he dado dinero para que se compre unas katiuskas.

No ha parado de llover en todo el día y la niebla ha vuelto a bajar de la sierra hasta el pueblo. Este tiempo desapacible encierra a los vecinos en sus casas y vuelve inútiles mis paseos. Después de trajinar en la cocina y vestir de limpio la cama, mientras barría el suelo, Frida me ha hablado de su infancia en Rumanía. Temeroso de que su cercanía pueda poner en peligro mi plan, no he demostrado interés ni he participado en la charla. Pero ella necesitaba tanto hablar que mi actitud distante no la ha desalentado. Por lo visto nació en plena dictadura de Chauchescu. A su padre lo encarcelaron cuando ella era aún muy pequeña y no guarda recuerdos de él. Nicolai —su hermano mayor— y ella continuaron viviendo con su madre un tiempo, hasta que el prisionero se colgó de los barrotes de su celda. Al enterarse su madre, decidió que no podía seguir cargando con ellos indefinidamente y los internó en un orfanato. Desde entonces, no han vuelto a tener noticias de su madre. Cuando Nicolai alcanzó la mayoría de edad y salió del orfanato, trabajó duro hasta tener lo suficiente para conseguir la custodia de Frida sobornando a los funcionarios. Por fin estaban juntos de nuevo y eran libres. Pero vivían rodeados de miseria y Nicolai decidió empeñar todo lo que tenían con tal de que Frida escapara de aquella vida. Se ha separado de su hermano para cambiar el rumbo de su fortuna y apenas si tiene lo necesario para alimentarse. Frida me lo ha contado todo sin ningún dramatismo. No tiene un pasado mejor con el que comparar su presente y eso la vuelve inmune al sufrimiento. Jamás va a sentir la desesperación que yo siento cuando me acomodo enfrente de este fogón y escucho los antiguos gritos que hay atrapados en su interior.

Esta lluvia sin tregua, este mal tiempo que nos mantiene encerrados a todos, está minando mi paciencia. He decidido que, haga el tiempo que haga, de mañana no pasa que me aposte en la puerta de su casa. La mujer no tiene la culpa de nada y por eso pretendía mantenerla al margen. Ni siquiera sabía que el nombre de la niña estaba grabado en el dorso de la medalla. Cuando María hizo la primera comunión, Dulce quiso que le regalásemos la típica medalla escapulario con las imágenes de la Virgen del Carmen y del Sagrado Corazón. Pero la niña se emperró en que quería una medalla de Santo Domingo, el Santo Bailón, con su nombre grabado por detrás. Después de muchos tiras y aflojas —Dulce quería cumplir con la tradición para evitar los dimes y diretes del pueblo—, María le prometió a su madre que si le dábamos gusto nadie se iba a enterar. Y vaya si cumplió con su palabra. Hasta entonces había sido una niña abierta, que se dejaba besuquear por cualquiera y, sin embargo, en cuanto tuvo colgada del cuello la causa de la discordia, dio la impresión de que se volvía arisca. Ya no permitió que nadie se le acercara en la calle. Rehuía las caricias y los besos de los demás con un celo que nos hacía sonreír. Nadie podía saber pues qué rezaba en el dorso de la medalla y, pese a ello, a la salida de misa él lo sabía...

Ha llegado la hora de que también él sufra. Mañana sin falta me apostaré en su puerta y no me pienso mover de allí hasta que salga. A pesar de todo el tiempo transcurrido, recuerdo aquel encuentro como si hubiera ocurrido ayer mismo. Fue una semana después de la muerte de María y se acababa de celebrar una misa de difuntos en su memoria. Acudió muchísima gente y a la salida se nos acercaron ellos dos a darnos el pésame porque no habían estado el día del entierro. Ella iba vestida entera de negro y se abrazó a Dulce. Él llevaba el tradicional brazalete de luto en la manga izquierda de la chaqueta y me dio la mano en silencio. Se lo agradecí porque yo lo único que deseaba era olvidar aquellas imágenes tan tristes. Dulce, en cambio, necesitaba desahogarse, compartir su dolor contando hasta el más mínimo detalle. La habían encontrado desnudita, carbonizada, irreconocible, dijo sollozando. ¿Qué la niña no tenía ropa?, le preguntó la otra extrañada. Dulce le respondió que la policía nos había explicado que los tejidos sintéticos de hoy en día arden como teas y apenas si dejan rastro. Pero cómo podían, entonces, estar tan seguros de que era María, le insistió ella. Y entonces él, incómodo de que su mujer estuviera haciendo preguntas tan inoportunas, forzó la despedida aclarándole que la habrían reconocido por el nombre de la medalla. Deseaba marcharme a casa y, en ese momento, me limité a asentir con la cabeza y hasta me sentí agradecido. No comprendí la importancia de sus palabras hasta mucho tiempo después, cuando ya ni siquiera estábamos en el pueblo. Mi primer impulso fue acudir a la policía para contarle mi descubrimiento y solicitar que se reabriera la investigación. Pero desistí enseguida porque, después de tanto tiempo, ya no habría pruebas y sería mi palabra contra la suya. Y lo que era aún peor: los nuevos interrogatorios reabrirían la herida. No quería que Dulce sufriera todavía más y me consolé pensando que la venganza es un plato que se sirve frío.

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¡Qué gusto estar de nuevo en casa! Hace un tiempo de perros y las calles están vacías. Bueno, casi vacías, puesto que hoy también está el forastero apostado delante de nuestra casa. Da pena verlo chorreando de pies a cabeza. La primera vez que lo vi rondando nuestra puerta menudo susto me llevé. Abrí esa ventana para ventilar y me lo encontré con la espalda apoyada en los barrotes. Claro que con el grito que se me escapó menudo respingo dio también él. Cruzó la calle y me dije que se marcharía pensando que yo estaba loca. Pero no, hubo suerte, se quedó. Y yo, que recordé el dicho de la abuela cuando me veía dudar —«Hija mía, la ocasión la pintan calva y, si no la agarra uno al paso, ya nunca la podrá agarrar», decía la abuela—, me lancé. Le dije que, si seguía allí parado con ese mal tiempo, se iba a poner enfermo. No había confusión posible puesto que no había nadie más en la calle, pero él se hizo el sueco y no dijo ni mu. En un tris estuve de invitarlo a desayunar para poder sonsacarlo a gusto. ¿Qué hubiera sido una temeridad, que nadie sabe quién es ni cuáles son sus intenciones? Lo sé, lo sé, y por eso me contuve…

¡Me voy a la cama que ya es hora de dormir! Acabo de cerrar los postiguillos de la ventana y ya no está. Por lo menos tiene el detalle de dejarnos dormir en paz. Porque ya me dirás, tú, qué se puede esperar de alguien que vagabundea por el pueblo como si fuera un perro sin amo y de repente, de un día para otro, se aovilla enfrente de nuestra puerta como si hubiera decidido que nosotros somos sus dueños y esta su casa. Me ha contado Gloria que ya estamos en boca de todos por culpa del forastero. Sí, hijo, en boca de todos estamos. Y es que el mundo es un pañuelo y este pueblo un dedal. ¡Cuánta razón tenía la abuela que en paz descanse! Si el forastero se pasa todo el día delante de casa, ¿cómo no va la gente a murmurar? Con las ganas que yo tenía de conocerlo y que ahora esté deseando que se haga de noche para que se vaya. En realidad, el pobre desgraciado no hace nada malo. Es más, cuando paso por su vera, tengo la sensación de haberme vuelto invisible porque ni se inmuta. Me sabe mal ser tan desconfiada, pero no lo puedo remediar. Con la de barbaridades que se escuchan en la tele, es normal que a una se le pasen por la cabeza ciertas cosas tan...

¡Uy!, vaya ocurrencia inoportuna hablar de esto precisamente a la hora de irme a la cama. Ya sabes que luego tengo pesadillas y a media noche me despierto sobresaltada. Gracias a Dios, cuando me levanto, no me acuerdo de nada. Aunque hay veces que sí me acuerdo y se me ponen los pelos como escarpias. Pero ahora no es momento de hablar de eso. Te lo cuento mejor mañana que ya es hora de dormir. Un beso de buenas noches y te doy la vuelta para que también tú descanses. Hay que ver lo jóvenes y lo felices éramos entonces, ¿verdad? El tiempo pasa tan deprisa que la vida se nos va en un abrir y cerrar de ojos; y encima la dichosa ocasión está calva y no hay manera de agarrarla por los pelos… ¿De qué te ríes? ¿Te hace gracia oírme decir los dichos de la abuela? Ya sé que para ti los refranes, el saber popular, es filosofía con alpargatas, solo de andar por casa. Pero, con tal de que se te rice el labio y dejes de tenerlo en pico, dispuesta estoy a dejar que te rías de mí todo lo que tú quieras.

De acuerdo, hombre, de acuerdo, ya me callo... ¡Hasta mañana si Dios quiere!

******************************

Hoy ha sido San Blas y todo el pueblo andaba de fiesta. Hasta el tiempo ha tenido un detalle con el patrono y ha amanecido despejado. Pese al jolgorio general nada me hacía suponer que el desenlace estuviera tan próximo. La venganza es un plato que se sirve frío. Lo había planeado todo al milímetro, sin prisas. Quería convertirme en su verdugo, sembrar en él la incertidumbre que es el peor de los castigos. Ese seguía siendo mi propósito cuando esta mañana me aposté de nuevo en la puerta de su casa. Pasadas las ocho, ella ha abierto la ventana y al verme me ha mirado como si fuese a decirme algo. Pero al final se ha metido para dentro y ha sido con él con quien ha hablado. Le cuenta todo lo que ocurre en el pueblo, y hasta de mí le habla. Gracias a Dios, no me ha reconocido y me llama el forastero. Él, en cambio, deber sospechar algo, pues parece que tiene miedo y por eso no sale a la calle. Me alegro de que así sea, de que sufra cuanto más mejor…

La banda de música ha recorrido las calles desde muy temprano para despertar a los vecinos. Una vieja tradición en la que antaño yo participaba. Escuchar la charanga me ha traído recuerdos tan gratos que momentáneamente me he olvidado de mi cometido. De ahí que cuando la he visto salir esta mañana, en vez de quedarme de guardia —mi presa continuaba dentro y yo debería haberme mantenido al acecho—, la he seguido. No sé si lo he hecho dejándome llevar por un pálpito instintivo o si ha sido porque necesitaba evadirme por un rato. En los últimos tiempos he desafiado a la lluvia y al frío en vano. Me he apostado en su puerta a diario y ni tan siquiera una sola vez he logrado escuchar su voz. Y eso que cuando ella le ha hablado, me he agazapado bajo la ventana y he aguzado el oído. Solo tenía el consuelo de suponerlo allí dentro, prisionero de su miedo por haber adivinado el peligro que yo entrañaba para él.

Pero hoy, quizás porque era el día del patrono o simplemente porque había salido el sol, cuando ella ha abandonado la casa la he seguido. La he visto cruzar el barrio nazarí y recoger lirios silvestres de los linderos de las huertas. A continuación ha arrancado un par de ramas de almendro en flor y ha bajado al cementerio. Desde mi regreso no me había atrevido a entrar en él. Me daba miedo revivir la angustia que me produjo ver cómo metían dentro del nicho de la familia de Dulce el cuerpo chamuscado de María. Pero esta mañana las tumbas reluciendo con el sol y el azul intenso de los lirios que ella llevaba en la mano han actuado de señuelo. Deseaba saber para quién eran las flores, de quién se acordaba ella en el día de San Blas. Y esa necesidad de saber me ha dado fuerza para entrar también yo en el cementerio.

Ha debido notar que alguien la seguía y, al girar la cabeza y verme, a punto ha estado de marcharse con el ramo en las manos. Aunque luego se lo ha pensado mejor y ha continuado su camino. Al poco se ha detenido de nuevo para depositar parte de las flores sobre una tumba y entonces el turbado he sido yo: ¡las flores eran para María! Sin poder evitarlo los ojos se me han llenado de lágrimas de gratitud. Pero enseguida he recordado quién era ella y me ha invadido la rabia. No podía permitir que el azul de unos lirios silvestres sobre el mármol blanco de su tumba me hiciese olvidar el horror de lo sucedido en el caserón.

Mientras mi estado de ánimo continuaba oscilando entre el agradecimiento y la cólera, ella ha terminado de musitar una plegaria y, con algunos lirios todavía en la mano, se ha encaminado hacia el fondo del cementerio. Detenida delante de otra tumba, ha vuelto a rezar y luego ha colocado sobre la losa el resto de las flores. ¿De quién sería aquella otra tumba?, me he preguntado. ¿Sabría también ella del dolor de esa herida siempre abierta que es la pérdida de un hijo? Al dirigirse hacia la salida, no ha podido evitar el cruzarse conmigo. Lo ha hecho con la mirada baja y sin decirme ni una sola palabra, como si también ella hubiese comenzado a sospechar y me tuviese miedo. Antes de irme, la curiosidad ha hecho que me acercara a la lápida y que luego, incrédulo, haya releído varias veces la inscripción. Pero no había confusión posible y, presa de un arrebato de ira, he golpeado la piedra con mi puño una y otra vez hasta que el dolor me ha impedido seguir. Al final he llorado más de impotencia que de rabia. El destino me ha jugado una mala pasada: la venganza es un plato que se sirve frío pero yo he dejado que el mío se me enfriase demasiado.

Hoy, día del patrono, la lluvia ha cesado y el sol se ha abierto paso entre la niebla. También en mi interior ha triunfado hoy la luz. Desde mi llegada al pueblo, el deseo de venganza ha sido el motor de todos mis actos. Pero esta mañana la imagen de la tumba de María salpicada de azul ha matado en parte mi rencor y me ha dejado desarmado. Para colmo, la inscripción de la otra lápida me ha hecho comprender que mi venganza ya no tiene sentido. Todavía no sé qué haré a partir de ahora con mi vida. En el cementerio, cuando estaba delante de la tumba de mi hija, me he acordado de Frida. Puede que haya sido el gesto del otro día, tan similar al de María, lo que me ha hecho pensar en ella. Pensar en que para Frida todavía no es demasiado tarde. Es posible pues que mañana, cuando venga a limpiar la casa, me decida a ofrecerle a ella lo poco que me queda. Si aunamos esfuerzos, puede que entre ambos podamos construir aún ese futuro mejor que vino a buscar a España. Lo único que yo podré ofrecerle es el corazón quebrado de un padre. Un corazón roto, sin duda, pero que sigue necesitando volcar en alguien todo el cariño que no pudo volcar en su hija.

Sí, quizás mañana hable con Frida y le ofrezca a ella lo que no tuve tiempo de darle a María…

******************************

Me acaba de contar Gloria una cosa que me ha puesto los pelos de punta. El forastero era un farsante que simulaba ser cojo y miope cuando, en realidad, andaba y veía de maravilla. ¿Recuerdas que el día de San Blas te conté que lo había visto en el cementerio y que me había hecho pasar miedo? Entonces todavía cojeaba y llevaba gafas. Pero, por lo visto, esa misma tarde, estaba la gente todavía de fiesta en la carpa de la plaza y lo vieron pasar de largo caminando a la perfección y sin las gafas. Luego ha estado dos o tres días encerrado en el caserón. Esta mañana, en cambio, ha entrado en el bar y, en vez de tomarse un simple café en la barra como solía hacer, se ha sentado en una mesa y ha desayunado con mucha calma. Como es lógico, los vecinos han intentado sonsacarlo y, para su sorpresa, esta vez les ha respondido con naturalidad. En cuanto ha llegado al bar Paulino, el antiguo dueño del horno, y el forastero lo ha mirado a los ojos, los dos se han fundido en un abrazo.

Sí, hijo, nos ha engañado a todos. El forastero es el padre de la chiquilla que se quemó en el antiguo horno. Hace un año se quedó viudo y, como está jubilado, se va a quedar a vivir en el caserón. Otra vez se me han puesto los pelos como escarpias. Encerrarse allí a convivir con los malos recuerdos es una locura. Claro está que, con lo que lleva pasado el pobre hombre, no seré yo quien lo critique por tener gustos tan macabros. Lo de traerse a su mujer al cementerio del pueblo lo entiendo. Es natural que quiera que madre e hija descansen una al lado de la otra. Ya sé que no te gusta que te lo diga, pero también yo tengo ganas de que volvamos a estar los dos juntos. Sí, tengo ganas de descansar en paz de una vez. Así te podré poner al día de todo como antes, mientras me peino… ¿Recuerdas? Antaño lo hacía los domingos y tú, desde la cama, me sonreías a través del espejo. Y yo, al verte sonreír de aquella manera, me sentía la mujer más feliz del mundo.

¡Qué cansada estoy! Las emociones me agotan una barbaridad. Me voy a la cama. Un beso. ¡Qué felices éramos entonces y cómo me gustaba hablar contigo mientras me peinaba! Tú haciéndote el remolón y yo disimulando como si no me hubiese dado cuenta. Aquel domingo, sin embargo, te enfadaste mucho conmigo y ya nunca más me volviste a sonreír a través del espejo. Y todo porque te conté lo de los montoncitos de cáscaras de pipas que había encontrado en nuestra puerta a la mañana siguiente de que desapareciera María. Después de la noche en vela, con tal de no darle más vuelta a la cabeza, me puse a barrer la puerta. Estaba tan abrumada que a punto estuve de no darme cuenta de que estaba barriendo los últimos huevos fritos que María había preparado para las hormigas. Luego regresaste del monte y, cuando me dijiste que seguía desaparecida, te conté la pena que sentía porque sospechaba que nunca más tendría que barrer la calle por culpa de la niña. Pero tú la querías mucho —hasta nuestros hijos tenían celos de María— y te enfadaste conmigo. Y es verdad que me prohibiste volver a hablar de aquello con nadie, pero ese domingo yo necesitaba desahogarme y de nuevo te lo conté a través del espejo…

¡Cuánta razón tenías! Hay malos pensamientos en los que no se debería pensar nunca. Sí, ¡nunca! Pero mucho menos a estas horas, cuando cae la tarde, y una se siente cansada y sola. Sí, mucho menos cuando se sienta una delante del televisor sin otra compañía que la de esta foto en la que tú me miras todavía sonriente porque yo no había barrido aún los últimos huevos fritos de María. Entonces estábamos recién casados y muy enamorados el uno del otro. Tanto, que yo me sentía la mujer más feliz del mundo.

¡Ay, Julio, qué jóvenes y qué felices éramos entonces! ¡Y pensar que una tontería, como aquella de encontrar montoncitos de cáscaras de pipas y altramuces en nuestra puerta, nos cambiara tantísimo la vida...!


Última edición por jilguero el 05 Ene 2021 12:07, editado 16 veces en total.


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El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre (A. Camus)
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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por lucia »

Mismamente como Marco Polo y sus tíos :lista: :cunao:
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

lucia escribió:Mismamente como Marco Polo y sus tíos :lista: :cunao:
Oye, Lu, si a ti te dan prórroga también, te puedes enrolar y ocuparte de la intendencia, pues lo de organizar se te da bien. :wink:

:hola: Cata, hasta la vuelta :adios: , vigílame bien el bujío.
Cualquier incidencia, a la jefa de intendencia..., digo del foro. :mrgreen:


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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por Estrella de mar »

Qué comienzo tan intrigante, pajarrituá. :128:
Por un cachito de la mar de Cai les cambio el cielo que han prometío.
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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por Mister_Sogad »

Paso solo para darle un abrazo tierno a mi querido pajarillo. :60:
Imagen Pon un tigre en tu vida
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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Mister_Sogad escribió:Paso solo para darle un abrazo tierno a mi querido pajarillo. :60:
Anda, el tigre por aquí... :D :60:


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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

:hola: , Cata, ya de vuelta. :D
Molida vengo, pero contenta de haber regresado.
Que el Mediterráneo es bonito no me cabe duda,
como para decirte a tí otra cosa :mrgreen:
pero regresar de nuevo a las mareas y a la arena rubita del Atlántico es un gustazo. :60:

Aunque lo he intentado, no he sido capaz de notar la diferencia en el olor de uno y otro mar :roll: .
Ya sé, ya sé, no todos tenemos el olfato igual de bien desarrollado. Y los olores de la infancia se marcan a fuego :wink:


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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

¡Buenos días, Cata. :60:
Solo decirte que he colgado la foto de donde surgió la girándula en el hilo del relato. Pero, como me gusta mucho y la veo muy sugerente la voy a colgar también aquí para que adorne las paredes del bujío.

Nacimiento del Sorgue (Fontaine de Vaucluse).jpg
Cuando vi la foto y noté que escondía una historia dentro, le pregunté a la fotógrafa de dónde era. Ella me informó que está hecha desde la Fontaine de Vaucluse, un pueblecito que hay a orillas del Sorgue muy cerca de su nacimiento.

Luego me informé sobre el lugar y me enteré que allí vivió Petrarca entre 1337 y 1353. Había conocido a Laura Noves en Avignon y estaba locamente enamorado de ella. Muchos de los poemas que le escribió para conquistarla los concibió ahí, porque según dicen es un lugar muy bucólico.
Placa a Petrarca.jpg
Después de enterarme de eso, comprendí que la fotógrafa se casó con un escritor que llegó a ese lugar en busca de la huella de Petrarca.
En la realidad, está casada con un escritor de cuya obra me considero una estudiosa :mrgreen: .
Es más, he apuntado ese lugar en mi lista de localidades pendientes de visitar porque se me ha metido en la cabeza que allí voy a encontrar un camaroncito endémico del Levante español. :roll: Tú sabes, la intuición femenina visionaria de Edelmira que se me ha pegado. :meparto:

PD: mañana me sacudo, si Dios quiere, la pereza y retomo El regreso :cunao: [/color]
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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

:hola: Ahí te he dejado, Cata, la siguiente entrega de El regreso :wink:


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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por Edgardo Benitez »

Me quedaré a leerte. Suenan campanas a tu regreso.
¡Hay vida antes de la muerte!
Ninguna de tus neuronas sabe quién eres… ni les importa.
Pero si te pego en el centro, será por filosofía.
Pero por poesía, serás mi centro.
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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Edgardo Benitez escribió:Me quedaré a leerte. Suenan campanas a tu regreso.
Bienvenido al bujío de Santa Catalina (Cata en confianza) :60: .

Quédate cuanto quieras. Eso sí, cuando te aburras de leerme, no dudes en dejar de hacerlo, pues el tiempo es oro y mi pluma limitada :wink: .


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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por Berlín »

Entro de puntillitas y me voy rauda. Solo venia a decirte, pajarillo mio, que ando leyendo los doce cuentos peregrinos del maestro Gabo y que hay un fragmento de uno que me ha traido a la mente tu cuerpecito frágil de ave candorosa y no he podido remediar venir a dejártelo:

Sin embargo, no pudo comer a gusto. En parte porque le costó trabajo entenderse con la mesera rubia, a pesar de que era simpática y paciente, y en parte porque la única carne que había para comer eran unos pajaritos cantores de los que criaban en jaulas en las casas de Riohacha. El cura, que comía en el rincón, y que terminó por servirles de intérprete, trató de hacerle entender que las emergencias de la guerra no habían terminado en Europa, y que debía apreciarse como un milagro que hubiera al menos pajaritos de monte para comer. Pero ella los rechazó.
-Para mí –dijo- sería como comerme a un hijo.


El cuento se titula Diecisiete ingleses envenenados.
Si yo fuese febrero y ella luego el mes siguiente...
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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

:hola: ¡Buenas tardes, Cata!

No veas cómo está el gallinero. Los pollitos que te fotografié meses atrás son ya unas pollitas casaderas, dispuestas a multiplicarse cualquier día. Les iba a hacer unas fotos para que las vieras pero resulta que estaba con el director del centro, que estaba muy enfadado porque, como cada vez son más, también son más sus cagadas y hay quien las pisas y.... (está mañana una huella con mala pinta se adentraba en el edificio :meparto: ). En fin, que no me pareció que fuese el momento de hacerles fotos pero ya se las haré :wink: .

Y mañana me voy a tomar un cafecito con tu forero favorito. Así que si te pitan los oídos ya sabes el motivo. :mrgreen:

Ya te contaré, ya te contaré... :60:


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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Te han pitado los oídos? :D

Ha sido café con sobremesa... :mrgreen:


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Re: El bujío de Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Berlín escribió:Entro de puntillitas y me voy rauda. Solo venia a decirte, pajarillo mio, que ando leyendo los doce cuentos peregrinos del maestro Gabo y que hay un fragmento de uno que me ha traido a la mente tu cuerpecito frágil de ave candorosa y no he podido remediar venir a dejártelo:

Sin embargo, no pudo comer a gusto. En parte porque le costó trabajo entenderse con la mesera rubia, a pesar de que era simpática y paciente, y en parte porque la única carne que había para comer eran unos pajaritos cantores de los que criaban en jaulas en las casas de Riohacha. El cura, que comía en el rincón, y que terminó por servirles de intérprete, trató de hacerle entender que las emergencias de la guerra no habían terminado en Europa, y que debía apreciarse como un milagro que hubiera al menos pajaritos de monte para comer. Pero ella los rechazó.
-Para mí –dijo- sería como comerme a un hijo.



El cuento se titula Diecisiete ingleses envenenados.
A ver si los localizo. El maestro Gabo son palabras mayores. :wink:
Y aquí puedes entrar taconeando cuando gustes.
Debiste entrar a la vez que yo pues hasta ahora no he visto tu mensaje :wink:


PD: me tenéis al petirrojo con antojeras por culpa de la bacanal del hilo de Eleanis :dragon:


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