Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)
Publicado: 17 May 2018 16:52
Calle de los cerezos
Tomando carrerilla, me lancé por el pasillo a buena velocidad y, tras resbalar un par de metros, me quedé parado justo enfrente del cuadro. Hace tiempo que no tengo edad de hacer chiquilladas pero esa nunca he dejado de hacerla. Había adquirido la costumbre de pequeño, durante mi primera visita a este bello edificio de piedra en el que, además de las dependencias propias del pisado de las uvas y de la molienda de las aceitunas, se halla la vivienda. Desde antes de mi nacimiento, vivía en ella mi abuelo en compañía de la servidumbre. El abuelo llevaba una existencia solitaria a la que debía su fama de misántropo entre los vecinos de Munda, ―pueblo en cuyo término municipal se halla la hacienda―. Una fama en parte injusta pues, en cuanto lograba liberarse de la bruma de sombras que le creaban los recuerdos, el abuelo se convertía en un ser entrañable.
El primer verano que pasé en este lagar fue gracias a que mi padre tuvo la feliz ocurrencia ―algo que digo sin ironía― de premiar mi éxito en el examen de Ingreso mandándome lejos de casa. Yo era un niño desconfiado y rebelde, que detrás de cualquier gesto de afecto suponía un deseo velado de sometimiento; pero también era tímido y asustadizo y, cuando me enteré que pasaría un mes en un lugar remoto y en compañía de un anciano casi desconocido, me sentí intimidado. Mi madre ahuyentó mi miedo con el ofrecimiento de acompañarme durante el viaje y pasar con su padre y conmigo unos días. Pero el tiempo pasó demasiado rápido y, en cuanto ella se marchó, me sentí solo y rodeado de extraños en una casa demasiado grande y demasiado umbrosa. Fue entonces cuando descubrí que también era cobarde y, amilanado por la soledad y la penumbra de este pasillo, lo recorrí por primera vez corriendo y, tras resbalar un par de metros, me detuve delante de este cuadro...
Aunque continuo siendo inseguro y timorato, al final he tenido el valor de adentrarme en el misterio de esta pintura. Y justo porque me he atrevido a introducirme en la bruma de olvido en la que intentaba vivir el abuelo, ahora me hallo sentado en el suelo, las piernas entumecidas, el pincel a punto de secarse, perdido en lejanos recuerdos…
Unos años después ocurrió lo de mi madre. Sin su mediación, las diferencias con mi padre se acrecentaron tanto que la separación veraniega se convirtió en una necesidad. Intimé cada vez más con el abuelo y mis estancias en este lagar se convirtieron en algo muy deseado por ambos. Por desgracia, pronto le llegó también el turno al abuelo y me quedé definitivamente solo. Pese a que él ya no estuviese, decidí continuar pasando las vacaciones aquí. Saber que ya nadie me aguardaba hizo que mi primer viaje tras su muerte me resultase muy cansado. Llegué tan rendido que decidí irme a dormir sin cenar. Con todo, antes de meterme en la cama no pude reprimir mi deseo de salir al pasillo, tomar carrerilla y, tras resbalar un par de metros, detenerme delante del cuadro.
El cambio era esa vez mucho más sutil y experimenté una especie de esquizofrenia perceptiva: el cuadro estaba en apariencia igual y, sin embargo, algo en mi interior me decía que de nuevo se había producido una mutación. Examiné la pintura desde todos los ángulos posibles. Primero desplazándome de un lado a otro, luego acuclillándome para mirarlo desde abajo; y por último, alejándome del lienzo todo lo que me permitía el ancho del pasillo y acercándome después hasta que la punta de la nariz tocó la tela. Noté un tenue tufillo a aguarrás y mi sospecha de que el cuadro estaba de nuevo alterado aumentó.
Tuve entonces una corazonada y me apresté a comprobarla. Cogí de nuevo carrerilla y me aproximé al cuadro resbalando. Mientras lo hacía, miré con atención el lienzo y conseguí ver unos símbolos extraños en la corteza del árbol. Unos símbolos que, tal como yo había supuesto, desaparecieron en cuanto me detuve. La egolatría propia de la juventud me llevó a no dudar de que yo era el destinatario de aquel mensaje. Mensaje que, por otro lado, había sido grabado por alguien que conocía el modo en que yo me acercaba al cuadro. Me dije que solo el abuelo podía estar detrás del cambio. Saber que hasta el final había pensado en mí me reconfortó tanto que, en cuanto me metí en la cama, me quedé dormido.
Al despertarme al día siguiente, recordé el descubrimiento de la víspera y me sentí feliz. Pero pronto caí en la cuenta de que desconocía el significado de aquellos extraños símbolos. Cierto es que tampoco había llegado nunca a saber el motivo del primer cambio, mucho más evidente, pero igual de misterioso. Desde mi primera estancia en este lagar, en el cuadro había unos cerezos en flor de los que solo se veían las copas asomando por encima de una tapia. Recién muerta mi madre apareció un nuevo cerezo en el lienzo. Pero un cerezo que se veía entero por hallarse al pie del torreón, y justo en su tronco era donde habían aparecido ahora las grafías incomprensibles.
Durante el desayuno estuve reflexionando y, con un denuedo impropio de mí, tomé la decisión de averiguar el motivo de los misteriosos cambios. Empecé por interrogar a los criados y averigüé que el cuadro había sido traído por el abuelo al regreso de una de sus infrecuentes escapadas. Visité a continuación a las fuerzas vivas de Munda, pero debieron considerarme demasiado insignificante y casi no me prestaron atención. Solo el párroco se dignó contarme que el cuadro se lo había encargado el abuelo a un pintor extremeño; creía recordar, además, que el artista había pasado luego unos días en casa del abuelo. Una visita, por cierto, que los criados no pudieron ―o no quisieron, pues cada vez estoy más convencido de hallarme ante un pacto de silencio― corroborarme.
Aunque la pista no fuese demasiado buena, no tenía otra y decidí seguirla. Viajé a Extremadura y visité todas las pinacotecas abiertas al público; luego entré en contacto con los propietarios de las colecciones privadas y tuve acceso a los cuadros expuestos en ellas. Estuve también visitando muchos templos y tampoco en las muestras del tenebroso arte sacro encontré la rúbrica del pintor. Busqué entonces el apellido en infinidad de listines telefónicos y de nuevo fracasé. Tantos fiascos me llevaron a pensar que tal vez firmaba los cuadros con un seudónimo y estuve en un tris de capitular. Pero caí en la cuenta de que, si el abuelo había sabido de los cuadros, en algún momento debieron haber sido expuestos.
Se me ocurrió que su nombre podría haber aparecido en la prensa por haber ganado algún premio pictórico o por haber participado en alguna exposición de jóvenes promesas. Para salir de dudas, acudí a la hemeroteca de la capital pacense y no encontré nada. Antes de marcharme, me sinceré con la bibliotecaria ―una mujer ya madura cuya amabilidad me inspiró confianza―. Nada más nombrar el apellido del pintor se quedó pensativa. Me comentó que era aficionada a la pintura y que acudía dos veces en semana a la Escuela de Artes y Oficios; creía haber visto esa firma en alguno de los cuadros de antiguos alumnos que había colgados en las paredes del edificio.
Me personé de inmediato en el centro educativo y, al pie de una dehesa extremeña, entre espliegos y jaras, hallé por fin la rúbrica. Después de contemplarla unos minutos sin acabar de creerme mi buena suerte, decidí pasarme por la secretaría de la Escuela. El funcionario que me atendió me dijo que aquel estudiante había sido discípulo de Urdidor. El mencionado maestro resultó ser un pintor extremeño de cierto renombre todavía en activo. En ese momento se hallaba dando clase y opté por esperarlo en la puerta de su despacho. Cuando le expliqué el motivo de mi visita, me dijo que el nombre le sonaba pero que necesitaba consultar en su fichero. Estaba en buena racha y, poco después, abandoné el edificio sabiendo el nombre auténtico del pintor y su dirección.
Mi visita al artista fue también exitosa. Me recibió en su estudio y eso me permitió ver algunos de sus otros lienzos. La mayoría eran paisajes extremeños reproducidos con gran realismo y con un estilo muy convencional. No me extrañó, pues, que se ganase la vida como pediatra. Pero una vez se rompió el hielo y me habló de su otra técnica, comprendí que había juzgado su talento artístico muy a la ligera. Me explicó que algunos de sus lienzos tenían una cuarta dimensión, en la que introducía imágenes que solo podían ser vistas en movimiento. Y aunque la técnica había sido bien recibida por algunos críticos, no había encontrado ningún promotor dispuesto a hacer la inversión necesaria. La dimensión extra solo se podía ver si los cuadros desfilaban ante los visitantes, o los visitantes ante los cuadros, a la velocidad adecuada. Se hacía necesario, pues, instalar una cinta sin fin en la pared de sala para transportar las pinturas o bien en el suelo para hacer desfilar a los espectadores por delante de los lienzos.
En cuanto pude, desvié la conversación hacia el encargo que le había hecho el abuelo. Me explicó que le había entregado una vieja fotografía, en la que se veía una calle orillada por dos tapias y con un torreón al fondo. Por encima de una de las tapias, asomaban las copas de unos cerezos en flor que llamaban mucho la atención. Pero el abuelo insistió en que la torre debía tener un papel primordial y acordaron que el lienzo se llamaría Travesía del torreón. Me confirmó también que el abuelo se había vuelto a poner en contacto con él para que dibujara un nuevo cerezo al pie del torreón. Tras ese cambio, el cuadro pasó a llamarse Calle de los cerezos. Me explicó además que, si bien le había hablado al abuelo de su novedosa técnica desde el primer momento, él se había mostrado refractario a cualquier tipo de innovación. Fue solo al final, estando el abuelo ya muy enfermo, cuando le pidió que camuflara con su técnica una inscripción en el tronco del cerezo nuevo.
Mientras estuve conversando con el artista, pensé que era un hombre absolutamente gris. Solo su mirada tenía una enorme profundidad y eso me llevó de inmediato a ver en ella el alma máter de su singular destreza. Por muy vulgar que fuese en apariencia, conseguir con su arte meter imágenes camufladas entre las bambalinas de un lienzo le convertía en único; y gracias al abuelo, yo me encontraba entre los pocos privilegiados que habían tenido la suerte de ver esas imágenes ocultas. Por supuesto, en ningún momento se me pasó por la cabeza que el pintor se podía estar aprovechando de mi candidez y abandoné el estudio envanecido de mi habilidad para sonsacarle información.
Ahora, en cambio, ya no me siento orgulloso ni tampoco seguro de nada. El pintor me aseguró que el abuelo le pidió que hiciera la inscripción en el tronco del árbol en una fecha en la que el médico me asegura que el abuelo estaba ya en coma. He caído en la cuenta, además, de que me habló de su técnica solo después de que yo le hubiese contado de forma detallada cómo había descubierto la inscripción del tronco. Creo que no me dijo la verdad, que el verdadero secreto de este cuadro es el que me ronda por la cabeza desde la pasada madrugada…
Regresé de mi periplo extremeño henchido de orgullo y me apresuré a completar mi felicidad acudiendo a este pasillo para volver a ver la inscripción del tronco. Y efectivamente, allí seguían los extraños símbolos a la espera de que yo descifra su significado. Empecé por resbalar una y otra vez hasta que poco a poco fui transcribiendo a papel los ideogramas ―durante esa fase los criados me miraron con preocupación, pero su fidelidad les frenó de decirme nada―. Una vez los tuve en el papel y los pude mirar con calma, constaté su gran parecido con la escritura china. Al abuelo le apasionaba y un verano había intentado sin éxito enseñarme a trazar aquellas extrañas grafías. Traté de buscar el significado de las del tronco del árbol en el manual de chino cantonés que había en la biblioteca del abuelo. Aunque fracasé, no me di por vencido y consulté a un profesional. Su dictamen fue tan claro como frustrante: los trazos seguían la estética del dialecto cantonés, pero carecían de significado.
No me quedó otro remedio que resignarme y aceptar el hecho de que nunca sabría cuál era el mensaje del abuelo. Pero contemplar los símbolos se había convertido en una necesidad y continué con la costumbre de aproximarme al cuadro resbalando. Y fue en uno de esos deslizamientos cuando, de súbito, asocié el primer ideograma con la muerte de mi madre; unos días después, noté que la visión del segundo me provocaba un sentimiento de soledad de una intensidad insoportable ―tan insoportable como la que debió sentir ella para tomar aquella decisión―. El tercer símbolo, en cambio, ha continuado siendo un sinsentido hasta que hace poco, en una de las resbaladas, me condujo a sumergirme en la bruma de olvido en la que el abuelo se solía refugiar.
Una necesidad de olvido, por cierto, cuya causa tardé mucho en descubrir. Inicialmente, la muerte del abuelo me dejó solo y con tantas preguntas sin respuestas que el insomnio se convirtió en mi compañero de cama y su despacho en mi sala de estar. No obstante, yo era joven y mi aturdimiento no impidió que mi cuerpo se despertara y me exigiera otro tipo de compañía. Una madrugada me desperté acuciado por el deseo y decidí ponerle solución. Abandoné por un tiempo mi aislamiento y fue entonces cuando conocí a Dulce. Congeniamos y, tras un breve noviazgo, nos casamos.
Regresé a este lagar acompañado y mucho más sereno, pero deseando recuperar mis hábitos de ermitaño. Dulce permitió que me volviese a encerrar en la biblioteca del abuelo y que me dedicase a mis elucubraciones sin hacerme ningún reproche. Aunque había que estar ciego para no darse cuenta de que ella no era feliz a mi lado. Por fortuna, Samuel nació justo a tiempo de evitar que nuestro matrimonio naufragase. Dulce volcó en nuestro hijo todo su afecto y dio la impresión de recobrar la alegría. Verla sonreír de nuevo tranquilizó mi conciencia y, como los bienes heredados del abuelo nos permitían vivir con holgura, me pude dedicar de lleno a esclarecer el lado oscuro del cuadro.
Seguía sin saber por qué el abuelo había elegido aquella calle como motivo del lienzo, o por qué había ordenado pintar luego un nuevo cerezo al pie del torreón, y decidí visitar de nuevo las fuerzas vivas de Munda. Pero esta vez me presenté como propietario de la hacienda y el encogimiento de hombros de antaño fue sustituido por un intento sincero de hacer memoria. Por desgracia, el abuelo no había sido asiduo del casino, ni había participado en las cacerías comunales, y sus coetáneos apenas si sabían detalles de su vida. El único comentario de provecho fue el que me hizo el boticario: corrió el rumor de que, cuando se instaló en el lagar, venía huyendo de un asunto que le atormentaba. De un juego entre muchachos, ocurrido en tierras extremeñas, que había terminado en tragedia.
Aquello era un simple chismorreo de casino. Aun así, no dudé en dejar a mi esposa y a mi hijo en compañía de la servidumbre y me embarqué en mi segundo periplo por Extremadura. No fue fácil localizar la calle del cuadro, pero al fin lo hice en un pueblecito luso. Después de mucho preguntar a unos y a otros, pude reconstruir lo que había ocurrido. El abuelo había pasado allí algunos veranos siendo adolescente y se hizo muy amigo de un lugareño de su misma edad. A ambos les gustaba escenificar aventuras caballerescas que vivían con entusiasmo y convicción. Por desgracia, una tarde los jóvenes eligieron el torreón del pueblo para celebrar un duelo, y el amigo del abuelo retrocedió demasiado y se precipitó al vacío. Ese aciago día el abuelo perdió a su mejor amigo y, en cierto modo, se sintió culpable. Un sentimiento de culpa que le acompañaría durante el resto de su vida y que fue la causa de su fama de misántropo.
Durante mi estancia en el pueblo del cuadro, descubrí que los cerezos de detrás de la tapia existían realmente. No así el nuevo cerezo que apareció en el cuadro tras la muerte de mi madre. Según averigüé, estaba situado justo donde se formó el charco de sangre la tarde del accidente. No sé si el abuelo decidió colocar allí un cerezo en flor guiándose por la voz de su conciencia o de la mía. Pero de lo que ya no tengo duda es de que lo hizo en recuerdo de mi madre: las fechas coinciden. Nunca he vuelto a ese pueblo, aunque cada vez que tomo carrerilla y resbalo hasta pararme delante del cuadro en cierta forma lo hago. Mientras dura el trance, camino por los adoquines de la calle y, abrumado por el sentimiento de culpa, me detengo a la sombra del cerezo. La necesidad de olvido se intensifica entonces tanto que me sumerjo en la misma bruma de olvido en la que se solía refugiar el abuelo.
De no ser por lo que me ocurrió hace veinticuatro horas, me habría continuado aturdiendo con la contemplación de este cuadro tal como lo hizo el abuelo hasta el final de sus días. Pero ayer tarde, cuando me hallaba precisamente a la sombra del cerezo, escuché a mis espaldas el alegre trotecillo de mi nieta Alba. Desde que ha aprendido a caminar Alba no corre sino que trota de una forma muy peculiar. Cuando me ve, se aproxima a mí trotando alegremente, se abraza a mis piernas y me coge de la mano para que vayamos juntos a descubrir tesoros. Ayer tarde, sin embargo, sus brazos no me rodearon las piernas ni su mano buscó la mía. Sorprendido, me giré y entonces la vi muy quieta, como si algo la hubiera convertido repentinamente en una estatua. Con los ojos abiertos de par en par y las cejas muy arqueadas, se hallaba mirando el cuadro con una actitud demasiado reflexiva para su corta edad.
«Abuelo, ¿a dónde vuelan los pájaros cada vez que yo me acerco?», me preguntó con voz apenada. Delante de este lagar hay un pequeño bosquete en el que duerme una bandada de estorninos. Al atardecer montan una tremenda algarabía y a Alba le gusta que vayamos juntos a presenciar el espectáculo de cómo se disputan entre ellos las mejores posiciones en las ramas para pasar la noche. Supuse que se refería a esos pájaros y le expliqué que durante el día se encontraban en los olivares comiendo aceitunas. Pero mi nieta levantó el brazo derecho y, señalando con el dedo índice el cerezo del pie de torreón, insistió: «No, abuelo. No. Yo hablo de los pájaros de colores que viven en el árbol de las flores blancas».
Por más que me esforcé, no distinguí ni un solo pájaro entre el follaje del cerezo. «Alba, en ese árbol del cuadro nunca ha habido pájaros», le respondí. Ella volvió a la carga: «¡Claro que hay pájaros, abuelo! ¡Hay muchos! A ti te quieren y te dejan estar a su lado. A mí, en cambio, me tienen miedo y huyen en cuanto me aproximo. Solo puedo verlos de cerca cuando se mueren y se caen al suelo…». Noté en su voz que estaba a punto de echarse a llorar e hice un amago de abrazarla. Pero ella esquivó mis brazos y se alejó de mí con un trotecillo que, si bien era el de siempre, había dejado de ser alegre.
Apenas si he pegado ojo en toda la noche. Primero barajé la posibilidad de que el pintor hubiera dibujado pájaros de colores en el cerezo que solo son visibles cuando se trota como lo hace Alba. Pero pronto caí en la cuenta de que, cuando ella nació, el abuelo llevaba años muerto y no podía haber previsto cómo trotaría Alba. He hecho un sinfín de conjeturas, a cual más pintoresca, hasta que ya de madrugada he logrado ver la luz. Estoy convencido de que el abuelo no ordenó ningún cambio de última hora, de ahí que las fechas no cuadren. Como también estoy convencido de que esa historia de las imágenes entre bambalinas fue una patraña ingeniosa que se le debió ocurrir al artista mientras yo le explicaba que solo veo los símbolos grabados en el tronco del árbol cuando me acerco al cuadro resbalando. Ahora tengo la sospecha de que somos nosotros mismos quienes proyectemos en el lienzo nuestros propios fantasmas. Por eso el abuelo se pasó los últimos años de su vida abrumado por sus recuerdos o alienado por la necesidad de olvido. Unos sentimientos a los que también yo me veo arrastrado desde hace mucho. Pero todavía estoy a tiempo de evitar que el trote de Alba deje de ser alegre por culpa de haber mostrado su cariño de una forma demasiado vehemente.
Sí, aún estoy a tiempo de evitar que Alba crea que los pájaros la rehuyen porque le tienen miedo. Hace un año recogió del suelo una cría de verderón que se había caído del nido y fue tan efusiva al acariciarla que la asfixió. No es justo que por ese accidente mi nieta se deba sentir en adelante culpable. Como tampoco fue justo que el abuelo viviera atormentado por la muerte accidental de su mejor amigo; o que, cuando veo los ideogramas en el tronco del cerezo, yo me sienta culpable del suicidio de mi madre ―podría haberle ayudado a ahuyentar su soledad pero no lo hice―. No voy a permitir que esta semilla del diablo germine, generación tras generación, en mi familia porque el maléfico ingenio de un pintor haya decidido sembrarla en este cuadro. No es justo que vivamos atormentados porque con su destreza haya logrado intercalar, entre pincelada y pincelada, esa especie de espejuelos en los que se reflejan nuestros fantasmas…
He perdido ya la cuenta del tiempo que llevo sentado aquí, las piernas entumecidas, el pincel a punto de secarse, perdido en lejanos recuerdos. No puedo evitar sumergirme de nuevo en cada una de las amargas vivencias que, entresacadas del pasado, los diminutos espejuelos de este cuadro me van reflejando antes de que los destruya recubriendo su azogue con pintura. Es el precio que debo pagar para que el trote de mi nietecilla no vuelva a perder la alegría.