El billete premiado (Relato)

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kaletrio
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El billete premiado (Relato)

Mensaje por kaletrio »

Hola,
Estoy escribiendo una novelita y ya he terminado el primer capítulo. Me gustaría que me dierais vuestra opinión sobre la textura, el tono y esas cosas. Porque puede que sea un rollazo y no merezca la pena que siga escribiendo...
Os dejo aquí el texto, y muchísimas gracias

Sé que el billete de lotería está en casa. Yo mismo lo guardé, mejor dicho, lo “organiazé”. No, no es una errata, es un vocablo inventado que utilizo cuando organizo al azar, cuando coloco sin interés, simplemente para que los objetos desaparezcan de mi vista. No estoy atento a su nueva ubicación cuando los ordeno, ni pienso que en un futuro querré que surjan de su escondrijo. Ahora, me arrepiento. Lo “organiazé” y no soy capaz de localizarlo. He desmantelado cada centímetro, cada recoveco de todas y cada una de las habitaciones. He levantado alfombras, muebles, mesas y cualquier cosa que pudiera ocultar entre sus entrañas mi billete premiado, ese trozo de papel que por ahora sólo desgracia mi vida. Porque desde que lo extravié vivo asqueado. Cada mañana le suplico a Dios que me ayude a encontrarlo, con fe, esa fe cristiana que al abrir los ojos me da la energía suficiente para no caer en depresión. Porque no sólo me martirizo yo, sino que además en el barrio lo saben. Y no es lo más cruel la carcoma de culpabilidad que martillea mi cerebro, sino los cuchicheos en la nuca que juzgan mi vergüenza y consumen su ocio con mi fatalidad. Jueces que ríen, aunque saben que pronto serán juzgados por otros jueces que a su vez enjuiciarán, pero que disfrutan mientras la desdicha cae sobre otro. Y ahora, cada día, debo sufrir la humillación de salir a la calle, de ir trabajar. Sé que hay que seguir adelante. No puedo quedarme encerrado, buscando, tengo que ponerme detrás del mostrador, atender a los clientes que me observan cortando cabezas, destripando espinas. “Qué gilipollas”, seguro que piensan. Y el pescado que despacho, a pesar del tiempo que ha trascurrido desde su agonía, seguro que también sonríe, murmura y juzga al estúpido tendero que extravió su billete.

Yo, Mariano Montesa, estudié dos carreras, más por placer que por labrarme un futuro, y ahora trabajo en un mercado, en una pescadería, Pescadería Hermanos Montesa. No la inauguré yo, principalmente porque, aunque me apellido Montesa, soy hijo único. El negocio lo fundó mi abuelo junto a su hermano durante los primeros años de la posguerra. Más tarde lo heredó íntegro mi padre, que a su vez delegó en mí tras jubilarse después de casi 50 años de agotador trabajo. Los comienzos del negocio fueron duros. Terminada la guerra, España se hallaba en una situación caótica en todos los sentidos. Al número de bajas que proporcionó el conflicto debíamos añadir las muertes por represalias, enfermedades y cuantiosos casos de desnutrición. España estaba devastada.

Pero, aunque yo no viví en ese periodo tan duro, mis abuelos me narraron cientos de historias de esa época que me hacían soñar despierto. En ocasiones, fantaseaba con una inmensa cola de gente que tocaba el horizonte mientras sostenía con fuerza mi cartilla de racionamiento. En otros sueños era un maestro del estraperlo consiguiendo lujosos productos para mi familia. A veces formaba parte del círculo de vencedores, y en otras me convertía en un republicano emigrante que huía, entre lágrimas, con el petate al hombro. Soñé que buscaba en la basura, que comía piel de plátano y a veces despertaba sobresaltado chillando: “Papá, tengo hambre”. Muy a menudo, mi abuelo me relataba cuentos donde la autarquía era un enorme ogro, de brazos largos, que me impedía disfrutar de las delicias más allá de los muros creados con sus extremidades. También soñaba, pero en tercera persona, con los relatos de mi abuela. Me contó historias en las que la heroína debía elegir entre convento y matrimonio, o se escapaba de la sección femenina donde aprendía a cocinar, a coser, y de paso a cantar. A veces me representaba a la protagonista de los cuentos uniformada con falda de tubo y zapatos topolinos. Otras, jugando con su Mariquita Pérez o luchando con la tisis o el temido piojo verde. Todas estas historias ocuparon la imaginación de mi infancia. Y cuando soñaba con ellas, podía sobresaltarme sudoroso, o disfrutar tanto que me entristecía cuando llegaba la mañana.

Retornando a la descripción de mi negocio me congratula añadir que el mercado donde se ubica mi modesto comercio tiene también una larga historia. Situado en un barrio obrero de Madrid, primeramente, en el solar se edificó una fábrica de juguetes. A causa de unas malas gestiones y amoríos desafortunados que le costaron sus riquezas, el empresario tuvo que vender el edificio a un colegio religioso de niños ricos. Y este a su vez, por un asunto puramente económico se lo traspasó al ayuntamiento, que reformándolo construyó un mercado. Durante la guerra lo cerraron y sirvió como almacén a uno de los bandos, no recuerdo si fascista o republicano. Su mayor desgracia se produjo durante el incendio del 1974. Quedó devastado e irreconocible. Menos mal a un ángel capitalista que supo ver la oportunidad y reformándolo creó el mercado actual. Desde esa restauración solamente ha tenido algunos cambios superficiales. Tiene dos plantas; en la más baja se reciben las mercaderías y otros asuntos necesarios para el mantenimiento del mercado. A la planta de arriba se accede desde la calle principal por unas escaleras, ahora mecánicas, a los casi 8000 metros cuadrados de zona comercial. Techos altos y semi acristalados le dan sensación de espacioso. En la entrada está Marisa en su diminuto puesto de información. Realmente guapa, siendo su belleza proporcional a su antipatía, amante del gerente y sobretodo una mala mujer. Una vez traspasada esta bruja se pueden encontrar todo tipo de artículos. Algunos básicos y necesarios y otros superfluos cuyo gravamen se debería multiplicar por un número inversamente proporcional a su utilidad. Productos perecederos que apremian su salto al carrito de la compra y otros cuya fecha de caducidad está únicamente marcada por la moda. Mi puesto, el número 63, se encontraba en el lateral izquierdo junto a la salida de la calle Pandora. A mi derecha, se lucía Paco en su frutería halagando con libidinosos piropos a las señoras que llenaban su carro de frutas y su corazón de autoestima. En mi establecimiento, de reducido espacio y abundante calidad, se podía conseguir pescadilla al pincho, bacalao fresco, salmones, sardinas, lenguados, rapes, gallos y un largo etcétera que variaba según las estaciones del año. También reservábamos un espacio para el marisco; mejillones, gambas, gambones, centollos y en algunas ocasiones hasta percebes y langosta. Día tras día, exceptuando domingos y festivos, despachaba con una sonrisa alegre y a la vez resignada. Alegre, aleccionado por las enseñanzas de mi padre respecto a la atención al público. Resignada, al no poder olvidar en ningún instante que poseía en algún lugar desconocido un billete de lotería premiado. Ese sabor agridulce mantenía mi sonrisa a raya sin permitirla alcanzar la carcajada. Pero una tarde mi desdicha cambió.

La tarde en cuestión me encontraba en la pescadería cuando se acercó al mostrador un hombre. Era menudo, de edad incierta. Seguramente su calvicie, sus ojeras y el desaliño de su ropa aumentaban los años.

- ¿Es usted el señor Montesa? – me preguntó.

Tras contestarle con la cabeza, me empezó a contar una historia difícil de creer. Hablaba muy bajo, por lo que no entendí ni la mitad. Según él, era un científico y había inventado un aparato capaz extraer los sueños. Al enterarse por casualidad de mi desgracia, quiso ayudarme a recordar donde estaba el billete. A cambio yo debía subvencionar su proyecto, y distribuir el aparato a nivel mundial. Todo un negocio. Un loco, o un espabilado, fue lo primero que se me vino a la cabeza. Y estaba a punto de mandarle a freír monas cuando, de repente, su rostro cambió de expresión. Contrajo la cara como si hubiera comido limón amargo. Seguí la línea hacia donde apuntaban sus ojos y comprendí que se había asustado al ver a aquel matón, porque claramente tenía aspecto de matón (grande como un toro, con ropas negras) al final del pasillo. Me suplicó que le escondiera.
- Se lo ruego, déjeme pasar a la parte de atrás. Me quieren robar.
Me lo dijo con tanta educación como miedo, con un gesto de perro apaleado que ve en ti un posible dueño que le acoja. Una mirada de pena, angustiosa y en cuyos ojos se leía las palabras “escóndeme, por favor” con luminosos de club de carretera. Posiblemente porque no tengo perro y siempre lo he deseado le ayudé. Le escondí. Bueno, le indiqué con la mirada un hueco entre unas cajas de besugos, y salí a despachar como si nada. No sé por qué lo hice y menos tan espontáneo, pero el caso fue que oculté al perseguido, no sabía si por la justicia o por el crimen, en mi almacén. A los pocos segundos supe que había actuado correctamente escondiéndole. El hombre de negro paseaba su cuerpo de toro por los pasillos olfateando con la mirada cualquier indicio del paradero de su presa. Su aspecto le delataba, sus ropas, sus facciones duras, su estilo al andar, su bulto debajo de la chaqueta, era la fiel imagen de cualquier protagonista de una película sobre contrabando de alcohol.
Mientras observaba al posible matón a sueldo una señora se acercó a las merluzas y comenzó a manosearlas. Cogía una, la abría las agallas y se la acercaba a la nariz. Acto seguido cogía otra, y hacía lo mismo. Cató más de cinco merluzas. Yo no dije nada. En ese momento me daba igual lo que hiciese, como si hubiera querido darles un bocado en un lomo para ver si estaban frescas. No podía perder de vista al matón de negro. Dejé que la señora manoseara la mercancía hasta que pareció encontrar algo de su agrado. Levantó la merluza, debía pesar más de dos kilos, y se la acercó a la cara. Tenía unas gafas con un cristal enorme, de miope, y seguramente quería comprobar si los ojos les brillaban.
- Aunque no está muy fresca, quiero ésta – estiró sus manos para dármela.
Es probable que no quisiera dejarla encima de las otras, y así eliminar la posibilidad de confusión o de engaño por mi parte.
- No vaya a tirar la cabeza, ni las espinas, ni le quite la piel. De la merluza como del cerdo se aprovecha todo. Y no se le ocurra darme el cambiazo. Ésta es la única merluza que merece la pena, las demás las puede tirar.
No la escuchaba. Como un autómata, cogí la merluza, la puse sobre la tabla, afilé el cuchillo y le corté la cabeza. El matón seguía paseándose de lado a lado. Buscaba algo, indagaba en las caras de los demás tenderos, de los clientes. A veces cuando parecía que se ha había ido, surgía de nuevo por un pasillo como una orca cuando emerge del mar. De frente no se le notaba el bulto de la chaqueta, pero cuando pasaba de lado, se veía claramente que llevaba un arma.
- Oiga, que le he dicho que no tire las espinas – me gritó la señora.
Al igual que yo no perdía de vista al matón de negro, mi clienta no dejaba de mirar cada corte que le hacía a su merluza.
La partí en rodajas, exactamente de dos dedos de grosor, como me había indicado, la envolví con papel, y se lo entregué en una bolsa. No la dije si quería algo más.
- ¿32 euros?, que estafador – me dijo, no gritó – es imposible que haya pesado 2 kg. Seguro que tiene el peso trucado.
No contesté y ella pagó. En realidad, la clienta sabía que el precio era justo y que yo no tenía la balanza trucada, pero se sentía mejor pensando que había sido timo, porque 32 euros es mucho dinero. Normal que le doliera el bolsillo.

La señora salió refunfuñando y el matón de negro merodeó un par de minutos más y se fue, cabreado, por no llevarse nada entre los dientes. De inmediato, volví al almacén para avisar a mi protagonista del paso del peligro, y la escena ante mis ojos me provocó un tembleque de canillas. Siempre me tiemblan las piernas cuando me asusto. Saqué el móvil, marqué el número de emergencias y balbuceé unas palabras secas: “Hay un muerto en mi pescadería”.
El muerto estaba tumbado boca arriba en el suelo de mi almacén. Su cara estaba de color violeta y le salía espuma de la boca. Tenía las piernas dobladas de tal manera que era imposible que estuviera vivo. A su lado descansaba, también muerto, un besugo. Quizás al sentirse mal se agarró a él para no caerse, pero cuando el infarto le paró el corazón, ya no se pudo sostener. Porque estaba claro que había sido un infarto. Yo había visto a otro hombre morir así, en una fiesta, cuando era un niño, en mi colegio. Al padre de un compañero, le dio un infarto mientras veía nuestra actuación de navidad. Y aunque a los niños nos sacaron de la sala. Yo escapé, volví y pude verle la cara, y recuerdo que tenía la misma expresión que tiene este hombre. Hay veces que el corazón se para porque sí, aunque te cuides, hagas deporte y tomes 5 o 6 piezas de frutas diarias. Se te para y ya está. No es mala forma de morir. Sin sufrimiento.
Pero este hombre parecía saludable, no estaba gordo, ni descuidado, fue el miedo lo que provocó que su corazón se parara. La tensión de ser robado. Si yo pensase que había inventado un aparato capaz de extraer los sueños y viera que un matón con pistola me persigue para quitármelo. Si hubiera invertido toda mi vida en ese descubrimiento y me lo fueran a robar, a mí también me hubiera dado un infarto. Se me pararía el corazón, la sangre dejaría de regar mi cuerpo, y mis células se asfixiarían. Moriría de miedo.
Cuando la policía se presentó todo el mundo estaba enterado de lo del muerto en mi almacén. Paco el frutero intentaba que nadie se acercara al cadáver. Deseaban horrorizarse y observar a la muerte. Sabían que no les iba a gustar, pero se ponían de puntillas, no sólo por morbo, sino también para aprender. Al llegar a sus casas le contarían exaltados lo del muerto a su familia. A los niños les dirían que se fueran a la cama. No obedecerían. A ellos también les gusta escuchar como es el final. Después, cuando se hiciera de noche, y cerrasen los ojos, la cara morada del hombre aparecería ante ellos, desvelándoles, aterrorizándoles. Todos tenemos miedo a desaparecer. No nos enseñan nada sobre ello en el colegio. Aprendemos historia, matemáticas, gimnasia y lengua, pero de algo tan importante como la muerte, a la que cada uno de nosotros se tiene enfrentar, nadie te enseña. Al ver morir a otros somos más conscientes de que nos está esperando desde que nacemos, que hay que aprovechar el tiempo. Y cuando la vemos cerca nos juramos ser mejores personas, cuidar a nuestros padres, a nuestros amigos. Durante unos días comemos fruta, caminamos hasta el trabajo en vez de coger el coche. Pero ya esa misma tarde, metidos en la rutina, cuando volvemos a casa lo olvidamos. Somos nosotros mismos de nuevo, apartamos la muerte de nuestras vidas, aunque algunas veces se cuele en los sueños. Nos olvidamos de ella, dándole de nuevo importancia a cualquier idiotez, como engordar un kilo o que me han rallado el coche. La olvidamos, pero solo hasta que vemos otro infartado, un ataúd con un ser querido dentro, un accidente de coche o alguien nos diga que el viejecito, que todas las mañanas está sentado en el banco, ha muerto.

La policía fue bastante comprensible al escuchar mi declaración, como si fuera lo más normal del mundo tener un cadáver en una pescadería que no tuviera espinas ni viviera bajo el mar. Había muerto de un infarto, provocado por la presión de ese energúmeno, pensé yo desde mis adentros, un homicidio involuntario, pero al fin al cabo un delito.
Una media hora después llegó el inspector jefe González. Enseguida se hizo cargo de la situación. Acordonó mi pescadería. Me dijo, con gentileza, que él debía esperar a que llegara el juez. Pero que una patrulla me llevaría a prestar declaración. El inspector jefe González era un tipo alto, de esos que crecen tanto que al final su cuerpo se encorva, pero que luego intentan enderezar el cuello, para llevar la cabeza alta. Sus facciones estaban muy marcadas, su voz era relajada, amable, te daba seguridad. Iba vestido como un inspector jefe de policía moderno. Vaqueros, camisa blanca y una chaqueta algo arrugada en la parte de la espalda, de sentarse en la silla o en el coche con ella puesta. Las zapatillas le daban un toque jovial, aunque ya debía pasar de los 50. Apuntó con sus dedos largos hacía par de guardias y me dijo que me fuera con ellos a la comisaría.
El trayecto en coche fue algo embarazoso. No me podían ver desde la calle, pero yo a la gente sí. Los asientos de atrás eran de plástico. Nada cómodos. Yo no llevaba las esposas porque no me habían arrestado, simplemente iba a prestar declaración. Un hombre había muerto en mi pescadería, y eso era bastante raro. Cuando le explicase los pormenores al jefe de policía debía ser convincente, aunque la historia en sí no lo fuese. “Un hombre, que se presentó como supuesto científico, me intentó engañar. Al enterarse que yo había perdido un billete de lotería premiado, el supuesto científico, me dijo que había inventado un extractor de sueños y que podía ayudarme, con la condición de que le financiase el proyecto. “Todo esto era poco creíble. “Además, luego apareció un matón, él se asustó y me pidió ayuda para que le escondiese, y yo le había escondido en el almacén. “Del matón seguro que nadie del mercado se acuerda. “Entonces, despaché a una señora pesada y algo loca. Le puse una merluza sin tirar ni espinas ni cabeza y sin quitarle la piel, mientras el matón deambulaba buscando al científico. Luego, cuando creí que se había ido el de la pistola, entré a ver al hombre escondido en mi almacén, y me lo encontré tirado en el suelo, morado, echando espuma por la boca.”
Y eso fue lo que le dije en su despacho. Tenía la pared llena de diplomas.
- Es una historia una poco rocambolesca, ¿de verdad ha perdido un billete premiado?
Asentí, otro que se iba a reír a mi costa, pensé. Pero no se rio. Me dijo que me fuera a casa y que seguramente al día siguiente levantarían el precinto de mi pescadería. Y que ya se pondría en contacto conmigo. También me preguntó, eso me gustó menos, que si tenía pensado viajar.
Me fui a dormir, o por lo menos a estirar mi cuerpo en la cama mientras mi mente giraba alrededor del suceso como un tiovivo. No dormía tumbado, la cama la compré articulada. La manía surgió de la visita a las estancias de un famoso hidalgo que reposaba recostado para no aparentar ser un difunto y así evitar la posibilidad de confundir a la muerte.
No comenté nada a ningún amigo, simplemente dormí, o por lo menos las primeras horas. Luego, en varias ocasiones se me apareció la imagen de Raúl Marín (así me dijo el inspector que se llamaba el científico) en mi cabeza. Cada vez que me aparecía el cadáver me cuestionaba si estaba aprovechando la vida. La conclusión era que no.
El precinto policial cercando mi tienda y a mis besugos duró un día, como me había dicho el inspector jefe González. El tiempo necesario para que los de científica analizaran la escena y confirmaran la inexistencia de indicios que apuntaran al asesinato. Pistas que desmoronarían la teoría que previamente había confirmado el inspector jefe González: fallo cardiorrespiratorio causado por estrés. El inspector González era un hombre clásico, algo altivo, pero que me trató con la máxima educación. En ningún momento me sentí interrogado, sino que fue una conversación de tú a tú. Fue agradable charlar con él.
Como no podía trabajar me quedé en casa tirado en el sillón. Me hacía falta descansar, pensar en mis cosas, simplemente recapitular. Ordenar los cajones de mis pensamientos que desde hacía varias semanas los tenía manga por hombro. La pérdida del billete premiado devaluó mi autoestima al nivel de los tobillos. Repudiaba ese billete y me odiaba por desaprovechar la única oportunidad que me brindaba la diosa fortuna. Y ahora un tipo desconocido moría en mi almacén, junto a mis pescados. Y lo más sorprendente, yo, Mariano Montesa, cobarde de profesión, no sólo no había corrido despavorido al encontrarlo entre mis besugos, sino que le oculté, le escondí de un matón que podrían degollarme, descuartizarme y despellejarme como Manolo en la pollería a sus conejos.
Al día siguiente, al entrar en el mercado saludé a Marisa, y como todas las mañanas sin levantar su linda cabeza me dio los buenos días de mala gana. Pero esta vez no me sentí ofendido, era un héroe, y degustaría el protagonismo hasta que otros hechos sorprendentes me eclipsaran. Relaté mil veces la misma historia. Poco a poco la fui trasformando, no por mentir, sino por no aburrirme yo mismo. Pero lo extraordinario del día no fue mi ascenso en popularidad en el mercado. Mi mayor sorpresa vino cuando partiendo la cabeza de un besugo, de los que habían refugiado al científico, mi cuchillo se encontró con una llave que le hizo chirriar. Disimuladamente, sin que la clienta se percatara del objeto en su compra, la guardé en el bolsillo del pantalón. Nervioso, una vez despachada, me dirigí al baño y pude comprobar, por la etiqueta del llavero, que pertenecía a una vivienda situada al oeste de la provincia de Ávila. Y en el mismo papel, por detrás de la exacta dirección del domicilio, se leía con una pésima letra lo siguiente: “Laboratorio de extractor de sueños”. Y de pronto me vinieron a la cabeza una serie de preguntas: Pero, ¿podía ser verdad lo que me había contado el científico? ¿Podría utilizar el extractor de sueños para acordarme de dónde había dejado el billete?
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once
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Re: Me gustaría tener vuestra opinión

Mensaje por once »

Me he divertido mucho con el ambiente que parece llevar a cuesta el prota, la clienta de la merluza, el matón y la zorra de recepción hasta el besugo del almacén me han reír, pero cuando he estallado de risa, ha sido con una frase muy corta; la pared estaba llena de títulos, ha sido genial!
Lo que no me gusta tanto es la argumentación excesiva de sus pensamientos, demasiados ejemplos de los sueños postguerra o de cuando nos acordamos de los muertos, pero en general es fluido, divertido y me encanta que remates los párrafos con la ironía del perdedor de un billete premiado, oye, mejor te compras un gato.
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kaletrio
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Re: Me gustaría tener vuestra opinión

Mensaje por kaletrio »

Antes de nada, gracias por leértelo. Respecto a los sueños tienes razón, lo voy a repasar y quitaré bastante. Me cuesta mucho utilizar la tijera.
Me alegro que se entienda el toque de ironía.

Posdata: Perdona pero no he pillado lo de "mejor te compras un gato"...

Saludos
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Megan
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Re: Me gustaría tener vuestra opinión

Mensaje por Megan »

Bienvenido al foro :D

Por favor dale un título al relato para colgarlo en el índice.

Muchas gracias.
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once
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Re: Me gustaría tener vuestra opinión

Mensaje por once »

kaletrio escribió:
Posdata: Perdona pero no he pillado lo de "mejor te compras un gato"...

Saludos

Posiblemente porque no tengo perro y siempre lo he deseado le ayudé. Le escondí.
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lucia
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Re: Me gustaría tener vuestra opinión

Mensaje por lucia »

Es original la historia y cómo la planteas y dejas con ganas de saber algo más. De hecho, está mejor escrita que la de las pastillas de Jack, aunque también necesita algún repasito.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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Gavalia
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Re: Me gustaría tener vuestra opinión

Mensaje por Gavalia »

Me ha gustado. El personaje principal lo encuentro muy logrado y la historia se deja leer. Tiene un aire costumbrista que me seduce. Se intuye la comedia pero creo que no le iría mal algo más esplícito en plan chistoso. Los diálogos se prestan a ello. Creo que escribes muy bien y se nota que levhas dedicado tiempo a la redacción. Bien hecho. Un saludo plumilla
--- Pareces atribulado!!
--- No entiendo... tan sólo me estoy cagando.
--- Corre raudo, pues...
--- ¡Por los dioses! ¡¡¡Necesito un diccionario!!!
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kaletrio
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Re: Me gustaría tener vuestra opinión

Mensaje por kaletrio »

Megan escribió:Bienvenido al foro :D

Por favor dale un título al relato para colgarlo en el índice.

Muchas gracias.

Hola,

No se como cambiar el texto del tema para poner el título.

Pondría "El billete premiado"

Un saludo
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kaletrio
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Re: Me gustaría tener vuestra opinión

Mensaje por kaletrio »

once escribió:
kaletrio escribió:
Posdata: Perdona pero no he pillado lo de "mejor te compras un gato"...

Saludos

Posiblemente porque no tengo perro y siempre lo he deseado le ayudé. Le escondí.
Jejeje..no me acordaba.

Saludos
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kaletrio
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Re: Me gustaría tener vuestra opinión

Mensaje por kaletrio »

lucia escribió:Es original la historia y cómo la planteas y dejas con ganas de saber algo más. De hecho, está mejor escrita que la de las pastillas de Jack, aunque también necesita algún repasito.

Muchas gracias por leerla. La repasaré....

Saludos
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kaletrio
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Re: Me gustaría tener vuestra opinión

Mensaje por kaletrio »

Gavalia escribió:Me ha gustado. El personaje principal lo encuentro muy logrado y la historia se deja leer. Tiene un aire costumbrista que me seduce. Se intuye la comedia pero creo que no le iría mal algo más esplícito en plan chistoso. Los diálogos se prestan a ello. Creo que escribes muy bien y se nota que levhas dedicado tiempo a la redacción. Bien hecho. Un saludo plumilla

Hola,

Muchas gracias por leer el capítulo. Me alegro que te haya gustado. En los próximos capítulo intentaré meter más comedia, aunque quiero dejarla de forma sutil. Tus comentarios me dan fuerza a seguir con el libro.

Saludos
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Megan
Beatlemaníaca
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Mensaje por Megan »

kaletrio escribió:
Megan escribió:Bienvenido al foro :D

Por favor dale un título al relato para colgarlo en el índice.

Muchas gracias.

Hola,

No se como cambiar el texto del tema para poner el título.

Pondría "El billete premiado"


Un saludo
Gracias :D
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