El conductor (Relato)

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Fopiani
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El conductor (Relato)

Mensaje por Fopiani »

EL CONDUCTOR
*1er Premio en el X Certamen de creación literaria " García Gutiérrez" (2016)



Aquella era una habitación traída desde el mismísimo infierno, Scott lo supo nada más entrar. El suelo era de baldosas industriales grises y las paredes, pintadas de blanco, estaban salpicadas por aquí y por allá de unas sospechosas manchas del color de la sangre oxidada. En el centro de la sala se alzaba una larga mesa de madera con tres personas sentadas tras ella. Delante había una silla reservada solo y exclusivamente para él junto a un extraño carrito que soportaba una máquina amarillenta y estropeada por el uso. Scott no terminó de sentir simpatía por aquel aparato.

Un hombre enchaquetado y con un pinganillo en la oreja le arrastró hasta la silla. Sentía un malestar general que, sin duda, se habría agravado si tuviese oportunidad de verse reflejado en un espejo. Un rostro desconocido, hinchado, con la nariz deformada y el labio superior partido le habría devuelto la mirada.

Cuando llegaron a la silla el gorila con traje de Armani le empujó para que se sentara. Hasta que no se hubo retirado de la habitación dando un portazo nadie se decidió a abrir la boca.

—¿Un cigarrillo, señor Scott?

Tras la mesa había tres hombres igualmente trajeados. Dos de ellos blancos, y uno con aires africanos que sonreía como un bobo. El rubio, de corte militar y ojos celestes, fue el que le acercó el tabaco hasta el borde de la mesa.

Scott fijó la mirada en el paquete de cigarrillos rojo y blanco. Hacía tres años que había dejado de fumar. El corazón le latía a mil por hora y respirar a través de una nariz rota y congestionada era una tarea que exigía de todos sus esfuerzos. Además, había perdido más sangre de la que se hubiera podido imaginar que contenía su organismo.

Pensó que un simple cigarrillo, en esas condiciones, podría matarle.

—Tranquilo —continuó el rubio mientras recogía el paquete de tabaco al ver que Scott no reaccionaba—, solo ha venido para ayudarnos en unos asuntos. Necesitamos saber qué fue lo que ocurrió. Nada más. Hasta entonces será nuestro invitado de honor. Colabore y dejaremos que se marche a su casa.

—Claro que si nuestro invitado intenta algo o hace algún gesto agresivo, tendrás que pegarle un tiro, Jacobo.

Fue el hombre más delgado el que hizo este último comentario tan saleroso. Se recogía la melena oscura en una coleta y estudiaba a Scott con unos ojos duros y pequeños. Jacobo debía de ser el negro que sonreía como si el cerebro no le funcionase correctamente.

—¿Está dispuesto a ayudarnos en nuestra investigación, señor Scott?— inquirió el rubiales.

—¿Acaso tengo elección? —preguntó Scott en un alarde de atrevimiento, sorprendiéndose a sí mismo.

El coletas del centro hizo un ademán para levantarse violentamente de la mesa, pero el rubio le agarró del brazo para que se tranquilizase, librando así de una trompada a su invitado.

—Siempre tenemos elección —señaló el rubio—, desde el día en que nacemos somos libres para decidir nuestro camino. Usted puede hacer lo que le plazca, pero aunque no tengamos su confesión, contamos con un amplio abanico de información sobre lo ocurrido en la carretera 026. Es muy probable que si miente, lo sepamos.

Jacobo entonces se levantó. Parecía de ese tipo de hombres que necesitan que le den permiso hasta para ir a cagar, pero lo hizo sin que nadie le dijese nada. Se acercó con paso parsimonioso hasta el carrito que estaba al lado de la silla de Scott y comenzó a manejar la extraña maquinaria. De un lateral del carro sacó una pieza metálica similar a un diapasón, con la única diferencia de que esta tenía un grueso mango de goma que estaba conectado mediante un cable a la máquina llena de lucecitas y diales. Jacobo se la pasó por delante de los ojos. Mientras sostenía la empuñadura con la mano izquierda, con la derecha dio un cuarto de vuelta a uno de los diales. Se escuchó entonces como si la rama de un árbol se hubiese roto y un arco voltaico unió los dos extremos del diapasón.

Cuando tuvo suficiente con el rostro desencajado de Scott, Jacobo volvió el dial a su punto de reposo y el zumbido eléctrico desapareció. No pudo evitar carcajease como un deficiente mental mientras le colocaba la pieza metálica en la cabeza, clavándole los extremos en las sienes. Durante los pocos segundos que duró esta sencilla operación, Scott se meó en los pantalones. Pero no de la risa, se entiende.

—Estoy completamente seguro de que usted es un hombre inteligente, se le ve en la cara —apuntó el rubio.

El coletas, con pintas de Sandro Rey en horas bajas ahogó una carcajada.

—Bueno, cuéntenos. ¿Es cierto que estuvo usted bebiendo cervezas el día seis de febrero con sus compañeros en el O'Grogans?

—Así es —logró contestar Scott con voz temblorosa. Había comprendido que si quería salir vivo de aquella habitación debía de llegar a buenos términos con los tres señores de los trajes bien planchados.

—Bien, entonces confiesa usted que aquella tarde no se encontraba en plenas facultades para conducir hasta su casa. Con todas las consecuencias que ello conlleva.

—Es cierto que había bebido, sí. Pero no demasiado. Fueron un par de cervezas mientras cenábamos y hablábamos del partido del día anterior, nada del otro mundo.

Eso no era cierto; Scott se había emborrachado como un cosaco. Hasta el nivel de bailar y tirarle los tejos a Julia, una camarera rolliza que se colocaba tímidamente detrás de la barra para que los clientes no se fijasen en la grasa que se le acumulaba de cintura para abajo.

El canijo de la coleta, que parecía haberse dejado la percha dentro del traje, dio una palmadita en el hombro al rubiales. Se inclinó y le susurró algo al oído mientras se tapaba la boca con la mano.

Scott observaba y esperaba, sabedor de que el canijo le estaba diciendo al poli bueno que mentía. Cuando los dos hombres se separaron, el rubio le dedicó una sonrisa triste a Scott.

—Miente usted, amigo.

—¡No! ¿Por qué iba a mentir? ¿Acaso cree que no quiero irme de aquí?

—No tenemos ni idea de por qué miente —se lamentó el rubio—, pero lo hace. Y eso es responsabilidad suya, amigo. En cualquier caso no importa. Creo que ha llegado el momento de hacer una demostración, Jacobo.

Con una sonrisa bobalicona, Jacobo alargó la mano hasta el aparato y giró el dial un cuarto de vuelta. A Scott le cogió por sorpresa que aquello funcionase tan rápido y no le dio tiempo a esconder la lengua. Los dientes la aprisionaron hasta hacerse sangre y un hilillo escarlata comenzó a correrle por la comisura de los labios. El cuerpo se le tensó violentamente y comenzó a luchar contra la fuerza invisible que sacudía su organismo mediante espasmos. Aquel castigo duró un par de segundos, pero Scott pensó que fue tiempo suficiente como para que se le derritieran los empastes.

Jacobo puso el dial a cero. Todos los músculos del cuerpo de Scott se destensaron y quedó en la silla como un muñeco de trapo.

—Y solo ha sido un cuarto de potencia —apuntó el coletas mientras se reía a carcajadas.

Scott estaba seguro de que preferiría pegarle un tiro a su madre antes de volver a pasar por otra descarga eléctrica de tal magnitud.

—Eztá bien, eztá bien —consiguió articular Scott con la lengua ensangrentada y con una voz que no parecía la suya— Codabodadé. Judo que codabodadé.

Los dos hombres que tenía delante se miraron y rieron.

—¿Qué se siente? Ahora que lo tiene fresco... ¿Qué se siente al recibir una descarga eléctrica de cincuenta mil voltios en vacío? —preguntó el hombre delgado visiblemente divertido.

—Ez como zi el codazón te dejaze de funcionad y el cuedpo entedo luchaze pod seguid viviendo.

El rostro chupado del hombre trajeado se iluminó. Disfrutaba con aquel espectáculo.

—Está bien, nosotros continuemos con lo nuestro —cortó el rubio que llevaba todo el peso de la conversación—. Entonces, dice usted que no bebió demasiado aquella tarde del seis de febrero.

Las pinzas del diapasón eléctrico se le clavaban de forma amenazadora en las sienes.

—No. No. Antez me equivoqué en lo que dije. Bebí muzo. Bebí y me embodaché. Quiedo codabodad ¡Lo judo!

—Perfecto, me alegra saber que ahora nos presta atención, señor Scott. Eso es tan beneficioso para nosotros como para usted.

—Una pequeña descarga eléctrica siempre viene bien para activar el cerebro —apuntó el coletas—. Este tipo de aparatos era utilizado por neurólogos de la vieja escuela para administrar electroshocks a las personas aquejadas de neurosis bipolar, esquizofrenia o diversas enfermedades mentales.

Scott pensó que la terapia de choque que había recibido era más que suficiente para despertarlo de su letargo.

—Bueno —continuó el rubio—, ¿qué hizo usted después de estar en el O'Grogans?

—Cogí el coze pada volved hazta mi caza.

—Su casa, que si no me equivoco se encuentra... —el rubio hizo una pausa para estudiar un taco de folios que había sobre la mesa— en el número 4 de Fall Street. Es decir, a veinticuatro quilómetros exactos del O'Grogans.

—Máz o menoz.

—¿Trataba usted de conducir más de veinte quilómetros estando totalmente borracho?

—Zí...pedo iba bien, podía controlad.

El vecino de mesa del rubio volvió a tocarle el hombro para que pegase la oreja. Scott abrió los ojos como platos.

—¡No! Otra vez no, por favor —gritó Scott en su interior.

Cuando se separaron, el rubio hizo un gesto a Jacobo.

—¡Joded, odra vez no, pod piedad!

Esta vez, el golpe de muñeca que Jacobo le dio al dial sirvió para colocarlo a media potencia.

Una burbuja de moco verde explotó en la nariz de Scott. El cuerpo entero parecía vibrar dentro de su ropa mientras extendía los largos dedos de las manos en movimientos espasmódicos. Cuando un leve olor a carne quemada llegó hasta las amplias fosas nasales del hombre rubio, levantó una mano en señal para el negro que hacía las veces de torturador.

Scott tuvo la sensación de que el retrasado tardaba medio siglo en reaccionar.

"Click"

El cuerpo de Scott quedó totalmente flácido en la silla. Se mantuvo por unos segundos en aparente equilibro, pero Jacobo tuvo que sujetar el tronco inanimado de su invitado por los hombros para que no se fuese al suelo.

—¿Señor Scott?

Scott levantó la cabeza a duras penas y observó al rubio con la mirada perdida. Era incapaz de pensar con claridad, incluso podía sentir cómo los músculos aún le temblaban, aunque cada vez menos.

—Señor Scott, ¿puede oírme?

Scott asintió con un movimiento apenas perceptible de cabeza.

—No se alarme —le contestó el rubio, rebosante de hipocresía barata—, en unos segundos irá recuperándose progresivamente del shock.

—De todos modos, más tonto de lo que vino no se puede quedar —dijo el coletas mientras dejaba entrever unos dientes picados detrás de una carcajada.

El poli bueno le dedicó una mirada desaprobadora al poli malo.

—Se estará preguntando, señor Scott, el porqué de esta descarga. Usted piensa que esta vez nos ha dicho la verdad, que borracho puede controlar el coche, pero no es así. Además, mi compañero me ha aconsejado darle un escarmiento por coger la carretera como una cuba. Después de todo yo también tengo familia, ¿sabe? No puedo permitir que este tipo de actos queden impunes. Recuerde que cuando colabore con nosotros le vamos a dejar marchar sin ningún tipo de cargo. Va a poder continuar con su vida, no creo que deba quejarse por una descarguita de nada que, además, se tiene bien merecida.

Por un momento los ojos celestes del rubio parecieron haberse inyectado en furia sangrienta. Pero en pocos segundos su rostro volvió a su estado natural de calma y tranquilidad.

—Recapitulemos un poco: usted cogió el coche después de emborracharse para volver a su casa pero, ¿qué ocurrió exactamente en la carretera 026?

A Scott le costaba trabajo ordenar los pensamientos. Tenía que hacer esfuerzos por rescatar de la memoria lo ocurrido en el camino de vuelta a su casa.

—No lo decueddo bien. Zolo vi una moto doja que ze cruzó en mi camino y... no conzigo decoddad...

—¿Cómo que no recuerda más? ¿Está usted seguro?

Esta última pregunta puso a la defensiva a Scott. Era verdad, no conseguía recordad nada más. La memoria se le resumía en una serie de imágenes confusas que se arremolinaban sin orden en su cabeza. Notaba cómo su cerebro no podía funcionar correctamente. Pensó que así es como debía de trabajar la mente de Jacobo.

—Azi ez, ¡lo judo! Una moto doja, pedo no decueddo nada más.

—¿Y qué me dice de la mujer herida en el suelo? ¿No sabe nada de eso? ¿No recuerda haberse dado a la fuga sin prestar ayuda a su víctima?

Scott escarbaba entre sus recuerdos. A duras penas podía mantenerse de una pieza sobre la silla, pero... ¿Darse a la fuga dejando a una mujer herida en medio de la carretera? Se acordaría de algo así.

—Fuga. Nunca. Yo nunca hadía adgo azí. Decueddo la moto, y a una mujed salid dispadada. Zí. ¡Miedda ahoda zi puedo recoddadlo! Lo confienzo. ¡Lo ziento, lo ziento muzo! Yo tuve la cudpa pod coged el coze completamente bodacho —Scott se tapó el rostro deformado entre las manos para ocultar unas lágrimas que comenzaban a brotar. Se había derrumbado—. Pedo no puedo recoddad nada máz. No zé que me paza. Quiedo codabodad, pedo no puedo. Aun azí estoy zegudo de que yo nunca huí ded accidente... yo nunca hadía algo azí.

El rostro del hombre de la coleta se ensombreció, mientras que el semblante del hombre de los ojos celestes pareció esclarecerse y darse por satisfecho.

—Está bien, señor Scott. Creo que es todo lo que necesitábamos saber. Gracias por su colaboración.

Scott levantó el rostro, aturdido. ¿Ya está? ¿Se acabó? Pero aquella esperanza se esfumó tan rápido como vio por el rabillo del ojo que Jacobo no le retiraba el diapasón de la cabeza y se acercaba a la extraña máquina del demonio.

—Esta vez a plena potencia, Jacobo.

—¡Cómo! No puede zed. Pod favod. He codabodado, oz he contado toda la veddad, no deducueddo el desto ¡Estaba muy bodacho!

Jacobo dio la máxima potencia al dial y el zumbido de un millón de abejas estalló en los tímpanos de Scott antes de verse sumergido en la oscuridad más absoluta.

El último impulso eléctrico hizo que el pecho de Scott se levantase un palmo del suelo.

Scott abrió los ojos lentamente y se encontró con la silueta de un hombre que vestía un mono de trabajo naranja. Su corte de pelo parecía militar y los ojos eran celestes. El hombre rubio dejó escapar una sonrisa, apartó a un lado el desfibrilador y se secó el sudor de la frente.

Detrás del hombre pudo entrever su coche convertido en siniestro total retirado en la cuneta. Casi cincuenta metros mas allá en la carretera había una moto roja destrozada y humeante. Un señor con pantalón de pana y camisa a cuadros que socorría a una mujer tendida en el suelo levantó la cabeza, lo miró directamente a los ojos y gritó.

—¡Está vivo! ¡El hombre del coche también está vivo!
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lucia
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Re: El conductor (Relato)

Mensaje por lucia »

Mira que me esperaba que el cuento acabase cuando le dan la descarga que iba a ser mortal y no vital. Ahí me sorprendiste. Vaya experiencia cercana a la muerte. De esa no vuelve a conducir borracho si es que no pierde la memoria.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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rubisco
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Re: El conductor (Relato)

Mensaje por rubisco »

¡Guau! ¡Qué giro tan sorprendente al final! Es un gran relato, sin duda. Engancha y no te suelta hasta que llegas al final. Mi más sincera enhorabuena :D
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El Otro
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Re: El conductor (Relato)

Mensaje por El Otro »

Fopiani, ante todo felicitaciones por el premio.

Como todo buen cuento todo en él parece direccionado hasta ese sorpresivo final. Todo un logro mayúsculo.

Las secuencias tienen reminiscencias kafkianas, a cada escena la perversidad de los actores agresivos va en aumento, cada vez más crueles y desconcertantes; la atmósfera de pesadilla se apodera de los sentidos como corresponde a toda pesadilla... como corresponde a cualquier escenario de índole kafkiana.

Me ha gustado que que tu historia se contraponga a la idea que muchos se han formado después de que Raymond Moody en su “Vida después de la vida” y que luego, muchos de sus secuaces hicieran lo mismo alrededor del mundo, dando lugar a que quede casi establecido en el imaginario popular que un coma o una agonía podrían ser similares, en forma independiente al estado en que transcurría la existencia de una persona que enfrenta su final, aunque éste no llegue a cumplirse. Esta apreciación siempre me ha resultado dudosa y tu relato, por suerte, baraja otra posible hipótesis.

La conciencia de un estrago producido por irresponsabilidad propia es natural que desemboque en culpa, en el sentido más estricto del término. En el más duro.
La frase de Annabel Pitcher parece resumirlo de manera contundente: “... Si el sentimiento de culpa fuera un bicho, sería un pulpo. Todo viscoso y retorcido y con cientos de tentáculos que se te enroscan en las tripas y te las aprietan fuerte...”
Scott, Lo tenía merecido. :D
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LisaSimpson
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Re: El conductor (Relato)

Mensaje por LisaSimpson »

Gracias por compartir el relato. Como ya han comentado otros, el giro del final es toda una sorpresa.
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Berlín
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Re: El conductor (Relato)

Mensaje por Berlín »

Felicidades por ese premio y bienvenido. Me ha encantado el relato y ese giro final que la verdad no esperaba. Muy bien, porque estaba esperando a acabar de leerlo para decirte que cómo podia ser que le estuviesen dando electro shock cuando de todos es sabido que esa barbaridad hace que se borren algunos recuerdos y los tipos querian hacerlo recordar.

Lo dicho, muy interesante. He visto por ahí un errorcillo de lo más tonto que si quieres te lo indico. Es un carcajease en lugar de carcajearse.

Nos leemos.

PD: Por cierto, he entrado en tu blog y he visto que tienes una gran cantidad de premios literarios. Sería un placer que participases en el siguiente concurso de primavera, aquí con nosotros.
Si yo fuese febrero y ella luego el mes siguiente...
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