El almendro que baila con el viento (Cuento)

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Vientoo
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El almendro que baila con el viento (Cuento)

Mensaje por Vientoo »

El almendro que baila con el viento

El sol asoma por el horizonte suave como una caricia; noto su luz y su leve calor agradable. Cuando un día así me visita me toca el recuerdo. Aún tengo almendrucos del invierno pasado. No quiero que se agoten, me llena comerlos despacio para sentir en mi boca el regusto de los pequeños trozos girar y girar. Ese sabor me trae ¡tantos recuerdos!

¡Ay padre!. Ya no está, se lo llevó el último invierno entre sus brazos blancos y una tos que le apagó poco a poco como si realmente quisiera dejarlo dormir plácidamente. A todos nos llega el fin-
Alguna vez me he preguntado sobre mi pasado, sobre esta soledad que me envuelve como un sino ¿qué sentido tiene todo? Sólo él ha sabido darle sentido con sus palabras estos años: “mama te quiero hasta la luna y volver”

Los hijos cierran las heridas que la rutina y la insensibilidad abre cada día; le dan sentido al presente y al futuro e incluso nos hacen vernos en el pasado como lo que éramos realmente, seres frágiles.
He de bajar a las labores: recoger las lechugas, nabos y cardos. ¡Si las gallinas fuesen generosas…! Atrás quedó la ciudad y su stress, las exigencias, los codazos en el Metro. Sólo echo de menos las conversaciones con los compañeros de trabajo. Bueno, compañeros... Ojalá viese antes a mi antigua amiga Rosarillo. La extraño. No sé qué estrella cayó del cielo para que siendo tan distintas nos hiciésemos amigas. Quizás fueron las sonrisas omnipresentes cuando nos dábamos cuenta de lo maravilloso que es ser sólo alguien más en medio de tanta gente engreída.

Puedo escuchar al viento como si quisiera susurrarme algo jugando con mi larga morena, danzando a compás. Sus brazos se enredan en las ramas delgadas de mi amigo haciéndolo bailar “¿Puede haber mejor caricia?” Cuando él viene pienso que es un amor nuevo abrazándome con su íntimo y peculiar aroma: “¿Debería celar de todas a las pieles a las que el viento amó?” No, mejor no. ..

— Madre ¿Qué haces, por qué sonríes tanto?— Pregunta Samuel al verme descalza caminando con los ojos cerrados alrededor del almendro. Le sonrío por su comentario y porque mis gallinas: Petra y Luisa siempre secundan mis locuras.

Me arrodillo a su altura le mordisqueo la mano con los labios. Hoy su piel huele más. Intento sonreír sumergida en sus pequeños pero infinitos ojos azules. Recuerdo: Sólo somos aquello que pretendemos. El resto es la fortuna que nos toca y juega a lo que le plazca con nosotros.
— ¡Descálzate! — Le ordeno, y juntos, asidos de las emociones bailamos alrededor del almendro. No, no quiero estar triste, quiero inundarme con sus risas. Pero los recuerdos vienen, vienen…

****

No estaba a acostumbrada a la indiferencia de la manada. Siendo niña padre me llamaba “El mar en la mirada” Decía que toda la calma de ese infinito ser y la tempestad podían coincidir. Luego sus brazos me abarcaban con fuerza. En esos segundos el miedo me visitaba. Nunca entendí aquel gesto, ni el trasfondo de sus palabras. Sólo era muy niña…

El primer día en la capital mis sentimientos estaban desbordados. El maldito olor a cerrado en todas y cada una de las estaciones del Metro. En aquel lugar todo el mundo corría simplemente por ganar unos pocos minutos. Ese estrés siempre flotando en los andenes me llevaba a rebufo como a una pajilla impelida por la corriente.

Al salir de la estación un fuerte aguacero caía ante mí. Alguien había abierto las compuertas y todo el gris como una inmensa cortina se cruzaba ante mi vista. Él estaba ahí, ante mí, como un gigante frío y distante de brazos graníticos.

Para mi cita de trabajo me había vestido elegante: falda corta, medias de cristal negras, zapatos de tacón, el pelo cuidado…El acceso al edificio estaba flanqueado por serios vigilantes que verificaron hasta el último detalle de mi persona: DNI, rasgos físicos, lugar de destino. Aquel lugar parecía inexpugnable.

Después la acceso a la caja dorada, el lugar donde todos los enchaquetados se reúnen y muestran su frialdad como aristas de una cadena montañosa siempre envuelta en los distantes gestos del ego y la prepotencia. Tarde mucho en comprender porque cierta gente se reafirma constantemente. El ascensor se movió.

Unos pocos segundos después llegaba a la séptima planta. Atravesé un pasillo alto y ancho frío como la tristeza y blanco como una lápida lleno de grandes ventanales. El distintivo sobre una puerta de haya maciza me indicó el lugar que buscaba. En un exceso de inocencia empujé la puerta. Saludé: ¿Hola?

El despacho, forrado de madera de haya olía a lujo y ostentación. Una secretaria con enormes patas de arañas envolviendo sus ojos y pelo tintado de óxido me vomitó un saludó agrio.
— ¿Quién eres, qué haces aquí?
— Soy la nueva secretaria. Vengo a ver al señor Osorio.
— El señor está ocupado. Espera fuera — Con el ánimo frío salí del despacho y aguardé de pie, fuera, sola. Esperé tanto que olvidé cuándo había entrado en aquel lugar. Ante mi pasaron continuamente enchaquetados que ni siquiera se dignaban a volver el rostro y menos aún a saludar. Por fin se abrió la puerta de haya. Brotó del interior aquella voz seca y fría.
— Puedes pasar. El señor Osorio tiene tiempo — Accedí.
Su despacho era aún más grande que el de la secretaria; así como las ventanas, la mesa e incluso la pantalla del ordenador. Todo parecía gigante allí, hasta su calva brillante como una bombilla que parecía sudar.

Giró su silla con parsimonia y me examinó desde los pies a la cabeza. Me sentí durante aquel tiempo infinito un animal que llevan a la feria. Sólo silencios y mi respiración entrecortada mientras aguantaba quieta de pie. Por fin habló. El tono suave de aquellas palabras me resultó dulce.
— Hola. Te estaba esperando Eres Paula ¿Verdad?
— Sí señor Osorio. Soy Paula.
— Bien… Según indicas en tu currículo tienes conocimientos en varios idiomas, bases de datos y el entorno ofimático. Si es verdad todo eso me vendrás muy bien. Toma asiento en esa mesa te pasaré unos informes — ordenó indicando una pequeña mesa a su lado.

Aquella fue la tarde más larga e intensa de mi vida. Sobre mi mesa montañas de informes escritos en Inglés, alemán; francés. Datos y cifras con los que engordar mil y un formularios. Al cabo de horas de trabajo le vi levantarse dispuesto a marcharse. Pensé ¡por fin! mi trabajo ha terminado. Él, vertió el jarro de agua fría:

— No no, por favor continua. Todo eso es urgente para mañana.
Sentí que me moría. Pero no me iba a rendir a la primera. Aquella tarde me ganó la noche, se hizo tardísimo y me dolía el cuello, los dedos. Era una mujer sola en medio de aquel inmenso despacho donde todo era gigante e inhumano. Cuando salí del despacho de Osorio la seca secretaria que me atendió al entrar ya no estaba. Qué bien me hubiese venido aquel tiempo absurdo que estuve esperando para no acabar tan tarde. Fuera, tras los grandes ventanales ya era de noche, sólo las farolas alumbraban una Gran Vía casi vacía de gente.

El hall de ascensores estaba en penumbra, apenas la luz de emergencia encima de cada grupo de tres puertas proporcionando una escasa iluminación. Introducirme en una de aquellas cajas doradas me causaba pavor. Pero lo hice. Y las grandes puertas se cerraron.
Y todo comenzó a moverse sigilosamente, como si fuese mi imaginación la que creía en el movimiento pero este no era tal.

Entonces ocurrió. Fue una sacudida brusca, fuerte, luego vino otra y otra más. Toda aquella cárcel dorada se tambaleaba y con ella mis miedos danzaron locos, descontrolados. Entonces ocurrió.
Todo quedó a oscuras, lleno de silencio, un terrible momento apenas cubierto por las lágrimas de una niña agazapada en un rincón de aquella caja fría y oscura. La claustrofobia y la oscuridad me engullían.

Al cabo de un tiempo infinito un ruido me despertó. Alcé la mirada. Una luz pequeña iluminaba mi cielo oscuro. Tras ella asomaron aquellos ojos azules y saltones aderezados de una sonrisa. Pensé “¿Un ángel?”
— ¿Te encuentras bien? — interrogó el chico.
— Me… tiembla todo.
— Dame la mano, no quiero que estés más tiempo sola — Extendió su mano pequeña y blanca a la que apenas podía rozar con las yemas de mis dedos. Me alcé de mis miedos y la así temblando. Me sorprendió su fuerza, la calidez de su tacto.

Me sacó de la caja. Allí estaba yo, sentada sobre la cabina del ascensor manchada de grasa negra envuelta en aquel apestoso olor, y con mis medias nuevas rotas y uno de mis tacones roto. Él, sonreía ufano, parecía un chiquillo que hubiese descubierto un tesoro. Señalaba con un dedo.
— Entra por allí. Observé sorprendida. Apenas quince centímetros de hueco “¿por ahí había entrado él?”. Él me miró comprendiendo.
— Espérame aquí, saldré y manipularé la polea. Así habrá más hueco.
— ¡Noooo! — le grité — él me miró con aquellas pupilas azules como si se hubiesen congelado. Estaba aterrorizada —No me dejes sola — supliqué.
— Va… vale. Entonces sal tu primero. Te ayudaré.
Me arrastré sobre la maquinaria sucia y grasienta desgarrándome aún más las medias. Me sentí gusano. Ya fuera respiré hondo. Sólo faltaba que él saliese también y pudiésemos olvidar el suceso.
Un ruido fortísimo hizo temblar mis anhelos. Sus ojos me miraron fijamente, su rostro se volvió blanco, el blanco horrible de la tristeza. No hubo más, ni gritos, ni quejidos, sólo un silencio como un agujero negro apagado por el terrible golpe de la gabina golpeando siete plantas más abajo contra el suelo. Me asomé al hueco del ascensor. La oscuridad quería engullirme. Grité:

—¡aaaaaaaaaaa!
Mis ojos llovieron sin cesar. Cuando los bomberos me recogieron estaba agazapada en un rincón del hall en estado de shok. Aquel chico que había dado su mano y su vida por mí ya estaba.
Eso creí aquel día. Ese fue otro de mis errores.

Aquella noche hecha un ovilla y oculta bajo las sábanas de mi pequeña cama derramé un océano. ¿Por qué me tenía que pasar a mí precisamente mi primer día? No quería volver a aquel maldito edificio ¡nooo! Al día siguiente en lugar de coger el ascensor ascendí por las escaleras. No podía controlar mi pánico:

“uno, dos, tres…….cuarenta, cuarenta y uno……………..cien, ciento uno” Conté cada uno de los blancos escalones que me llevaban al frío despacho de madera de la planta siete. La escalera ancha, blanca, su gélida mirada. Yo era la única persona que la transitaba.
Oír mis respiraciones profundas, esforzadas; mis miedos burlándose. Al llegar a la séptima miré la puerta anti fuegos que daba acceso al hall. Iba a empujarla. Se abrió ante mí. Ella, la maldita secretaria de rostro seco y ojos de hiena estaba allí, mirándome con esa expresión en los ojos de “¿Qué haces tú aquí?” Me sentí tan pequeña.
Alzó su mentón. Me agredió el giro altivo de su mentón. Me remiró de arriba abajo. Soltó dos flores:

—Maldita zorra — “¿qué demonios le había hecho yo a aquella mujer?
Cuando accedí al despacho Osorio estaba de pie “¿Me despedía?”
— Buen día señorita Paula. Es un gusto tenerla aquí de nuevo. Siento mucho el terrible suceso que le ocurrió ayer. Entiendo lo mal que ha de sentirse— sonrió extendiendo su mano — Así su mano sin mucha convicción.
— El puesto de trabajo es suyo — Me sonrió levemente. No lo podía creer. Osorio continuó :
— La secretaria que le atendió ayer ha sido despedida. Ahora, usted ocupará su despacho — comprendí el comentario de aquella vieja cuando la encontré en la escalera. La suerte me visitaba después de la tragedia. Para olvidar mis miedos me sumergí en los mil y un informes que depositó sobre mi mesa Osorio. El trabajo me hizo olvidar algo, o eso quise creer. La noche fue tintando de oscuridad mi ventana. Osorio salió de mi despacho. Me habló con suavidad:

— Hoy no hace falta que haga tiempo extra. Cuando llegue su hora por favor señorita Paula, Márchese. No quiero que sufra más percances.
— Gracias — Susurré. Al poco de su marcha recogí mi bolso. Necesitaba volver a casa. Salí del despacho, accedí al hall. Ahí estaba otra vez, en aquel hall blanco mirando las puertas doradas de los ascensores. Estiré mi mano, toqué el frio metal. Pulsé el pulsador redondo. La luz roja me indicó que había recibido mi orden. La vi parpadear. Conté las pulsaciones:
— Una dos; una dos; una dos — La puerta se abrió. Aquel ser tenía hambre, sí hambre, porque la puerta iba y venía sin demorarse. Corrí hasta las escaleras de servicio y bajé a toda prisa pisando como una loca aquellos malditos escalones blancos. En penumbra, a oscuras con la escasa iluminación de la luz los dos puntitos de emergencia. Llegué a la calle. Alí, dejé que me engullese una vez más la boca de Metro.
Así pasó un día, y otro. Pero aquella maldita escalera y los hambrientos ascensores permanecían ahí, en mis pesadillas, hambrientos, deseando devorarme.

Al cabo de unas semanas volví a bajar, estaba más tranquila, pero un presentimiento recorría mi espalda y se colaba más allá de mis vertebras. Sentía como si alguien me estuviese observando.
Volví a bajar la escalera despacio, respirando cada escalón llena de pavor. Hasta que resbalé y fui a dar de bruces con la pared. Entonces le vi, reflejado en el gran cristal que daba a la calle. Me sonreía y a la vez extendía su mano para ayudarme. Su voz era suave como una caricia. Quise llorar de angustia, de pena. La ausencia de aquel desconocido me producía un vacío insufrible.
— Te encuentras bien — susurró una voz “¿de dónde venía aquella voz? Giré el rostro y… Aaaaaaaa — Era él, él, él… el chico del ascensor, el que me quiso ayudar. Ahí, en carne y hueso a mi vera.
— ¡tú, tú otra vez!
— No… no, yo soy su hermano gemelo…no, no tengas miedo.
— Reculé arrastrándome por el suelo hasta el rincón, agazapándome como una niña. Su voz sonaba apagada:
— Perdona por el susto.
— Yo… yo también le extraño… — él, apagó su voz:
— Todo ha sido un desgraciado accidente.
Tomé su mano. Me alzó, le miré a los ojos. Aquellos ojos me veían hondo, muy hondo. Era como si su mirada tocara ese pozo insondable que todos tenemos y al que pocas personas pueden acceder.
— Tómate un caldo. Te hará bien — “¿Un caldo?” — pensé. No me dejó reaccionar. Tiró de mi mano y me condujo al sótano hasta el cuarto de mantenimiento. Allí, sentada en una silla vieja y remendada puso entre mis manos aquel tazón humeante. Olía a vida. Lo sorbí despacio, sin dejar de mirarle. Aún temblaba de miedo. Comenzó a narrarme:
— Él y yo éramos uña y carne, más que hermanos. Créeme, es terrible perder a un amigo así.
— Murió por ayudarme — susurré.
— No, nunca pienses eso. Cualquier persona habría ayudado en una situación así. Además, no podemos escapar a nuestro destino ¿Crees en el destino?
— No… bueno, no sé si debería creer o no. Si supiese de mi futuro me moriría de miedo.
— Sí, ha de ser horrible saber todo lo que te va a ocurrir.
Me acompañó hasta la boca de Metro. Le observé alejarse mientras volvía su mirada cada pocos metros para comprobar mi estado. Al llegar a casa encontré una nota en el bolsillo de mi chaqueta.
“Vivimos un instante en todo esto que llaman sentir. Puede ser una mirada, un gesto tierno... Por ese gesto, por sentirlo ¿qué llegaríamos a dar? El resto de nuestra vida sin ese gesto es sólo sobrevivir”
Aquella noche dormí más tranquila. No tuve más pesadillas.
Y pasaron los días, las semanas. Rufo, que así se llamaba él, me tenía preparado un caldo todas las tardes al final de la jornada. Esa era la excusa, pero lo verdaderamente importante eran las palabras, las conversaciones enredadas; las risas llenas de chispa y complicidad. El tiempo con él se escurría cual agua entre los dedos. Cada día miraba el reloj en mi pulsera como una adolescente ansiosa por volver junto a él.

Un día la intuí, la gran nube que te aparta. Las mujeres intuimos cosas, es como si una gran losa entre nuestro sueño y la realidad estuviese ahí, en medio de tu dicha. Él estaba casado. Lo sé. No me lo confesó jamás ¿éramos infieles por nuestras palabras o amantes sin tacto?
Aquella tarde, cuando empezamos a hablar, su mirada se oscureció. Podía ver en sus ojos un brillo inusual y no era de alegría. Rufo me habló de él, de su cuerpo pequeñito, la energía, aquella sonrisa a medio camino que un día se esfumó. Apenas 50 días y después se marchó inundándole de tristeza. Él sí, pero ella, no había podido superarlo, de alguna manera su energía vital se había diluido con la pérdida de su hijo.

Vi sus lágrimas brotar mientras no cesaba de llover en su corazón. Me dolieron sus palabras porque mientras me lo contaba le veía allí, en aquel hospital de paredes blancas y emociones frías zozobrando entre mares de frustración. Al anochecer, en la soledad de mi habitación, sintiendo su dolor tuve frío, el frio de mí, su soledad. Aquel pequeño me miraba con ojos de mar extendiéndome la mano para darme la vida. Fue una pesadilla horrible que me llevó en su tempestad y… no pude dormir.

Al día siguiente, para mi sorpresa, Osorio me invitaba a una fiesta privada. Decía que era su secretaria predilecta y… me debía un agasajo. Allí estaba yo la primera tarde que era infiel a la cita con Rufo, en un ágape rodeado de enchaquetados engominados que, ahora sí, volvían sus lucidos rostros hacia mi escote o mi culo. Me sentí como una res a la que llevan a la feria.
Uno de ellos, un hombre y apuesto se acercó hasta mí. Sus ojos verde selva me atraparon como si fuese una pequeña mosca en una telaraña. En pocos minutos me aturdió con los efluvios de un caro perfume y el agasajo de sutiles piropos.
Por un lado me sentía un globo que sube y sube hasta las nubes; por otro, notaba un gran vacío en mi interior ¡cómo somos las mujeres!

Al cabo de varias insinuaciones e insistencias acepté su invitación. Subí en un Mercedes SLK plateado y en pocos minutos se puso a gran velocidad por aquellas cuajadas de curvas. Me llevó a su casa en medio de la montaña, un lugar lleno de lujos y automatismos digno más de una actriz de Hollywood que de una simple secretaria.

Cuando el champan asomó en nuestras copas mis ideas y mi cabeza giraron también. Me sentí rara, fuera de lugar. Entonces fueron sus las que hablaron. Entonces noté la ausencia:
— No… no — Le susurré.
— Vamos, venga ¡no te hagas la estrecha— aquellas palabras fueron la chispa que provocó la deflagración.
— No, por favor No — Y sus brazos se hicieron férreos, cárcel; y su boca bebió sin permiso. Le empujé. Cogí la botella de champan y la golpeé contra la pared. Con el vidrio roto y amenazador en mi mano se lo escupí:

— Da un paso más, ponme una mano encima sin mi permiso y… ¡te rajo la cara! — Su cara de pijo lindo se volvió tan blanca como los malditos escalones de aquella escalera del pánico. Llamé como pude a un taxi. A los pocos minutos estaba en la puerta.
— Por favor. Lléveme a la Gran Vía — le lloré.
Era tarde, demasiado tarde para todo, pero mi intuición me lo gritaba. Entré en el edificio. Bajé al sótano, una experiencia absurda me golpeaba insistentemente. Allí estaba él, sentado junto a la pequeña mesa. Escribía miles de palabras sin descanso.
— ¿Qué escribes? — le susurré con el pelo mojado y la tempestad en mi corazón:
— Palabras absurdas, palabras de celos; palabras exigentes, sin derecho; palabras que no deberían albergar ni luz, ni vida.
Me acerqué a él. Bebí su mirada; olí su boca; aspiré sus manos. Cómplice, la puerta del pequeño cuarto se cerró. Nuestros cuerpos se buscaron. Sentí como me llevaba a mil lugares con aquellas palabras que me susurró su alma. Entregué a sus suspiros mi boca, mi sueño primero y la única de las flores de mi vida. Pasamos la noche mezclándonos la piel.

Al amanecer tuve un pánico infinito ¿cómo me sentiría siendo la otra? Salí fuera del edificio. Necesitaba un café. El sol más niño y bonito de mis sueños escalaba los edificios. Aún tiene mi corazón el color de aquel café.

Se alejó de mi mirada tras el escaparate de la cafetería. Fue la última vez que le vi. Me enteré días después que había pedido el traslado del edificio. Tal ver los remordimientos por ser infiel le movieron a eso. Me dolió tanto su ausencia.

Al anochecer entré en el que fue su cuarto y busqué por los cajones, en las taquillas… En una pequeña caja de cartón había un almendruco. Lo guardé como un tesoro. Porque eso fue el para mí, un tesoro.
Han pasado los años. Él no se fue, está aquí siempre conmigo. Primero fue en mi vientre palpitando como un hermoso presagio, luego correteando alrededor de mi regazo llenando de vida mi soledad. Hoy, bailamos juntos alrededor de aquel almendruco que ya se hizo árbol, ese árbol que aún hoy me trae el olor a él. Pero la bestia ha vencido, está dentro y me queda poco ¡tan poco de vida!
— Madre. Un señor viene — Grita Samuel.
— ¿Cómo? — interrogo sin creer.

Miro a mi espalda, sobre la pequeña colina que da acceso al camino de casa. Reconozco perfectamente su figura recortada por los rayos de sol “¿Es el mismo sol que aquel día?”
Los miedos al adiós y la oscuridad se disipan. Sí, me queda poco, muy poco de vida, pero mi corazón es un potro desbocado y el viento, ese viento que viene con él me sabe a caldo caliente…

FIN
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Vientoo
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Re: El almendro que baila con el viento (Cuento)

Mensaje por Vientoo »

:D
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rubisco
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Re: El almendro que baila con el viento (Cuento)

Mensaje por rubisco »

Gracias por compartirlo, Vientoo :D

Este relato me deja sensaciones encontradas. Por una parte hay cosas del argumento que no terminan de quedarme claras (por ejemplo la muerte del chico que salva a la protagonista, que la descubro cuando lo menciona el hermano), pero el hilo argumental en sí me parece bien trabajado e hilvanado. El estilo de escritura es original, y rico en detalles, aunque en algún pasaje me he perdido y quizás es a eso a lo que puedo achacar que se me escapen cuestiones argumentales.

También he comprobado que tiras mucho de metáforas y alegorías. Eso sirve para marcar un estilo propio, pero no comparto todas las metáforas que has utilizado. Por ejemplo, nunca hubiera dicho que "la caja dorada, el lugar donde todos los enchaquetados se reúnen y muestran su frialdad como aristas de una cadena montañosa siempre envuelta en los distantes gestos del ego y la prepotencia. Tarde mucho en comprender porque cierta gente se reafirma constantemente" fuera un ascensor. Quizás sea que no conecto con la idea en sí, o quizás la metáfora requiere un poco más de trabajo. Eso quien mejor puede valorarlo eres tú.

Y luego en líneas generales el texto necesita una revisión, porque hay fallos que van más allá de la ortografía: palabras que desaparecen o expresiones que se repiten en la misma frase. Una o dos correcciones y quedará resuelto.

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Edgardo Benitez
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Re: El almendro que baila con el viento (Cuento)

Mensaje por Edgardo Benitez »

A mi gusto es un texto que tiene demasiada información, más de la necesaria. PPienso que es un texto casi la entrada a una novela. Me gustaría que la brevedad fuera tu estilo. Vientoo.
¡Hay vida antes de la muerte!
Ninguna de tus neuronas sabe quién eres… ni les importa.
Pero si te pego en el centro, será por filosofía.
Pero por poesía, serás mi centro.
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Vientoo
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Re: El almendro que baila con el viento (Cuento)

Mensaje por Vientoo »

gracias por el comentario.
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lucia
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Re: El almendro que baila con el viento (Cuento)

Mensaje por lucia »

No es de lo tuyo que mas me ha gustado, especialmente a partir de que llega al edificio donde va a trabajar y se precipita todo a irreal. Pero irreal empezando ya desde el sistema de"selección" hasta el casi final.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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Vientoo
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Re: El almendro que baila con el viento (Cuento)

Mensaje por Vientoo »

Muchas gracias por el comentario ¡ni te imaginas cuánto me ayudas!

Voy a a editarlo otra vez. ¡ea!
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