Un faro! Qué bonita imagen, Megan
A Berlín le encantan los faros, a ver si se anima a escribir algo
La torre vigía
Mi abuelo empezó a pintar cuando se jubiló. Cada mañana, muy temprano, cogía los bártulos y echaba a andar por la carretera de la costa. «¿Dónde vas, Manuel?», le preguntaban los vecinos cuando se cruzaban con él. Y él, como única respuesta, tocaba la visera de su gorra roja y sonreía. A continuación hundía la mano en el bolsillo y, al sacarla, mostraba en la palma un poco de alpiste. Perico, el periquito que era amigo inseparable de Manuel, volaba raudo desde el huesudo hombro hasta la mano para dar buena cuenta del aperitivo. Todos en el pueblo comentaban que, desde que enviudó, el pobre hombre había perdido la razón. Pasaba horas en el acantilado, frente al lienzo, inmortalizando la pintoresca cala, la bravura del mar y, al fondo, sobre las rocas, el majestuoso faro. El faro que ya hacía muchos años que, a causa del abandono, se había derrumbado. Solo quedaba un trozo de muro que, poco a poco, el oleaje iba reclamando para sí.
Pero Manuel siempre representaba el faro en todo su esplendor, elevándose cual torre vigía sobre el ramillete de tejados inclinados que conformaban el pequeño pueblo.
—Abuelo, ¿me cuentas la historia del faro?
Me la había contado mil veces, pero yo nunca me cansaba de oírla. Mi mente infantil disfrutaba imaginando a todos esos valientes marineros que desafiaban tempestades e incluso a monstruosos seres marinos. Y me moría por ser uno de ellos. Gracias a aquel faro que alumbraba entre las tinieblas habían podido regresar a pesar de las tormentas.
—Fíjate bien —me decía el abuelo—, si entornas los ojos y dejas que el viento se lleve tus pensamientos lejos, bien lejos, podrás ver la silueta del faro, ahí mismo, en lo alto —señalaba. Y yo intentaba verlo, incluso en alguna ocasión le dije que sí, que lo había visto, pero lo cierto es que nunca lo conseguí.
Ha pasado el tiempo. Manuel ya hace años que se reunió con la abuela. A menudo he imaginado que están juntos, tomados de las manos, en aquellas ruinas del viejo faro.
Me quedé sin trabajo ya cumplidos los cuarenta y me encontré en una situación económica muy delicada. Ni siquiera podía pasarle a mi ex mujer la pensión para la manutención de nuestro hijo. Hijo que ni siquiera me permitía ver. Una noche, sintiéndome un inútil y despreciándome a mí mismo, me emborraché y dirigí mi utilitario hacia la carretera de la costa. Aceleré curva tras curva. Ahora me aterra pensarlo, pero creo que buscaba la muerte. No obstante, de repente, una luz me deslumbró y contemplé la silueta del faro, esa torre vigía que antaño había salvado a tantos marineros perdidos. Aquella noche me salvó a mí.
Pisé el freno y el coche se detuvo a milímetros del abismo. Allí abajo, junto a las rocas, vi a los abuelos, tomados de las manos, incluso el periquito Perico estaba con ellos. Me sonrieron. Ahora sé que el abuelo siempre estuvo en lo cierto: el faro sigue allí, tal como él lo pintaba. Para verlo solo hay que entrecerrar los ojos y dejarse llevar por el viento.