Buscador de tesoros colegiado.

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UnTio
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Buscador de tesoros colegiado.

Mensaje por UnTio »

-¡Oiga!, ¿Pero qué hace usted?, ¿Qué está haciendo en mi jardín?

Ella salió de la casa de color blanco. Era una mujer de mediana edad, tenía el pelo negro y rizado yla tez muy morena. Vestía unos pantalones grises de tela y una camiseta blanca de manga corta.

El hombre la miró.

-¡Buscando un tesoro, señora!

Él era un tipo de aproximadamente cincuenta años de edad. Parecía uno de esos lobos de mar de las películas de piratas. Llevaba un gabán azul con grandes botones, un parche oscuro en el ojo izquierdo y sujetaba una pala en la mano derecha. Tenía la tez curtida, su piel parecía la corteza seca de un árbol a punto de desmoronarse, su cabello era canoso, escaso y parecía muy sucio.

-¿Cómo que buscando un tesoro? Abandone mi propiedad o llamaré a la policía.

El hombre meneó la cabeza con cierto disgusto. Clavó la la pala en el suelo, estropeando el cuidado césped del jardín de la mujer de pelo oscuro y rizado, y metió su mano derecha en el gabán, sacando del mismo lo que parecía alguna clase de documento oficial.

-Esto es un permiso del ayuntamiento, señora. Soy un buscador de tesoros colegiado, tengo mis papeles en regla y estoy aquí para encontrar un tesoro. No se preocupe, arreglaré su césped cuando haya terminado. Además, le corresponde el valor del veinte por ciento de lo que encuentre.

-Y el otro ochenta por ciento para usted, ¿Eh caradura?

-¡Yo hago todo el trabajo, señora! Pero un diez por ciento se lo quedan esos cuatreros del ayuntamiento. Yo me embolso el setenta por ciento del tesoro, a lo que hay que restar el pago de tasas, licencias y la posterior reparación de su jardín. Por no hablar del tiempo y esfuerzo que empleo en la búsqueda de tesoros.

-No quiero que busque nada en mi jardín. Lárguese.

-Lo siento, señora. Va a tener usted que aguantarse.

El hombre recogió la pala con ambas manos y comenzó a cavar. Marisa, que así se llamaba la mujer cuya propiedad había sido invadida por el buscador de tesoros colegiado, observó al hombre y se percató de que le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Aquello le generó una cierta repugnancia, que se unió a la desazón de tener que soportar a un extraño en su jardín.

**

Luis y Ricardo entraron en el pabellón. Eran dos treintañeros que trabajaban como corredores de bolsa. Ambos vestían trajes que, a juicio de ellos mismos, les hacían parecer hombres mucho más atractivos, poderosos y adinerados de lo que eran en realidad.

Aquella noche iba a tener lugar el combate del siglo: Jhon Skinner, el consolador de viudas, se enfrentaba al aspirante, Tom Freud, el paladín de Detroit.

No era la primera vez que aquellos dos hombres se enfrentaban en un cuadrilátero. Hacía ya cinco años habían librado un combate, con Freud como campeón por aquel entonces y Skinner como su retador. Skinner había propinado una paliza sangrienta y horrible a Freud, quién había caído en el nada recomendable estado de coma profundo.

El paladín de Detroit despertó del coma meses después. Y al hacerlo, comenzó con un proceso de convalecencia y recuperación que se demoró durante meses. Cuando estuvo razonablemente repuesto, Freud abandonó su vida acomodada y se dirigió a los lejanos desiertos de Mongolia, donde un grupo de monjes lo adiestraron en estilos de lucha tan antiguos como la propia humanidad.

Tras aprender con los monjes, Freud se dirigió a vivir un tiempo en cierto país africano. Allí se dedicó a ayudar, de forma desinteresada y altruista, a los pobres. Fundó una academia de boxeo, dónde enseñó su conocimiento a jóvenes de aquel país, a quienes también trataba de inculcar valores de honestidad y disciplina. En el proceso, Freud tuvo un tórrido romance con una monja mozambiqueña, quién hoy día es su esposa. Poco después de que la pareja contrajese matrimonio, en una hermosa ceremonia que fue presidida por uno de los monjes mongoles que habían adiestrado al paladín de Detroit, una cruenta guerra civil estalló en el país. Una lúgubre guerrilla se levantó en armas contra el siniestro gobierno de la nación, lo cual desató carnicerías y atrocidades sin fin. Sabiamente, Freud y la monja con la que se había casado, decidieron abandonar el país en un transporte aéreo de una fuerza militar extranjera. En su viaje, que fue sin duda tan profiláctico como estresante, les acompañó el ministro de finanzas del país, un honorable y bondadoso hombre quién hoy día lleva un apacible vida en Suiza.

Ahora Freud, tras todas estas peripecias, estaba listo para tomarse su venganza frente a Skinner, en un combate que había despertado un febril interés en el mundo y generado apuestas descomunales.

Los dos hombres se sentaron en sus butacas. El pabellón hervía, animoso y tenso, antes del gran y esperado combate.

-¿Cómo te van las cosas con esa tía?

-¿Con Marisa? Bueno... nos hemos acostado un par de veces.

-¿Pero vais en serio?

-No sé que decirte. Eso nunca se sabe.

-Ya.

-Es un poco rara.

-¿Rara?, ¿Y eso?

-Bueno, su marido desapareció. Supongo que aquello la dejó tocada.

-¿Se largó de casa?

-De casa y de la faz de la tierra. Nadie sabe dónde está ese tío, un buen día salió a hacer unas compras en el supermercado y no volvió a saberse de él.

-Esas cosas dan mal rollo, la verdad.

-Sí.

-¿A qué se dedicaba?

-Era profesor de historia. Aunque a Marisa no le gusta hablar mucho de eso, lo cual me parece lógico.

-Ya. Bueno, si el tipo era profesor de historia, quizás desapareció de puro aburrimiento.

-Sí, quizás.

**

La mujer del pelo rizado había entrado en la cocina de su casa. No le gustaba nada que ese tipejo mutilado estuviese con la pala en su jardín, removiendo la tierra y estropeando su césped. Así que cogió su teléfono móvil y llamó a la policía.

-Buenas tardes, habla usted con la policía.

-Buenas tardes. Verá, hay un hombre en mi jardín y no quiere irse.

-¿Está armado?

-No que yo sepa.

-¿Están las puertas y ventanas de su casa cerradas?

-Sí. Lo están.

-Está bien, no salga de casa, ¿Entendido?

-Sí.

-Bien, ¿Qué le ha dicho ese hombre?

-Que busca un tesoro, eso ha dicho.

-¿Le ha mostrado un permiso del ayuntamiento?

-Sí. Él ha mostrado un permiso.

-¿Es un hombre con un gabán azul y un parche, un hombre a quién le faltan dos dedos en la mano izquierda, y que tiene un aspecto desaliñado y desagradable?

-Sí. Es justo como usted lo está describiendo.

-Estese tranquila en ese caso. Ese hombre es un buscador de tesoros colegiado y no tiene nada por lo que preocuparse.

-¿Nada por lo que preocuparme?, ¿Me está tomando el pelo?


El agente de policía había colgado el teléfono. Marisa se quedó pensativa y sin saber que hacer. En ese momento, llamaron al timbre. Abandonó la cocina y pasó al salón, decorado con muebles nuevos de diseño y pintado de color crema, miró por la mirilla y vio al hombre del parche. Se preguntó si habría tocado el timbre con alguno de los tres dedos de la mano izquierda, aunque le pareció improbable. Abrió la puerta.


-¿Qué quiere usted? ¿Va a ponerse a excavar ahora en mi salón?

-Lo he encontrado señora, lo he encontrado. El tesoro está ahí mismo.

-¿Cómo dice?

El buscador de tesoros colegiado se dio media vuelta, y caminó hacia la zanja que había abierto en el jardín de la casa de la mujer de tez morena y pelo rizado y oscuro. Aquel hombre, que caminaba delante de la mujer, había intentado dedicarse a la práctica del boxeo, sin embargo había fracasado y se tuvo que enrolar en un petrolero. Tras pasar doce años en alta mar, trabajó en un una empresa de instalación y reparación de equipos de aíre acondicionado, y tiempo después se hizo buscador de tesoros.


-Es un poco extraño, señora. No había visto nada igual. Normalmente la gente guarda sus tesoros en cofres, ¿Sabe usted?, sin embargo este tesoro está de un ataúd.

-¿En un ataúd dice?

-Sí. Eso digo, señora.

El hombre saltó dentro de la zanja que había cavado con la pala en la mano, tenía intención de utilizar su pala como una palanca para abrir el ataúd dónde se encontraba el tesoro. Al escuchar todo aquello y asimilarlo, la mujer se puso muy blanca, y sintió una mezcla de miedo y asco que le subían desde el pecho hasta la garganta.

-¡Escuche usted!, ¡No abra ese ataúd!, ¿Me ha escuchado?, ¡No lo abra!


**

En el asalto diecisiete del gran combate que enfrentaba al campeón de los pesos pesados, el consolador de viudas, contra el aspirante, el paladín de Detroit, el retador cayó a la lona. Sin embargo, a mitad de la cuenta, aquel hombre, el cual se había casado con una monja mozambiqueña, se puso en pie. Su rival y él bailaron como guerreros milenarios entorno a una hoguera, y entonces, como la lengua de un reptil tratando de atrapar a una mosca, su brazo derecho se estiró a toda velocidad. Alcanzó el rostro del consolador de viudas, y éste se desplomó sobre el cuadrilátero, incapaz de reponerse al golpe en el tiempo que duró la cuenta.

El público gritó entusiasmado y los periodistas deportivos, hombres equilibrados y poco dados a la exageración, comenzaron a firmar algunas de las más hermosas crónicas que jamás nadie ha firmado. El dinero cambió de bolsillos en el mercado de las apuestas, y los dos amigos, uno de los cuales, además de acostarse con Marisa, se encontraba secretamente enamorado de ella, salieron a celebrar la victoria y el dinero ganado. Bebieron copas, rieron, se mintieron y también se dijeron la verdad, y esnifaron un gramo de cocaína entre los dos. Después, desayunaron juntos en un bar y se marcharon cada uno a su casa, contentos por haber visto en directo al paladín de Detroit deslumbrar al mundo con su victoria inimaginable.

Freud, por su parte, aquella noche se sintió el rey del mundo, concedió entrevistas y le dijo a su mujer por teléfono, puesto que ella no acudía nunca a los combates, que la quería. Luego, al final de la noche, mantuvo relaciones sexuales con una chica, una joven estudiante de magisterio de veintiún años de edad.

**



La mujer preparó un café en la cocina. Llevaba una bata de color rosa, debajo de la cual solo vestía un camisón blanco. Era verano y hacía buen tiempo, así que cuando su taza casi rebosaba de humeante y delicioso café, importado desde cierto país africano el cual había sido desolado por una atroz guerra civil, salió al jardín de su casa para ver amanecer.



El sol ya se levantaba invencible, como Tom Freud en el asalto número diecisiete de su combate contra John Skinner. Ella se quitó las sandalias para sentir el césped fresco bajo sus pies. El jardín tenía un aspecto inmaculado y perfecto. Un suave viento movió sus cabellos mientras un rayo de sol iluminó su rostro y le hizo entrecerrar los ojos. Notó un cosquilleo en el tobillo, y se dio cuenta de que una mariquita diminuta trataba de subir por el mismo como si fuese una escalera de caracol. Se agachó y la apartó suavemente con los dedos de su mano izquierda, ya que con la derecha sujetaba la taza de café, luego se incorporó y vio a dos niños, los cuales vivían en la casa de enfrente. Habían madrugado mucho porque su padre, un hombre de aspecto desaliñado, quién parecía uno de aquellos piratas de las películas, los iba a lleva a pescar.



Ella los saludó con la mano y les sonrió, y los niños le devolvieron solamente el saludo, pues estaban demasiado adormilados para sonreír. Aquellos niños, quienes aún no sabían nada de combates de boxeo, guerras civiles, relaciones entre adultos, matrimonios, monjas mozambiqueñas, cocaína, apuestas, secretos enterrados en el jardín y hombres desaparecidos, subieron al coche de su padre.

Marisa entonces escuchó el automóvil arrancar y lo vio alejarse, hasta que ya no pudo seguirlo con la vista más. Terminó su café, se calzó de nuevo las sandalias y entró en su casa.

Fin.
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lucia
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Re: Buscador de tesoros colegiado.

Mensaje por lucia »

La historia del boxeo no pega nada con la de Marisa ni siquiera como forma de saber que se deshizo del marido. Y menos si luego resulta que el buscador de tesoros colegiado deja que al final se vaya de rositas.

Pero vamos, si la historia del jardín se sigue bien, la del boxeo parece una parodia de algo.
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