Hombre sentado con borrador en la frente (Nolato)

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Estrella de mar
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Hombre sentado con borrador en la frente (Nolato)

Mensaje por Estrella de mar »

Las autoridades abretelibrenses advierten que leer este nolato puede perjudicar seriamente su salud mental. Se recomienda un consumo responsable. A saber: leer en diagonal. :P

Hombre sentado con borrador en la frente

Charles bajó del tren, se acercó a uno de los bancos de la estación, colocó sobre el asiento el sombrero que llevaba en la mano y se acomodó encima de él. Una oleada de bienestar se reflejó en su cara. Inspiró profundo, adentrándose en sus pensamientos. Al poco rato, desaparecida toda huella de la gran dicha, se levantó, cogió el sombrero delicadamente y tras dirigirle una tierna mirada lo tiró a la papelera. A continuación, reprimió un quejido que le brotó, espontáneo, de la garganta, y se encaminó hacia la clínica con un rictus de tristeza en su rostro.

Los primeros días no fueron tan duros como él esperaba. Se sintió aliviado al ver que había gente mucho peor que él. Un muchacho llamado Han que estaba en su grupo de terapia le llamó la atención. No hablaba, solo de vez en cuando repetía la palabra «lluvia» como una letanía. Los días que llovía se bajaban todas las persianas de la clínica y se le vigilaba especialmente. Charles acabó enterándose de la razón. Los días lluviosos se los pasaba contando las gotas de agua que resbalaban por cualquier cristal. El resultado lo apuntaba en una libreta. Seguía el trayecto de las gotas con el dedo hasta que llegaban al marco inferior de la ventana. Para él cada número tenía un rostro, una personalidad. El número 327 le daba una tranquilidad como ningún otro. Nada se podía igualar a la calma que le inundaba cuando llegaba al 327. En cambio, el 186 le daba grima, equiparable al sonido que producía el roce de dos cuchillos. Si el número resultante de la cuenta de gotas era impar se estremecía extasiado. Si, por el contrario, era par, un temor atávico se apoderaba de él y se refugiaba en su interior durante días.
Según su padre, un emigrante panadero normando, Han nunca se había comportado como un niño, sino como un adulto con una misión. Él lo llamaba, cariñosamente, cántaro de agua. La decisión de ingresarlo fue la más difícil de toda su vida. Pero alguien de confianza que le había cogido mucho cariño al muchacho le habló de una buena clínica y se ofreció a correr con los gastos.

A Charles se le asignó un hombre de mediana edad llamado Albert como compañero de habitación. Había ingresado voluntariamente al perder su trabajo como empleado de banca debido a su trastorno. Al principio lo hacía en la más estricta soledad. Llegaba del trabajo, encendía el gramófono, se ponía cómodo y se servía una copa de brandy acomodado en el sofá. A continuación se pegaba en la frente con esparadrapo una goma de borrar y se sentía el hombre más feliz de la tierra. Mientras descansaba, se pasaba horas mirando el retrato que le habían hecho con su goma preferida en la frente. El pintor fue la primera persona que lo vio disfrutando de su compulsión. Y es que no había otra cosa como sentir en la frente la seda de una goma de borrar. Desde que era un niño se había desarrollado en él una atracción extraña por esos instrumentos del olvido. Hasta el punto de sustraer cualquier goma que cayera bajo su mirada. Luego, en su adolescencia, descubrió que había desarrollado una sensibilidad especial en la frente. Comprendió que su frente le hablaba mejor que sus manos. Más tarde empeoró y acabó pegándose todo tipo de material de oficina. Sus compañeros se reían, pero él vivía un infierno, avergonzado por cómo le miraban y extrañado de que nadie encontrara fascinación por sentir los objetos en contacto con la frente. La empresa lo despidió el día en que su jefe lo pilló con una grapadora en la frente aduciendo que su actitud profesional era poco seria.
Los compañeros de terapia de Charles eran, además de Albert y Han, cuatro personas más. Green era la que más tiempo llevaba. Rondaba los cuarenta y tenía marido y dos hijos que la visitaban habitualmente. Estaba obsesionada con el color verde en todas sus tonalidades. Comenzó comprándose toda la ropa de ese color. Luego continuó por la decoración de la casa y acabó exigiendo que todo a su alrededor (incluidos marido e hijos) vistieran con su verde adorado. La cosa empezó a ponerse fea cuando dejó su trabajo porque había muy poco verde en la oficina. Y todo se desmoronó al comenzar las crisis nerviosas cada vez que se veía rodeada de un color amedrentador, como los llamaba ella. Cuando internó tuvieron que cambiar todos los objetos de la clínica de color verde (no eran pocos) por otros de un color distinto. Su compañera de habitación era una joven muy introvertida llamada Sophie. Se pasaba los días sin hablar casi nada. Había sido internada en la clínica después de haber allanado la vivienda de unos vecinos y ser pillada in fraganti con varios pares de calcetines en sus bolsillos que no le pertenecían. Los vecinos no quisieron denunciarla por tan poca cosa, pero sus progenitores decidieron que tenía que ser tratada.
Durante la noche, siempre y cuando estuviera en absoluta soledad, Sophie sentía una necesidad irrefrenable de ponerse los calcetines de otras personas. Cuando lo hacía, andaba sus caminos. Si necesitaba sentirse alegre cogía los calcetines de su hermana pequeña, que siempre estaba carcajeándose de todo, se los ponía uno encima de otro y la alegría le inundaba. Era una especie de transfusión de cualidades lo que se producía. Incluso podía sentir a los muertos. Cuando su abuelo murió se puso unos calcetines suyos y se sorprendió al comprobar que todavía lo sentía. Nada más ponérselos olió su colonia y lo percibió sentado a su lado. Sin embargo, había algo diferente. Una extraña transmigración se había producido. Era como si se convirtiera en ellos en vez de apropiarse de sus cualidades. Los calcetines comenzaron a despedir gotitas de agua congelada y una bruma espesa la rodeó. No volvió a ponérselos, y en ese momento decidió que nunca más se pondría los calcetines de los muertos.

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Lady Lonely cerraba el grupo de terapia. Era una anciana adicta al parchís. Antes de entrar en la clínica estuvo a punto de dilapidar todo su patrimonio, (venía de una familia de abolengo), a causa de su adicción. Contrató a personas que no eran de su confianza para que fueran sus contrincantes en el parchís. Y estos, además de cobrar un respetable sueldo, le sangraban todo lo que podían. Lady Lonely comenzó por vender la cubertería fina y acabó malvendiendo los muebles superfluos. A saber: todo menos la cama, cuatro sillas y la mesita donde se practicaba el ancestral juego. Sus descendientes, preocupados por el cariz económico que tomaban los acontecimientos, decidieron ingresarla.

Charles llevaba unos meses en la clínica y gracias a la terapia le iba ganando terreno a su obsesión. Ya ni siquiera pensaba en ella. Sin embargo, para una mente obsesiva resulta fácil salir de una compulsión para caer en otra. Charles llevaba unas semanas dándole vueltas a un asunto que no le dejaba apenas dormir. Cavilaba y cavilaba, pero no encontraba la manera de conseguir lo que andaba buscando. A las pocas semanas se le presentó una oportunidad única en forma de jardinero nuevo. Charles se dedicó a observarle los primeros días. Llegó a la conclusión de que no le sería difícil camelarse al tipo y comenzó a entablar conversación. Al cabo de un mes, a cambio de una considerable suma, consiguió lo que le había obsesionado desde hacía meses. Un parchís, junto con su dado y sus fichas. Desde el primer momento en que conoció a Lady Lonely, sin ser él consciente, su mente había empezado a tramar lo del parchís. Porque Charles, además de su compulsiva obsesión, tenía una debilidad por todas las ancianas, que le recordaban a su madre, de la que no había podido despedirse en su lecho de muerte por encontrarse él fuera del país. Esto le atormentaba profundamente. Así que, de alguna manera, resarcía a su santa madre, que bastante tuvo con lidiar con un hijo medio trastornado, tratando con extrema delicadeza a Lady Lonely. Opinaba que ningún mal podía hacerle, pues estaba claro que para los familiares el problema era el dinero que se gastaba y no la obsesión con el juego en sí. Por otra parte, se preguntaba cuántos años le quedaban de vida a esa pobre mujer. Sin duda, muy pocos. ¿Por qué no iba a poder encontrar alguna satisfacción antes de que le tocara el turno para morir? Todas estas razones pesaron más que cualquier escrúpulo que pudiera albergar con el hecho de boicotear la terapia de Lady Lonely.

El plan que había pensado consistía en jugar con ella unas cuantas partidas un día a la semana. El domingo por la noche era sin duda el día más apropiado debido a que había menos personal. Además, resultaba una circunstancia de lo más favorable el que Lady Lonely tuviera un cuarto para ella sola. Y así comenzó la partida de los domingos, a la que ellos llamaban, para disimular, «paseo nocturno». Cuando Lady Lonely ganaba la partida se le iluminaban los ojos de tal manera que parecía una chiquilla con bicicleta nueva. Desde ese momento Charles se volvió un poco despistado. Si le salía el numero necesario para que una de sus fichas se comiera a una de las de la anciana, siempre se equivocaba en el conteo y erraba el tiro. Si le salía un cinco, lo que le otorgaba el indiscutible derecho de sacar una ficha de casa, nunca hacía uso de él y contaba cinco casillas con otra de sus fichas. Cuando Lady Lonely le hacía notar el error, él lo remedaba pronto, disculpándose y aduciendo que aún no tenía claro las reglas del juego. Al poco rato volvía a fingir un despiste que beneficiaba a la anciana. Aquel brillo en los ojos en Lady Lonely cuando ganaba la partida le provocaba la sensación de ser él el genuino ganador.

Los meses pasaban y Charles vio formarse en su interior una conexión profunda hacia sus compañeros de terapia. En especial la relación que se había establecido entre él y Albert le llenaba de felicidad. Una noche de domingo, cuando Charles se estaba preparando para el «paseo nocturno», Albert le preguntó si podía acompañarles y Charles se vio obligado a contarle la verdad. Albert no ocultó su entusiasmo ante una novedad de aquel calibre y expresó su deseo de unirse a la partida, lo que le fue concedido con la condición de que Lady Lonely no pusiera ninguna objeción. Lady Lonely no encontró pega alguna. Al contrario. Era muy satisfactorio para ella poder contar con un contrincante más. Algún tiempo después, Green también se enteró de la verdadera naturaleza del «paseo nocturno» y quiso ser la cuarta jugadora, pero esto a los demás les preocupaba mucho, ya que tanto las fichas como las casillas de color verde podían dar lugar a que se abriera la caja de Pandora. Green insistía en que no pasaría nada, afirmaba que se encontraba casi recuperada y eso le permitiría demostrarlo. Adujo, además, algo que les dejó sin argumentos. ¿No podía Albert sentir la tentación de pegarse las fichas o el dado en su frente? ¿Acaso a ella se la consideraba más débil? No hubo réplica posible a esta cuestión. Para empezar, podían estar tranquilos porque anunció que renunciaba a las fichas de color verde. Esta afirmación hizo que Lady Lonely suspirara muy aliviada, pues toda la vida había jugado con las verdes y no se encontraba con fuerzas para renunciar a tan arraigada costumbre.
Lady Lonely, sin pretenderlo, había vuelto a encontrar la posibilidad de seguir embruteciéndose con su adicción. No iba a renunciar fácilmente al placentero mundo de las fichas de colores, donde una puede cargarse al compañero y encima salir pitando contando veinte, solo por la avaricia de unos caballeretes sin honor que había tenido la desgracia de sufrir su consanguinidad. Y así, poco a poco, «paseo nocturno» tras «paseo nocturno», mientras iban tejiendo cada uno su auto engaño, pasó lo que sabían que tarde o temprano sucedería. Que Albert acabó pegándose en la frente las fichas que conseguía hacer llegar a la meta, y que Green se hizo con las verdes (con la consiguiente desolación de Lady Lonely). Charles era el único que no había sucumbido a despertar su obsesión. En ocasiones había tenido la tentación de hacerlo, se encontraba tan a gusto y se sentía de tal manera comprendido por sus compañeros que poco le había faltado para hablar con el jardinero. Pero se contuvo porque había llegado a la peregrina conclusión de que si uno no traspasaba la línea la cosa no se saldría de madre. Se sentía como el capitán de un barco. Él era responsable de llevarlos a buen puerto. Sin embargo, su contención se fue al garete el día en que le informaron de que Lady Lonely había muerto la noche anterior. Comenzó a maltratarse a sí mismo, lacerándose por no haber podido sostenerle la mano en el último momento, por no haber podido animarla diciéndole (aunque ella ya no lo escuchara) que no tenía de qué preocuparse, que morir era, simplemente, como cuando tu última ficha alcanza la meta y ganas la partida.

Decidieron que continuarían con los «paseos nocturnos» en honor a la anciana. Lograron convencer a Sophie para que fuera la cuarta jugadora. Han estuvo de acuerdo en vigilar por los pasillos para que ningún miembro del personal entrara en la habitación a cambio de que le ayudaran a evitar el encierro un día de lluvia. Acordaron que si veía a alguien gritara lluvia tres veces.
Aquella primera noche de domingo posterior a la muerte de Lady Lonely, Green siguió jugando con las fichas verdes, Albert continuó pegándose en la frente las fichas que llegaban a meta, Sophie, contraviniendo su máxima, se puso unos calcetines de Lady Lonely, que la anciana le había regalado hacía unas semanas, sólo para sentirla una última vez. Una vez comenzada la partida fue evidente que le pasaba algo. Le preguntaron pero ella negaba. Y, de pronto, con una voz mucho más grave que la suya y con una entonación que les evocó a todos a la añorada anciana, dijo: «Green, he de pedirte algo que me resulta muy penoso. No sé por qué razón, pero he de suplicarte que me dejes las verdes. Todo mi interior se revela a jugar con cualquier otro color». Un silencio como un enorme bloque de hielo se instaló en la habitación de repente. Lo dijo con tal lástima que Green cedió sus adoradas verdes sin queja alguna.
De pronto, Sophie empezó a notar la bruma y se quitó los calcetines rápidamente. Los demás se quedaron mirándola extrañados y ella replicó: «Desprenden hielo», y les explicó lo que le pasaba con los calcetines de los muertos.

Charles se hallaba muy apenado. Volvió a emerger, más intenso que nunca, el dolor por la muerte de su madre y la obsesión irrumpió con fuerza. Había cedido al impulso, ya estaba cavilando en cuál sería la mejor manera de conseguir un condenado sombrero.
El jardinero le había dicho que no le ayudaría, tenía miedo de que lo pillaran y le despidieran. La ocasión se le presentó unas semanas más tarde, al observar a un familiar de un paciente. Era un adolescente que llevaba una gorra de los Warriors. Claro está que Charles habría preferido un sombrero, un sombrero negro habría sido una circunstancia pletórica, digna de hacerle creer en milagros. Sin embargo, en la situación en la que estaba, aquella gorra amarillo chillón de los Warriors era su tabla de salvación. Y se sorprendió, al verse conmovido hasta lo más profundo por la gratitud que le inspiraba aquel equipo de baloncesto. Él, que odiaba todo deporte.
El adolescente no puso reparos a venderle la gorra, pero como intuyó por la actitud de Charles que no estaba permitido, le pidió un precio mayor de lo que costaba. Algo que hizo que Charles se sintiera, al mismo tiempo, aliviado y decepcionado. Aliviado porque temió que el chico se negara en redondo, y decepcionado porque la cifra que le pedía, aun siendo exagerada, no era indecente, como él hubiera esperado, pues había desarrollado gran estima en aquellos pocos minutos hacia los Warriors y ya tenía un alto concepto de todo aquel que llevara cualquier símbolo que los representara.
Pero una vez consumada la venta, al sentir la gorra debajo del abrigo, sostenida fieramente debajo de su axila derecha, se desvaneció la decepción de manera súbita. Aquella gorra le palpitaba como un pequeño ser desvalido. Se vislumbró en su rostro una ráfaga de dicha, que fue sofocada al instante por miedo a levantar sospechas. Cuando llegó a su habitación levantó el colchón y con mucha delicadeza metió la gorra debajo. Se tumbó en la cama y sonrió. Estuvo sonriendo durante tanto tiempo que al día siguiente le dolía toda la parte inferior de la cara.

:afro: :afro: :afro: :afro:

El domingo en el que Charles sacó su gorra, la colocó sobre el asiento de su silla y se sentó sobre ella se sorprendió de la reacción de sus compañeros. Esperaba algún reproche o nerviosismo ante la decisión tomada. El capitán del barco asumía el naufragio ante los tripulantes y esperaba escenas de pánico.
Nada más lejos. Reaccionaron como si fuese la cosa más normal del mundo sentarse encima de una gorra. Es más, parecían aliviados por el hecho de que por fin hubiera tomado una decisión que a ellos les parecía de lo más natural.

Charles y Albert mantuvieron muchas conversaciones acerca de lo que había pasado con Sophie aquella noche en que pareció poseída por el espíritu de Lady Lonely. ¿Era verídica aquella conexión que decía sentir Sophie con los caminos ajenos gracias a los calcetines? Sin duda era la cosa más absurda sobre la que discutirían en toda su vida. Charles opinaba que era imposible, pero su compañero era de los que se situaba entre los indecisos. Tan pronto daba argumentos avalando la opción de la veracidad de la historia como de lo contrario. Tanto discutieron sobre el asunto que al final Charles propuso hacer un experimento. Sustraerían algún par de calcetines de Han y esperarían a un día lluvioso para dárselos a Sophie. Pero había una complicación. Para poder ver los resultados debía hacerse en unos de los «paseos nocturnos», pues Sophie sólo se ponía los calcetines ajenos durante la noche, cuando todos dormían, excepto la noche de los domingos. Hubo que esperar meses, pero al fin llegó una tormentosa lluvia la tarde correcta. Y al caer la noche, Charles se dirigió a la habitación que compartían Green y Sophie con un par de calcetines de Han debajo de la chaqueta. Se lo ofrecieron como regalo de Han y le dijeron que se los podía probar esa misma noche, pero Sophie no consintió en ponérselos, ya que en ese momento llevaba puestos unos de su padre, que, según ella, le transmitían fortaleza y era los que necesitaba cuando se sentía débil. Como vio caras de hondísima decepción ante su negativa, prometió probarlos en un futuro próximo.

El día en que Sophie se puso los calcetines de Han no llovía, pero se levantó de la cama y se acercó a la ventana acometida por un impulso. Green estaba dormida, por lo que no vio cómo Sophie acariciaba con sus dedos el cristal, imitando el gesto que hacía Han cuando acompañaba con su dedo el descenso de la gota. Y tampoco oyó el susurro de una voz que llevaba la cuenta. Si Charles y Albert hubieran estado presentes en ese momento habrían comprendido que el experimento no dejaba lugar a dudas, y se habrían mostrado de acuerdo en que el elemento indiscutible que daba por zanjado el asunto era que Sophie jamás había visto a Han en su faceta de contador de gotas. Charles sí que había tenido la oportunidad de verlo. Una noche, a altas horas de la madrugada, mientras Albert y Charles hipotetizaban sobre las posibles razones que habían llevado al inconsciente de Albert a escoger una goma de borrar como alivio de sus males, se dieron cuenta de que comenzaba a llover y decidieron que había llegado el momento de Han. Después de que hubiera cumplido sin tacha alguna con su tarea de vigilante durante varios domingos se lo había ganado. Albert, que era el más silencioso, se dirigió a la habitación de Han y lo llevó a la que él compartía con Charles para que disfrutara durante un rato. Albert no vio cómo se comportó el muchacho porque se dedicó a hacer de vigía, por si acaso alguien del personal husmeaba por allí. Pero Charles se quedó en la habitación con Han y más tarde le contaría los extraños gestos a su compañero y la enorme sonrisa que mostró Han (vista por vez primera) cuando Charles subió la persiana y se oyó el repiqueteo de las gotas de lluvia contra la ventana.
Aunque no pudieran estar presentes aquel día en que Sophie hizo lo que hizo, y por lo tanto no sabían que el experimento se había llevado a cabo, se les presentaría la ocasión de descubrirlo algún tiempo después. Un día que Charles recordaría siempre como uno de los más fatídicos de su vida.

Charles y Albert olvidaron el experimento y se zambulleron de pleno en un tema al que ellos denominaban «la terrible monotonía de la locura uniforme». Los dos eran de la misma opinión. Por poco que se reflexionara sobre el tema se llegaba a la conclusión de que no eran las obsesiones lo que la sociedad condenaba, sino lo poco convencional de las mismas. Las personas estaban llenas de compulsiones que la sociedad aceptaba calladamente. Pero si habías tenido la desgracia de que te tocara una compulsión extraña (son las obsesiones las que lo eligen a uno, opinaban los dos) te convertías en un marcado, en un individuo perdido por la sociedad. La cuestión no estribaba en quién tenía una mente obsesiva y quién no, pues todos la tenían en mayor o menor medida, sino en quién lo disimulaba mejor. Si tu obsesión era similar a las que padecía la mayoría tenías más posibilidades de mantenerte en la manada. De lo contrario, las probabilidades de ser apartado iban aumentando a medida que la compulsión era más inusual y, por lo tanto, más difícil de disimular.
Todas estas argumentaciones les hacían sentir cierta vanidad. Según su teoría, que formulaba que todos los individuos tenían o habían tenido en algún momento de sus vidas alguna obsesión, ellos no eran entonces los trastornados, sino los llamados a aportar algo de color a la locura colectiva. Cada uno, con su humilde aportación, hacía de pequeño faro para que la humanidad tuviera siempre presente, por mucho que intentaran hacerse los ciegos, que la locura (o diversidad de miradas, como lo llamaban ellos), estaba ahí, resistente en su acantilado, derramando sus intensos destellos en la noche oscura.
Todas estas teorías que Charles y Albert elaboraban se veían favorecidas por los «paseos nocturnos». Se podía decir que florecían gracias a ese ambiente de desinhibición de obsesiones. Pero todo esto se vio truncado cuando ingresó un nuevo miembro en la terapia.

:burro: :burro: :burro: :burro:

Se llamaba Robert. Había provocado un incendio en su casa y había sido obligado por orden de un juez a entrar en una clínica psiquiátrica. No obstante, su señoría había sido magnánima y había dejado que el tutor del muchacho (ningún familiar de Robert estaba vivo), eligiera el lugar. Con el dinero que le había dejado su madre cuando murió pagó la mejor y más elitista clínica privada de todo el estado, que según le dijeron trataba a los pacientes con manga ancha, casi como a clientes.
Robert amaba el fuego. Era uno con el fuego. Andaba todo el día con una palmatoria en la mano. Desde niño los vecinos lo habían apodado el niño de las velas. Necesitaba la llama de una vela como sus pulmones el aire. Robert se sabía un joven débil porque no podía reprimir su compulsión y al mismo tiempo se sentía un joven fuerte porque no tenía voluntad de reprimirla. Su madre lo había mantenido la mayor parte del tiempo encerrado en casa como el que guarda los aspectos oscuros de su vida. No supo o no pudo intentar normalizar su conducta. Lo cuidó como se cuida a un pájaro enfermo, le permitió todos los resplandores que el pajarito exigía, velaba su sueño con la llama encendida hasta que caía profundamente dormido. Sólo entonces, apagaba la vela, le quitaba la palmatoria y la metía en un armario cerrado con llave que se volvía a abrir en cuanto el despertar encendía los ojos del niño de las velas. Cuando la mujer murió, Robert sintió que se le apagaba la llama y, sin tener ya quien, con mucho celo, le velara, provocó involuntariamente el incendio que lo había traído a la clínica.
Le asignaron la habitación de Lady Lonely, de modo que el grupo de los «paseos nocturnos» se vio obligado a suspenderlos. Cuando Robert llegó no hablaba con nadie, ni siquiera el terapeuta le podía sacar apenas un monosílabo. Así que encontró en Han y Sophie a sus afines. Han estaba más decaído que de costumbre porque recientemente había recibido la noticia de la repentina muerte de su padre. Charles, Albert y Green intentaron propiciar una relación amistosa con la esperanza de recuperar los paseos nocturnos, pero Robert nunca respondía ni media palabra. Pasados muchos meses, en una noche que Charles nunca olvidaría, lo oyó pronunciar una frase. Aquella noche Charles no podía dormir. Tanto tiempo sin los paseos le habían dejado en un estado lamentable y ni siquiera sentarse sobre la gorra de los Warriors que guardaba debajo del colchón le aliviaba lo más mínimo. Cada vez sentía más aversión a sentarse en público si no podía hacerlo sobre su sombrero y había empezado a renunciar, por ese motivo, a la merienda y a la cena. Como tampoco era su intención morirse de hambre mantuvo el desayuno y la comida. Por las noches padecía de insomnio y salía de su habitación para andar por los pasillos. Una de esas noches encontró a Robert fuera de su habitación. Estaba sentado en el suelo con una manta sobre su cabeza pronunciando una frase de manera ininterrumpida. Robert no podía distinguir lo que decía y se agachó junto a él en cuclillas. Decía: «Una pequeña llama, una pequeña llama...» Charles sintió una cuchillada de compasión por él. Se levantó sigiloso y volvió a su habitación para acostarse y poder maquinar la manera de encontrarle una pequeña llama al niño de las velas.

No le costó muchos días dar con una manera de hacerlo. Sobornó al cocinero para que le dejara entrar en la cocina junto a Robert. Se inventó la excusa de que el joven había elogiado la comida que allí se servía y estaba muy interesado en conocer al artífice de manjares tan suculentos. Así es cómo Robert pudo contemplar, extasiado, la hipnótica llama de los fogones. Cuando salieron de la cocina Robert miró a Charles de una manera en que no le había mirado nadie en toda su vida. Que me aspen, pensó, si no era una llama lo que había visto arder en esa mirada.
Unas visitas más a la cocina bastaron para que Robert se abriera a Charles y al cabo de poco tiempo fueron restituidos los paseos de los domingos en la habitación de Robert. Los cuatro jugadores habituales prosiguieron sus partidas mientras Robert mantenía en su mente la llama de los fogones encendida. Aún no sabía cómo, pero una cosa tenía clara. Lograría entrar en esa cocina sin que nadie se diera cuenta. A fin de cuentas, era su llama. Una nueva llama que se le había concedido. Antes de que pudiera pensar en un plan, Charles se le adelantó. Había estado pensando que no era justo que ellos pudieran hacer uso de sus objetos prohibidos y Robert no. Le llevó mucho tiempo pero al final logró robar una vela, una palmatoria y una caja de cerillas. Charles dejó que Robert se encargara de guardar la palmatoria y la vela, pero rechazó que se hiciera cargo de las cerillas. Le explicó que lo que hacían los domingos no se podía repetir en ningún otro día de la semana. Debían ser cautelosos, o si no, cualquier miembro del personal de la clínica acabaría descubriendo todo. Robert quiso saber cómo podía él estar seguro de que Charles no utilizaba su gorra. Al no poder responderle satisfactoriamente Charles convino en que el muchacho tenía razón y le sugirió hacer un trato que consistía en intercambiar los objetos. Robert aceptó y accedió a guardarle su gorra de los Warriors. Al siguiente domingo, mientras los cuatro jugadores daban rienda suelta a sus respectivas obsesiones, se sumó una vela encendida.

Ese mismo domingo Green anunció que se bajaba del barco. No asistiría más a ningún «paseo nocturno». Su marido empezaba a extrañarse de que se encontrara ella, al parecer, tan bien, pero no se sintiera preparada para salir de la clínica. Ella comprendió que si seguía así no saldría jamás de aquel lugar, perdiéndose la vida de sus seres queridos. Pidió que no le permitieran volver a participar en ninguna partida aunque les rogase. Los demás se lo prometieron y lo llevaron a cabo cuando, una semana más tarde, se dio la circunstancia. Seis semanas más tarde, Green sintió que estaba preparada para marcharse y pasados tres días abandonó la clínica.

Un acontecimiento provocado por Han un domingo lluvioso hizo que ya no se produjeran más paseos nocturnos. Quiso Han disfrutar de las gotas y al serle negado la emprendió a golpes con los muebles de la habitación. Agredió a una de las enfermeras que intentaba calmarlo. Lo que dio lugar a que lo invitaran a irse. Charles decidió marcharse con él. No podía soportar la idea de que un ser tan delicado como Han estuviese solo en la vida. Un alma que se dedicaba a contar las gotas de lluvia necesitaba de una persona que cuidara de él. Pensó en el padre del muchacho, aquel humilde panadero que había sufrido lo indecible por su hijo, y mentalmente, le dijo: «No, señor, mientras yo siga vivo su hijo no correrá ningún peligro. Palabra de Warrior.»
A los pocos días, dos integrantes de los paseos nocturnos salieron de la clínica. Esperaban al tren en uno de los bancos de la estación. Uno de ellos llevaba su ajado cuaderno de gotas de lluvia y lo asía con una mano. Con la otra, agarraba con fuerza el brazo del otro integrante que le miraba con una vasta sonrisa.
Sin embargo, Charles se sentía triste por haber tenido que abandonar a Robert. Le había dejado su gorra de los Warriors como aval de que volvería a buscarle cuando pudiera salir de la clínica. Con lágrimas en los ojos Robert le suplicó que no se olvidara de él.

Se instalaron en casa de Charles. Lo primero que hizo, una vez fuera, fue comprarse una veintena de sombreros y boinas varias y un nuevo cuaderno para gotas de lluvia que pensaba regalarle a Han. Pero este no quiso cambiarlo. El cuaderno había pertenecido a su padre. No lo reemplazaría hasta que no quedara ni un espacio en blanco.
Una noche de tormenta le despertó a Charles el sonido de un trueno. Se levantó y fue a la habitación de Han. No estaba. Fue al salón y vio que la luz del jardín estaba encendida. Se acercó a la ventana y lo vio, ejerciendo sus funciones de ábaco de lluvia, pero desde el otro lado. Salió al jardín y se acercó a él. Lo encontró empapado. Intentó convencerle de que entrara pero Han no parecía escucharle, concentrado en llevar la cuenta de las gotas. Charles volvió a entrar a la casa para coger un paraguas y una linterna. Se quedó, al lado de Han, con una mano sosteniendo el paraguas para protegerlo de la lluvia y con la otra le enfocaba la luz de la linterna, pues la luz del jardín no iluminaba la ventana lo suficiente. Al día siguiente preguntó a Han por qué había salido fuera y este le respondió: «Cuando uno está empapado los números parecen más reales».
Por la tarde fue a comprar un paraguas más grande y acabó llevándose una sombrilla con un peso para sostenerla, más dos sillas de playa que le fueron regaladas. Los días de tormenta se podía ver a un muchacho, casi pegado a una ventana, acompañado de un hombre sentado sobre una silla de playa que proyectaba con su linterna un haz de luz en la ventana. Muchacho y hombre, protegidos por una fastuosa sombrilla.

Pasaron los meses y Robert cumplió el tiempo que se le había impuesto. Decidió abandonar la clínica aunque el terapeuta le aconsejó lo contrario. Cuando salió por la puerta y vio a Charles y Han esperándole sintió en la tripa tal fogonazo que se sintió como una vela que, por fin, alguien encendía.
Una vez acomodados en casa de Charles, este dejó que Robert tuviera su vela y sus propias cerillas porque se dio cuenta de algo que ni su propia madre había sospechado. No era el fuego lo que obsesionaba a Robert. Era el resplandor de la llama de la vela lo que le fascinaba. Comprendía perfectamente el peligro que entrañaba el fuego. Después de mantener una larga conversación decidió que podía confiar en él. Al cabo de poco tiempo Robert ya andaba con su palmatoria en la mano y su caja de cerillas en un bolsillo allá donde iba.

Charles observó una mañana que Han estaba muy decaído. Tras reiteradas preguntas dijo estar muy seco por dentro porque hacía noventa y tres días que no llovía. Añoraba la lluvia intensa de su ciudad natal. Charles no podía conseguirle la lluvia, por más que intentó reproducir la danza ritual de los nativos alrededor de una hoguera. Ni siquiera una gota cayó la tarde que se pasó ocho horas y media en el jardín recitando una oración quechua para invocar a la lluvia que encontró en la enciclopedia. Sin embargo, ideó un rudimentario sucedáneo para que el chico no volviera a quedarse sin lluvia. La siguiente vez que llovió recogió con botellas toda el agua de lluvia que pudo. Así, en los días de sequía que vinieron, Charles preparó un buen baño caliente y le dijo a Han que se metiera en la bañera. A continuación, cogió las botellas y de un lado de la mampara vertió su contenido por encima, de forma que al otro lado el ábaco de las gotas las iba contando enfrascado en su tarea.

Llamas, borradores, gotas de lluvia y sombreros fueron sucediéndose hasta que una noche, durante uno de sus paseos nocturnos literales, Charles se desplomó, cayendo inconsciente en el suelo. Casualidades de la vida, que en ese detalle quiso ser benevolente y le concedió, al menos, caer sobre su sombrero.

:blahblah: :blahblah: :blahblah: :blahblah:

Ingresaron a Charles en el hospital y Robert y Han acudieron a visitarlo. Cuando iban a entrar por la puerta un miembro de seguridad les cortó el paso. Sorprendidos, preguntaron qué problema había. Muy sencillo, Robert no podía entrar al hospital con una palmatoria en la mano, y mucho menos, estando esta encendida. Ni cuenta se habían dado. Entonces Robert hizo algo que sorprendió a Han. Le pidió que le acompañara fuera y detrás de un arbusto, dejó su adorada palmatoria pidiéndole a dios que estuviera ahí cuando salieran. Por suerte, siempre la encontraba sana y salva.
Charles estuvo semanas en coma inducido. Y hasta Han se olvidó de su condición de ábaco. Un día, cuando salió de la clínica y vio que llovía a cántaros no entendió cómo se le había pasado desapercibido el rumor de la lluvia. Pero, cosa extraña, no se lamentó por las gotas perdidas.
Cuando Albert supo lo que le había pasado a Charles salió de la clínica y se instaló en su casa para cuidar de los chicos. Iba a visitarlo todos los días junto a los muchachos. El primer día que lo visitó introdujo la gorra de los Warriors debajo del colchón. Y cuando estaba solo y las enfermeras no andaban cerca se pegaba en la frente una foto de ellos dos que les habían hecho en la clínica, mientras hacía más confortable la habitación. Y, sentado en el sillón, le hablaba de una enfermera que, según dijo, le ponía ojitos.
Charles despertó del coma y lo primero que vio fue a Albert con una foto pegada en la frente. Sonrió. Pasadas semanas, restablecido, volvió a casa. Como regalo de bienvenida, le habían puesto un sombrero en cada silla de todas las estancias. Albert se instaló definitivamente con ellos, junto con su retrato, para ayudar a Charles, que aún se sentía débil.
Han parecía menos obsesionado que nunca por la lluvia. Hasta que, una tarde, vio una fotografía en una enciclopedia ilustrativa. Una masa ingente de agua. Preguntó a Charles qué era. Charles le respondió que el mar. ¿Llueve sobre el mar?, quiso saber Han, lo que le fue respondido por Charles afirmativamente. Le prometió que en cuanto se recuperara le llevaría a ver cómo cae la lluvia sobre el mar.

Meses después, una noche de profundo invierno, se desató una gran tormenta. Cuando Charles se despertó ya era tarde. Han no estaba en su habitación. Miró por la ventana hacia el jardín y lo que vio le dejó paralizado. La sombrilla se había partido en dos. Y el viento se había llevado la mitad superior. Estuvieron buscándolo toda la noche. En vano. Lo único que recuperaron fue la silla de playa en la que se sentaba Charles.
Los días se convirtieron en una continua búsqueda. Robert tenía el convencimiento de que Han estaba vivo y de que sus llamas le indicarían el camino para volver a casa. No fue así. Sin embargo, aunque las llamas de Robert no consiguieron que Han volviera, sí sirvieron para algo. Para que Charles no se apagara con la ausencia de Han. El dolor que le corroía no lo habría podido soportar sin él. Ni mil sombreros le habrían devuelto la paz.
Al cabo de unas semanas sin rastro de Han, Albert y Charles decidieron visitar a Sophie. Ella era la única que les podía sacar de la incertidumbre. Ya había salido de la clínica y vivía con sus dos hermanas. No fue fácil conseguir una reunión a solas. Parecía que las hermanas se olían algo y no querían dejarla a solas con ellos. Pero no hizo falta, porque en cuanto Sophie supo lo que le había pasado a Han, decidió que aquella misma noche haría lo que ellos le estaban pidiendo sin necesidad de palabras. Cuando volvieron al día siguiente, supieron por la mirada de Sophie que los calcetines de Han desprendían hielo. Han ya no tenía camino.

Charles cayó en una depresión al tener la certeza de que Han no volvería. Albert se volcó con él. En sólo dos meses llegó a comprarle un centenar de gorros, gorras y sombreros. Charles los acogía con una sonrisa de gratitud y los abandonaba en un armario. Ya no le interesaban. Ahora, cada vez que se duchaba contaba las gotas que iban descendiendo por la superficie de la mampara. Al cabo de unos meses, una noche de lluvia, se puso un chubasquero y relevó oficialmente al ábaco de gotas de lluvia. Robert se despertó, y al ver a Charles sentado en la silla de Han, cogió un paraguas y su palmatoria. Salió al jardín, se puso a su lado y el niño de las velas hizo de luminaria.

Los números comenzaron a ser el eje central de la vida de Charles. Todo su tiempo lo empleaba en estudiar los resultados que iba apuntando y analizaba concienzudamente los de Han. Intentaba encontrar un patrón.
Cada número que traía la lluvia era como un extranjero que, llegado de un lejano país y tras viajar errante, acogiera él con hospitalidad, escuchando con los cinco sentidos. Receptivo y dispuesto, el mensaje que oculta el número le calaba hasta los huesos. Y entonces dejaba de ser un extranjero, para convertirse en una presencia que él, así lo sentía, había rescatado del olvido. Una presencia que le hablaba utilizando el lenguaje numérico.

El setenta y siete fue el primero que descubrió. No supo cómo lo había hecho, pero todo ocurrió cuando miró el almanaque que tenían en la cocina y vio que era un siete de julio, lo que daba lugar a un setenta y siete. Se le representaron en su mente, envueltos en una bola de luz, los dos setenta y sietes. El de la realidad y el que había sacado él de la lluvia esa misma madrugada. Y ahí se produjo el extrañísimo fenómeno. Se le reveló al instante que el número ocultaba un mensaje. Miró en la libreta de Han en busca del setenta y siete. No le sorprendió encontrarlo en la entrada del siete de julio del año anterior. Han había apuntado a continuación del número cuatro palabras: «catalizador de dos cifras». Tras mucho discurrir vio claro que el setenta y siete era, además de una puerta (una de muchas, a decir verdad, como comprendería más tarde), un catalizador que le había permitido entrar en el mundo de Han. Una vez dentro, tras años de profundos estudios, su mente empezó a procesar algunos pensamientos a través de los números.

Sumergido en la libreta de Han volvió a fijarse en el número que apuntó el día que desapareció. 186 gotas. De pronto, un fogonazo le vino a la mente. Se levantó corriendo en busca de la enciclopedia. La abrió y se puso a pasar páginas nervioso, con las manos temblorosas. Ahí estaba. Había tenido la respuesta en sus narices desde el principio. Página 186. Se quedó mirando a la nada durante unos minutos y volvió a mirar la página como si le costara creerse lo que le decía el número. No había duda. Era la página 186. Ahí estaba. La fotografía del mar que él le enseñó. El niño cántaro de agua se había ido en pos del mar. Teniendo en cuenta que Sophie había sentido el hielo, ya no le cabía duda alguna de lo que le había podido suceder. Una imagen irrumpió en su mente. Vio una noche de tormenta, vio a Han en la orilla contando las gotas de lluvia que iban cayendo en el cristal del agua, y vio una descomunal ola traicionera llevándose al niño-río. Había una lógica perturbadora en todo ello. El río siempre acaba encontrando el mar.

Y la culpa volvió. Debía haber sido él quien lo llevara al mar. En un acceso de enajenación emocional agarró un sombrero y salió de casa. Cogió el tren que llevaba a la clínica. Bajó en la estación indicada y se acercó a uno de los bancos. Colocó sobre el asiento el sombrero y se sentó encima de él. Con la mirada perdida y resbalándole lágrimas por las mejillas esperó durante un buen rato. Llegó otro tren. Los viajeros se apearon. Se levantó, cogió el sombrero, se lo llevó al pecho como si fuera la última vez que lo fuera a tener entre sus manos y lo tiró a la papelera. El tren se puso en marcha, él avanzó corriendo unos metros por la estación. Una ráfaga de pensamiento le atravesó. La imagen de Robert y Albert se le representó en su mente. Les pidió perdón. Y entonces saltó.

Cuando Albert se enteró de lo que le había pasado a Charles pensó que jamás ninguna goma podría borrar el dolor. No murió, como él buscaba, sino que perdió las piernas. Albert y Robert cuidaron de él cada día que estuvo en el hospital. El día que iba a salir trajeron su silla de ruedas con un sombrero encima del asiento. Charles esbozó media sonrisa. A Albert se le llenó el corazón de gozo y le dio un beso en la frente. Robert dijo que encontrarían a Han y dio su palabra de Warrior.

Mientras Charles se recuperaba en el hospital Robert y Albert habían discutido sobre el hecho de que Sophie hubiese sentido el hielo con los calcetines de Han. ¿Cabía la posibilidad de que en vez de hielo hubiese sentido el mar? ¿Si Han se encontraba cerca de algún mar con bajas temperaturas, podría haberlo confundido con el hielo de la muerte? Intentaron contactar con ella pero ya no vivía en el mismo sitio y no hubo forma de localizar su paradero.
En esas estaban cuando Charles salió del hospital. Se dejó llevar por esa posibilidad de que Han estuviese vivo y continuó estudiando su cuaderno de lluvia. Quiso continuar siendo ábaco pero a Albert no le parecía una buena idea. Le habló de la maravilla de sentir una goma en la frente y tanto le insistió para que probara a ver si así se le borraba esa manía insana de los números que Charles accedió. Dos semanas estuvo poniéndose el último modelo de goma de borrar, según le dijo Albert. Pero no notó nada, excepto la incómoda sensación de llevar algo pegado en la frente. Al final, a espaldas de Albert, convenció a Robert y continuaron la misión del niño cántaro de agua las noches que el cielo les bendecía con lluvia.

Nunca lo encontraron. Fue Han quien habría de encontrarlos a ellos. Una tormenta se lo llevó y otra tormenta lo trajo de vuelta. Una noche oscura, ataviada con la negrura que desprende el océano en las noches sin luna, fue testigo. No se lo había llevado una ola traicionera. Han volvió sano y salvo de su encuentro con el mar un veintisiete de marzo. Un 327 era el último número apuntado en la libreta. El último resultado que Charles, sentado en su silla de ruedas y Robert iluminando la ventana le habían sonsacado a las gotas la última noche de lluvia. Ahora parecía un augurio evidente de su retorno.
Han volvió con un azul oceánico en sus ojos nunca antes visto. Trajo el distante mar, que derramaba con su sola presencia. Contó que no entendía lo que le había pasado aquella noche, recordaba que hubo una tormenta eléctrica. Estaba contando gotas en la ventana cuando escuchó un trueno ensordecedor y al momento siguiente, transportado por ignotas fuerzas, se vio en una carretera desconocida a kilómetros de distancia de donde se encontraba. Un conductor que llevaba una gorra de los Warriors lo había recogido con su coche y le preguntó hacia dónde iba. Han respondió sin dudar un segundo: «hacia el mar». Cuando vio el mar por primera vez sintió tal conmoción que su mente olvidó todo. Olvidó de dónde venía, olvidó a Charles y a los demás. Sólo cabía un pensamiento en su mente. Ver las gotas de lluvia caer sobre el mar. Una vez llegada la deseada lluvia se emocionó tanto que para contar mejor se adentró en el mar sin ni siquiera quitarse los zapatos. Poco a poco, el agua gélida comenzó a entumecer sus miembros y sintió el frío penetrar más allá de su cuerpo como afilado hielo. Se mareó intentando contar rodeado de aquella masa ingente que ejercía una fuerza inmensa. Y extrañó su ventana y las gotas de lluvia que en ella resbalaban, fácilmente cuantificables para un muchacho cántaro de agua. De pronto, recordó la llama de Robert y todo quedó iluminado. Dos cosas vio: un sombrero y un borrador.

Al volver Han y enterarse de lo que le había pasado a Charles renegó de su misión y no quiso oír hablar de números y gotas de lluvia. Sin embargo, con el tiempo, Charles le explicó que la lluvia había vaticinado su regreso y le contagió su interés por la posibilidad de encontrar más mensajes encerrados en las gotas destinados a ellos.
Y así volvió Charles a hacer de luminaria a Han en las noches de lluvia. Y volvieron los números y las elucubraciones. Hasta que un lluvioso mediodía, mientras Albert contaba que acababa de enterarse de que habían inventado un lapicero con una pequeña goma incrustada en el extremo superior y mostraba un gran entusiasmo con la idea de sentir aquel pequeño borrador en su frente, preguntándose cómo podría pegarse aquello, llegó un número que les llamó la atención. 122. La particularidad radicaba en que no había anotado ningún 122 en la libreta. Un número «nuevo» hablaba, de manera cristalina, de emprender caminos diferentes. Cuál sería ese nuevo camino es lo que les tocaba a ellos descifrar.

Meses después, todo cobró sentido el día en que enterraron a Albert, que había fallecido víctima de un ictus. Quiso Charles que fuera enterrado con su goma en la frente. Fue Han a su habitación en busca del borrador de turno, que Albert dejaba en su mesita de noche. Han cogió la goma y se quedó mirándola. El corazón le comenzó a latir de forma violenta. Se sentó en la cama y se echó a llorar. La goma llevaba impreso el número 122.
Quiso la providencia que Charles no tardara en seguir a Albert, por lo que Han y Robert decidieron que sería enterrado sobre su sombrero favorito.
Han y Robert continuaron viviendo en la casa de Charles, que les legó todo su patrimonio. Todos sus sombreros fueron colgados en las paredes laterales del salón, que también fue inundado con toda la colección de gomas de Albert. Todas y cada una de ellas fueron pegadas con esparadrapo en la pared frontal.

Se pasaban los días prácticamente en silencio, agotados por el varapalo emocional de perderles a los dos en tan poco espacio de tiempo. Han se dedicaba en exclusiva a analizar los resultados que había apuntado Charles en la libreta de lluvia. Robert tan solo miraba la llama de su vela y se preguntaba, ebrio de congoja, por qué demonios le tocaba a él sufrir el bucle de perder a todo el que amaba.
Y apareció Sophie. Se había enterado de la muerte de Albert y Charles y quería saber cómo se encontraba Robert. Cuando vio a Han su rostro reflejó espanto, como si estuviera ante la presencia de un fantasma. Le explicaron lo que había pasado y se quedó trastocada, lamentándose de haber cometido un error tan lamentable. Se disculpó, aduciendo que por aquella época era una auténtica neófita. Aseguró que ahora había desarrollado algo de destreza en la transfusión de vivencias. Se ofreció, como pequeña reparación, a ponerse unos calcetines de Charles o de Albert si ellos querían.
Robert y Han aceptaron con entusiasmo pero quedaron consternados al recordar que no tenían ningún par de calcetines de Albert. Su sobrina se había llevado todas sus pertenencias, excepto las gomas. Por fortuna, sí conservaban la ropa de Charles.
Sophie se puso tres pares de calcetines de Charles, cerró los ojos, y se concentró en él. Al cabo de unos minutos abrió sus ojos, que tenían una mirada extraña, como desvanecida. Se levantó, caminó unos pasos hasta una de las paredes laterales, cogió el último sombrero que Charles había usado y volvió a la silla donde estaba sentada para dejar el sombrero sobre el asiento y acomodarse encima. Después de dedicarles una extensa sonrisa, con una voz muy grave, se dirigió a Han para decirle que volviera a los números porque estos le necesitaban. El mensaje para Robert fue que mantuviera su llama encendida. Lo llamó niño de las velas, el apodo que le pusieron en su pueblo y que Charles desconocía. Añadió que Albert andaba con él, y que llevaba una goma gigante sujeta en su frente sin necesidad de pegarla porque allí donde estaban se sostenía con la simple intención. Finalmente se disculpó porque, si se lo permitían, tenía que reincorporarse a una encarnizada partida de parchís con Lady Lonely.

No mucho tiempo después, la noche en que Han volvió a ejercer de ábaco de gotas de lluvia junto a Robert de luminaria, fue inolvidable. Recolectaron un glorioso 327. Lo cual indicaba, al menos por esa noche, que todo estaba bien. Se pasaron toda la madrugada recordando el mensaje de Charles con una sempiterna sonrisa al más puro estilo bobalicón. Sonrieron tanto tanto, que al día siguiente les dolía toda la parte inferior de la cara.

:hola:
Última edición por Estrella de mar el 26 Abr 2017 16:54, editado 15 veces en total.
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Tolomew Dewhust
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Re: Hombre sentado con borrador en la frente

Mensaje por Tolomew Dewhust »

El título es fuertecito...
Hay seres inferiores para quienes la sonoridad de un adjetivo es más importante que la exactitud de un sistema... Yo soy uno de ellos.
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Re: Hombre sentado con borrador en la frente

Mensaje por Estrella de mar »

Pues es provisional. :lol:

¿Y... qué? ¿Cómo lo ves? ¿Le faltan algunas comas? :mrgreen:
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Re: Hombre sentado con borrador en la frente

Mensaje por Estrella de mar »

Me aviso para posibles relatos futuros tochacos:

¡Arto ahí! ¡No lo hagas, equinoderma! ¡Revisar diez páginas es el equivalente a recorrer el infierno de Dante! :dragon:
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Re: Hombre sentado con borrador en la frente

Mensaje por Tolomew Dewhust »

Estrella de mar escribió:Pues es provisional. :lol:

¿Y... qué? ¿Cómo lo ves? ¿Le faltan algunas comas? :mrgreen:
Imagino que, entre página y página, nos pondrás dibujitos, ¿no?

:dragon:
Hay seres inferiores para quienes la sonoridad de un adjetivo es más importante que la exactitud de un sistema... Yo soy uno de ellos.
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Re: Hombre sentado con borrador en la frente

Mensaje por nosequé »

Me preocupa lo del borrador ¿cómo esta sujeto? pegamento, una cinta, grapas, al flequillo.......estoy en un no sé qué horrible.
Igual hasta lo leo completo :D :D :D
La felicidad es un sillita al sol :-D
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lucia
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Re: Hombre sentado con borrador en la frente

Mensaje por lucia »

Pues no tardes mucho, que sino tendremos que moverte el tema a general con otros desbarres :lista:
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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Re: Hombre sentado con borrador en la frente

Mensaje por prófugo »

Es dedicado al malvado ese de clases al que le rompiste el reloj en su cara? :cunao:

Enviado desde mi ALE-L21 mediante Tapatalk
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Re: Hombre sentado con borrador en la frente

Mensaje por FabricanteDeCaos »

Maldita sea, he entrado porque el título prometía mogollón jajajajajajaj
*expectante*
1
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Re: Hombre sentado con borrador en la frente

Mensaje por Estrella de mar »

Tolomew Dewhust escribió: Imagino que, entre página y página, nos pondrás dibujitos, ¿no?
La duda ofende. :lol:
nosequé escribió:Me preocupa lo del borrador ¿cómo esta sujeto? pegamento, una cinta, grapas, al flequillo.......estoy en un no sé qué horrible.
:meparto: :meparto:
Esparadrapo. :lol:
nosequé escribió:Igual hasta lo leo completo :D :D :D
:o
No se admiten quejas por daños o perjuicios. :mrgreen: :beso:
lucia escribió:Pues no tardes mucho, que sino tendremos que moverte el tema a general con otros desbarres :lista:
Insofasto, luciernaguita. :lol: :salute:
prófugo escribió:Es dedicado al malvado ese de clases al que le rompiste el reloj en su cara? :cunao:
Cómo me conoces... :cunao:
FabricanteDeCaos escribió:Maldita sea, he entrado porque el título prometía mogollón jajajajajajaj
*expectante*
:biglaugh3:
Pues como veo que el título ha cumplido las expectativas y más vale jilguerito en mano que ciento volando os dejo el título a secas. Ya si eso os imagináis vosotros las diez páginas restantes. :mrgreen:
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Re: Hombre sentado con borrador en la frente

Mensaje por Estrella de mar »

Charles bajó del tren, se acercó a uno de los bancos de la estación, colocó sobre el asiento el sombrero que llevaba en la mano y se acomodó encima de él. Una oleada de bienestar se reflejó en su cara. Inspiró profundo, adentrándose en sus pensamientos. Al poco rato, desaparecida toda huella de la gran dicha, se levantó, cogió el sombrero delicadamente y tras dirigirle una tierna mirada lo tiró a la papelera. A continuación, reprimió un quejido que le brotó, espontáneo, de la garganta, y se encaminó hacia la clínica con un rictus de tristeza en su rostro.

Los primeros días no fueron tan duros como él esperaba. Se sintió aliviado al ver que había gente mucho peor que él. Un muchacho llamado Han que estaba en su grupo de terapia le llamó la atención. No hablaba, solo de vez en cuando repetía la palabra «lluvia» como una letanía. Los días que llovía se bajaban todas las persianas de la clínica y se le vigilaba especialmente. Charles acabó enterándose de la razón. Los días lluviosos se los pasaba contando las gotas de agua que resbalaban por cualquier cristal. El resultado lo apuntaba en una libreta. Seguía el trayecto de las gotas con el dedo hasta que llegaban al marco inferior de la ventana. Para él cada número tenía un rostro, una personalidad. El número 327 le daba una tranquilidad como ningún otro. Nada se podía igualar a la calma que le inundaba cuando llegaba al 327. En cambio, el 186 le daba grima, equiparable al sonido que producía el roce de dos cuchillos. Si el número resultante de la cuenta de gotas era impar se estremecía extasiado. Si, por el contrario, era par, un temor atávico se apoderaba de él y se refugiaba en su interior durante días.
Según su padre, un panadero venido de Normandía, Han nunca se había comportado como un niño, sino como un adulto con una misión. Él lo llamaba, cariñosamente, cántaro de agua. La decisión de ingresarlo fue la más difícil de toda su vida. Pero alguien de confianza que le había cogido mucho cariño al muchacho le habló de una buena clínica y se ofreció a correr con los gastos.

A Charles se le asignó un hombre de mediana edad llamado Albert como compañero de habitación. Había ingresado voluntariamente al perder su trabajo como empleado de banca debido a su trastorno. Al principio lo hacía en la más estricta soledad. Llegaba del trabajo, encendía el gramófono, se ponía cómodo y se servía una copa de brandy acomodado en el sofá. A continuación se pegaba en la frente con esparadrapo una goma de borrar y se sentía el hombre más feliz de la tierra. Mientras descansaba, se pasaba horas mirando el retrato que le habían hecho con su goma preferida en la frente. El pintor fue la primera persona que lo vio disfrutando de su compulsión. Y es que no había otra cosa como sentir en la frente la seda de una goma de borrar. Desde que era un niño se había desarrollado en él una atracción extraña por esos instrumentos del olvido. Hasta el punto de sustraer cualquier goma que cayera bajo su mirada. Luego, en su adolescencia, descubrió que había desarrollado una sensibilidad especial en la frente. Comprendió que su frente le hablaba mejor que sus manos. Más tarde empeoró y acabó pegándose todo tipo de material de oficina. Sus compañeros se reían, pero él vivía un infierno, avergonzado por cómo le miraban y extrañado de que nadie encontrara fascinación por sentir los objetos en contacto con la frente. La empresa no tardó mucho en despedirlo, el motivo que adujeron fue que su actitud profesional era poco seria.

Los compañeros de terapia de Charles eran, además de Albert y Han, cuatro personas más. Green era la que más tiempo llevaba. Rondaba los cuarenta y tenía marido y dos hijos que la visitaban habitualmente. Estaba obsesionada con el color verde en todas sus tonalidades. Comenzó comprándose toda la ropa de ese color. Luego continuó por la decoración de la casa y acabó exigiendo que todo a su alrededor (incluidos marido e hijos) vistieran con su verde adorado. La cosa empezó a ponerse fea cuando dejó su trabajo porque había muy poco verde en la oficina. Y todo se desmoronó al comenzar las crisis nerviosas cada vez que se veía rodeada de un color amedrentador, como los llamaba ella. Cuando internó tuvieron que cambiar todos los objetos de la clínica de color verde (no eran pocos) por otros de un color distinto. Su compañera de habitación era una joven muy introvertida llamada Sophie. Se pasaba los días sin hablar casi nada. Había sido internada en la clínica después de haber allanado la vivienda de unos vecinos y ser pillada in fraganti con varios pares de calcetines en sus bolsillos que no le pertenecían. Los vecinos no quisieron denunciarla por tan poca cosa, pero sus progenitores decidieron que tenía que ser tratada.
Durante la noche, siempre y cuando estuviera en absoluta soledad, Sophie sentía una necesidad irrefrenable de ponerse los calcetines de otras personas. Cuando lo hacía, andaba sus caminos. Si necesitaba sentirse alegre cogía los calcetines de su hermana pequeña, que siempre estaba carcajeándose de todo, se los ponía uno encima de otro y la alegría le inundaba. Era una especie de transfusión de cualidades lo que se producía. Incluso podía sentir a los muertos. Cuando su abuelo murió se puso unos calcetines suyos y se sorprendió al comprobar que todavía lo sentía. Nada más ponérselos olió su colonia y lo percibió sentado a su lado. Sin embargo, había algo diferente. Una extraña transmigración se había producido. Era como si se convirtiera en ellos en vez de apropiarse de sus cualidades. Los calcetines comenzaron a despedir gotitas de agua congelada y una bruma espesa la rodeó. No volvió a ponérselos, y en ese momento decidió que nunca más se pondría los calcetines de los muertos.

(Continuará)
Última edición por Estrella de mar el 06 Abr 2017 19:01, editado 1 vez en total.
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Re: Hombre sentado con borrador en la frente

Mensaje por Estrella de mar »

Las primeras dos páginas. No sufras, pajarini. Cuando lo postee todo pondré los enlaces a los mensajes en el primer mensaje del hilo. :lol:

¡Decidme cualquier metedura de gamba que veáis, per favore! :60:
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Re: Hombre sentado con borrador en la frente

Mensaje por jilguero »

Estrella de mar escribió:Las primeras dos páginas. No sufras, pajarini. Cuando lo postee todo pondré los enlaces a los mensajes en el primer mensaje del hilo. :lol:

¡Decidme cualquier metedura de gamba que veáis, per favore! :60:
Haz el favor de usar tu primer mensaje de la página y ponle el título bonito. Hoy no puedo pero el fin de semana me lo leo. A ver Caleto, haz el favor de leerlo y dime si es lectura dominical óptima. :wink:


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rubisco
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Re: Hombre sentado con borrador en la frente

Mensaje por rubisco »

Dos cosas:

La primera es que esto de dejarnos tan a medias no se hace :x

La segunda es que me han encantado varias expresiones que has usado, son muy evocadoras, como
Estrella de mar escribió:Una oleada de bienestar se reflejó en su cara
La tercera es una cuestión tal vez de gustos, pero te la apunto:
Estrella de mar escribió:Según su padre, un emigrante panadero normando
Se me hace rara esa combinación de adjetivos. Me hubiera inclinado por fórmulas más convencionales como "un emigrante normando que trabajaba de panadero", "un panadero normando que había emigrado" (aunque si es normando se presupone que había emigrado), "un panadero venido de Normandía". Es lo único que he encontrado.

Pues al final eran tres cosas, pero me da pereza reescribir la primera palabra del mensaje.
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Re: Hombre sentado con borrador en la frente

Mensaje por Estrella de mar »

jilguero escribió: Haz el favor de usar tu primer mensaje de la página y ponle el título bonito. Hoy no puedo pero el fin de semana me lo leo. A ver Caleto, haz el favor de leerlo y dime si es lectura dominical óptima. :wink:
:lol: :lol:
Me has recordado a mi mare cuando vamos a ir a un sitio especial y me dice: ¡arréglate y ponte guapa! :cunao: :wink:

¡Muchas gracias, Ru! Tienes razón en lo del emigrante normando. Me gusta cómo suena la tercera opción. Me lo apunto para editar. :chino:
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