La sombra blanca (Cuento)

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Vientoo
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La sombra blanca (Cuento)

Mensaje por Vientoo »

La sombra blanca.
Me llamo Clara. Mi nombre no es casualidad, quien lo eligió sabía que mi piel siempre sería blanca, clara, pura nieve. No así mi vida.
No sé exactamente cuándo nací ni quien fue mi madre. Las primeras imágenes o recuerdos que vienen a mi mente son difusas, una densa niebla las envuelve y los años la alejan más y más. Hoy sé que aquellas manos que acariciaban mi pelo rubio no eran una ilusión, era mi madre diciéndome adiós. Es lo único que recuerdo de ella.
Me dicen que me dejaron en la puerta de la iglesia y que luego me trajeron aquí, a este orfanato. Las primeras manos que me acogieron, grandes y generosas también me alimentaron. Manos que Llenaban cada día los dedos de un guante de goma con leche de cabra previamente templada. Luego, por unos pequeños orificios practicados en los extremos tomaba la leche. El hambre estimuló que sorbiera con avidez. Esas mismas manos peinaban con mimo y cuidado mi pelo cada día….
Yo la llamaba Ma.
Aquel día la madre cocinera dejó escapar un grito ahogado. Mientras me bañaba descubrió bajo mi axila: una cruz roja grabada en mi piel, Pensaron que quien me había abandonado tenía buenos importante motivos por qué, yo sólo podía ser hija del demonio. Ma me defendió gritando: “¡es sólo una niña!” Eso le costó ser marcada por la congregación. Semanas más tardes todo acabó, la mandaban a otro orfanato. Tras los cristales de la habitación la vi alejarse con una pequeña maleta de la mano. Aquel triste amanecer paisaje se tintaba de lluvia fina que se fundía con la niebla. Vi sus ojos inundarse de pena. Los míos se cubrieron de soledad.
Nadie volvió a mimar mi melena nunca más. Desde aquel día mi pelo quedó enmarañado.
Pasé años entre paredes de cal blanquecina donde el frio rodeada de distancia e indiferencia mi vida. Aún recuerdo las insulsas sopas en aquellos cuencos de barro, los silencios hirientes, el olor a nada que siempre poblaba aquel lugar porque para todos había cariño, abrazos y gestos. Pero no para la hija del demonio.
Hasta que apareció: Tenía una larga melena morena y su altura la hacía destacar entre las demás, llamaban la atención sus ojos castaños tan vivos y llenos de chispa. Su, tenía esa alegría que lograba contagiar a todas. Las demás niñas decían de ella: “Su es mágica” – Y yo, sentía lo mismo al verla jugar o bailar con alguna ocurrencia saltando por los pasillos. Un día vencí mi timidez y me acerqué hasta donde estaba ella.
Jugaba con otras niñas a saltar sobre unas líneas dibujadas en la arena.
— Yo quiero —me atreví a sugerir esbozando una tímida y torcida sonrisa con la comisura de mi labio. Su, miró a una de las chicas, luego a otras, a otra…Se rieron a carcajadas mientras gritaban:
— ¡La boca torcida no sabe hablar! ¡no sabe hablar!
Aquel día me quedó claro: Yo era la chica rara, ellas las rosas del jardín.
Con mi soledad por compañera me aislé en un rincón del patio, sentada junto al gran nogal. Bajo sus hojas doradas me protegía del sol que casi siempre me ponía la piel roja. Allí, observaba cada mañana como pequeños gorriones construían un nido con plumas, paja y desechos. Me relajaba verles crear el nido y escuchar su constante piar. Esa musiquilla era mi anestesia contra la tristeza que rodeaba constantemente mi vida.
Un día, mientras los observaba con las pupilas muy abiertas uno de los huevos cayó del nido y chocó en mi cara. Volvía a escuchar las risas de la crueldad, las burlas. ¿por qué tanto daño? Me creía sola, olvidada por todas, distante pero tranquila. Sin embargo, ahora que el infortunio manchaba mi rostro y mi ropa de apestoso huevo ahora, tanto Su como las otras niñas recordaban que existía para burlarse de mí. Huy del patio tapándome los oídos con fuerza para no escucharlas. Sus risitas como un macabro canto retorcían mis tripas. Aquel día derramé mares de lágrimas.
Hasta que ya no quedó ninguna.

Anochece, una mujer anciana entra en la habitación. Una vez dentro, en soledad, se dispone a retirar sus hábitos de monja. Para ello descubre su cabeza y desnuda los senos. Toma un pequeño objeto azul terminado en un mango. Con él, lenta, muy lentamente mientras canturrea una coplilla por lo bajinis afeita sus axilas. Luego, alza el hábito y baja sus bragas caladas hasta la altura de las rodillas. Se sienta en un taburete de madera y abre ampliamente los muslos. Con mucho cuidado rasura su pubis…
Unos ojos infantiles contemplaban absolutamente sorprendidos. Han descubierto todo lo que puede hacer ese pequeño objeto azul.
A la mañana siguiente el continuo reguero recorre la cama blanca repicando hasta formar un manto rojo. Poco a poco las losas blancas del suelo de mármol se cubren del viscoso líquido bermellón. Unos ojos están fríos, quietos.
Son los ojos sin chispa de Su.
Horas más tarde un mujer rubia de tez clara golpea con los nudillos la gran puerta de madera. La monja cocinera abrió la puerta y la acompañó a la dirección del centro. La voz de la mujer era firme:
— Buen día. Soy Nadia, Inspectora de la policía científica. ¿puede detallarme cómo ha ocurrido todo? También necesitaría ver el lugar del crimen
La anciana monja, aunque se halla visiblemente conmocionada susurra “¡ha sido terrible, terrible” no para de cabecear entre plegarias mientras acompaña a la Inspectora atravesando los altos y blancos pasillos. Nadia, alta y delgada recorre con sus ojos azules las paredes lisas. A veces, roza con las yemas de sus dedos largos y delgados las piedras. Las siente frías. La monja comenta :
— ¿Por que aquí… ¿¡Dios santísimo! aquí sólo hay angelitos.
— No se preocupe. Averiguaré lo que ha ocurrido.
Durante días, Nadia interrogó una a una a cada niña, monja y persona que trabajaba en el orfanato, Nadie vio nada extraño, nadie escuchó nada. Pequeñas niñas sobrevivían entre las paredes frías del orfanato ¿Cómo pensar algo horrible de ellas?
Sin embargo, Nadia sentía que algo se le escapaba. Respiró hondo. Sus ojos azules caminaron ascendiendo las paredes de piedra del edificio, los tejados, Luego descendieron hacia los árboles, el patio. La descubrió. Estaba sentada bajo un árbol mirando hacia arriba fijamente. “¡qué delgada” — pensó. La inspectora caminó decidida hasta ella pisando el polvo del patio. La niña, abrazaba sus rodillas sin dejar de mirar hacia arriba. Nadia, se acercaba más, más, a sólo unos metros. Se fijó en el pelo, lo tenía totalmente enmarañado. “qué extraño”. Una mano se posó en su hombro.
— Déjela, es algo extraña y… prefiere la soledad.
— Ya. Pero debería hacerle unas preguntas.
— Vaya si lo cree necesario… pero créame. No habla con nadie hace años.
Nadia, continuó su marcha hacia la niña. A mitad de camino algo ocurrió. Sus pasos se volvieron lentos y empezó a respirar hondo, muy hondo; Sentía que su corazón se aletargaba “¿Qué me pasa?” — pensó. Observó con las pupilas muy abiertas la silueta de la niña, acuclillada, con los dedos de las manitas cruzados y apoyadas en las piernas, la mirada absorta. Había algo en aquella niña que…. Nadia, sintió que no tenía control sobre sus pies. Se preguntó: “¿De qué color son sus ojos? ¿Cómo es su pelo? También pensó: ¿Qué le iba a preguntar si no hablaba?” Escuchó el piar de los gorriones. Observó lo que miraba la niña: Un nido redondo y como la hembra del gorrión alimentaba tiernamente a sus pequeñas crías. Ocurrió… La niña volvió el rostro y miró fijamente a la mujer. Nadia sintió el vacío, la infinita soledad …
Aquellos ojos se le clavaban en el alma.
No podía, no quería moverse. Pensó: “angelito” La monja que tenía detrás carraspeó. Nadia volvió el rostro. Los ojos fríos de la anciana monja la juzgaban. Esta, habló en tono solemne:
— A veces, el fantasma de la sombra blanca nos visita. Ese día Dios, en su infinita sabiduría sólo observa, no más observa y… dispone no intervenir.
— ¿La sombra blanca? — Interrogó Nadia.
— Sí, La muerte.
El padre Juan.
Pasaron los días, las semanas, los meses, los años… Yo era sólo una sombra caminando por aquellos pasillos fríos de paredes altas y blancas. Mis compañeras, más risueñas y dicharacheras poco a poco encontraban familias que las sacaran de aquel “hogar”. A mí, a la extraña de piel blanca que nunca sonreía, nadie la quería.
Un día llegó él. Sus ojos se movían mucho, como si siempre buscasen. Tenía una sonrisa siempre. Me resultaba tan vacía.
— Clara ¡qué bonito nombre tienes! – susurraba el padre Juan mientras con su mano acariciaba la palma de mi mano. Olía raro, como si en su piel no quisiesen estar las flores. Me lo encontraba todas las mañanas, a la hora del desayuno, en el huerto; cuando limpiaba los platos; en la cocina…Lo que más me hacía rabiar era su voz chillona. Me recordaba a los grillos enfadados:

— Blanca, Blanquita ¿Qué hace esta mañana mi niña bonita? – Yo era su niña bonita, bonita… bonita…— Me asfixiaban aquellas palabras. Siempre me obligaba a acompañarle con la excusa de que pasaba sola demasiado tiempo. “Demasiado tiempo sola…, sola”

Observé a la inspectora de policía que venía a habar con las niñas:
— Chicas, estoy aquí para ayudaros, nada más. Ya todo lo malo pasó. Contadme lo que queráis, os escucharé Y si sabéis algo no ocurrirá nada. Guardaré el secreto.

¿Por qué a mí no me había preguntado? ¿Tampoco ella quería hablar conmigo?
Una tarde el aire olía a humo. Algo ardía. “¡el infierno se aproxima!” – Pensé recordando tantas veces que la madre superiora describió aquel lugar donde todo ardía, era sufrimiento y humo, mucho humo– De la cocina salía un humo muy blanco. Todas las niñas gritaron asustadas porque nadie sabía qué había pasado. Yo no grité, respiré rápido sí, y mis ojos se pusieron rojos. Me escocían, pero aunque las piernas me temblaban no hui. Tal vez era la hora de mi castigo.
Él, surgió entre el humo. Dijo que había sido una suerte que me encontrara en medio de aquel infierno. “Infierno” pensé y por una vez estuve de acuerdo con él, el infierno. Por eso, para escapar de aquello tan malo le seguí. Me llevó de la mano a través de los pasillos donde no cesaban los gritos de miedo. Le seguí tosiendo, pero confiada. Odiaba que el humo no me dejase respirar y él me cedió su pañuelo para que me tapara la boca. Me dio una arcada. Era el desagradable olor a él que estaba metido en el pañuelo. El humo, no era tan mala opción.
Entré en su despacho. Tenía las persianas bajadas y sólo unas líneas rectas de luz lograban pasar. Noté aquellas líneas de sol rozando mi rostro. ¡Qué calorcito tan agradable! Luego, pasados unos minutos la luz caminó y tocó los libros, ¡cuántos libros! Más y más libros en aquellas estanterías Estaba impresionada: “¿los ha leído todos?” Sentí una atracción extraña por tocar aquellas líneas de sol sobre los lomos de piel de cuero. Cuando fui a hacerlo una nube gris se las comió.
Él, me observaba en silencio. Podía oírle respirar y… sentí más, algo más… Sus ojos sí, esos ojos, como animalillos me tocaban la espalda, las manos, las piernas, el cuello… Vino el miedo, un escalofrío que me recorrió desde los pies al corazón. Temblé.
— Ven – sugirió en un tono de voz que le desconocía. Volví el rostro y le miré intrigada. Estaba sentado en un gran butacón con una sotana negra que le llegaba hasta los zapatos también negros. Un par de botones a la altura del pecho los tenía desabrochados. “¿Dónde quería que fuera si ya estaba allí? “ — me pregunté.
El miedo creció. Ignoré su llamada y disimulé mirando los detalles de aquella habitación mientras caminaba despacio por el suelo de madera. “¿Qué se oculta aquí?” Posé mi mano sobre la pared y mis dedos rozaron una hendidura vertical. Pulsé algo que sobresalía y… La pared cedió.
En aquel sitio decenas de navajas de formas increíbles colgaban boca abajo. Las había con mangos de madera, de hueso, doradas, de plástico, de tela; acabadas en punta, cortas, largas, curvas… Toqué sobre un pequeño botón de la cacha de una y sonó un “clic” La hoja tomó vida y se escondió.
— ¿Te gustan? – preguntó Juan. Mas “¿por qué intuía que aunque no le dijese la verdad él ya sabía mi respuesta?” Le noté detrás, los dedos palpándome; el aliento revolviéndome… ¡Tenía arcadas! los susurros. Su barriga gorda apretaba mi espalda. A lo lejos escuchaba los gritos apagados “¿o era yo quién gritaba?” Recordé el humo; intuía algo terrible en aquellos brazos. Quise gritar, gritar, ¡gritar! Su mano gigante ahogó mis palabras. Mordí con rabia aquellos dedos gruesos y la sangre en mi boca inventó nauseas. Con una cuerda dura ató mis manos a la espalda. Di patadas, muchas patadas… mis ojos no querían mirar…
Cuando sus manos subieron mi falda y aquellas uñas horribles rompieron mis braguitas grité, grité…
— Aaaaaaaaaa
Nadie respondió a mi grito.

— Clara, Clara ¿estás ahí? ¿Estás ahí? – me preguntaron una hora más tarde las monjas que me buscaban. Me había ocultado entre sollozos tapando mi cara creyendo que con eso nadie vería lo sucia que me sentía. Las monjas pensaron que estaba allí oculta del fuego y que había llorado de miedo ¿quién podía desconfiar del padre Juan? ¿Quién creería a una niña rara y extraña? Mientras estaba sola con las uñas rasqué mi cara, el cuello… Quería… Quería quitarme aquel tacto, su olor, sus babas…

— Sí… sí… ya estoy — Tartamudeé. Lentamente recompuse mi ropa como pude. Salí al pasillo de pie, como siempre, de pie. Nadie se dio cuenta que…había dejado de ser niña.

Días más tarde el padre Juan despareció. Durante horas de agitación todo el mundo indagó sin descanso buscándole por cada uno de los recintos del hogar. Una monja le encontró en el sótano, junto al depósito de agua. Tenía una extraña mueca de felicidad en los labios
— ¿Padre Juan está bien? – susurró la anciana monja una y otra vez en su oído. Al no obtener respuesta se acercó hasta él sin hacer ruido. Pensó que dormía. Unas gotas rojas repicaban sobre el suelo gris del sótano. La monja, en un exceso de curiosidad, levantó la sotana para averiguar. El miembro seccionado del hombre, como un ser inerte, flotaba sobre un charco bermellón. El grito de la madre cocinera retumbó largo rato por los pasillos.
Nadia, la inspectora de policía volvió. Interrogó e indagó con detenimiento durante días, semanas…
Clara, observaba a aquella mujer alta y rubia halando con todas las niñas. Pensaba: “¿Por qué no hablaba conmigo?
Hoy, La inspectora de policía lleva bajo el brazo una carpeta. Camina despacio. Ha descubierto algo terrible en los ojos del cadáver. Recordarlo hace que tiemblen sus cimientos. Mientras camina por los fríos pasillos sus ojos van de un lado a otro. Instintivamente busca el árbol. La descubre: “¡La niña!” Dirige su marcha hacia ella pero la mirada reprobadora de la monja la detiene. Esta, se acerca a ella. Se lo susurra al oído:
— Por favor agente, déjela. Sólo es una niña inocente. ¡pobre! estaba asustada por el humo y el fuego. Menos mal que el padre Juan la encontró y permaneció junto a ella todo el tiempo para que no tuviese miedo.
Los labios de Nadia están pegados. Su cabeza, sube y baja levemente asintiendo a todo lo que le cuenta la monja. Una idea zumba en su cabeza insistente: “¿Qué edad tiene esa niña?”

Anochece, la luna, blanca y grande empieza asomarse más allá de los ventanales. Nadia, continúa estudiando con detenimiento toda la información que tiene del caso. Sólo tendría que indagar un poco más, tomar huellas, cuadrar los tiempos y sopesar las cortadas. Con eso sabría quién hizo aquella salvajada. Nadia, se alza de la silla. Camina despacio dirigiéndose al objeto cilíndrico que está en el extremo del despacho. Sus pasos, pese a las turbulencias internas son decididos. Tiene la boca muy cerrada, los ojos le brillan; recuerdos dolorosos le golpean dentro como el ritmo mortecino de un tambor de guerra.
Toma la carpeta con cuidado y la abre. Saca unos documentos del interior. De entre ellos aparta un folio, sólo uno donde está apuntado todo, donde aparecen sus indagaciones y hacia qué persona se dirigen. Incrustada en el documento la foto del cadáver. No, no puede mirar sus ojos. Con el dedo índice y el pulgar sujeta el folio, lo alza. Lo deja caer en el centro de la papelera. Unas gotas cristalinas caminan por su mejilla...
El circo
Ninguna puerta es lo suficientemente gruesa para tapar los rumores; ningún muro puede apagar lo que es una verdad.
— Es muy mayor ya, debería tener una familia que la adoptase, pero al ser tan rarita, tan callada. Además está lo del pelo ¡No permite que nadie se lo ordene! Es un…un…
— ¡Es una criatura de Dios madre! No diga la palabra
— Sí… una criatura…pero…ninguna familia de bien quiere llevársela ¿qué haremos con ella madre? — interrogó la madre cocinera.
“Nadie quiere adoptarme” Esa era la realidad que escuché tras la puerta, que nadie me quería. Aquella tarde escapé y salí a la calle de la vida. Tras aquellos muros ya no me quedaba nada, sólo recuerdos de soledad.
Así, caminé, caminé sin rumbo. Debería sentirme mal, dolida por tanto abandono, pero… ¿había recibido algún cariño de aquel lugar? Cual alma errante me movía por los caminos. Disfruté de los olores de la primavera y me maravillé viendo volar a las mariposas. Aquel día las había tan bonitas.
Me detuve al principio de una senda. Algo diferente envolvió mi nariz. Olía sabroso. El pequeño cachorro de mi curiosidad siguió aquella pista husmeando el olor a comida, no en vano llevaba horas sin llevarme algo a la boca.
Me adentré en aquel denso bosque oscuro y tenebroso como mis sueños. Era tan grande …Allí, el sol no bajaba sus brazos para venir, y los pájaros no cantaban “¿o no había pájaros entre aquellos árboles?” – pensé inquieta. Volvió el olor. Tana bueno y agradable. La vegetación densa cerraba mi paso y aunque temblaba del miedo, el frío me hiciera tiritar y hubiese perdido una zapatilla, seguía caminando, pisando charcos, manchando mi falda Clara de barro.
Escuché un búho. Crujieron unas ramas.
— ¿Quién anda ahí? – grité.
Nadie contestó. Seguí caminando porque aquella senda era como mi vida: fría, inhóspita... Desorientada, con la terrible certeza de sentirme la más sola del mundo continué. La vi en el claro donde acababa el bosque. Daba vueltas con un cucharon de madera al caldo de una olla. Era una mujer muy gorda con la melena más larga y rubia que hubiese imaginado jamás. Frente a ella una gran carpa con líneas rojas y Claras; animales que jamás hubiese pensado que existían dormían en enormes jaulas. Luego fueron los olores extraños y el bullicio de la gente.
— ¡el circo! – exclamé de alegría.
Me acerqué a ella y saludé:
— Hola — Sonreí tímidamente. Ella volvió su rostro y…
— ¡AAAAAAAAAAA! — grité al verla. No tenía dientes y la boca mostraba una extraña mueca. Sus ojos estaban torcidos…
— ¡Qué… gua…pa… e…res! – balbuceó – Extendió el cucharón y me ofreció para que probara:
— ¿Quieres? – observé aquel caldo espeso de olor raro. No olía bien. Alcé la comisura de mi labio. No se me ocurría decir otra cosa. Todo en ella asomaba extraño Pero… ¿Por qué en pocos minutos la sentí tan cerca? Me senté a su vera sobre un tronco medio roto en el claro del bosque. Ella, arrimo el cucharón hasta mi boca. La abrí despacio, mirando fijamente aquellos ojos extraños y torcidos. Bebí la sopa comiéndome luego los tropezones que flotaban.
El sabor de la sopa no lo llegué a descifrar, tampoco me importó, tenía hambre y lo devoré con avidez. La mujer Sonrió:
— ¿Dormirás conmigo? – me preguntó acariciándome con su mirada. Me sentí un tesoro. Además ¿Dónde iba a ir?
— ¡Sí! — respondí sin esconder mi euforia.
Aquella noche entré en su hogar: una caravana pintada a líneas verticales en colores verde, azul; amarillo, violeta… Dentro, tras las paredes de madera colgaban marionetas vestidas de las formas más diversas; también había mujeres, hombres, niños, animales. Ela, que así se llamaba, vivía en un mundo lleno de ternuras, risas e imaginación donde las velas perfumadas, las voces, los gestos y sus niños de madera me mostraron la maravilla de los cuentos.
Ela, la increíble Ela, podía hacer la voz de cualquier personaje, y si no supiese que era ella quien movía los hilos habría creído que era magia. Las palabras de sus “niños” eran tan tiernas, arrullos que cosquilleaban mi alma tras años vanos de cariño. Además, Ela, podía inventar historias de la nada. Madre entre madres. Descubrí a la niña que nunca llegué a ser volando con la imaginación a su mundo de ternuras.
Al anochecer Ela, soplido a soplido, fue apagando las velas perfumadas que iluminaban la caravana. Al trasluz, pude ver como se caían una a una las flores de aquella margarita. Primero su falda infinitamente grande; luego la blusa que desabotonó despacito; después se puso de lado y desabrochó el cierre del sujetador. Dos gigantescos senos como flanes hicieron acto de presencia.
En la cama, tapada hasta la nariz pero con una media sonrisa la vi aproximarse como un elefante. Dibujé en mis labios una sonrisa que yo misma desconocía. Su olor a magia me había cautivado. En la penumbra de aquel lugar cada uno de sus pasos presagiaba un terremoto emocionante.
Un gran reloj que dormía en la pared dejó escapar el canto burlón de un pajarillo con muchos colores que salía y entraba. Ela, ordenó con una mano su larga melena. Respiré hondo. Deseaba con ella.
— Cuco…¡calla! — sonrió Ela. Pero el pajarillo de colores seguía repitiendo su cantinela como una canción en ritmo creciente. Al mismo compás sus inmensos senos se balanceaban de un lado para otro. El cuco, se escondió tras la puertecilla.
La boca deforme de Ela sonrió. Entró en su, nuestra cama. Sentí su mano gigante posada en mi pelo y por primera vez en mi vida lloré sí, lloré, pero de emoción. Uno de aquellos inmensos senos quedó a la altura de mis labios. No lo dudé, con el recuerdo de aquel bebé que lloró noches y noches de soledad y hambre metí el pezón en mi boca…
Luego me miró ¿cuánta dulzura había en su gesto? Su aliento olía a bosque, a hierba mojada por la lluvia reciente. Bebimos nuestros labios despacio primero, besos de niños que toman el pastel poco a poco; segundos después el calor, las pieles hicieron que todo se acelera en una tempestad de gemidos incontrolables… Pero Ela, me frenó en seco. Se detuvo. Por un instante no podía parar de jadear. Entonces sus dedos caminaron, exploraron mi piel. En aquella penumbra los noté en mi mejilla; en el cuello, recorriendo mis hombros; bajando lentamente para rodear uno de mis senos….en línea recta hasta mi ombligo ¿Qué tenía aquel dedo? En la boca de Ela flotaba una media sonrisa; en la mía descontrol, ansia. Cuando el dedo tocó la frontera de mi pequeña braguita me arqueé. Temblé…Su gran mano sujetó y de un tirón desgarró mis pequeñas braguitas.. Mi sexo palpitaba apenas cubierto por pequeñas hebras de trigo; tan desnudo…Entonces calculé el tamaño de su dedo, no lo había hecho antes. La emoción me hizo…
Abrió mis piernas lentamente, sujetó mi muslo con la mano abierta. Mas no fue su dedo, fue su sonrisa, su boca la que descendió y bebió, bebió de mi valle…
Amanecimos desnudas y abrazadas como hiedras…
Aquel pueblo…
Una mañana, mientras viajábamos al final de la larga caravana me asomé a la ventana y oteé el horizonte. Nubarrones densos descargaban una lluvia fuerte y los truenos pintaban rayos amarillos en el cielo. Ela me habló al oído:
— A…allí va… mos — comentó señalando con su grueso dedo un pueblo que se escondía tras las nubes encima de una montaña. Se me encogió la tripa y no fue por pura casualidad. En aquel pueblo la gente miraba raro. No entendían que aquella mujer de gruesas medidas y mirada extraña con su espectáculo de marionetas tuviese por compañera a una inocente adolescente de piel clara y ojos de mar. Y algo más, mucho más terrible, no sabía qué era, pero olía algo siniestro en aquellas miradas.
Al atardecer tras la actuación en el circo él se me acercó. Aquel olor inmundo ya…ya lo había vivido. En él rezumaba. Sus pupilas cuchillos afilados. Me observaba con codicia. Se acercó en un momento en el que me encontró a solas:
— ¡Tú serás mía! – me escupió su voz chula como si yo fuese una bestia que estaba en frente. Le miré con asco. Sus palabras eran sólo eso, palabras. Ya nada me daba miedo en la vida. Qué equivocada estaba Aquella noche, mientras dormía abrazada a Ela un sonido me despertó. Me levanté de nuestra cama y salí de la caravana asustada. En cuanto atravesé la puerta manos crueles taparon mi boca mientras unos hombres con cuerda me ataban. Grité de puro horror, incapaz de luchar contra los que me arrastraban
Eran dos. Uno aquel maldito; el otro, su gregario. Cerca de los animales, con unas alpacas de heno por alfombra, allí, junto a un tronco me ataron. Allí desgarraron mis ropas, rasgaron mis braguitas, allí pretendieron…
Apareció Ela. Su figura inmensa cubrió la luz de la luna. Sus manos gigantes asieron al primero de los hombres que voló metros más allá. Al otro lo tumbó de un puñetazo. Rompió la cuerda con sus manos y me alzó entre sus brazos como si fuese su bebé. Besó mi frente con ternura. Por unos segundos me sentí en paz, segura…
Los ojos de Ela se tintaron de sombras, su boca dibujó un gesto extraño y de aquellos labios tan amados partieron gotas de muerte. Ela cayó a mi lado ensartada en la espalda por una orca.
— ¡Aprenderás monstruo que a mi nada se me niega! – escupió aquel malnacido… Luego, volvieron a atarme tumbándome sobre su sangre. Como si de un animal se tratase primero uno y luego otro abusaron de mí hasta que no les quedó nada más que tomar. Me sentí basura. Después, para tapar su fechoría cogieron nuestros cuerpos y los lanzaron al vacío de un acantilado. Al vacío, mi vacío. ¿Durante cuántos metros caímos? ¿Cuántos? Nunca lo sabré. Pero en aquella noche aciaga el cuerpo de Ela me salvó amortiguando el golpe.
Luego, durante días, cubierta de dolores, desgarros y sangre sobreviví comiendo cucarachas, hormigas, lombrices e incluso animales en descomposición. Pero lo que en realidad me alimentó fue el odio. Volví al acantilado y con un palo y mis manos cavé una tumba. Enterré el cuerpo de mi amada bajo un gran árbol donde anidaban decenas de gorriones. Salí del bosque con los dientes llenos de tierra y el alma sucia.
El pueblo estaba vacío y yo sólo era eso, una sombra. Las ropas Claras manchadas, desgarradas, la piel sucia por el barro y las uñas llenas de tierra. Tenía el olor corrupto de aquellos malditos regando mi odio. Encontré la casa del primero. Dormía, como no, dormía. Por eso apenas se dio cuenta de mi presencia, ni oyó el gemido cortado de su perro cuando lo asfixié con la rama de una zarza. Luego entré en la cocina y busqué, busqué hasta que lo encontré. Al abrir las pupilas descubrió el dolor y el horror: su sexo, mustio y feo recién seccionado pendía de mi mano goteando.
Partí de su casa con la música de sus alaridos. Aún me quedaba uno, como aún estaba sobre mis manos la sangre deseca de mi odio. Caminaba descalza sobre el camino de mi venganza. Había huido ¡cobarde! Ya no estaba en el pueblo. Pude oler su aroma hediondo alejarse poco a poco de mi. “No importa, ¡no! “ Me lo juré: “ podrás huir a miles de kilómetros, intentar escapar incluso de mi imaginación, pero estés donde estés un día te encontraré…
***
La inspectora, hojea sobre la mesa de su despacho los informes acumulados: asesinatos robos, raptos. Seguir huellas de muerte es su trabajo que agota el espíritu. … Hoy, un recuerdo le duele. Aquel malnacido que prometió quererla más que a nadie en el mundo y un día de repente la abandonó. ¿Cómo se puede dejar a una mujer sola en un camino con el único amparo de la luna? ¿Cuántas horas camino en soledad llorando mares? Se sentía la más desgraciada del mundo sin saber, sin siquiera intuir la debacle que se avecinaba.
Aquel coche se detuvo frente a ella. Los faros la deslumbraron. El conductor que salió de su interior se ofreció a ayudarla. Sus ojos vivos y chispeantes hicieron que se sintiese tranquila por unos minutos. Además ¡era un hombre de Dios! Entró tranquila en su vehículo. Cuando con su navaja le amenazó el cuello sintió la terrible carga de una pesadilla asfixiándola. Luego, la angustia de sentirse atada y por último envuelta en los malditos jadeos. Cuanto asco le provocó su sudor ¡maldito olor!... Al amanecer unos cazadores la encontraron. Sólo quedaba de ella una piel fría.
Por más que buscó en años de oficio jamás le encontró. Hasta aquel día, primero el miembro seccionado…pensó: “Quien infringe ese castigo a un hombre busco algo más que la muerte” Luego, sus pupilas, “¡él! Por fin pagas por lo que hiciste ¡malnacido! Le había hecho tanto, tanto daño... Tras la violación su vientre había crecido, se llenaba de vida. El médico corroboró el terrible presagio: estaba embarazada. ¿Cómo vivir con ese bebé sin saber quién es su padre? ¿Y si vez cada vez que lo mirase viese en sus pupilas la mirada del violador?
No había noche que no la recordara: Las pequeñas pupilas azules, la piel clara, los dedos delgaditos asiéndose a los suyos y pidiéndola que no la soltara, que no la soltara. Fuera caían torrentes. Ahora lo sabía, ahora tenía toda la terrible certeza, definitivamente aquel malnacido no era el padre de su hija. Lloró “¡mi hija! ¡mi hija!”
En años de oficio le había buscado infructuosamente, mas nunca encontró nada, ¡nada…! El destino caprichoso había querido darle las dos respuestas en una. En el mismo sitio donde encontró el cadáver estaba ella. Ella,… ella sí, sabía que era ella. Lo intuyó en sus ojos, en su silueta frágil y solitaria; en la inmensa soledad por la falta de cariño que la rodeaba. ¿Cómo iba a acercarme? ¿Cómo decirle que la abandonó siendo niña y ella fue la que sembró en su vida mares de soledad? Cuando, armándose de valor volvió al orfanato y le dijeron que se había fugado sintió que el infierno volvía ¿Este maldito Dios nunca me perdonará?
Sobre la mesa reposa un nuevo informe. Detalla el asesinato de un campesino en un pueblo de montaña. Siempre son terribles las muertes, pero una muerte por amputación de pene… El brillo prende en sus pupilas. Recuerdo al cura y cómo murió. Se pregunta: “¿Clara?”
Siente que sí, que ahora sí la vida le da una última oportunidad. Siente su corazón acelerado. ¡hija, hija mía! …Ha de encontrarla, ha de encontrarla, ha de encontrarla…
Tiene que encontrar a… “La sombra blanca”


FIN
1
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Edgardo Benitez
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Re: La sombra blanca (Cuento)

Mensaje por Edgardo Benitez »

Me llamo Clara. Mi nombre no es una casualidad, quien lo eligió lo hizo sabiendo que mi piel siempre sería blanca, clara, pura nieve. No así mi vida.
¡Hay vida antes de la muerte!
Ninguna de tus neuronas sabe quién eres… ni les importa.
Pero si te pego en el centro, será por filosofía.
Pero por poesía, serás mi centro.
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lucia
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Re: La sombra blanca (Cuento)

Mensaje por lucia »

Es demasiado lioso. Hay un momento en que no sabes si es Nadia la que narra su pasado o se trata del de Clara.

Y formalmente empiezas muy bien, pero enseguida empiezas a regar las comas a voleo y a apresurarte con las frases. Si te soy franca, es como si en el tema ortográfico hubieses vuelto a hace unos años y en la forma hubieses ganado algo de lirismo a costa de perder frescura y el punto de viveza que le dabas a tus historias. Y eso, yo, lo echo mucho de menos.
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Vientoo
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Re: La sombra blanca (Cuento)

Mensaje por Vientoo »

Gracias lucia.... :shock: :shock:
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