Narcisos (Microrrelato)

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JuanCAlonso
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Narcisos (Microrrelato)

Mensaje por JuanCAlonso »

Habían pasado trece semanas y cuatro días desde que el capitán Defoe había salido por última vez de su casa en Inglaterra. Trece semanas y cuatro días de expedición, de búsqueda, de pura adrenalina. El capitán llevaba tres fotografías en su cartera: su esposa y sus dos hijos. Margaret, su mujer, estaría fregando los platos un martes cualquiera mientras imaginaba cómo toda clase de miedos transmutados en animales peligrosos y enfermedades mortales se llevarían la vida de su marido; Jim, su hijo de 8 años, vería a su padre luchando fervientemente contra esos mismos animales y saliendo victorioso; y Margaery, su hija de 2 años, notaría la falta de su padre y tal vez aparecería su rostro en uno de los confusos sueños que tienen los niños.

Pero el capitán Defoe no tenía tiempo para pensar en ellos. Ni siquiera había mirado las fotografías que llevaba en su cartera. Lo único en lo que podía pensar era en sobrevivir un día más para atrapar al rinoceronte blanco.
La población de rinocerontes blancos había mermado considerablemente las últimas décadas. La expansión de la civilización y la caza furtiva habían hecho mella entre la fauna. Donde antes había árboles y llanuras, ahora sólo se veían todo tipo de edificaciones humanas que entorpecían la rueda de la vida de aquella población. No había ser autóctono que no hubiese sufrido las consecuencias. Los más inteligentes habían huido a zonas donde todavía no había llegado la mano de los invasores. Los otros se aferraban inútilmente a la esperanza de poder adaptarse.

Todo el mundo decía que los rinocerontes blancos se habían extinguido. Hacía muchos años que nadie los veía. Se contaban historias de que todavía había uno con vida. Los más sensatos decían que vivía en una cueva en las montañas, escondido de los invasores. Los más aventurados decían que ese rinoceronte podía volar y escupir fuego por la boca.

“Biológicamente imposible”, como diría el profesor Dawkins, amigo íntimo del capitán Defoe. Fue él mismo quien puso al capitán sobre la pista del último rinoceronte.
- Todo el mundo sabe que los rinocerontes blancos se alimentan sólo de narcisos, ¿verdad? - dijo el profesor- Y todo el mundo sabe que los narcisos han muerto, y con ellos los rinocerontes- concluyó.
- Así es –dijo el capitán-.
- Pues bien, Defoe. Si lo que quieres es encontrar al último rinoceronte blanco, debes primero encontrar la última población de narcisos. Y para encontrar la última población de narcisos, lo que has de hacer es saber dónde nacieron por primera vez.
El profesor cogió un viejo mapa de un estante y se lo dio al capitán. Marcó con una cruz un terreno entre dos montañas por el que corría un río. El capitán lo miró pensativo.
- ¿Por qué iban a estar los últimos narcisos del planeta en el lugar donde nacieron? –preguntó Defoe-.
- Porque como todo buen ladrón, el último lugar donde esperan ser encontrados es en la escena del crimen.
- ¿Me está usted diciendo que los narcisos tienen inteligencia?
- Biológicamente, sí.
Al capitán Defoe nunca le gustó cómo se comportaba su amigo el profesor Dawkins cuando hablaba de su profesión. Era un hombre brillante, pero algunas veces pecaba de ser un tanto extravagante. No obstante, el capitán se fiaba del saber de Dawkins. Al fin y al cabo, tener una brújula estropeada siempre es mejor que no tener ninguna.

El sol comenzaba a ponerse cuando el capitán decidió que era tiempo para descansar. Dejó la embarcación a la orilla del río y estableció un campamento a unos cuantos metros. Tras una frugal cena con cosas que le quedaban de sus provisiones, se echó a dormir.

Aquella noche había vuelto a soñar lo de siempre. Se veía a sí mismo en su casa, con su familia, cuando de pronto se abría un enorme agujero bajo sus pies, y aparecía el rinoceronte blanco asomándose por arriba. Él y su familia le miraban y se reían, mientras el capitán gritaba e intentaba subir, pero era inútil.

Se despertó empapado en sudor. Como siguiera así iba a acabar muerto, pensó el capitán. Se levantó y fue a bañarse en el río. “Hazlo por el rinoceronte, hazlo por el rinoceronte”, era el mantra que cada mañana se repetía a sí mismo para darse fuerzas. Su misión era salvarle de la extinción, convertirse en un héroe. Lograr la hazaña de su vida. Unos sueños insignificantes no iban a detenerle.

Recogió el campamento y se echó a andar por el sendero. Ya le faltaba poco para llegar a su destino, según las indicaciones del profesor Dawkins. Sin saber por qué, se echó a correr. Todos los bártulos que llevaba encima comenzaron a hacer ruido, y podía escuchar los ruidos que hacían los pájaros asustados sobre sí. Pero a Defoe ya no le asustaban los animales peligrosos. Estaba resuelto a encontrar al rinoceronte. No podía esperar más, y cada vez estaba más cerca…

De pronto, el capitán se detuvo en seco. Junto a un árbol, frágil como una copa de cristal, vio un narciso blanco sobresaliendo de entre la hierba. No se lo podía creer. Se acercó a él y lo examinó con la mirada. Era, en efecto, un narciso. Había visto miles de reproducciones y podía distinguir uno a kilómetros. Lo cogió y se lo guardó en el bolsillo. Por primera vez en todo su viaje, el capitán sonrió.

Siguió por el camino cuando encontró otro narciso, y otro, y otro más, descubrió un camino entero de narcisos hasta llegar a campo abierto, un campo veraniego con un cielo plenamente azul que podría alegrarle la vida a un muerto. El capitán saltó y bailó entre los narcisos, cantó de alegría y gritó de emoción cuando de repente escuchó un estruendo.

A unos cuantos metros de él se alzaba un enorme roble blanco bajo el que descansaba un animal que parecía enfadado. Debía de medir por lo menos dos metros y tenía un gran cuerno puntiagudo capaz de desgarrar a una persona por la mitad.

El capitán, intimidado, cogió su rifle y lo apuntó contra la bestia.
- No pensarás dispararme, ¿verdad? –preguntó-.
Defoe se había quedado de piedra. ¿Había sido el animal quien había hablado?
- ¿Quién ha dicho eso?
- Yo, imbécil –el rinoceronte sacudió la cabeza-.
- ¿Puedes hablar?
- Telepáticamente.
- Pero eso es imposible.
- Como puedes ver, no lo es.
- ¡Debo de estar loco! –exclamó el capitán-.
- ¿Cómo te crees que he sobrevivido todos estos años? Es obvio que soy un animal inteligente –replicó el rinoceronte-.

El capitán Defoe sacó de su mochila un viejo ejemplar de la Enciclopedia de Animales que le había regalado su amigo el profesor Dawkins unas navidades hace mucho tiempo. Buscó en ella al rinoceronte, y en ningún lugar aparecía que estos animales pudiesen hablar.
- ¿Cómo es que puedes hablar? –preguntó Defoe-.
- No sé. ¿Cómo es que puedes hablar tú? –contestó el rinoceronte-.
El capitán no supo qué contestar. Lo absurdo de la situación le resultaba pesado y notó una ligera punzada en la cabeza. Se notó mareado. ¿De dónde demonios había salido ese animal?
- He venido a salvarte –dijo-.
- ¿A salvarme? ¿De qué? No necesito ser salvado.
- A salvarte de la extinción.
- ¿Y cómo vas a hacer eso?
- Te llevaré a Inglaterra. Tengo un amigo, el profesor Dawkins, él conseguirá que tu raza no se extinga…
- No me interesa –le cortó el rinoceronte-.
- ¿Qué? –dijo incrédulo el capitán-.
- Mira, yo no soy ningún héroe. No me interesa hacer ninguna hazaña ni vivir enjaulado el resto de mis días. Prefiero vivir aquí, en paz, donde nadie me moleste.
El rinoceronte le miraba aburrido. El capitán no se podía creer que, para ser un animal inteligente, fuese tan estúpido.
- ¡Pero no puedes hacerle esto a la humanidad!
- No me importa la humanidad.
- Pero… pero… ¿No sería una pena que tu raza se extinguiese?
- Mira, yo no he pedido esa responsabilidad. No tengo por qué cargar con el peso del mundo bajo mis hombros si no quiero. Si no te importa, prefiero no seguir hablando.
El rinoceronte se dio media vuelta y echó a andar hacia el roble. Mientras, el capitán, con cara de estúpido, le miraba sin creerse lo que estaba pasando.
- ¡Pero… espera!
- ¿Qué quieres ahora?
- Al menos déjame seguir hablando contigo. No sé, quiero entender qué se siente el ser tú, toda la información útil que pueda conseguir será bienvenida para la comunidad científica.
- Lo siento, pero como puedes ver, estoy ocupado –dijo el rinoceronte tumbándose bajo la sombra del roble-.
- ¡Por favor!
- He dicho que no. Adiós.
- ¡Por favor! ¡Háblame! ¡Ey!

Pasó un rato hasta que el capitán finalmente desistió. De todos los rinocerontes blancos del mundo, sobrevivió el más imbécil, pensó Defoe. Era inútil dialogar con un animal salvaje.

Toda aquella aventura había sido en balde. El capitán se sintió más vacío que nunca, incluso más que antes de decidir salir a buscar al rinoceronte. Antes de encontrarlo por lo menos tenía esperanza, una motivación para seguir adelante. Pero ahora ya no quedaba nada, tan sólo una historia que nadie se creería, un recuerdo incómodo flotando en su mente, una hazaña que ni él mismo se atrevía a admitir.

Caminó hasta llegar al río donde había dejado su embarcación. Se sentó y sacó el narciso que tenía guardado en el bolsillo. Con furia, lo deshizo en pedazos y lo tiró al agua. Pensó en volver y prenderle fuego a todos los narcisos para que el rinoceronte no tuviese nada que comer. Después pensó en dispararle directamente al rinoceronte. Y luego pensó en dispararse a sí mismo.

Con calma, el capitán tomó una honda respiración y se tranquilizó. Sacó por primera vez las fotografías de su familia de la cartera y se quedó mirándolas un buen rato con resignación.
- Supongo que tendré que volver a casa –dijo en voz alta-.

Se levantó del suelo cuando de pronto tuvo una idea. Corrió a coger la Enciclopedia de Animales de su mochila y empezó a pasar páginas y páginas hasta que encontró lo que buscaba.
“Guepardo albino – casi extinto”.
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lucia
Cruela de vil
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Re: Narcisos (Microrrelato)

Mensaje por lucia »

:alegria: Vamos, que lo que no quería era estar con su familia y no quería reconocerlo. Mucho mas listo el rinoceronte :lol:

Me ha gustado :D :D
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