Silbido (Cuento autobiográfico)

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Vientoo
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Silbido (Cuento autobiográfico)

Mensaje por Vientoo »

Silbidos

Las blancas paredes de plástico no dejan pasar el aíre, ni las infecciones; ni el exterior. Dentro, una figura pequeña apenas se mueve. Parece quieta. Unos ojos pequeñísimos miran al hombre. Parecen conocerle. Al menos, eso quiere creer él.
Al lado, los sonidos rítmicos y terribles de una máquina mientras el artificial aire entra por las tuberías. A Él, mirar a los aparatos le da pavor. Sólo quiere llorar
La enfermera, una chica joven pero generosa en kilos se acerca hasta él. Le toca la espalda. Se lo susurra:
— Cógelo entre las manos. El contacto piel con piel les calma — Él, mira a la chica. En sus ojos un millón de preguntas y, lágrimas, tantas que serían un mar.

Luego, cuando la chica comienza a alejarse se ve en frente de las dos incubadoras, impotente, en un océano que le ahoga el alma. Quisiera estar, ser… quisiera tantas cosas…. En su móvil blanco enchufa una canción. Es una nana. Se rompe la monotonía cruel del sonido de las máquinas. La enfermera se ha detenido, vuelve el rostro, le mira. Sonríe. Una sonrisa a veces, todo lo sana.
Unas semanas atrás
Recuerda el primer día que llegó a aquella sala. Tan nervioso y perdido, tan idiota sí, porque sólo idiota se puede sentir alguien con dos corazones por cuidar y la ignorancia envolviendo todos y cada uno de sus actos. Por no saber ni sabría cómo abrazarlos.
Ella duerme, aún duerme, la sedación todo lo consigue, todo lo olvida.

No recuerda cuánto tiempo anduvo recorriendo largos y anchísimos pasillos llenos de camillas e instrumental médico. A cuántas personas preguntó por su paradero. Tuvo la sensación de que todos le llamaban tonto por no saber cómo moverse allí. Pese a esa creencia siguió, continuó, insistió, buscó y buscó, como buscan los peces en el agua contaminada el oxígeno sacando sus cabezas fuera para respirar.

Cuando encontró la puerta y pulsó el pulsador los segundos se hicieron siglos. “¿Cómo demonios se abre esta puerta?” pensó hastiado de esperar veinte segundos.
Asomó ella, pequeñita y fuerte, aquella mirada desafiante tras tan poca talla. “Busco a los mellizos” — le soltó nervioso. La auxiliar cambió la expresión de su rostro. La línea recta de su boca se hizo dulce e incluso mostró algo parecido a la compasión en sus ojos. Se echó a un lado y le deja paso.

Surcó aquel pasillo repleto de máquinas y desembocó en la sala. Las miradas de médicos, enfermeros y demás personal sanitario le tocaban. Le dio igual aquel aguijoneo. Quería, necesitaba saber.
— Son los dos últimos — susurró la auxiliar.
Y llegó. Los vio. El aire pesaba toneladas y olía a dolor, a angustia, le apretaba el pecho. Aquellos cuerpos diminutos como brotes jóvenes de plantas se movían a la vida. Tan niños, tan pequeños y tantos tubos incrustados ahí, en su bocas; tanto dolor.
Puso su mano en una incubadora, la de la derecha. Miró una vez y otra vez. No… no sabía qué hacer más Y salió corriendo de la sala con la alegría anegándole el corazón. Tenía tanta esperanza, tanto miedo…Ella aún dormía, dormía…

Esperó, esperó… podía esperar un infinito. La noticia era luminosa, llena de vida: “Los niños están, son, respiran, palpitan…” con eso bastaba…bastaba

Dura rutina.
Y los días pasaron entre llantos, dolor y angustia La sala de espera: unos bancos asidos a los lados y un estrecho pasillo formó parte de sus vidas. Al lado unas grandes cristaleras que sólo dejan ver el patio, el vacío patio de flores donde sólo piedras blancas coexistían. Tal vez por eso también las esperas se hacen infinitas y observar a través del cristal a la nada, una y otra vez traía vacío, vacío, vacío…
Y vinieron familias. Otras gentes, otros rostros, pero el dolor, el mismo.
Él, no puede callarlo, quería que todos supieran, que conocieran de ese, su gran dolor quizás por una sola razón: nadie debería atravesar ese gigantesco desierto en soledad. Pero luego cambiaba de opinión y prefería guardar lo vivido pues, rememorar era revivir una y otra vez, una y otra vez el dolor.

Y la historia se repitió, al cabo de días las familias que asomaron tristes y grises volaban, felices a su hogar. Nunca duraba demasiado la estancia en el pasaje del terror. Pero él y ella permanecían allí, sentados, ensimismados en sus pensamientos, en silencio, mirando con obsesión la puerta blanca, esperando, siempre esperando. Con las semanas los llantos se hicieron reconocibles. Ellos, ya sabían cuándo lloran sus hijos.

Habían pasado demasiados días, cincuenta para ser más exactos. Él había tenido que marcharse. Su rostro dulce, aquellos ojos que le buscaban, la pequeña mano que tantas veces tocó la suya; la piel de vida se había marchado.
Las palabras demoledoras de la doctora le desgarraron el alma “No durará más que un par de días. No podemos hacer más por él”

Jamás en su vida derramó tantas lágrimas; jamás sintió tanto dolor; tanta frustración. Los adioses son crueles siempre, pero perder un hijo… ¿cómo se traga eso?
A, se empeñó en luchar hasta el último día de su vida, no en vano, sobrevivió una semana más. A cambio la infinita crueldad de ver como día a día las pulsaciones decrecían, las necesidades mecánicas subían y… y se apagaba, se apagaba…

Aquella tarde, cuando entró en la UCI el pequeño bulto cubierto por la sábana blanca era lo único que quedaba de él. Aquel pedazo de vida… ¿cómo pudo soportarlo? ¿Cómo sobrevivió al pozo de las frustraciones y la desesperación?
No es tanto lo que se llora como cuán profundo nacen esas lágrimas, lágrimas de cristal que desgarran el alma.


Luego quedó él, sólo M en una incubadora, la de la izquierda, la más alejada. Al lado, la pequeña casa de plástico callaba vacía. Le resultaba doloroso mirarla y no buscar. A y su pequeño corazón volaron para bailar con el viento subido en una nube gris.
Entrar en aquella UCI suponía angustia, pánico, el infinito temor. Ahora no tenían que repartirse papá y mamá con uno y luego con otro.. Siempre con los dos para no hacer distinciones. Ahora simplemente había una conclusión dolorosa: El más hermoso voló.
Pasaron los días, los tortuosos días. Un hijo a veces salva a sus padres pues sólo queda vivir y luchar por él; y olvidar la tragedia, olvidar el dolor Esa idea se instaló en su cabeza con infinita tristeza ¿se podría? Sólo una certeza flotaba entre sus ideas: Si no olvidas eres un muerto en vida.

Una de tantas tardes la enfermera más grande, más bruta y a la vez más valiente sacó a M de la incubadora. Entre sus brazos parecía tan chiquitito. Él, pensó ¡Dios, se puede!
Prepararon para M una pequeña trona con gasas dobladas. Allí se sentó con toda la dignidad que los pequeños huesos de su columna le permitan. Aquel día, los minúsculos cables que le conectaban a las máquinas parecían una fiesta multicolor.
Olvidó los reiterados pitidos. Sólo escuchó risas, risas de esperanza.
Pero… ¡Cuantos miedos! ¿Cómo podría respirar fuera de su mundo de plástico? ¿Y si algún cablecillo se desconectaba? ¿Y si fallaba el oxígeno? ¿Y si el marcador de turno no volcaba la señal correctamente?

Definitivamente, demasiados “y si”
Pero ella no necesitó pensarlo. Se acercó, le mostró uno de sus dedos, el más pequeño y M, lo asió decidido. La reconocía, buscaba su vida. A él… aquello… le pareció tan hermoso.
Luego, lo cogió con la intuición de una madre que sabe qué, cómo, cuándo, dónde. Y la magia de la piel con la piel nació. Él, sólo podía contemplar la escena con los ojos de un tonto bobalicón. Unas cosquillitas le acariciaron abajo, más debajo de la piel, en ese lugar donde deben anidar las almas. No pudo retener el tsunami y… Sonrió pensando: ¡vida! Ella, se lo susurró. “cógelo tú también”
— No… no, mejor tú — apuntó él que por nada en el mundo quería hacer daño a su hijo. Demasiados atados habían creado sus miedos.

Y las tardes pasaron una vez más, lentas, tortuosas, pero una nota de color día a día, hacía brillar las pupilas; el olor a vida se respiraba. Y aunque las esperas fuera de la sala seguían infinitas ella había venido: La esperanza. Ahora, observaba a los cristales del patio, aquel patio vacío lleno de piedras blancas. Y el blanco le pareció ¡tan hermoso!
Ella le cogía en brazos todas las tardes. Él, apenas se atrevía a tocarle. Los “Y si” siempre asomaban presentes. Su nerviosismo lo encauzó controlando los monitores, el oxígeno que había que disminuir sí o sí. Sin embargo se sentía torpe, inútil, quizás como ese jarrón que alguien coloca en medio de la mesa del salón, ese que no tiene flores y ni siquiera se llena de agua. Tenía que hacer algo para sentirse, para ser de verdad: padre.
Un día de observación y pasmarotes nació la idea “¿por qué no? ¡No, no! ¡Qué tontería!”. Y … ¡no había nadie en la sala! Sólo él y M, sólo el padre y el hijo ¿quién podía reprocharle algo?
Y lo hizo.

Primero con infinita timidez, luego inventando melodías y por último imitando las que conocía.
Silbó, silbó, ¡silbó!
El niño le miraba, o eso pensaba él, que le miraba cuando silbaba. Nació el milagro. M sonrió… Así día a día, minuto a minuto y con dedicación se convirtió en el flautista de los silbidos. Cada tarde antes dé, durante y después, le silbó sin descanso. Poco a poco dejó de verse idiota. Por suerte para él nunca sorprendió las risas a medias de las enfermeras; ni escuchó los comentarios a su espalda.
Así pasaron más y más semanas en aquel lar de plásticos y tubos de aire. Un día una de las enfermeras se lo contó. Ninguna familia había permanecido tanto tiempo en la UCI esperando tras aquellas urnas de plástico. No supo si alegrarse por lo resistido o sentirse el más desgraciado del planeta. Al día siguiente agarró sus miedos y los mordió, los masticó y los escupió bien lejos. Cogió por fin a su pequeño hijo entre los brazos y ahí, tan cerca, tan vivo le silbo, siguió silbándole. Recordó lo que le dijo la enfermera: el tiempo que llevaban allí y lo incierto por lo que aún les quedaba. Mientras acunaba a su vida tuvo una certeza: Tenía que continuar, continuar…

Reyes
Ni muy alto ni bajito; más bien joven y fuerte. Sus ojos, como los ojos de toda la gente de su raza albergaban la fuerza y la expresividad de un carácter forjado en la calle, entre chabolas y despojos de la sociedad. Sus pupilas asomaban abiertas como platos.

Cuando su hijo, que casi duplicaba en volumen y peso al de él entró en la incubadora se sorprendió pensando “¿Llamaban Reyes a una niña? ¡No, no!” Nada más y nada menos que un gigantesco niño con nombre plural dormitaba en aquella incubadora. Extraña dualidad de un nombre válido tanto para ellas como para ellos.

Luego, al cabo de largo rato entró en la UCI. Caminaba perdido y no sabía dónde dormía su hijo, Cuando lo localizó miraba desde fuera de la incubadora con los ojos quietos sin saber qué decir, dando vueltas a un lado y a otro como los leones enjaulados hastiados de recorrer incansables el estrecho y rutinario camino de su existencia. Él, mientras observaba a Reyes padre se reconoció en los primeros días en la UCI, aquellos momentos en que el miedo paralizaba los gestos más simples.

Se acercó titubeante hasta el gitano. No sabía si acertaba o todo asomaba como soberana estupidez. Pero algo le impulsaba, algo, mientras las dudas por lo que quería hacer combatían una con otra en el cerebro, algo le arrastraba. Los susurros no los pudo retener, se le cayeron de la boca adelantándose a sus elucubraciones.

Se lo soltó al gitano:
— Ve con él. Lávate las manos y tócalo. Lo sentirás, te sentirá. Hazlo. Es carne de tu carne, sangre de tu sangre.

Y Reyes padre, el gitano, le miró fijamente, le atravesó con unas pupilas capaces de romper en mil pedazos... Y guardó silencio durante segundos infinitos cargadísimos de tensión. Reyes Padre agachó la cabeza, caminó con pasos grandes y se dirigió hacia el lavabo al fondo de la UCI. ÉL, escuchó el fuerte sonido al salir el agua del grifo golpeando el fondo del fregadero; oyó como las manos morenas se frotaban con fuerte fruición, nerviosas, desquiciadas…

Cuando lo observó dirigirse a la incubadora sonrió muy adentro. Reyes Padre plantó sus grandes dedos aceitunas sobre el plástico de la incubadora y miró fijamente al neonato. Sus dedos comenzaron el movimiento, se desplazan lentamente y se frenaron junto a la pequeña puertecilla. Una voz nueva entró en la sala. La magia del silencio se rompió:

— Ni se te ocurra tocarlo ¡puedes contagiarle algo! — gritó la enfermera.
Otro silencio feo lo llenó todo. Él, un mero observador no pudo callar. Tenía que decírselo.
— Le he dicho que se lave las manos y créeme, lo ha hecho a fondo— La enfermera le mira, le conocía de meses allí. No dijo nada. Su boca es una línea terriblemente recta. A Él, sólo se le ocurrió suplicarle con la mirada “déjale, déjale tocarlo” Ella por fin habló:
— Anda, anda, tócale pero muy despacito y … !Sólo un poquito!

Los gruesos dedos aceituna caminaron por las blancas sábanas. Padre e hijo se buscan. El roce ineludible, somero, delicado. Mágico.
Aquel día no le dejaron, tuvo que esperar uno días. Pero finalmente Reyes padre tomó en su regazo a Reyes hijo.

Él, por una vez después de meses y meses de dolor vislumbró una luz, la luz pequeñita que prende un amanecer. Tal vez, tal vez todo tenía sentido…

Hoy. Despertar.
Ya le escucha. Su voz diciendo “papá, papá” es el rayo de sol que entra todos los días por la ventana. Es emocionante despertar entre sus reclamos aunque se muera de sueño y el cuerpo no quiera tirar de una espalda dolorida.
Le gusta olerle, sentirle cuando su mano le golpea la espalda mientras dice: “sí papá, sí” A veces, bajan abrazados al salón. Cada gesto importa y, hay que recuperar los abrazos perdidos.

Cuando la música puebla la escena el niño mira al cantante. El padre quita el sonido, ahora el intérprete es él, sólo él.
Recuerda entonces la palabra de cierta brujilla blanca “El niño tiene clariaudiencia” Él, había pensado “hay que decir algo maravilloso a los padres de sus hijos, claro, es importante motivarlos” Hoy ha descubierto que aquellas palabras no venían huecas. A M le encanta cantar, le encanta vivir.

Es un niño feliz. FIN
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lucia
Cruela de vil
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Registrado: 26 Dic 2003 18:50

Re: Silbido (Cuento autobiográfico)

Mensaje por lucia »

E imagino que su papá a través de él, ¿no? :cunao:

Me alegro de que superáseis la muerte del otro bebé y que estéis disfrutando de M :60: :60:
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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