Augurio de una condena (Novela)

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Extrem05
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Augurio de una condena (Novela)

Mensaje por Extrem05 »

Buenas a todos, quería retomar esta novela que comencé a escribir hace tiempo (y ya colgué aquí los primeros capítulos hace también varios años). Se han cambiado muchas cosas y ya está prácticamente terminada, así que iré colgando todo lo que tenga por aquí y estará completada en breve. De agradecer todo comentario sincero y crítica que pueda ayudarme a mejorar y cambiar cosas que se me vayan pasando a mí (Hay partes que he leído tantas veces que ya casi leo por inercia y a veces ni me entero de los errores).

Es bastante larga, ya aviso.

Sinopsis

En la calurosa ciudad de Forlón se encuentra Noah Loran, un hombre abatido que decide recurrir al suicidio para acabar con todo de una vez. No obstante, la paz que buscada apenas le dura unos segundos, pues se ve envuelto en una contienda con el propósito de evitar acabar en el infierno por toda la eternidad.
Última edición por Extrem05 el 19 Oct 2017 14:19, editado 1 vez en total.
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Extrem05
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Re: Augurio de una condena [Novela]

Mensaje por Extrem05 »

5 de Agosto de 2013, Noah Loran.

Llevaba ya unos quince minutos sentado en el interior de mi coche, abstraído en mis pensamientos mientras dirigía la mirada hacia cualquier mota de polvo que se zarandeaba a mí alrededor, intentando alargar con ello el poco tiempo que me quedaba.

Entonces sentí cómo alguien se acercaba hasta mi posición, pues el ascensor a mi derecha emitió un sonido oxidado y chirriante que me obligó a reaccionar. Miré mi reloj, ya iba siendo la hora de ir a trabajar; un barullo de gente pronto recorrería las calurosas calles de la ciudad de Forlón, hecho que podría causarme problemas, pues no quería involucrar a nadie.

Había llegado el momento. Solo diez metros me separaban de mi propósito, de aquella pared mugrienta que esperaba ver por última vez.

Tras un par de segundos cogiendo aire, miré al frente con rostro impasible, arranqué y pisé a fondo el acelerador. Todo ocurrió muy rápido y, como era de esperar, la cálida luz del verano abandonó el aparcamiento a gran velocidad, arrastrando mis últimos pensamientos hacia un vacío negro de inconsciencia.

•••

Comencé a recobrar el sentido. No tuve tiempo de disfrutar de la oscuridad que me había engullido. Apenas se me concedieron unos segundos para experimentar la nada, la ausencia de mi existencia, de mis sentimientos y emociones.

Inhalé un aire rancio, como olvidado. Sentí el sabor de la arena, el tacto de una tierra seca bajo mi cuerpo. ¿Dónde estaba? Me sentía algo desorientado, pues era obvio que ya no me encontraba en el aparcamiento.

Abrí mis ojos, pero esto no hizo sino aumentar mi confusión. Me encontraba recostado sobre un terreno arenoso teñido de un color rojizo parecido al de la sangre. El lugar era tan oscuro como el ébano pero, por algún extraño motivo, estaba vagamente iluminado en mi ubicación. Gracias a este capricho, al fondo entre la penumbra, pude intuir la silueta de paredes dentadas, las cuales descubrían lo que debía ser una cueva circular y abovedada. Todo estaba muy oscuro, por lo que no alcanzaba a ver nada más a pesar de contar con esta luz que parecía emanar desde mi persona.

Tras terminar de echar un vistazo, me levanté del suelo y usé mis manos, en un reflejo casi involuntario, para palparme la cara y el pecho: Comprobé que no tenía ninguna herida. Lo que estaba experimentando no parecía tratarse de un sueño, pues todo lo sentía muy real. Sin embargo, el choque que yo mismo provoqué contra la pared debió matarme, por lo que me desconcertaba el hecho de no tener ningún corte o lesión en mi cuerpo.

La cueva despertaba mi curiosidad, ¿cómo habría llegado hasta aquí? ¿Quizás me encontraron y me arrojaron a este lugar? ¿A pesar de que seguía con vida? ¿O es que ya estaba muerto? ¿Era este lugar el más allá? No podía dejar de hacerme preguntas, una tras otra se acumulaban en mi cabeza, pero ninguna obtenía respuesta.

Comencé a moverme, morir de inanición en esta siniestra cueva no era mi intención, aunque, en verdad, podría haberlo sido; pues mi fin, en un principio, era morir.

De pronto, antes de que diera más de dos pasos, unas criaturas de aspecto primitivo comenzaron a emerger del suelo, apartando con sus zarpas la tierra que las enterraba. Tenían la piel abrasada, con pellejos de carne colgando, erupciones y ampollas por todo su cuerpo, me infundían su propio dolor con el simple hecho de contemplarlas. Eran criaturas de grandes colmillos que apenas portaban ropa para cubrir sus vergüenzas. Algunas sostenían tridentes, otras picas y otras lanzas, y luego había un grupo minoritario que se bastaba de sus enormes garras para mantenerme intimidado.

Me rodearon.

Sus miradas fogosas y llenas de odio me horripilaban. Caí horrorizado al suelo y volví a ponerme en pie lo más rápido que me lo permitieron mis piernas, las cuales apenas podía controlar a causa del miedo.

En frente de mí se alzó una roca de más de dos metros de altura, trayendo consigo un sonido que hizo retumbar toda la cueva. Detrás, de entre las sombras, apareció un hombre encapuchado que comenzó a caminar con sosiego en dirección a esta roca. Vestía una túnica ceremonial de color negro que cubría todo su cuerpo y llevaba consigo un bastón en el que se apoyaba para caminar. Su andar era lento y torpe, por lo que le llevó un tiempo postrarse tras la roca, la que pudo usar a modo de atril gracias a unos escalones que aparecieron bajo la misma.

―¿Dónde estoy? ―pregunté con mucho miedo y casi tartamudeando mientras giraba la cabeza con rapidez y miraba, asustado y atónito, hacia todas las direcciones y hacia a ninguna al mismo tiempo.

Ninguna de estas criaturas que me rodeaban me respondió. El tipo encapuchado, por su parte, apoyó sobre el atril un pergamino que guardaba entre su túnica; luego sacó una pluma y comenzó a anotar algo. Mientras, el resto de criaturas vitoreaban y me abucheaban a la vez. Con sus puños cerrados y oscilando en alza, daba la sensación de que estaban pidiendo mi cabeza.

―Bienvenido, portador de desdicha ―dijo el encapuchado de forma pausada a la vez que me señalaba con su dedo índice.

―¿Desdi…? Un momento, ¿dónde estoy? ―pregunté.

―¿Os habéis perdido? ―preguntó con una voz espesa. Una voz caducada que se clavó en mi columna vertebral, distribuyendo el miedo por todo mi cuerpo.

―Eh... Yo... ―El pavor me cohibía.

El encapuchado se llevó el puño a la boca y expulsó una tos gélida que sonó a ultratumba. Nunca, en toda mi vida, había sentido tanto miedo. Era tan intenso que incluso sentía como empezaba a perder el control de mi vejiga, algo que no me pasaba desde que tenía unos seis años.

―Os noto desorientado.

―Obvio… ―murmuré―. Así es como me siento ―conseguí responder.

―Podéis respirar con tranquilidad, joven. El miedo es inútil, aunque reconozco que a veces inevitable. Os aclararé la situación en la que os encontráis. ―Alzó los brazos con simetría, haciendo partícipes de la conversación a aquellos seres que me rodeaban―. Es sencillo, estamos aquí reunidos para decidir el futuro de una pobre alma, de un ser perdido y desdichado que acaba de descender del mundo de los vivos a una edad muy temprana. ―Extendió su mano derecha al frente, señalándome con la yema de sus dedos y con ello indicando que hablaba de mí.

―¿El futuro... de...? ―Respiré hondo, no llegaría a ninguna parte si no era capaz de articular palabra―. ¿El futuro de mi alma? ―pregunté.

―Siempre ocurre igual. ¿De verdad os es tan difícil de asimilar? ―Resopló―. Estáis muerto.

Muerto.

Estaba muerto.

Este extraño encapuchado acababa de decir que estaba muerto.

Un sudor frío recorrió mi cuerpo. Mi corazón, o lo que quedaba de él, dio un vuelco. Si bien una parte de mí quería morir, lo que quería era desaparecer, sin más. No deseaba venir a una cueva a conversar con, lo que parecía ser, un anciano decrépito. Me sentía decepcionado, yo solo anhelaba el descanso eterno. ¿Quién esperaba algo así tras la muerte? Yo era más de ciencias, cerebro muerto era igual a la nada más absoluta. Por eso quise acabar con mi vida.

―Y entonces, ¿ahora qué? ―pregunté.

―Bien, lo vais asimilando. Ahora nos encontramos en la antesala del infierno. Haremos un juicio de valor. Según vuestras hazañas en vida, decidiré si debéis continuar más allá o parar aquí.

El encapuchado tardaba tanto en pronunciar cada palabra, que sus frases se me hacían eternas. Era tal su lentitud al hablar, que al terminar una oración se me olvidaba el principio de la misma. Había que hacer memoria para recordar todo lo que había dicho.
―Eh... ¿Có...C...? ¿Q...? ―Maldito miedo, ladrón de palabras―. ¿Inf... Infierno?

Otro vuelco dio mi corazón. Estaba viviendo una pesadilla, yo nunca creí en Dios, en el cielo o en el infierno. Todo debía ser producto de mi imaginación. Deseaba poder despertar y dejar este lugar, pues se me habían quitado de golpe las ganas de morir, a pesar de todo lo que me había pasado.

―Esto no puede estar pasando ―dije a la par que zarandeaba mis manos de izquierda a derecha.

Estaba a punto de mearme encima debido al miedo.

―Deberíais abandonar esa actitud. No tenéis nada por lo que temer si habéis sido un buen hombre. Solo habéis de abrazar vuestro destino y dejaros llevar por él. ―Levantó su mano derecha, haciendo un gesto de liberación con ella, como si hubiese soltado una paloma―. Pronto descubriréis lo que os aguarda, es una promesa, no os haré esperar.

―¿Y de qué hay que hablar?

―¿No deseáis contarme? ¿No deseáis redención? Pobre desdichado, puedo enviaros ya al infierno, si es que así lo deseáis.

―¡No! No me refería a eso... Pensaba que aquí lo veían todo, que ya sabrían todo sobre mí. ¿Dios no lo ve todo y lo sabe todo?

―¡Escupo en Dios! Yo no soy Dios, estoy aquí para juzgaros y no sé nada de vuestra vida. Dios no tiene poder aquí. Yo dicto sentencia, yo establezco las normas: Aquí mando yo. ―Pareció haberle sentado muy mal el nombrar a Dios―. Ahora hablad, y no os molestéis en mentir, ninguna mentira es más escurridiza que yo.

―Pues... ―Volví a tragar saliva―. Usted dirá.

Me encontraba en una situación un tanto confusa. ¿Quién iba a esperar algo así tras la muerte? ¿Presenciar un juicio? Tenía que centrarme. Debía sacar lo mejor de mí para evitar una condena, para evitar ir al infierno. Si bien, siempre me había considerado un buen hombre, mi pesimismo innato me hacía creer lo contrario.

―¿Cómo os llamáis? ―preguntó el juez.

―¿Esto va en serio?

Las criaturas que me rodeaban comenzaron a mofarse de mí, o al menos esa era la sensación que me transmitían. Tras sus risas y burlas, algunas de ellas se acercaron y me pincharon con la punta de sus armas, no muy profundo, pero lo suficiente como para hacerme sangrar y aclararme que todo iba en serio.

―¡Vale! Vale... M... ―titubeé.

Me llevé las manos a la cabeza, estaba muy asustado y casi no me salían las palabras. Intenté hacer acopio de todo mi valor y responder. Había que ser fuerte y parecer sensato, me encontraba en un momento crucial y debía dar lo mejor de mí mismo.
Respiré hondo.

―Me llamo Noah Loran.

El juez permaneció inmóvil, impertérrito ante mi respuesta, daba la sensación de que se estaba durmiendo. Esto, unido a su forma de hablar y a su voz, hacía parecer que tras esa túnica se encontraba un anciano en la fase terminal de alguna terrible enfermedad que deterioraba su cuerpo, poco a poco, hasta consumirlo. Pero, entonces, el juez encapuchado despertó de su momentáneo letargo y volvió a preguntar:

―¿Cuál es vuestro nombre, joven?

―Eh... ¿Otra vez? ―Intenté sonreír e incliné mi cabeza hacia la derecha, con mueca dubitativa―. Lo acabo de decir, es Noah Loran.
Entonces cogió su pluma y esta vez apuntó algo en el pergamino. Parecía que estaba rellenando una ficha, lo cual me desconcertaba todavía más.

―¿Edad?

―Tengo treinta y nueve años.

El juez volvió a escribir, con lentitud, algo en el pergamino.

―¿Oficio?

―Fotógrafo, ya sabe... Comuniones, bautizos, renovar el DNI, etc. ―contesté.

El juez intentó proseguir tras anotar mi respuesta en aquel pergamino, pero antes debía tomar aire. Le costaba hacer uso de su voz, era como si le pesara. Tenía que aspirar antes de hablar y después debía hacer fuerza para que el sonido no se desvaneciese antes de poder ser escuchado.

―Señor Noah Loran, de mediana edad, robador de almas. ―Volvió a toser, esta vez echando todo el esputo sobre el atril. Llenó el pergamino de flemas. Era repugnante―. Algo común esta afición en los nuevos tiempos.

―Sí, pero he de remarcar que yo no robo almas. Las fotos no roban el alma, yo diría que las inmortaliza ―remarqué entre susurros, aprovechando una pausa que usó para tragarse las flemas, pues robar almas no parecía que fuese algo bueno que anotar en el currículum.

El juez permaneció inmóvil.

Se hizo el silencio.

―Ya sabe… Es una creencia un tanto estúpida y anticuada eso de que las fotos te roban... ―continué, pero me tapé la boca con mi puño derecho antes de terminar la frase.

El juez dejó escapar un bufido.

―Perdone, no le estaba llamando estúpido a usted ―dije.

―No soy capaz de recordar la última vez que alguien osó desafiarme. ―Aparté mi mirada y la posé en el suelo, arrepentido por lo que acababa de decir.

El juez hizo una pausa y continuó hablando:

―No busquéis contrariarme, nunca más. Os voy a perdonar esta transgresión, pues soy benevolente y habéis pedido disculpas, pero mi paciencia es reducida. ―Tosió―. Hablad sin miedo, pero sin olvidar cuál es vuestra posición y la finalidad de todo esto. Decidme, ¿por qué ese oficio?

―Mi... ―Qué remedio, no quería acabar en el infierno, debía hablar―. Mi padre desapareció cuando yo era un niño y heredé su vieja cámara.

―¿Ahora es cuando empiezo a llorar? ―Escupió en el suelo, hacia su derecha. Parecía gustarle escupir―. Guardad un poco de dignidad. Lo que intentáis no funcionará conmigo, señor robador de almas.

―No. ―resoplé―. He respondido a la pregunta. No lo he dicho para dar pena, era un objeto muy preciado por mi padre. Supongo que me gustaba darle uso y con ello empezó todo.

―Os hacía sentiros cerca de él ―comentó.

―Eso creo, con el tiempo me volví bastante bueno en el arte de la fotografía. ―El encapuchado me miraba con atención y esperaba que continuase con la historia―. Eh... Mi madre no ganaba mucho dinero así que tuve que contribuir para salir adelante, por lo que empecé a presentarme a diversos concursos para sacar un dinero extra.

―Eso está mejor, joven, mucho mejor. Dice mucho de vuestro compromiso y del sentido del deber. ―Su voz se volvió más cálida y calmada, me reconfortaba―. Ayudando al sustento familiar a una tan corta edad. ―Lo apuntó en el pergamino―. Escucharos me trae recuerdos de mi juventud, de cuando yo también tenía ilusiones e intentaba ganarme el alimento con lo que más me apasionaba, pero hace ya tanto de eso…

―Bueno, me apasionaba al principio. Luego tuve que renunciar a las ambiciones de la juventud y enfocar mi carrera hacia un punto de vista más... Digamos, comercial.

―¿Sois codicioso?

―No. ¡Claro que no! ―aclaré exaltado, pues hacer algo por codicia también sonaba muy mal en la situación en la que me encontraba―. Cuando empecé, el trabajo era muy irregular y me hacía viajar mucho. Por lo que abrí un negocio en la ciudad donde residía. Pero lo hice para traerle un sueldo fijo a mi propia familia y para no tener que separarme de ellos por tanto tiempo.

―Oh… Eso es honorable. ―Sonreí al escucharlo, parecía que todo iba bien―. Un hombre que renuncia a sus sueños para dedicarse a la familia.

―Por un hijo siempre se hace lo que haga falta.

―Entonces sois un padre de familia, un hombre que piensa en los demás antes que en sí mismo. El mundo sería mucho mejor con más gente como vos. ―Se me iluminaba el rostro, ya me veía en el paraíso, con mi hijo otra vez entre mis brazos―. Es una pena que hayáis muerto tan joven, una desgracia que hará que vuestra familia os eche en falta.

La sonrisa se borró de mi rostro en cuestión de segundos. Permanecí cabizbajo e instantes después intenté disimularlo y volví a esbozar otra sonrisa, pero el encapuchado pareció darse cuenta de ello.

―Vuestros recuerdos os traicionan, ¿qué ha sido esa cara? ―preguntó.

―No... No ha sido nada. ¿Qué cara?

―Ya os he dicho que no iba a tolerar esto. ―Aparté mi mirada hacia otro lado―. ¿Queréis que mis lacayos vuelvan a cortaros? Vamos, hablad.

―El asunto es que… ―Me llevé la mano derecha a la nuca y me rasqué el pelo―. Yo mismo me quité la vida ―dije murmurando, con esperanza de que no lo escuchase y cambiase de tema.

―Os quitasteis la vida... ―Lo apuntó en el pergamino―. Cuando llegasteis a este lugar, sin rumbo y desorientado, pensé que habíais tenido una muerte rápida e improvista y que incluso ni os habíais percatado. Pero ahora confesáis haberos quitado la vida. ―Su voz dejó de ser cálida―. Os habéis quitado la vida y aun así os sorprendéis de estar muerto. ¿Qué esperabais tras la muerte? ¿Un presente? ¿Qué tipo de obsequio esperabais?

―No... Solo es que... Me sorprendí por encontrar algo tras la muerte, más que de haber muerto en sí.

La sonrisa volvía a desaparecer de mi rostro.

―Lo que me sorprende es que alguien que dice ser tan devoto a la familia como decís ser vos, sea capaz de abandonarla por voluntad propia.

―Esa no era mi intención ―susurré.

―Importan los hechos, no las intenciones. ¿Por qué abandonasteis a vuestra familia, señor robador de almas? ―insistió.

―No he abandonado a nadie ―insistí.

El juez apoyó sus manos con decisión sobre el atril, dando un fuerte golpe sobre este y alzándose lo más que pudo. Cogió aire y se dispuso a decir algo:

―¡Señor Noah Loran, robador de almas! ―Elevó su voz de tal forma que retumbaba por toda la caverna―. ¿Por qué abandonó a su familia?

―¡No abandoné a nadie! ―grité entre inapreciables sollozos, pero un segundo después recordé que no estaba en posición de gritar a nadie. Resoplé y aspiré hondo mientras el juez volvía a su posición original―. Mi hijo murió hace un año. No abandoné a mi familia, solo quería reunirme con ella.

―¿Y qué fue de vuestra esposa? ―Su voz se volvía cada vez más áspera y terrorífica―. ¿La abandonasteis con tal pesar?

―No pudimos superarlo. Mi mujer y yo nos separamos. Así que, como puede ver, yo ya no tenía nada que hacer allí. No pude encontrar las ganas de vivir.

―Con eso confirmáis lo que os acabo de preguntar.

―No… Yo… ¡Yo soy una víctima de todo aquello! Hice lo que hice porque ya no aguantaba más, cada día lo pasaba peor, ya no era capaz ni de sentir. No… No se me puede culpar de lo que pasó y tampoco de lo que he hecho.

―Sí que se os puede culpar de quitaros la vida. No tenéis tal derecho.

―Mi vida acabó cuando murió mi hijo, no ha sido una elección mía ―musité.

―¿En verdad esperabais que ignorásemos vuestros pecados y que os dejáramos ir a descansar? Pues estáis muy lejos de poder descansar. ―Sentía como todo el peso del mundo caía sobre mí―. Habéis hablado de suicidio... Me lo habéis puesto muy fácil, ni siquiera he podido divertirme ―murmuró a la vez que hacía un gesto de resignación con su cabeza, moviéndola con brusquedad de izquierda a derecha―. Todos sois iguales. No sabéis aprovechar lo que os dan, os pensáis que la vida es un juego, que todo es pura diversión y que podéis hacer lo que os viene en gana. Pero esa vida trae consecuencias, pues no es más que una prueba y no sois pocos quienes no la superáis ―dijo, en una frase que pareció haber tomado varias horas.

―¿Qué quiere decir?

―Ahora dictaré el castigo que os merecéis.

―¿Se me va a condenar al mismísimo infierno por cometer suicidio?

―Apestáis. Desde aquí puedo oler e incluso llego saborear el hedor del alma pútrida que os acompaña. No seré misericordioso, pues adoro condenar ánimas como la vuestra. Os merecéis un castigo acorde a vuestro pecado, debería enviaros con las Meigas, pero no tenéis la marca.

―¿Las qué? Sabe, si goza condenando a gente inocente al infierno, quizás no debería recaer sobre usted tal responsabilidad ―dije.

―No me repliquéis, pues vos no sois inocente en absoluto. Os guste o no, estoy aquí para condenaros. Y eso es lo que pretendo hacer, podéis ahorraros esta burda palabrería. No tenéis nada que hacer.

―¡Espere! ―Debía intentar hacerle entrar en razón, aunque parecía complicado―. Admito que hice mal. Pero el suicidio no es nada en comparación a mis buenas acciones.

―¿Por ejemplo? ―preguntó con curiosidad.

―¿Aparte de lo ya dicho? ―Me detuve un momento para pensar―. Bueno... ¡Nunca he matado a nadie! ―exclamé con desesperación.

―Eso no es una acción en sí misma. Matar a alguien es una mala acción, salvar a alguien es una buena acción. No hacer nada a nadie, eso no es nada, joven robador de almas.

―Pero yo...

―Pero os quitasteis la vida ―me interrumpió.

No pude continuar hablando, pues comenzó a dar golpes con el mazo en señal de que no quería seguir escuchándome.

«Menuda estafa de juicio».

―No hay nada que discutir. Id asimilando que vais a pasar una larga temporada en el infierno. ―Sacó otro pergamino de debajo de su túnica y comenzó a palparlo con su mano. Parecía que estaba leyendo un mapa―. Este castigo es idóneo ―murmuró.

―¿Qué... castigo? ―Mis cuerdas vocales temblaban. Mi cuerpo palidecía ante el miedo.

Me arrojó un saco de lino a la cara, lo recogí con mis manos. No quería ni imaginarme para qué podría ser este saco. Era un saco grande, aproximadamente de un metro de alto y medio de ancho. Estaba impaciente por saber qué hacer con el saco, pero aquel juez volvió a quedarse traspuesto, sin mediar palabra. Intenté acercarme para verle el rostro, pero la capucha de su túnica creaba una sombra impenetrable.

Uno de los seres que me rodeaban subió al atril y le dio un pequeño coscorrón al juez, uno bastante fuerte que lo hizo despertar y cabrearse. Yo crucé mis manos y comencé a rezar por primera vez en mi vida. Mi abuelo no creía en Dios, mi desaparecido padre tampoco y mucho menos mi madre, que era cinturón negro en el ateísmo. Aun así, rezaba por despertar o, al menos, deseaba que al juez le diese un síncope en directo y se quedase traspuesto, imposibilitando la continuidad del juicio. Pero eso no ocurrió, a pesar de que a cada segundo que pasaba su estado mental parecía deteriorarse, el juez volvió en sí para proseguir con su habladuría:
―¡Oh! Sí... ―refunfuñaba―. Mirad en vuestro bolsillo ―me ordenó.

Eso hice, busqué en mis bolsillos y en el derecho encontré una semilla. Parecía una semilla de sésamo.

«Vaya con los castigos modernos».

―Meted la semilla en el saco. ―Acaté su orden―. Ahora tendréis que llenar el saco. Dada la gravedad de vuestro pecado, vagaréis por el infierno, donde seréis capaz de encontrar una semilla cada cien años. Cuando llenéis el saco vuestro aura se reequilibrará y se os revocará el castigo.

―¿Cada cien años? No... Es decir. ―Intenté insinuar una sonrisa―. Señor juez, no dudo de su buena fe para dirigirme de nuevo por el buen camino, ¿pero, no es un poco, demasiado?

―Ahí tenéis vuestro obsequio. ¡Arrojadlo a lo más profundo! ―ordenó al público que me rodeaba―. Allí tendrá tiempo de arrepentirse por lo que ha hecho. ―Golpeó con el mazo que sacó de debajo de su túnica a la par que emitió un chillido estridente que crujió mis tímpanos.

La sentencia había sido dictada y yo pude sentir como se humedecía mi entrepierna.

―Ni hablar ―murmuré.

No podía creerme todo lo que acababa de pasar. ¿Condenarme al infierno por casi una eternidad? Absurdo. ¿Había hecho algo malo? ¿Culpable de haberme suicidado? Ridículo. ¿Cómo podía haber hecho en treinta y nueve años de vida algo tan malo como para ser condenado al tormento por algo así como un millón de veces ese tiempo? Yo fui un buen hombre en vida, no merecía tal castigo. No podía acabar en el infierno.

Aún deseaba que todo fuese una pesadilla, pero, por si acaso, comencé a correr esquivando a los seres endemoniados que me rodeaban. Sin embargo, ninguno me perseguía, pues el suelo comenzó a inclinarse bajo mis pies.

Un viento emanó de los alrededores y me sacudió, tan frío que puso mi piel de gallina. El viento llevaba consigo un susurro, bajo y sibilante, que arremetió contra mis sentidos mientras yo entablaba mi precipitación al vacío:

«Perdonadme por lo que voy a hacer».

Mi consciencia volvía a desvanecerse y la oscuridad se abalanzó sobre mí. Una oscuridad que devoraba mis sentimientos para advertirme de la estupidez que acababa de cometer. Suicidarme: El gran error de mi vida.

Por un segundo pude volver saborear la nada más absoluta, aquello que tanto anhelaba. Pero fue solo eso, nada más que un segundo.
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Extrem05
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Re: Augurio de una condena [Novela]

Mensaje por Extrem05 »

23 de Marzo de 1485, Ulises Soto.

El sonido de las rodaduras orquestaba el camino al inapetente pueblo de Baleira, mi hogar y también hogar de mi familia durante generaciones. Aparté con la mano la frondosa rama del madroño que entorpecía mi visión y posé mi vista sobre la carretera. Cuatro parejas de caballos empujaban cuatro grandes y coloridas carretas. Podría afirmar que no se trataba de un carromato de comerciantes y mucho menos de uno de actores, si bien mis ojos no alcanzaban a distinguirlo con claridad desde la lejanía.

Mi mente era hostigada por la curiosidad y por los deseos de conocer algo que mis ojos veían por primera vez. Más acababa de encumbrar la colina e iba a ser una pérdida de tiempo volver a bajar justo ahora. Ya que estaba aquí, prefería aprovechar tal esfuerzo, no quería que el viaje hubiera sido en vano.

―Las nubes se apilan sobre nuestras cabezas y la lluvia pronto nos entorpecerá, creo que esto no es buena idea. Deberíamos volver, mi señor ―dijo Enol.

―¿Quiénes creéis que son? ―pregunté sin apartar la mirada de la senda y sin darle importancia a las palabras de mi sirviente.

―No lo sé, mi señor. ¿Comerciantes?

―No, Enol. No son comerciantes.

―Podríamos volver para saciar la curiosidad ―insistió.

―Baleira no es una aldea de paso, seguramente se quedarán aquí a pasar la noche. Ya habrá tiempo de atender a la curiosidad.

Solté la rama del madroño y continué mi travesía por el bosque. Enol me seguía a unos pasos por detrás, el zoquete había sucumbido al miedo y caminaba con la inquebrantable determinación de abortar la misión en cualquier momento.

El suelo estaba empantanado por los recientes temporales, por lo que mis pies se hundían y se ensuciaban con el barro. La travesía se estaba alargando más de lo debido por tales inconvenientes, pero de ninguna manera pensaba desandarme sobre mis pasos, padre volvería a Baleira en pocos días y con él en la fortaleza ya no tendría oportunidad de husmear entre la espesura, tan lejos del hogar.

―¡Mire, mi señor! ―exclamó Enol al son que señalaba al suelo.

Me acerque raudo a su posición. Enol halló su sorpresa en una hoja mustia cubierta de sangre. Algo había estado sangrando y dejó tras de sí un rastro. Al lado estaba, cubierto por el barro, el macuto con el equipo de caza del hijo del sastre, el cuál cayó al suelo tras un arduo enfrentamiento, al menos, citando sus propias palabras.

―Nico dijo que hirió a la bestia antes de escapar. ―Enol se agachó y tocó la sangre con su dedo índice―. Esta debe de ser su sangre, o la de Nico.

―No, Enol. El chico volvió a Baleira tras la contienda, esta sangre nos dirige en la otra dirección.

―Entonces, es la sangre de la bestia ―dilucidó.

―Sí, debemos seguir el rastro.

―Pero, mi señor. No quiero acabar como Nico.

―Enol, no le ha pasado nada que no curen unos días de cama.

―Mi cama es dura y fría, mi señor.

―Sois un cobarde contumaz, Enol. Os haré un favor y os lo pondré más fácil. Si no venís conmigo, cuando regresemos directamente no tendréis cama.

Enol se estremeció y fijó su mirada en el fango. No pude evitar reírme. Nunca había visto a Enol tan asustando, claro que nunca había salido de la fortaleza con él. La seguridad de las murallas le otorgaba cierta confianza en sí mismo, pero sin ellas, a pesar del gran tamaño de su cuerpo, se convertía en un hombre muy pequeño.

―Continuemos, Enol. Está a punto de oscurecer, os prometo que volveremos pronto. ―Enol asintió a regañadientes.

Intenté seguir el rastro de sangre, pero era muy impreciso, apenas había unas gotas esparcidas cada varios pasos y las pocas que había estaban mezcladas con el fango, por lo que eran difíciles de discernir.

Enol y yo anduvimos hasta caer la noche sin hallar nada. Él se estaba impacientando, había algo que no le daba buena espina, portaba desconfianza, pero la jocosa mueca que el miedo esbozaba en su rostro era lo único que me apartaba del aburrimiento, pues aquí no había nada y habíamos perdido el rastro hacía tiempo.

Sin embargo, era consciente de que había llegado el momento de volver, pero antes de poder comunicárselo a Enol, ambos escuchamos una rama crujiéndose a nuestra derecha, por lo que fijamos nuestra vista en esa dirección.

―La bestia… ―dijo Enol con voz diminuta.

Me acerqué guiándome por el ruido, pero no alcanzaba a ver nada entre los matorrales. Había caído la noche y me costaba distinguir las siluetas.

―¡La bestia! ¡La bestia! ―gritó Enol.

A mi derecha apareció la temida bestia, se abalanzó sobre mí y caí al suelo del susto. Más no buscaba atacarme, simplemente pasó por mi lado para huir de nosotros.

Era una bestia de aspecto burlesco, al menos en mi concepción de lo que debía ser una bestia: Tenía una cabeza grande y alargada, en la que destacaban unos ojos muy pequeños. Con un grueso cuello y unas patas muy cortas, lo que acentuaba aún más su rechoncho cuerpo, dos grandes colmillos sobresalían de su boca. No era una bestia, era un jabalí y estaba herido en una pata. Aunque eso no le entorpeció la huida.

Un hilarante regocijo me dominó. Me giré y miré a Enol, el cuál huía pusilánime. Mi estómago estaba comenzando a trastornarse con tanto trabajo. Enol era un cobarde, lástima que padre no pudiera saber sobre esta clandestina marcha al bosque, pues le hubiera dado el castigo que se merecía por abandonarme a mi suerte en tan lúgubre lugar.

―¡Corre, Enol! ¡Corre, cobarde! ―exclamé mientras me ahogaba entre carcajadas.

El hijo del sastre se había inventado lo de la bestia para no admitir que un jabalí había defenestrado y mancillado todo su honor, si es que alguien de tan baja casta pudiera tener algo. Yo ya le había dicho muchas veces que no servía para cazador, más tampoco es útil como sastre.

A pesar de no encontrar ninguna bestia, mereció la pena venir hasta aquí para desacreditar al fanfarrón del hijo del sastre. La vida en la fortaleza era muy aburrida, por lo que toda esta dicha era bien recibida. Y más gozo iba a encontrar cuando les contase a todos los chicos de Baleira sobre las triquiñuelas de este par de jóvenes aventureros. Aunque quizás debiera ser discreto para evitar habladurías y que todo llegase a oídos de padre.

Tras tanto jolgorio me levanté del suelo. Ya era muy tarde, por lo que no podía demorar más mi regreso. Pero nada más ponerme en pie, un escalofrío me estremeció de arriba a abajo. En el mismo momento en que pensaba que me encontraba solo, pude sentir la respiración de alguien, o algo, detrás de mí. Aunque estaba cerca de los dominios de mi familia, esto era tierra de nadie, no era un lugar seguro.

Con cautela, me giré para ver qué era lo que me acechaba: La silueta de una niña, no más alta que yo. Me llevé la mano al pecho, respiré aliviado y me acerqué para verla con claridad. Tenía el pelo de color castaño, desaliñado y desgreñado, largo hasta la cintura y con ojos grandes y saltones. Un aura de belleza la rodeaba, la hacía deseable. Mi corazón comenzó a latir con fuerza, nunca había sentido algo así. Había sido hechizado por su inconmensurable belleza.

―¿Quién sois? ―pregunté.

La muchacha se incorporó y me miró a los ojos. Se la notaba aturdida y desorientada, como si llevara varios días extraviada en el bosque.

―¿Os habéis perdido? ―pregunté.

No respondía. La chica no era capaz de posar su mirada en mí por más de cinco segundos. Percibía que ella había sentido al verla lo mismo que yo. Que el sentimiento había sido recíproco.

Sonreí.

Me sentía afortunado de solo imaginarlo, aunque una improvista lluvia contrarió mis sentimientos. Gotas de agua comenzaron a caer sobre mi rostro, acompañadas de sonidos estruendosos. Pero no eran truenos lo que sonaba al son de la lluvia, si no el rugido del estómago de esa niña, que gritaba desesperado por el hambre.

―¿Tenéis hambre? ―pregunté mientras sacaba una manzana que había en el macuto del hijo del sastre―. Tomad, comeos esto.

La joven me quitó la manzana de las manos y comenzó a devorarla. Era como si llevara toda una vida sin comer. Se la comió de cuatro o cinco bocados y aunque comió sin dudar, su cara esbozó un gesto de repulsión. Su sabor no pareció complacerla, pero el hambre imperaba en ella.

―¿De dónde sois? No sois de Baleira, nunca os he visto aquí. ―Quedó cabizbaja―. ¿Moráis aquí? ¿En la espesura?

―Cerca ―respondió.

―¡Sabéis hablar! ―Sonreí.

―Sí.

―Aunque sois algo reacia. ―Me acerqué más a ella―. No debéis tener miedo de mí, si os ha ocurrido algo malo, puedo ayudaros.

―No os tengo miedo, ¿vos no me teméis a mí? ―preguntó con un acento extraño que delataba sus orígenes ajenos a Castilla.

―¿Por qué iba a teneros miedo? Solo un necio podría temer a una chica tan dulce como vos. Me siento cómodo a vuestro lado. ―La chica permaneció alicaída, aunque pude apreciar una sonrisa en su rostro tras el sonar de mis palabras―. ¿Cómo os llamáis?

―Lucrecia.

―Yo soy Ulises, es un placer conoceros, Lucrecia.

―¿Tenéis más comida? ―preguntó con timidez.

―Un momento. ―Busqué en el macuto, pero no había nada más para llevarse a la boca―. No tengo más. Pero, ¡no os preocupéis! Venid conmigo, hay todo tipo de viandas en la fortaleza.

La agarré de la mano con suavidad para que me acompañase. Un fuerte sentimiento me sacudió, un aroma metalizado me atravesó de lado a lado, una visión de un mal presagio se impregnó en mi consciencia. Fue una vorágine de malas sensaciones que no duraron más de dos segundos, pues Lucrecia se soltó con una increíble fuerza y rapidez.

―¡No! ―exclamó con timidez.

―¿No queréis venir? ―pregunté sorprendido.

―No puedo.

―¿No podéis? Pero este lugar es peligroso para estar sola. ―Lucrecia permanecía con la cabeza inclinada hacia el suelo―. Miradme, por favor. ―Alzó ligeramente el rostro―. No podéis pasar la noche aquí sola, enfermaréis con el temporal.

―Tengo que esperar a mi padre ―aclaró.

―¿Vuestro padre? ¿El mismo que no os da de comer? ―pregunté.

―Volved a casa ―dijo mirándome fijamente a los ojos.

No quería abandonarla en el bosque, pero mi deseo de volver a mi hogar se volvió incluso más poderoso.

―Está anocheciendo, Lucrecia. Yo he de volver a la aldea, ¿estaréis aquí mañana? ―dije inmediatamente y sin pensar. Lucrecia asintió con ahínco a la vez que esbozó una entrañable sonrisa―. ¡Estupendo! Mañana vendré otra vez y os traeré mucha comida, ¿de acuerdo?

―Sí.

Di media vuelta con la intención de volver a casa, pero me invadía un sentimiento de culpa por dejar a una niña sola en el bosque, en una noche acompañada de tormenta.

―¿Estáis segura de que estaréis bien? ¿De que vendrá vuestro padre? ―pregunté.

―Espero ansiosa un nuevo encuentro ―respondió con su voz hechizante―. Seremos grandes amigos, Ulises. Ahora marchad.

Sonreí como nunca antes lo había hecho.

―¡Nos vemos aquí mañana! Llegaré cuando el sol esté en lo más alto.

Corrí libre en dirección a Baleira, enérgico y sonriente. Por el camino fui pensando en qué podría traerle de comer a Lucrecia: Estofado de ciervo o de jabalí, leche de cabra o fresas. Estaba algo indeciso, debía traerle lo más jugoso y sabroso que hubiera en la cocina. Y un vestido, iba muy sucia, seguro que también agradecería un vestido. ¿De dónde podría sacar yo un vestido?
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Extrem05
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Re: Augurio de una condena [Novela]

Mensaje por Extrem05 »

6 de Agosto de 2013, Noah Loran.

Tras una caída que se me hizo eterna, el rápido descenso se detuvo en seco. Un fuerte estruendo sacudió todo mi ser, tan fuerte, que por un momento hasta olvidé quién era, hecho que incluso llegó a agradarme.

Me quedé inmóvil, esperando que el acelerado latido de mi corazón recuperase su velocidad habitual. No fue un proceso ni complicado, ni tardío, pues me envolvía un frío que entumecía todo mi cuerpo a una velocidad vertiginosa. No era para menos, pues me encontraba cubierto de copos de nieve y recostado sobre un páramo repleto de ellos, alineados con perfección sobre el suelo. Una densa niebla me rodeaba, por lo que mi vista no alcanzaba a ver nada más. Lo único que había: Nieve y más nieve. Niebla y más niebla.

¿Qué hacía aquí? ¿Era esto el infierno? Cuando estás con vida la religión describe el infierno como un lugar caluroso, con barbacoas que no tienen fin. En cambio, este lugar era todo lo contrario. Siempre había preferido el frío al calor, pero, como cualquier friolero, me basaba en lo calentito y a gusto que me se sentía arropado en la cama antes de salir a ser devorado por el invierno.

Aquel juez dijo que me arrojaría a lo más profundo del infierno, lugar donde pasaría el resto de mis días arrepintiéndome de lo que había hecho. ¿Era este el castigo? ¿Congelarme de frío? ¿Arrojarme a un lugar solitario para recordar durante casi una eternidad que estaba aquí por haberme suicidado? ¿Cómo no iba sentirme arrepentido? Obviamente me arrepentía, de eso no podía caber ninguna duda, pero tenía la sensación de que este sentimiento me atosigaba, más bien, debido a la coacción por tan tamaño castigo, no por sentirme arrepentido de verdad.

Pero no tenía intención de perder el tiempo castigándome a mí mismo en mis pensamientos, lo que tenía que hacer era buscar una forma de intentar arreglar la situación.

Lo más urgente que requería de una solución era el hecho de que me encontraba desnudo, algo que hacía que la intensidad del frío se acentuase aún más. Me percaté de que todavía llevaba conmigo aquel saco de lino que me entregaron en el juicio. Lo primero en lo que pensé fue en usarlo para abrigarme y, obviamente, el pudor podía sobre todo lo demás, así que rasgué una parte del saco y confeccioné un subligar para tapar mis vergüenzas. Quizás no era el mejor momento para pensar en el pudor, pero no estaba de más proteger ciertas zonas ante el frío. Rasgué dos veces más el saco para hacerme algo con lo que cubrir mis pies, pues eran objetivo principal de mi enemigo. Usé un cordón que había en la parte superior del saco para así poder atar y mantener fijo mi nuevo calzado. Cuando terminé de confeccionar mi atuendo, caí en cuenta de que había destrozado el recipiente donde tenía que ir almacenando, a cuenta gotas, mi salvación.

¿Qué debía hacer ahora? Ocupado con el frío aún no había analizado la situación con la seriedad requerida. Era parangón dedicar unos minutos a ello: Me había suicidado, no había vuelta atrás, era lo que había elegido. Más tarde, tuve un juicio en el que se me condenó. Ahora, me encontraba cumpliendo condena en un lugar que parecía la Antártida. Todo parecía bastante sencillo. Por lo tanto, el siguiente movimiento debía ser empezar a buscar semillas, aunque se me antojaba imposible encontrar algo tan pequeño en un lugar que parecía inmenso.

Me apoyé sobre mis rodillas y comencé a apartar la nieve esperando encontrarlas. El juez me dijo que encontraría una semilla cada cien años. Pero, si buscaba con esmero, quizás conseguía encontrarlas en un intervalo mucho menor.

Sin embargo, al poco tiempo de empezar a buscar, el frío comenzó a quemar mis manos, ¿qué hacía buscando semillas? Me derrumbé y casi me puse a llorar de la impotencia. Estaba en el infierno, ¿cómo había podido venir a parar aquí? Los problemas que tenía en vida parecían minúsculos en comparación.

«Mierda».

Apenas habrían pasado diez minutos y ya me estaba martirizando, justo lo que aquel juez buscaba. Sin embargo, arrepentirme por haberme suicidado no era lo que más me atormentaba, si no el ser consciente de que iba a estar en el infierno por mucho tiempo, que mi condena no había hecho más que empezar.

Ya casi podía notar cómo la sangre comenzaba a congelarse y a dejar de fluir dentro de mi cuerpo. El fino saco de lino apenas me servía de aislante térmico. Mis pulmones comenzaban a quemarse, me costaba respirar.

Cogí fuerzas, me levanté y comencé a caminar, esperando entrar en calor. Pero el penetrante frío me lo impedía. Se calaba en mis huesos y dejaba rígidos mis músculos. Al cabo de pocos minutos, mis piernas ya no podían sostener el resto de mi cuerpo. Mi carne se tornaba cadáver y mis pies estaban tintados con el frío. Me desplomé y mi cara chocó contra el suelo. Otra vez comenzaba a perder el conocimiento, una sensación desagradable a la par que habitual durante las últimas horas.

―¡Hora de comer! ―exclamó alguien a lo lejos.

Hice un esfuerzo por mirar hacia el lugar del que provenía la voz, aunque me encontraba rígido, sin poder siquiera gesticular, por lo que apenas pude girar mi cabeza. Desde el pobre punto de visión del que disponía, se podía ver que alguien se acercaba hasta mi posición, subido a lomos de un lobo gris. Un lobo con la peculiaridad de que su tamaño era desmedido, medía el doble de lo que yo podía recordar acerca de tal animal.

Aquel hombre llegó hasta mi posición, bajó de lomos del lobo y se colocó a mi lado, inclinándose sobre sus rodillas. Una sonrisa en mi rostro intentaba escaparse al frío, me alegraba de que alguien me hubiese encontrado, pues necesitaba ayuda de forma desesperada.
―¡Hola, colega! Así todo tieso fijo que no sientes dolor ―dijo.

―Ahh... Uhh... ―balbuceé, las palabras no salían de mí.

Debido al agarrotamiento no podía mover mis labios. Apenas podía asimilar siquiera lo que me decía, mi cerebro no lo escaneaba con precisión.

―¡Te entiendo! Si te hubiéramos encontrado recién despierto, tendrías más sabor ―comentó con error, pues yo no intentaba decir eso―, pero supongo que algo podremos sacar a pesar de que estés casi congelado ―concluyó.

Iban a comerme vivo, ¿era tal la desesperación en este lugar? Estaba muerto de miedo. Hubiese vuelto a mearme encima de haber tenido algo de orina en la vejiga.

No podía moverme, así que solo me quedaba rezar para que, en verdad, no sintiese ningún dolor. Pero, por desgracia, no fue así, pues cuando la mascota se abalanzó sobre mi espinilla, pude sentir el hincar de sus dientes.

De nuevo, volvía a ver el fin. Esperaba que, al menos, esta vez fuese para siempre.

•••

El sol hizo acto de aparición, alumbrando la sórdida estepa. Un fuerte dolor sacudió mi cabeza. Abrí mis ojos y miré hacia el cielo con mi último aliento, una intensa luz me cegaba mientras volvía a sentir otro cambio de localización.

Ya no estaba en aquel grisáceo lugar, pues sentía mi cuerpo tumbado con comodidad sobre lo que parecía ser una cama. El frío que calaba mis huesos poco a poco desaparecía a la par que el característico calor seco de la ciudad de Forlón me abrigaba. Era como si hubiese ascendido al paraíso, aunque con premura caí en la cuenta de que estaba en el hospital. Tenía puesta una vía en el brazo y la televisión estaba encendida. Por lo que había en antena, debía ser la hora de comer.

¿Habría sido todo una pesadilla? Las pesadillas suelen olvidarse y, si no, al poco de despertar se ven borrosas y lejanas. Sin embargo, yo lo recordaba todo con absoluta claridad. Pero despertar en el hospital dejaba claro que todo aquello no había sido real, que alguien me encontró y que los servicios de emergencia hicieron el resto. Mi corazón bombeaba más rápido que nunca, sin embargo, nunca me había sentido tan aliviado. Me sentía algo desorientado, pero no cabía ninguna duda de que me habían rescatado a tiempo. No estaba muerto, lo que viví seguro que fue algo parecido a lo que me ocurre cuando tengo fiebre, que sufro horribles pesadillas. Esta vez habían sido mayores, pero proporcionales a la gravedad de mi estado.

―¡Noah! Al fin despiertas ―dijo una voz familiar, interrumpiendo en seco mis pensamientos―. ¿Te encuentras bien?

Era mi hermano Sam, estaba sentado a mi derecha con cara de no haber dormido en toda la noche. Al verlo, se me revolvió el estómago. Después de lo ocurrido, no se iba a despegar de mí en semanas. Ni siquiera la felicidad que me produjo escapar del infierno hacía que me sintiese mejor en estos momentos.

Le miré a la cara y sonreí. Sam continuaba mirándome con preocupación.

Sin que apartase su mirada de mí, respiré hondo e intenté calmarme.

―Me duele mucho la cabeza ―dije mientras me tocaba unas vendas que me habían puesto en ella. Cubrían una herida cuyo dolor desaparecía poco a poco, el fuerte estruendo que me sacudió la cabeza cuando desperté ya empezaba a desaparecer.

―Sí ―respondió con sequedad.

Conocía esta actitud, pronto comenzaría la primera fase, la de los reproches. Después de lo que me acababa de pasar, no me apetecía tener que lidiar con mi hermano. Mucho menos tener que dar explicaciones de todo, de tener que volver a revivir lo ocurrido. ¿Sabrán que el golpe fue en realidad un intento de suicidio? Esperaba que no fuese así y, en caso de serlo, era mejor apartar esa idea de mi mente y de mi vida: Lo mejor sería negar que había intentado suicidarme. Por suerte, elegí el coche como medio para intentar quitarme la vida. Lo que hice fue chocarme contra la pared del aparcamiento, podría intentar hacerles creer que fue un simple accidente.

Había vuelto a nacer, una segunda oportunidad en la vida: Era hora de ir pasando página. Lo de morirme había quedado descartado. Ni los psicólogos ni las pastillas me habían ayudado tanto como esta pesadilla. Sentía que había despertado, que aquello que me consumía había desaparecido. Estaba despejado, con mi mente en su lugar. Con ganas de vivir y aprovechar el mundo que me rodeaba.

―¿Cómo has podido hacer eso? ―preguntó Sam, interrumpiendo de nuevo mis pensamientos―. Es decir, todos lamentamos la muerte de Alejandro, pero no sabía que estuvieses tan mal. Al menos no ahora, casi un año después. Deberías pensar un poco en los demás antes de cometer esas burradas. Podrías haberme pedido ayuda.

―No es lo que tú crees, Sam. El coche falló ―dije con tono dubitativo y poco creíble. Acto seguido carraspeé mi voz para intentar hablar con más claridad y convicción―. Debería dejar de comprar esas baratijas de segunda mano.

―Noah, eso no se lo cree nadie ―respondió con frialdad.

―Cree a tu hermano por una vez, Sam.

No le dio tiempo a reprocharme nada más, pues un médico con rostro cansado entró en la habitación. Comenzó a leer una ficha que traía consigo, luego me miró a mí a la vez que mostraba gestos de incredulidad, luego volvió a mirar la ficha y finalmente otra vez a mí. Se acercó y me apuntó en el ojo derecho con una linterna pequeña, luego en el izquierdo.

―Me alegro de que haya despertado, ¿recuerda su nombre, lo que le ocurrió? ―preguntó.

―Sí, claro que lo recuerdo ―respondí―. ¿Lo dice por el golpe en la cabeza? ―pregunté mientras me tocaba las vendas―. Lo cierto es que ya apenas me duele.

―El suyo es un caso muy insólito, señor Loran ―respondió acentuando la palabra «muy» por encima de todas las demás.

―¿Insólito? ―pregunté con sorpresa.

―Una vecina llamó a emergencias para avisar de su accidente y cuando los sanitarios llegaron… ―Se pasó la mano por la barbilla y comenzó a rascarse la barba―. Bueno: Usted ya estaba muerto.

Muerto. No era la primera vez que me decían esto.

Nada más escucharlo, sufrí un pequeño mareo, pero como estaba tumbado en la cama, nadie pudo notarlo. Zarandeé mi cabeza con disimulo para intentar volver en mí. Se me ponía la piel de gallina de solo pensar que lo vivido en aquel infierno podría haber sido real. Que algo así nos esperaba a todos tras la muerte.

«No, eso no puede ser».

Miré a Sam, este no podía borrar la cara de preocupación. El médico también me miraba, esperando que dijese algo, pero yo no sabía que decir al respecto. Tampoco quería contarles lo que acababa de experimentar.

―No sé qué decir, doctor.

―Bueno, eso no es todo. ―Carraspeó su voz―. Cuando fueron a sacarle del coche, el airbag delantero se activó y esto hizo que su cabeza chocara con fuerza contra la puerta del conductor. Ya le habían dado por perdido cuando esto ocurrió, pero este golpe le reanimó.

No sabía que esa chatarra tuviese airbag. Aunque, de una forma u otra, me acabó salvando.

―¿Entonces este golpe en la cabeza no es por el accidente? ―pregunté―. Supongo que debo daros las gracias.

―No, pero antes de llegar ahí, ¿usted sintió algo? ¿Qué experimentó tras el choque? ―preguntó con curiosidad.

―¿A qué se refiere?

Volví a mirar a Sam a los ojos. Si contaba todo lo que había vivido me iban a tomar por loco. Además, todavía quería pensar que había sido una simple pesadilla. Y si había alguien a quien no quería contárselo, ese alguien era mi hermano.

―No experimenté nada. Fue como estar durmiendo, nada en especial ―dije.

―Señor Loran, usted estuvo muerto más de diez minutos. Algo que debería ser físicamente imposible.

―¿Qué?

«No, no y no».

Una enfermera se asomó por la puerta de la habitación, parecía estar tan cansada como el doctor. Algo había pasado que no daban abasto.

―Vienen diez más, doctor. Le necesitamos abajo.

―Ahora mismo voy ―respondió el médico.

La enfermera salió por la puerta.

―Voy a tener que ser breve ―continuó el médico―. Ahí no acaba todo, más allá del golpe en la cabeza que le hizo volver a este mundo, resulta que no tiene ningún tipo de herida interna, al analizarle aquí descubrimos que con el golpe solo sufrió cortes externos, muy superficiales: Nada serio. Eso hace que no tenga sentido el hecho de que usted hubiese muerto, por lo que es posible que los sanitarios cometieran algún tipo de error o que su pulso fuera débil, aunque ellos se empeñan en decir que no cometieron ningún error.

―Pues es obvio que sí, ¿no? ―pregunté.

―No se suelen cometer errores de este tipo. Además, hay una última cosa, y es que su coche estaba lleno de sangre, de su sangre. Como si se le hubiese perforado una arteria. ¿De dónde ha salido esa sangre?

―No lo sé.

―Si usted hubiese perdido tanta sangre en el golpe, usted de verdad estaría más que muerto, confirmando lo que dicen los sanitarios. ¿Está ocultando algo o debemos suponer que ha sido un milagro? ¿De dónde ha salido esa sangre extra? ¿Es esto algún tipo de broma?

«No entiendo nada».

―No sé qué es todo esto que me está diciendo. Yo solo sé que tuve un accidente, no hay nada oculto. ¿Qué podría estar ocultando? ―pregunté.

―¿He de suponer que debe de ser otro error? ―Sonrió―. Está bien, le dejaremos descansar, señor Loran. No entendemos qué ha ocurrido, pero bueno, esta ciudad y sus habitantes nunca dejarán de sorprenderme ―dijo con tono jocoso―. En cualquier caso, no hay recursos ni tiempo para más. Quizás todos estemos demasiado cansados, lo importante es que usted está bien y que nadie más resultó herido en el accidente. De hecho, hasta le podríamos dar el alta ahora mismo.

―¿Y no me lo dan por…?

―Nos vendría muy bien esta cama, pero preferimos tenerle en observación al menos un día más. Además, su hermano nos contó sobre su situación personal, ¿intentó quitarse la vida?

―¿Perdón? ―Levanté las cejas intentando expresar sorpresa y miré a Sam con cara de incredulidad―. ¡Qué tontería! Es obvio que fue un accidente.

Era mucho esperar de Sam que estuviese calladito.

―Le hemos dado cita para mañana por la tarde con la doctora Sawa, la psicóloga del hospital. Hable con ella, así todos nos quedaremos más tranquilos. No es solo el estado físico del paciente lo que se trata en un hospital.

―Claro, me vendrá bien ―dije.

―Que tengan un buen día.

El médico salió de la habitación.

Todo lo que me había contado me dejó sin aliento. Había mucha sangre mía en mi coche, pero apenas había sufrido heridas como para haber perdido tanta sangre. Además, confirman que me hallaron muerto. ¿Acaso sufrí una curación milagrosa o simplemente fue el error de sanitarios cansados por el desborde? Si de verdad estuve muerto por varios minutos, ¿todo lo que viví fue real? ¿Por qué habría vuelto a la vida?

A pesar de no entender nada y sentir curiosidad por saber la verdad. Todo esto ya daba igual, me habían reanimado, ya no tenía que preocuparme de ello. Siempre me quedaría la duda de si todo lo que viví fue, o no, producto de mi mente. Una mente perversa con un instinto de supervivencia tan fuerte que me traumatizó en sueños para así hacer que no volviese ni a plantearme cometer tales estupideces.

El resto del día pasó muy rápido: Sam se dedicó a ver la televisión, no paraban de hablar de un gran incendio sufrido en los suburbios de Forlón, decenas de heridos, la mayoría intoxicados por el humo. El noticiario, sin embargo, parecía preocuparse más de que la combustión del plástico estaba contaminando el resto de la ciudad. ¿A quién le importaba la vida de esta gente? Al menos esto le restó atención a mi caso: El hombre que volvió a la vida tras estar diez minutos muerto.

Yo, por mi parte, no quería pensar en cosas que me perturbasen. Dediqué el día a reposar, a intentar comer la insulsa comida del hospital sin rechistar y, sobre todo, a relajarme. No había nada que borrase el intento de sonrisa de mi rostro. Ni siquiera Sam y sus constantes reproches.

Pronto llegó la noche y yo estaba deseando que amaneciese para volver a casa. Quería salir del hospital y empezar a planear mis siguientes pasos en la vida. Se me ocurrió que debía hacer una lista con todo lo que tenía que hacer de aquí a un futuro. Una especie de guía de errores a solventar, pues tenía que convertirme en un buen hombre, aprender de los fallos cometidos y arreglar todo lo malo que pudiese haber hecho en el pasado. También debía ser mejor persona, porque si lo vivido había sido real, no podía arriesgarme a volver a pasar por ello, pues algún día tendría que morir para siempre y volver a ser juzgado. Tenía que empezar a realizar buenas acciones: Apuntarme a una ONG, adoptar un gatito, cualquier acción buena y remarcable que anotar en el currículum de la vida.

Una sonrisa no me salvaría en un futuro, pero empezar con una buena actitud era un gran comienzo. Por lo que, con el intento de sonrisa en mi rostro, me arropé hasta las orejas e intenté conciliar el sueño.

•••

Pude sentir como me dormía, pero esa sensación desapareció cuando fui arrollado por un frío invernal. La cama sobre la que estaba recostado desapareció y la nieve y su humedad comenzaron a calarse en mis huesos. No me atrevía a abrir mis ojos, pero me tuve que resignar a hacerlo: Había regresado a aquella estepa nevada. Las sensaciones volvían a ser fuertes. El frío me congelaba y aún seguía portando los apaños que me confeccioné con el saco de lino. Estaba, de nuevo, en el mismo lugar donde lo había dejado antes de despertar en el hospital, cuando aquel lobo gris comenzó a devorarme.

Comencé a gritar con impotencia por haber vuelto aquí. También volvía a tener ganas de llorar, pero albergaba tal rabia dentro de mí que los gritos de impotencia eran la mejor forma de manifestarme. ¿Por qué volvía a estar aquí? Me estaba volviendo loco, ¿habría muerto otra vez, mientras dormía en el hospital? No le encontraba la lógica a lo que me estaba pasando. Quizás mi subconsciente me seguía torturando en sueños.

«Vale ya, ¿no?».

¿Cuál debía ser mi próximo movimiento? No tenía ganas de hacer nada, solo debía esperar a despertarme cómo pasó la vez anterior. ¿Buscar semillas? ¿Para qué? Dejé pasar los minutos mientras hacía pequeñas carreras en círculos, con el fin de entrar en calor. Pero era un esfuerzo en vano, el frío era demasiado intenso como para calentarme con el simple hecho de moverme.

―¡Eh! ¡Tú! ―exclamó una voz a lo lejos.

Era otra vez el tipo de antes con su mascota.

«Qué casualidad».

Se encontraba a varios metros de mí, justo en el umbral de mi visión. El aspecto físico demacrado de esta persona era, obviamente, el de alguien que llevaba mucho tiempo viviendo una tortura. Estaba muy desgastado. Sin embargo, iba mejor equipado que yo, pues tenía unas pieles grises y peludas cubriéndole del frío. Además, su pelo era tan largo que le acariciaba las nalgas. También le colgaban grandes barbas que le llegaban hasta la cintura. En general, iba bastante cubierto. Era alto y con extremidades muy delgadas, aunque tenía la barriga algo hinchada. El caníbal tenía aspecto de pasar hambre y no era mi intención contribuir para evitarlo.

La estepa parecía ser inmensa, pero vaya suerte la mía de encontrarme las dos veces al mismo energúmeno. Podía ser que todo esto fuese una pesadilla, pero el dolor lo sentía de los pies a la cabeza. Por lo tanto, me dispuse a huir de la zona e intentar escabullirme entre la niebla. No entraba en mis planes el volver a ser devorado.

―¡Espera! No te usaré de almuerzo ―exclamó.

Frené. No es que yo quisiese parar, pero mi pie derecho cedió y caí tiritando al suelo, ambas piernas estaban entumecidas de nuevo, casi no podía tenerme en pie, ni mover ninguna extremidad de mi cuerpo.

El caníbal aprovechó la oportunidad para acercarse a mí.

―Paz, hermano ―dijo con una voz muy calmada―. En serio, estoy todo loco, ayer desapareciste delante de mis ojos. ¿Cómo? ―preguntó.

―Las cosas tienden a desaparecer cuando te las comes ―contesté casi tartamudeando y sin mirarle a la cara.

No tenía ganas de tener ningún tipo de amistad con este energúmeno. Pero, en un intento de ganar mi confianza, él ordenó a su mascota que me rodease para ayudarme a combatir el frío. Era de agradecer, el lobo irradiaba un calor muy agradable, parecido al de una estufa. Casi me dieron ganas de abrazarlo como si fuese un peluche.

―Así aguantarás mejor ―dijo con una sonrisa en su rostro―. Me presentaré. Me llamo Carlos y nunca, jamás, vi a nadie hacer lo que tú hiciste. En serio, pensé que te habías largado para siempre. Nunca antes me había desaparecido la cena.

―No me llames así... ―balbuceé mientras me despegaba un poco de su mascota―. Me llamo Noah y como puedes ver, aquí estoy. No he desaparecido y no creas que voy a salvarte de esta tortura que te mereces, aún no puedo creer que intentases comerme.

―Entiendo, hermano. Pues si no me vas a servir de nada, creo que aquí mi amigo vuelve a tener hambre ―dijo mientras miraba a la bestia, la cual enseñó los dientes y emitió un feroz gruñido con la intención de mantenerme intimidado.

Su treta funcionó.

Me horrorizaba que pudiesen volver a comerme vivo. Aunque me sorprendía el hecho de que empezaba a conseguir aguantar la orina. Pero, después de haber sido condenado al infierno, morir devorado no era nada significativo en comparación.

―Bueno, está claro que todo es discutible. Quizás sí que pueda salir de este lugar y con ello ayudarte en el camino ―mentí, pues obviamente no tenía ni idea de cómo podría salir de este lugar, más allá del método de pasar milenios buscando semillas.

―Sé que no te caigo bien por esa tontería de intentar comerte, pero no me juzgues, colega. ―Me dio un golpecito en la espalda―. Verás, yo he estado aquí por muchísimos años y puedo asegurarte que tú ayer no la palmaste cuando te intentó devorar mi amigo. Cuando la palmas, vuelves a aparecer por aquí cerca, pero el cadáver se queda intacto. Tío, creo que es algo así como una tortura mental, verte a ti mismo muerto. Una movida psicológica de alucinar. ―Tenía una voz de pasota que no podía con ella―. Aunque a mí me sirve para no olvidar mi jeta.

―Más te valdría olvidarla ―murmuré.

Carlos me miró de muy mala manera. No le hizo gracia la broma.

―Quiero decir, entonces, si muero aquí dentro, ¿volveré a aparecer otra vez en el mismo lugar? ―pregunté.

―Claro ―contestó―, eternamente, hasta que cumplas tu condena. No hay descanso, este lugar es muerte y tortura al fin y al cabo.
Ahí estaba el cómo alguien podría tirarse milenios buscando semillas. Pensándolo bien, era algo obvio. Al fin y al cabo, se suponía que ya estaba muerto. Una de dos, o no morías más o lo hacías una y otra vez pero volviendo al mismo lugar. Sentido común.

―Con la protección que tienes, no parece que mueras mucho ―comenté, refiriéndome a su mascota.

―Aquí nadie puede evitar la muerte, estamos aquí para ser torturados y es imposible librarse de eso. Aunque todos buscamos la forma de hacerlo más llevadero ―aclaró―. Ahora dime cómo lo hiciste, cómo te fuiste ―insistió.

―Pues no sé qué contarte. Mira, a sabiendas de que tu mascota quiere usarme de almuerzo, siento decirte que estoy igual de desconcertado que tú. ―Carlos se cruzó de brazos.

―Antes de que Laika te devore, me dirás, al menos, ¿a dónde te largaste cuando desapareciste?

―Tranquilo ―dije con suavidad―. No hay que comerse a nadie. Solo hay que averiguar qué es lo que pasa. ―Asintió―. Verás, te resumo mi historia: Estuve muerto durante unos pocos minutos, pero unos médicos consiguieron reanimarme. El caso, es que durante ese tiempo que estuve muerto, tuve un juicio dónde se me condenó al infierno, es decir, a este lugar. ―Carlos se señaló a sí mismo y asintió, indicándome que él también tuvo un juicio y fue condenado―. Pero resulta que, como ya he dicho, fui reanimado. Por lo que poco después desperté en el hospital, pensaba que todo se había acabado, pero al dormir he vuelto aquí. ―Carlos me miraba, como esperando que continuase con la historia―. Y ya está, aún no tengo claro si todo esto es real o una pesadilla.

―¿Pesadilla? No tengas tanta jeta, sabes de sobra que esto no es una pesadilla. ¡Ja! ¡Pesadilla! ¡Más quisieras! ―Comenzó a reír a carcajadas―. Esto es el infierno, amigo mío.

―¡Pero me reanimaron! Yo no estoy muerto, ¿o es que he vuelto a morir mientras dormía?

―Sabes, llevar tanto tiempo en el infierno me hace intentar ser optimista. Siempre pretendo ver algo bueno en toda la mierda que ocurre a mí alrededor. ―Se quedó pensativo por unos instantes, dirigiendo su mirada al infinito―. Chico, yo no es que sea un cerebrito, pero lo primero que se me ocurre es que es posible que estés conectado a este lugar.

―¿A qué te refieres?

―Puede que tus sueños te traigan aquí, convirtiéndose en pesadillas. Tu ser, tu alma, tu esencia, llámalo como te dé la gana. Pero tú has sido sentenciado al infierno, que te reanimasen no ha cambiado nada, pues lo hicieron demasiado tarde. Tu alma ya no puede descansar en paz. Sin embargo, no estás muerto, por lo que no deberías estar aquí. ―Esbozó una mueca de incertidumbre―. Estás en conflicto contigo mismo, colega.

―¿Y qué me espera ahora? ¿Crees que cuando despierte en vida abandonaré este lugar y volveré al hospital? ―pregunté―. Es decir, que cuando me despierte, mi alma volverá a donde está mi cuerpo real.

―Puede ser.

―Espero que tengas razón y de verdad vuelva a despertar, aunque si estoy conectado a este sitio, significa que volveré a venir en cuanto vuelva a quedarme dormido.

―Yo así lo creo. Consiguieron evitar que fueras un fiambre, pero tu alma ya había sido condenada a este lugar. Yo lo veo claro.

―Pero eso no tiene mucho sentido, ¿por qué vengo aquí al soñar? ¿Acaso el alma abandona el cuerpo mientras dormimos?

―Yo que sé, tío. No soy filósofo.

―¿Qué no eres filosofo? ―Me llevé las manos a la cabeza.

―Mira, nunca pensé que hubiera salvación alguna para mí, pero si tú puedes abandonar este lugar, quizás quede esperanza para los demás. Tú piensa que eres un hombre con suerte. Puedes salir ahí fuera, tienes cierto descanso y, además, podrías intentar averiguar cómo salir de esta mierda de sitio. ―Resopló―. Yo ya estoy harto ―dijo con desgana.

―¿Suerte? ¿Cómo puedes decir que tengo suerte? Estoy en el infierno, tú y yo somos dos de las personas más desgraciadas de la historia. Que yo esté en una situación algo más ventajosa no hace que sea un tipo con suerte.

―Al menos eres la persona con más suerte que he conocido en décadas. Hazme caso, eres un hombre con mucha suerte.

―Deja de decir que tengo suerte. ―Escupía sobre mí supuesta suerte―. Como tú dices… Esto... ¡Esto es una mierda! Quienquiera que haya ahí arriba, ha creado al ser humano, una criatura llena de imperfecciones... Nos crean hechos una mierda y luego nos arrojan a un mundo cruel y, cuando parece que todo ha acabado, ¡resulta que nos condenan a sufrir por haber vivido como podíamos aun con todo en nuestra contra! ¿No es increíble? Ya me gustaría tener la seguridad que tienen otros, pero no puedo. No merezco ser condenado... No, no lo merezco. ¡Esto es una mierda!

Respiré hondo, debía tranquilizarme.

―Tío, ¡estoy de tu parte! ¿Y tú acabas de ser condenado? Imagínate que opinión tengo yo sobre este tema, que llevo aquí varias décadas. ―Me agarró de los hombros y me miró fijamente a los ojos―. Tienes que relajarte, respirar hondo. ―Frotó mis hombros con sus manos, intentando hacer que me calmase―. Debes pensar con claridad si quieres llegar a alguna parte. ―Me soltó.

―Ya... ―Resoplé―. No me quiero ni imaginar el estar aquí por tanto tiempo. ―Volví a resoplar―. En fin, supongo que de momento debemos dar por ciertas estas conjeturas que nos acabamos de montar. En el caso de despertar y volver al mundo real, ¿qué hago? ¿Por dónde empiezo? ―pregunté.

En verdad, aún no sabía si en realidad me encontraba en el infierno, en otra dimensión o a saber dónde.

―¿Qué puede decir el menda? Llevo aquí un par de décadas o tres, o cuatro, he perdido la cuenta. Investiga qué es este lugar, a ver qué puedes averiguar. Hagas lo que hagas, mi pulgoso amigo y yo te ayudaremos en todo. A cambio, tú también nos ayudarás a salir de aquí. Si tú escapas, nosotros escaparemos contigo. Va siendo hora de cambiar de aires.

―No te recomiendo tener puestas todas tus esperanzas en mí. ¿Te das cuenta de la locura que estamos proponiendo? Esto no es una cárcel, es el mismísimo infierno. ¿De verdad crees que es posible escapar? Un lugar así puede estar fuera de los límites de toda razón.

―Estoy seguro de que debe de existir alguna forma de cortar el vínculo que nos une a este sitio. Si lo conseguimos, tú podrás dormir en paz y yo es posible que ascienda al cielo, o como sea que se llama el lugar opuesto al infierno. Tú eres mi única esperanza, tú eres el único que puede averiguar el cómo. Yo, desde aquí, no puedo hacer una mierda.

―Está bien. Haré lo que esté en mi mano ―respondí.

Carlos tenía razón. Tenía una misión que llevar a cabo. Estuve muerto durante más de diez minutos, por ello había sido condenado al infierno antes de tiempo y mi alma había sido condenada a esta tortura. Debía cortar el vínculo, demostrar que habían cometido un error, que seguía con vida. Necesitaba volver a la sala del juzgado donde fui condenado, hablar con aquel juez y que este desvinculase mi alma del infierno.
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Extrem05
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Re: Augurio de una condena [Novela]

Mensaje por Extrem05 »

7 de Agosto de 2013, Angelica Sawa.

Estaba tan nerviosa que ni había podido comer, aunque hubiera sido una pérdida de tiempo pues ahora me encontraría en el aseo, vomitando hasta el último resto de comida que debiera ser digerido; tener el estómago vacío no era una mala opción en este momento. Y es que no se me iba de la cabeza, en un momento iba a entrar en mi consulta un paciente que podría haber intentado suicidarse. Él negaba que lo ocurrido estuviera relacionado con un intento de suicidio, pero el protocolo del hospital exigía que fuera evaluado psicológicamente con el fin de averiguar si decía la verdad y de si el paciente era un peligro para sí mismo y/o para los demás.

Tenía que relajarme.

«Relájate».

Debía repetirme esto una y otra vez. Tenía muy en mente que era difícil lograrlo después de mi reciente trauma, pero debía que hacer un máximo esfuerzo por controlarme. ¿Y si el paciente sentía el miedo de la persona que debía tratarle? Eso no podía desembocar en nada bueno.

«Sé profesional, Angelica».

Me tumbé sobre el diván aterciopelado de color beis que acababan de instalar, luego miré hacia el techo y me repetí la misma pregunta que me llevaba repitiendo durante varios largos meses:

«¿Por qué a mí?».

Me sentía ahogada en Forlón, sentía que esta ciudad me estaba poniendo a prueba, ya que todo en mi vida estaba torcido desde que llegué. Al fin volvía al trabajo tras una baja de tres meses y, nada más llegar, ya me encontraba con esta situación.

«Piensa en otra cosa. Piensa en otra cosa».

Por más que incidiera en ello, me era imposible evadir el tema. ¿Cómo iba a olvidarle? Su olor, su sonrisa. Todo seguía en mi mente, los recuerdos afloraban ante el menor estímulo. Entonces, ¿cómo podría ignorar el tema? Se me hacía imposible, no era capaz de vislumbrar el final del túnel y el hecho de que viera con mis propios ojos la forma con la que decidió quitarse la vida no hace más que añadir más kilómetros a tan larga travesía. La imagen en sí misma de aquel momento y las últimas palabras que me dedicó. Todo aquello me dejó tan traumatizada que no he podido olvidarlo ni habiendo desconectado por tanto tiempo. Y es que ya era tarde, una pequeña parte de mi vida ya se ha ido para siempre con Roberto. Mi madre suele decirme que soy una exagerada, que se lo merecía y que era poca cosa para mí, que debo olvidarlo y centrarme en mi carrera. Pero ella no le quería como yo, ni vio lo que yo vi.

Aspiré, inspiré. Puse mis manos sobre mi vientre y luego las alcé. Contemplé la palma de la mano derecha, seguida de la palma de la mano izquierda, y continúe alzando la vista por el brazo derecho. ¿Cuántas veces me había duchado desde entonces? Nunca olvidaría los dos primeros días tras el incidente, me los pasé en la bañera limpiándome la sangre que me salpicó, pero a día de hoy aún seguía sintiéndome sucia. Eso no era algo que se fuera por el desagüe.

Pensaba que volviendo al hospital dedicaría mi tiempo a consolar a personas con enfermedades terminales y/o complicadas, como solía ser habitual.

«Angelica, aún estás a tiempo de huir y dejarlo todo».

Me levanté y me asomé por la ventana, el consultorio se encontraba en la primera planta, por lo que apenas había un metro de altura desde mi posición hasta el jardín de afuera. Apoyé mi pierna derecha sobre el alfeizar de la ventana y bruscamente eché mi mirada hacia atrás, pues alguien golpeó la puerta un par de veces.

Me sobresalté.

«Seguro que es él».

―¡Un minuto! ―exclamé mientras mi pierna volvía a afianzarse al sólido e inseguro suelo del hospital.

Ya era tarde para huir, pues el paciente ignoró mi petición. Abrió la puerta y entró, sin más. Era un hombre de mediana edad, de más de treinta años, de buen ver. ¿Un hombre tan guapo intentando suicidarse? Me miró a los ojos esperando que dijera algo. Yo le miré de arriba abajo con objeto de analizarlo. Tenía los ojos de un color verdoso y unos labios gruesos y carnosos, pese a que se ocultaban tras una frondosa barba. Su pelo era corto y de color castaño, aunque se lo tapaba una venda que cubría parte de su cabeza por encima de la frente. Sus brazos eran grandes y fuertes, me encantan los hombres con brazos fuertes. Me parecía un hombre muy atractivo, así para abreviar, a pesar de su aspecto algo desaliñado.

Sin apartar una tímida mirada de él, me alejé de la ventana y cogí los apuntes que tenía encima del escritorio. Me había preparado un cuadernillo con notas sobre lo que debía preguntar o responder en función de lo que me dijera este nuevo paciente. Su hermano, Samuel Loran, me había comentado algunos de sus problemas. Noah venía de una muy mala racha y estos problemas dejaban al descubierto el motivo por el cual Noah pudo haberse intentado suicidar. Aunque rezaba para que de verdad lo ocurrido hubiera sido un accidente.

―Eh... ¿Doctora Sawa? ―preguntó con una voz tan aterciopelada como el diván.

Debí parecer una boba parada en frente de él sin decir nada durante un par de minutos. Tenía que ser profesional y esforzarme al máximo, así que aparté mis temores, volví a respirar hondo y me mentalicé para hacer un buen trabajo. Ya no podía huir.

―Sí ―dije con inseguridad―. Sí ―dije una segunda vez aún con la misma inseguridad. Preferí no decirlo una tercera porque entonces ya sí que iba a hacer el ridículo.

«¿Seguro que no estás a tiempo de saltar por la ventana?».

―¿Señor Loran? Tome asiento, por favor ―indiqué.

El paciente se sentó.

Me coloqué a su izquierda, en el sillón de al lado. A la gente que pasa por traumas emocionales les viene bien el contacto, el sentirse acompañados, algo que aprendí por mí misma durante mis últimas vacaciones. Quería que me sintiera cercana, al menos lo suficiente como para coger algo de confianza conmigo.

―Bueno, he estado leyendo sobre su tesitura. Advierto que está pasando por un momento un tanto espinoso. ―Noah me miraba perplejo. Yo me dedicaba a leer con disimulo lo que anoté. La frase no me acababa de encajar, pero era lo mejor que se me había ocurrido―. Dígame, ¿cómo se siente ahora?

―Muy bien. Siento que he vuelto a nacer.

―¿Quiere que hablemos de ello?

―Es que, verá… No lo recuerdo bien, me acababa de levantar y, ya sabe, fallaron los frenos o yo me quedé algo bloqueado. No fue intencionado, obviamente ―dijo mientras asentía con fuerza.

―No, señor Loran. ―Negué zarandeando la mano izquierda―. Me ha malinterpretado, no quiero hablar de los desafortunados hechos de hace un par de días. Yo lo que quiero es que se abra a mí, que me cuente como se sentía los días precedentes al accidente.

―No intenté suicidarme, si es lo que quiere saber ―dijo con voz firme―. Sabe, ya he ido varias veces al psicólogo, antes de estar aquí, me refiero. Pero ninguno me ha ayudado tanto como esta experiencia, estar tan cerca de la muerte me ha hecho replantearme muchas cosas.

Noah se quedó pensativo tras sus palabras.

«El contacto es la clave».

Me acerqué un poco más y apoyé mi mano derecha sobre su hombro, era otra buena forma de hacer que el paciente se sintiera más cómodo, quería confortarlo para que cogiera más confianza conmigo y que así se abriera con más facilidad. Aunque, a pesar de mis intenciones, Noah me miró extrañado, por lo que aparté mi mano tan rápido como si me hubiera quemado al tocarle. Sentí que había conseguido el efecto contrario al que en verdad pretendía.

«Qué fracaso».

―A pesar de todo, no estoy en mi mejor momento, no la voy a engañar ―comentó.

―Ayer hablé con su hermano y este me ha comentado dos hechos que pueden estar atormentándole y que pueden hacer creer que lo que le ocurrió no fue un accidente. ¿Quiere hablarme de ello?

―Mi hermano es un paranoico, no hay que tomarle al pie de la letra. ―Suspiró―. Supongo que uno de esos hechos es mi divorcio, me separé hace casi medio año, sí. ―Asentía―. Pero si hubiese querido suicidarme por el matrimonio, más bien lo hubiese hecho al día siguiente de la boda. ―Mostró una sonrisa, aunque a mí no me hizo nada de gracia―. Solo bromeaba. ―Dejó de sonreír―. Lo que quiero decir es que me sentía bien, el divorcio no pudo ser detonante de nada. La magia se había acabado, no es algo que lleve mal.

―Me alegro de que haya tenido un divorcio afable. Aunque ese hecho no es nada en comparación con el otro. Un divorcio son unas gotas más a un vaso casi lleno. ¿Puede retroceder un poco más?

―¿Retroceder? ―Noah esquivaba mi mirada, aunque no podía reprocharle nada. Yo también esquivaba la suya, pues era tan penetrante como un alfiler―. No me apetece retroceder. Hay que intentar mirar al futuro y no al pasado. ―Comenzó a asentir de nuevo con mucha fuerza. Con tanto gesto forzado, era como si necesitara un refuerzo adicional para darle algo de credibilidad a sus respuestas.

―¿Seguro que no desea hablar?

―Estoy más que seguro ―respondió con firmeza, ahora fijando su mirada en mis ojos. Una mirada tan bonita como intimidante, tanto, que no era capaz de aguantársela.

No sabía si eran los nervios o el hecho de que Noah fuera tan atractivo, o las dos cosas a la vez. El caso era que hacía mucho tiempo que no me sentía tan estúpida, tan poco profesional.

―Ostras ―susurré con la voz entrecortada.

«No me mires así, no me mires así».

Se me iba el santo al cielo.

―Señor Loran, convendrá en que esa actitud no procede. Yo estoy aquí para ayudarle, ese es mi deber.

Volví a extender mi brazo para apretarle el hombro pero se apartó un poco echándose para un lado y cancelé el gesto antes de llevarlo a cabo.

«Yo ya no entiendo nada».

Dejó de mirarme y se quedó pensativo. Parecía que estaba intentando decidirse en si sacar, o no, el tema. Cruzó sus manos y pasó cerca de un minuto sin soltar palabra. Alicaído, con rostro tierno. Me inspiraba lástima y era evidente que no iba a contarme nada.

―Su hermano me contó sobre el óbito de su retoño ―espeté.

Yo seguía leyendo el cuadernillo por encima, aunque me lo repasé tanto la noche anterior que ya casi me lo sabía de memoria. Óbito: «Fallecimiento de una persona». La palabra del día.

―Ha pasado un año, ¿no quiere hablar de ello? ―pregunté.

Quería que él mismo sacara el tema, pero visto que no iba a hacerlo, lo mejor iba a ser optar por sacarlo yo misma. Aunque me sentía insegura, si Noah no era capaz de hablar de ello, podría perjudicarle el obligarle a hacerlo sin estar preparado.

―Me cuesta un pelín seguir ésta conversación ―respondió―. ¿Podría dejar de leer ese cuaderno? Hace esta conversación tan artificial que no me siento cómodo.

―Eh... Sí, claro.

«Mierda».

«No te preocupes. Te lo sabes, Angelica».

―Bueno, tampoco es que necesite el cuaderno para hablar con usted.

―No he dicho eso ―susurró.

Cerré el cuaderno y lo dejé encima del escritorio. Noah debía ser el primer paciente al que le molestaba esto. Pero no importaba, ya me había preparado todo así que este percance no debía ser un problema. Lo único que tenía que hacer era dejar de usar esos vocablos tan extraños, porque si no, era capaz de perderme yo misma.

―Sé que es un asunto delicado, pero, ¿puede hablarme sobre la muerte de su hijo? Sé que es difícil de superar, pero ya ha pasado un año. ¿Cómo se siente ahora? ―pregunté.

―Sí, pero antes... Sabe, tengo unos sueños muy extraños últimamente. Pesadillas más bien. En ellas me ―Le interrumpí con un gesto con la mano derecha.

―Noah, por favor.

―Es que… ―Rebufó―. ¿Qué puedo decir? Ya he hablado mucho de esto y no quiero seguir haciéndolo porque entonces siempre lo tendré presente. No creo que pueda superarlo del todo, ningún padre podría y menos aún en la forma en que murió.

―¿Cómo murió? ―pregunté.

―Se lo llevaron, en mi propia casa. ―Le comenzó a temblar el labio―. Días después encontraron restos suyos en un vertedero a las afueras. Tengo la sensación de que tuvo una muerte horrible y a día de hoy aún no se sabe que pasó ni quien lo hizo. ―Le costaba mantener la serenidad al hablar. Me daba lástima―. Tampoco puedo dejar de sentirme culpable.

―Lo que pasó no es culpa tuya.

―Yo ya estaba mal con mi mujer por aquel entonces, por lo que me tiraba hasta las tantas de la noche en la tienda para así evitarla. Si hubiese estado a mi hora podría haberle salvado.

Su hermano no me había contado nada de esto. Sabía que su hijo había muerto pero no de qué forma. ¿Qué decirle a un hombre que pasaba por esta situación? Yo estaría un año sin ver la luz del sol, era un poco hipócrita por mi parte intentar tratarle.

«Hazlo lo mejor que puedas».

―Noah, estos casos hipotéticos no te ayudan. No podías saber que eso iba a ocurrir. Alimentas tu dolor con esos pensamientos.

―Lo sé, pero no es algo que vaya a irse de mi cabeza. Es por eso que prefiero no hablarlo. Es mi hijo quien murió, nunca podré pasar página del todo.

―¿Y cómo está su ex mujer? ―pregunté con curiosidad.

―Lo lleva a su manera. Ella… ―rechistó―. Mire, he tenido un año muy malo, son muchas cosas que llenan un vaso, como usted ha dicho, pero necesitaría muchas sesiones para hablar de ello.

―Aquí puede venir siempre que quiera.

―Gracias, pero voy a llevarlo a mi manera. Como ya le he dicho, ya he pasado por esto, ya he hablado de todo lo que tenía que hablar. Ahora tengo que actuar, esta experiencia cercana a la muerte me ha abierto los ojos.

―¿Entonces no debo preocuparme por su bienestar una vez le demos el alta? ―pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

―Ahora mismo debo ser la persona más aferrada a la vida de todo el planeta.

―Me alegra oír eso ―dije sonriendo aunque con cierta incredulidad―. En cualquier caso, si necesita algo, ya sabe dónde estoy. Pida cita cuando quiera, hablar no es malo, aunque no sea su estilo.

Noah asintió. No quería forzarle a hablar del tema y como aún quedaba media hora de sesión le propuse hacer unos ejercicios de relajación.

La sesión concluyó.

Al final no había sido para tanto. Aún no podía creerme que hubiera intentado saltar por la ventana para huir.

«Vaya psicóloga estás hecha».

Me sentía aliviada, no solo por Noah, sino también por mí. Por haber sido capaz de hablar de un tema que me era tan delicado. Además, no creía que Noah fuera un peligro para sí mismo. Me creí sus palabras. No sabía con certitud si lo ocurrido había sido un accidente o un intento de suicido, algo que no me extrañaría vista su situación, pero sentía que realmente había cambiado de opinión.

Le acompañé hasta la puerta de la consulta.

―Gracias por todo ―dijo.

―Hasta otra, Noah.

Al estar de espaldas junto a él, observé que tenía un tatuaje asomando del cuello, cerca de la nuca, en el lado derecho. Un tatuaje que me era muy familiar: Era el símbolo de mis trastornos, una marca que no podría olvidar con facilidad.

―Un momento, Noah, ¿cuándo se ha hecho ese tatuaje? ―pregunté señalándoselo.

―¿Qué tatuaje? ―Se miró en un espejo que había en la pared, al lado de la puerta―. Pues me acabo de dar cuenta de que lo tengo porque me lo ha dicho. Debe ser que el golpe que me di fue demasiado fuerte, ¿no cree? ―dijo sin darle la menor importancia mientras salía por la puerta.

Me quedé blanca.

―¿Se encuentra bien? ―preguntó un señor al que no conocía de nada y que pasaba por delante de la consulta.
No respondí, simplemente cerré la puerta.

Fui directa a sentarme en la silla del escritorio, encendí el ordenador y busqué entre los archivos para confirmar mis sospechas: Era el mismo que se hizo Roberto antes de hacer lo que hizo, antes de suicidarse.

¿Otra coincidencia? Acababa de volver de la baja laboral y qué casualidad que me encontraba con esto. No era un tatuaje común, el dibujo esbozaba una especie de grieta, como si el tatuaje fuera una puerta a otro lugar. ¿Por qué a mí? Me entraron los nervios, todo el asunto volvía a desestabilizarme. Podría ser que se tratara de una mera coincidencia, pero este no era un tatuaje común que alguien se hace por hacer, tipo un tribal, el símbolo del Ying y el Yang, o el nombre de una pareja en un arrebato de pasión. Este tatuaje debía pertenecer a algún grupo, como una marca que te hacen al ingresar, era un tatuaje único y distintivo. Hasta lo tenía grabado en el mismo lugar que Roberto.

«¿Noah y Roberto se conocían?».

Un sudor desagradable recorrió mi frente, me dejó fría y me privó de mi visión. Me tumbé en el diván antes de que la pérdida de conocimiento me hiciera estamparme contra el suelo. Permanecí tumbada durante cinco minutos hasta que volví a tomar el control de mis sentidos.

«Tienes que hablar con Noah».

Era posible que ambos se conocieran. Debía aprovechar esta oportunidad, a lo mejor Noah sabía los verdaderos motivos que tuvo Roberto. Nunca le di mucha importancia a ese repentino tatuaje que se hizo, pero me daba qué pensar el hecho de que apareciera otra persona con el mismo símbolo, en el mismo lugar y habiendo intentado hacer lo mismo que él hizo: Suicidarse.

Pudiera ser que todo se tratase de una paranoia mía, que mi madre tuviera razón y que le estuviera dando demasiada importancia a este tema. Pero, por remota que fuera, había una posibilidad de quitarme la culpa de encima, de averiguar qué pasó con Roberto y por qué cambió tan drásticamente su actitud, su forma de ser.

Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa.
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Extrem05
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Re: Augurio de una condena [Novela]

Mensaje por Extrem05 »

5 de Agosto de 2013, Larry Borello.

Sonó el teléfono.

No pude evitar compadecerme de mí mismo, pobre iluso, por pensar que unas vacaciones me dejarían descansar. Miré el reloj antes de contestar y comprobé que aún eran las seis de la mañana. ¿Se habían vuelto majaras? Las jodidas seis de la mañana. A estas horas debía de tratarse de llamada del trabajo, menos mal que la jubilación se asomaba a la vuelta de la esquina. Cuando llegue ese día cogeré todo lo atesorado, a mi Susi, y me iré lejos para no volver nunca. Dos días me habían dejado holgazanear en casa y ya me estaban contactando para que les sacara de algún que otro aprieto.

Contesté:

―¿En qué embrollo os habéis metido ahora? ―pregunté con voz agria en un intento de mostrar mi descontento por la llamada.

―¡Buenos días, agente Borello!

Era el mismo de siempre, con el mismo empalagoso entusiasmo de siempre. No me equivocaba al temer que una llamada a las seis de la mañana a aquí padre, debía tratarse de una llamada de trabajo.

―De buenos nada, Oliver ―dije―. Te recuerdo que estoy de vacaciones. ¡Y que no son horas de llamar a un pobre anciano que está de vacaciones! El cien por ciento de la población debe estar durmiendo, de hecho.

―No me manipule los porcentajes jefe, aunque suene a cliché, ¡el crimen no duerme! Por lo tanto, la justicia tampoco.

―¿Qué la justicia no duerme? ―pregunté con asombro―. ¿Cuántos homicidios se han quedado sin resolver en esta infesta ciudad en los últimos cinco años? ¿Nueve? ¿O nos vamos ya a las dos cifras? Háblales de justicia a los numerosos sin techo que se aglomeran en las afueras. La justicia en Forlón duerme, el que no lo hace, soy yo.

―Ya tendrá tiempo de dormir, jefe. Le llamo porque no quiero que subamos a las dos cifras.

―¿Qué es lo que ha ocurrido? ―pregunté.

―Ahora mismo le mando en un mensaje la dirección en la que me encuentro, estoy más allá de los suburbios de la ciudad, pero no tardará en llegar. Le llamo porque es un caso que podría interesarle, es más, le va a encantar.

―¿Por qué clase de morboso me tomas?

―No me malinterprete. Le espero aquí, jefe ―concluyó.

Oliver colgó el teléfono tras acabar la frase. Con dos cojones, lo hizo sin darme la opción de rehuir la oferta y sin aclararme apenas nada. Aunque fue lo suficientemente considerado como para dejar caer que se trataba de un homicidio.

Permanecí tumbado en la cama durante varios minutos. Refunfuñando hasta que reuní la fuerza y la voluntad necesarias para levantarme, y es que no me daban opción, pues era consciente de que el cuerpo de policía se iba a la mierda cuando yo no estaba allí.
Cogí el teléfono móvil y anoté en él la dirección que me mandó Oliver. No conocía el lugar, pero con anotarla en el GPS del coche sería más que suficiente. Luego fui al baño y me lavé los dientes mientras me cagaba en todo, no de forma literal, pero es que aún podía escuchar roncar al octogenario que vivía en el piso de abajo. Bendita demencia, me sentía ansioso por su llegada. Esta era la última vez que accedía a ayudar al agente Jeed en mi tiempo libre.

Tras despedirme de Susi, subí al coche con ganas de llegar al lugar y dejar claras mis intenciones. El agente Jeed se tomaba los casos con demasiada vehemencia, como si todo fuera un juego. Aún no entendía como Oliver podía mantener el entusiasmo como si fuera su primer día, a pesar de llevar ya varios años en el cuerpo. Él era un recuerdo de mí cuando comencé y yo era un reflejo de su futuro, pues yo ya era demasiado viejo como para estar dedicándole tantas horas al trabajo. A mí ya no me apasionaba tanto mantener el orden, aunque no por ello me esforzaba menos.

Una vez en el coche apunté la dirección en el GPS y éste me indicó el camino más rápido. El lugar estaba como a media hora de mi apartamento, a las afueras de Forlón, como ya me había indicado Oliver.

Deshacerse de un cadáver arrojándolo en la periferia era lo ordinario en la ciudad. Forlón era una ciudad demasiado grande y cada día que pasaba se corrompía más. A esto había que sumarle una más que evidente falta de agentes del orden, tan clara y tan grande, que a mi edad aún tenía que estar trabajando para intentar mantener la poca decencia que le quedaba a este estercolero de maleantes.
Esperaba que fuera algo sencillo, pues quería volver lo antes posible al sofá de mi casa y tener una lectura interesante con Susi sentada en mi regazo, aunque si Oliver dijo que el caso podría interesarme, entonces era presumible que el día se hiciera más largo de lo deseado. Pero no olvidaba que era probable que ese haragán de Oliver usara el pretexto del interés para hacerme ir y resolver el caso por él. Por más disposición que le pusiera, no dejaba de ser menos inútil que el resto.

Tras un sofocante trayecto en coche, llegué al lugar en cuestión. Me encontraba en el característico paraje desértico que rodeaba al sur de Forlón. Por un camino de tierra mal acondicionado se llegaba al único edificio del lugar, uno que parecía un convento. El sol azotaba toda la zona, era verano y debía ser un verdadero martirio vivir en este emplazamiento debido al calor que asolaba a la ciudad y en especial a las zonas colindantes. Tanto calor hacía que mis sobacos emanasen sudor a borbotones, por lo que saqué el pañuelo que traje conmigo para secarme la frente y las axilas.

Nada más aparcar me percaté de que me había equivocado con mi hipótesis, pues nadie arrojó un cadáver a las afueras de la ciudad, sino que el asesinato se había cometido dentro del edificio. En la entrada había un par de coches patrullas y dos compañeros del cuerpo custodiaban la entrada al recinto.

Bajé del coche. Al salir, Romina me indicó por dónde ir y tras hacerlo volvió a donde estaba, simulando que trabajaba en algo, como siempre. Aunque hacía bien en disimular, la chica tampoco es que sirviera para mucho más.

En el interior de este enorme emplazamiento no había monjas, pero sí había mucha gente cuchicheando, todos con el mismo disfraz. Una panda de memos cabizbajos con grandes ojeras cruzando de aquí para allá, descompuestos, parecían llevar días sin dormir. Todos se iban alejando a mi paso, como si tuviera un campo de fuerza a mi alrededor que los empujara hacia atrás. Olisqueé mi sobaco derecho, sabía que tenía que haberme duchado.

Entré a la habitación que estaba siendo precintada. Allí destacaba una joven que lloraba de forma desconsolada, un policía la sostenía y Oliver contemplaba la escena mientras fumaba uno de esos horribles cigarrillos mentolados.

―¡Qué alguien le traiga un pañuelo, por el amor de Dios! ―exclamé.

―Estoy bien, pero gracias ―dijo la chica.

Bruno la acompañó fuera.

Aproveché que la estancia se había vaciado casi por completo para mirar alrededor y analizar cada recoveco de la habitación. Me encontraba en un dormitorio y, como me habían dejado caer, se trataba de un homicidio. El cuerpo de la víctima estaba recostado sobre la cama, le habían cortado el cuello. La víctima era un hombre viejo, de unos setenta años. Muy demacrado, parecía que antes de morir ya vivía una verdadera agonía. Vestía como el resto en aquel lugar, pero tenía la ropa muy mal puesta, la cama estaba muy alborotada y, tras inspeccionar cada rincón de la habitación, pude ver unas bragas asomando por encima del armario.

―¿Quién era la víctima? ―le pregunté a Oliver.

―Varón, setenta y dos años. Su nombre es Lluis Checo, era el dueño... No, espere un momento. ―Miró en su libreta―. Era el líder de esta organización.

―No me jodas, ¿dónde coño me has traído?

―Como sé que te gustan los rompecabezas y todo ese rollo, te dejaré averiguarlo por ti mismo, no tardarás. ―Oliver sonreía mientras daba una calada al cigarro.

―¿Qué a mí me gustan los rompecabezas? Me gusta romper cabezas como la tuya, que no es igual. De lo único que tengo ganas ahora es de leer uno de los grandes clásicos que compré para disfrutar en mis vacaciones. Así que, Oliver, como te dice tu mujer, por favor que sea rápido.

Oliver ejecutó su sonrisa de forma fulminante y volvió a posar la mirada en esa absurda libreta que siempre llevaba consigo.

―Le han cortado el cuello. ―Qué lince―. Rebeca, su ayudante, que es nada menos que la joven que estaba aquí llorando hace un momento, fue quien lo encontró muerto durante la noche. ―Comenzó a pasar las páginas, buscando algo―. Sí, a las cinco y veinte de la mañana, que es cuando hizo la llamada y denunció el crimen. Nosotros llegamos aquí media hora después, poco antes de llamarle.

―¿Tenía familia la víctima?

―Y tiene. Un hijo que también vive aquí, pero ahora mismo no se encuentra en la ciudad por motivos personales, su nombre es Baro. Estamos intentando contactar con él para informarle de lo sucedido, pero no da respuesta. También tiene un nieto, Alberto.

―¿Ambos viven aquí?

―Su hijo sí, pero creo que el nieto no es miembro.

―¿Miembro de qué?

―Nos han comentado que su nieto no tiene mucha relación con su familia así que no creo que pueda contarnos nada. Habrá que esperar a que vuelva su hijo Baro ―Oliver continuó hablando, ignorando lo que le había preguntado.

―¿Qué estás haciendo? ―pregunté―. Estoy cansado, tengo hambre y me quiero ir a casa, si no me dices de qué va esto cumpliré mis deseos.

―Está bien ―dijo con displicencia―. Este recinto pertenece a una organización religiosa. ―Acercó su boca a mi oreja derecha―. Vamos, una secta ―susurró.

―¿En serio? Podías haber empezado por ahí. Será posible, ¿habéis encontrado el arma del crimen?

―Me temo que aún no.

―Pues no sé a qué estáis esperando, buscad en las papeleras y en los contenedores más cercanos al recinto. Interrogaré a la testigo. ―Miré a Oliver con cierta altanería―. Y por favor deja de intoxicar el escenario del crimen con ese puto cigarro. ¿Aprenderás algún día?

―Perdón ―murmuró mientras le entregaba el cigarro a Bruno, que acababa de volver y hacía guardia para que no se colaran mirones, éste volvió a salir fuera para tirarlo―. ¿Está seguro de que quiere interrogarla usted? ―preguntó.

Lo normal era que Oliver interrogara a los testigos, había gente empeñada en decir que mi trato con ellos no era el adecuado.
―Yo me encargo ―espeté.

Salí de la habitación para hablar con la ayudante, quién aún sollozaba por la pérdida. Era una muchacha de unos dieciocho años, no muy guapa pero con buen cuerpo. Como todos en este lugar, vestía un camisón beis que la cubría desde los hombros hasta los pies. Estaba cubierta con la sangre de la víctima. Tenía el pelo largo y rizado, destacaba lo alborotado que lo llevaba. Al contrario que los demás miembros, Rebeca no tenía ojeras.

―¿Otra vez? Yo ya no sé cómo decíroslo. ¡Ya os he contado todo! ―exclamó antes de que yo mediara palabra alguna―. ¡No vi nada!
Las lágrimas cubrían su rostro e incluso asomaba por su nariz algo de mucosidad, parecía estar destrozada por la pérdida. Se encontraba muy nerviosa, le temblaban las piernas y las manos. A pesar de ello, no vacilaba al hablar y su tono de voz era muy desagradable.

―¿Puede levantarse el camisón un momento? ―le pregunté.

―¡¿Qué?! ¿Perdona? Un ser muy querido para mí y para todos aquí acaba de morir, alguien le ha rajado la garganta, ¡¿y me pides que me levante el camisón?! ―Rebeca se quedó atónita y entró en cólera.

―Lo siento, me has malinterpretado ―dije, negando con las manos―, solo quiero saber si llevas ropa interior.

―¿Qué clase de policía eres tú? ―Me dio la espalda y miró al techo―. Estoy destrozada por la perdida y a la policía no se le ocurre otra cosa que traerme ¡a un asqueroso viejo verde! ―Pataleó y volvió a mirarme―. Eres repulsivo.

―Tan repulsivo que puedo hacer que pases la noche en un calabozo.

―¿Se puede saber qué es lo que quieres?

―Sabes por qué te he preguntado eso. Supongo que las bragas que asoman por el armario son tuyas. Tengo la sospecha de que salieron despedidas en un arrebato de pasión. ¿Cuánto tiempo llevas acostándote con la víctima?

―Baja la voz ―susurró a la vez que me agarró del brazo y me apartó a un lugar con menos gente―. No tengo por qué responder a eso, no es de vuestra incumbencia lo que yo haga aquí. Eso no es importante.

―Es de nuestra incumbencia desde el momento en el que aparece una persona degollada, y es muy importante saber si pasaste la noche con la víctima.

―Decirte con quién me acuesto no resolverá este cruel asesinato. ―Me miró con furia―. Tampoco le traerá de vuelta.

―¿Le mataste tú? ―pregunté sin rodeos.

―¡Qué! ¡No! ―Miró al suelo cabizbaja y segundos después me lanzó otra mirada fulminante. Rebeca me transmitía mucho odio, lo tenía todo acumulado en su interior―. ¡Cómo te atreves si quiera a insinuar eso! Él era un hombre bueno, me abrió los ojos a mí y a todos aquí, él me salvo y me alejó de las banalidades del mundo. ¿Para qué iba a matarlo? Él tenía mucha vida por delante, mucho que ofrecer.

―Te acostabas con él y además crees que aún tenía mucha vida por delante. ¿Acaso tienes una visión distorsionada de la realidad? ¿A mi qué edad me echas?

―¿Quién te ha dejado entrar?

―La puerta estaba abierta.

―¿Te crees muy gracioso?

―Más que gracioso suelo ser irascible. Tanto, que puedo llevarte detenida, pero todo sería mucho mejor para ambos si hablamos aquí. Venga, cuéntame de una vez qué hacías en el lugar del crimen.

―¿Y qué si éramos amantes? Yo no le maté. ―Paró un momento para asimilar que la había cazado y que tendría que contarme todo. Volvió a mirarme―. Sí, estuve con él esta noche, pero yo no estaba cuando le mataron, fui al baño solo cinco minutos y al volver ya estaba muerto. Luego llamé a la policía para denunciar el asesinato. No pensé con claridad en ese momento, no quería que me involucrasen ni que nadie de aquí supiera de la aventura, así que intenté recoger todo e incluso vestirle, pero llegasteis muy rápido y no me dio tiempo. Pero te juro por mi padre que yo no le maté.

―¿No creías que iba resultar sospechoso?

―Por si no me has escuchado, te repito que no pensé con claridad. Además, él ya estaba muerto, no había nada que pudiera hacer. ―Resopló―. Es que... No quiero irme de aquí, es simplemente eso. Amo este lugar y a todos los que se encuentran en él.

―Pues dime, ¿qué es este lugar? Necesito confirmar mis sospechas.

―Es uno de los lechos Nomadistas.

―Ya estuve en uno hace varios años, ¿no había alguno que otro de estos estúpidos lechos por aquí cerca? ―pregunté.

―¡No te pases! ―me recriminó―. Creo que hace tiempo lo había, pero tuvo que cerrar. No estoy muy segura, pues llevo poco tiempo. Pero si sé que esto no es para nada algo estúpido.

Había pasado tanto tiempo desde mi último encuentro con los Nomadistas que ya casi ni me acordaba. Qué malo era envejecer, no se lo recomendaba a nadie. A pesar de mi edad y de mi mente cansada, todo me iba resultando familiar, empezaba a entender por qué me había llamado Oliver. Tuve un caso hace varios años en el que, si no recordaba mal, otro líder de esta secta, en otro lecho diferente, fue también asesinado. Llamaban lechos a los diferentes asentamientos que tenían por el mundo.

No esperaba, ni quería, volver a encontrarme con esta gente. Además, ambos casos estaban separados por el tiempo en años, dudaba que hubiera conexión alguna. No era algo raro que Oliver buscara cualquier mínima conexión entre diferentes casos con objeto de llamarme y hacerme resolver el caso por él: «Dos personas que no tienen nada que ver han sido asesinadas, una ayer y otra hace cuatro meses, pero el arma del crimen fue un cuchillo en ambos casos, eso no puede ser coincidencia». Desde que Oliver entró en el equipo, no recuerdo haber tenido apenas unos días de vacaciones en todo el año. Pero tampoco le culpaba y hasta llegaba a entender la excitación de mi compañero, el caso homónimo a este fue con el que se estrenó en mi equipo.

―¿Tenía enemigos la víctima? ―pregunté.

―Cualquier envidioso que no entiende nuestra filosofía cree que somos sus enemigos. Pero si te refieres a aquí dentro, todos le queríamos, sin excepción. ¡Tenéis que encontrar al asesino! ―Se alteró y luego volvió al tono de voz normal―. Él era un líder, un guía, un padre... Y podría seguir.

―Pues no lo hagas. ―Odiaba el lavado de cerebro que se le hacía a la gente en estos lugares, me daba arcadas. Tener que escuchar a alguien desbordando tanta falsa felicidad convertía las arcadas en un vómito de arcoíris―. Es posible que no hayas sido tú, pero si de verdad quieres ayudar a encontrar al asesino, la próxima vez no le ocultes ningún dato a la policía. ―Rebeca asintió con la cabeza, sonrió con vaguedad―. Puedes irte.

―Vale, pero, por favor, no cuentes lo de nuestra aventura, podría crear envidias y malentendidos. Ya sabes, por haber sido la elegida del líder días antes de la fiesta del Aquelarre.

―¿Elegida como prostituta personal? Menudo honor. ―Rebeca me miró con furia pero no llegó a responder nada―. Lo siento, pero es un dato que no puedo ignorar.

―Espero que lo reconsideres, agente. No me gustan los problemas y seguro que a ti tampoco, pues solo traen calamidades.
Rebeca se marchó tras la frase, la cual no llegué a entender.

Me di la vuelta para seguir investigando. El rufián de Oliver estaba esperándome a un par de metros. Cuando Rebeca se marchó, él se acercó con curiosidad.

―Eres un cretino, la conexión es mínima ―dije.

―Bueno, tú me enseñaste a no descartar teorías de forma prematura. Siempre supe que el caso Vergel ocultaba algo y aquí estamos ahora, los dos, intentando resolver un caso similar. Esta vez no va a resultar tan fácil, pero será de lo más emocionante, ¿no crees?

―Pues no, pero aun así iré a la oficina a comprobar el informe del caso anterior. Tú quédate aquí y haz todo lo que tengas que hacer, si es que haces algo. ―Le miré a los ojos―. Si ambos casos guardan alguna relación, más allá de la obvia, que sepas que me has jodido las vacaciones y eso es algo que no te voy a perdonar. Si no hay conexión, lo siento pero vas a tener que resolver este homicidio tú solo.

Muy a mi pesar, si había un vínculo real entre ambos casos, Oliver y yo mismo sabíamos que no lo dejaría a medias. Que me aferraría a cualquier cosa para evitar dejar otro caso sin resolver.

Subí al coche y abandoné el recinto. Apenas recordaba el caso Vergel, pues fue un caso muy fugaz. Antes de precipitarme en mis teorías, debía leer el informe y recordar con exactitud los hechos acontecidos. A simple vista, el único vínculo entre ambos homicidios era la muerte de los mandamases en diferentes lechos. Pero eso no sería suficiente para atarme.

Cuando llegué a la oficina pedí que me trajeran los archivos relacionados con el Nomadismo y con el caso Vergel, llamado así por el apellido del asesino, el cual fue hallado en coma junto a la víctima. Puesto que la conexión era ínfima, esperaba poder dar la patada al caso e irme a casa a descansar, necesitaba las vacaciones y por mucho que me pesara, no iba a comenzar un caso que no tenía nada que ver conmigo. Así que en mis adentros no paraba de rezar para que esto no tuviera nada que ver con el homicidio de hace varios años.

Tras treinta tediosos minutos esperando, el inepto que buscaba entre los ficheros consiguió encontrar y darme los archivos del caso. Era un taco bastante gordo así que abrí por donde me interesaba y empecé a leer y a montarme mis paranoias en la cabeza:
El caso Vergel no trajo a la unidad más que un poco de papeleo. El asesino, Marc Vergel, fue hallado junto a la víctima, con la peculiaridad de que éste entró en coma tras asesinarla. Tiempo después murió en el hospital. Puesto que todas las pruebas eran concluyentes e indicaban al asesino con claridad, no hubo necesidad de dedicarle más tiempo al caso. Por otro lado, la víctima fue otro líder de esta secta, pero sendos homicidios se habían llevado a cabo con un lapso de cinco años. Además, como ya había deducido, en ambos casos no concordaba nada aparte de que las víctimas eran líderes de la secta en diferentes lechos. En el caso del anterior homicidio, el lecho se disolvió tras la muerte del líder.

No sabía qué pensar, era posible que los asesinos solo fueran padres dolidos porque sus hijos habían caído en manos de esa gente. Era un buen paso a seguir, sin duda alguna, pues Marc Vergel había sido miembro del Nomadismo y era el padre de otro miembro. Quizás abrió los ojos y decidió tomarse la justicia por sí mismo. Aunque, con su muerte, jamás tuvimos oportunidad de hablar con él, por lo que todo son conjeturas.

En la carpeta también había fotos de Marc, era un hombre muy mayor, de especial interés una especie de tatuaje un tanto peculiar en el cuello. Pero era obvio que el asesino no podía ser el mismo esta vez, más que nada porque Marc ya estaba muerto.

El informe estaba muy verde, recordaba que le había ordenado a un becario que redactase y archivase el caso, al parecer no le puso mucho interés.

Al cerrar la carpeta del caso, pude ver que el resto de documentos y carpetas no trataban sobre lo mismo. Ya me extrañaba que ese asesinato hubiera dado para tanto papeleo. Abrí las carpetas y comencé a leer, una a una: Me quedé pasmado.

Seis registros más sobre casos de homicidios a líderes Nomadistas, todos ellos en diferentes lechos. Puesto que la mayoría de esos lechos se disolvieron luego del asesinato del líder, llegué a la prematura conclusión de que la finalidad de los crímenes debía ser borrar la secta del mapa. Las similitudes eran obvias: En todos los casos apareció un hombre comatoso junto a la víctima, debido a las pruebas se concluyó sin vacilar que esa persona hallada junto a la víctima era el asesino. A su vez, ese individuo pertenecía o había pertenecido al Nomadismo.

Era un caso de lo más extraño. Nunca, en toda mi puñetera vida, me había enfrentado a algo parecido, hasta me resultaba siniestro. Por lo general, Forlón era muy simple y aburrida.

Para aumentar mi interés en el caso, en este último homicidio no se había encontrado a nadie en coma cerca de la víctima, ¿por qué este caso diferirá del resto? Había que indagar para encontrar la respuesta.

Pero la mayor sorpresa llegó cuando me fijé en las fechas de los homicidios; el primer asesinato se había cometido hacía la friolera de setenta-putos-años. ¿A qué clase de abominación me enfrentaba?

Pasé horas leyendo informes hasta que llegó Oliver, quien traía dos hamburguesas bajo el brazo. Él sabía como nadie la manera de mantenerme contento, o al menos, menos cascarrabias.

―¿Has sacado algo en claro? ―preguntó.

―Sí, que me he quedado sin vacaciones.
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Extrem05
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Re: Augurio de una condena (Novela)

Mensaje por Extrem05 »

7 de Agosto de 2013, Noah Loran.

Cerré los ojos para sentir cómo la brisa veraniega acariciaba mi rostro, al cabo de un minuto los abrí para percatarme de que el día ya había oscurecido. Habían tardado muchísimo en darme el alta clínico, pero daba gracias de ser libre y poder volver a casa de una vez por todas.

Subí al coche de Sam y ambos nos dispusimos a volver a mi apartamento. Todo empezó en un coche y el simple hecho de estar sentado en el asiento de otro empezó a darme un poco de ansiedad, pero no fue esto lo único que me abrumó: Mucho tráfico y luces por todas partes, todo lleno de gente yendo de un lado para otro. El sonido del claxon de un vehículo cercano me hizo exaltar. La ciudad era muy densa para mí, me agobiaba.

―¿Te encuentras bien? ―preguntó Sam.

―Sí, solo me duele un poco la cabeza.

―¿Qué tal con el psicólogo?

―Ni me lo recuerdes... ―dije tras respirar hondo para intentar controlar la ansiedad―. La chica hablaba muy raro y encima no paraba de tocarme en el hombro, supongo que para intentar que me sintiese mejor.

―Pensaba que te iban a internar. La verdad es que no me explico cómo te han dejado irte sin más, pero no te preocupes que yo te echaré un ojo. ―No había cambiado nada, él siempre controlándome.

―Bueno, creo que la psicóloga sabrá mejor que tú lo que tiene que hacer ―dije.

―Hay mucho inútil suelto.

Sam podía estar en desacuerdo con la decisión de la psicóloga, pero la opinión de ella me había dejado volver a casa así que era la que más importaba en este momento. Sam con el tiempo descubriría que yo no era en absoluto un peligro ni para mí mismo, ni para nadie, obviamente.

―¿Has hablado de...? ―preguntó, sin llegar a decir el nombre de la persona a la que se refería.

―No sigas ―espeté.

―No te entiendo, pero supongo que es tú decisión.

Tras el amargo trayecto en el coche de Sam, por fin llegué al portal de mi apartamento. Evité usar el ascensor, pero no fue buena idea, pues por las escaleras me encontré bajando a la vecina del edificio de en frente, Filomena. La anciana vivía en un tercero y yo en un segundo, desde su casa disponía de plena visión sobre mi cuarto de baño y mi dormitorio. Con ella no tenía intimidad, pues no quitaba ojo y no eran pocas las veces que llamaba a mi puerta para pedirme sal o cualquier otro condimento. Porque es muy lógico pedir sal al chico del edificio de enfrente y no al vecino puerta con puerta.

―Qué alegría verte, jovencito ―dijo con una amplia sonrisa mientras extendía sus brazos para darme un abrazo―. Justo acababa de llamar por si ya habías vuelto del hospital. Mira lo que te traigo. ―Llevaba algo de comida casera en un envase.

―Es usted muy amable.

―Tranquilo, es lo menos que puedo hacer por un chico tan guapo. He estado rezando por tu bienestar estos días. Menos mal que la ambulancia llegó muy rápido ―comentó con la mano en el pecho.

―¿Estuvo aquí esa mañana?

―Claro, yo fui quien llamó a emergencias.

―Oh, bueno. Gracias por la comida... Y por la llamada ―dije, devolviéndole una falsa sonrisa.

―Eres un sol. ―Sonreía tanto que la cara se le quedó achinada.

Entonces recordé que me había propuesto ser mejor persona.

―Eh... ―Me costaba―. Pásese por mi casa cuando quiera, la invitaré a un café. Qué menos.

―¡Claro! Qué encanto de chico.

Filomena continuó bajando las escaleras con una sonrisa de oreja a oreja, encantada por la invitación que acababa de hacerle. Si bien era un tanto enfermizo invitar a casa a tu acosadora personal, no estaba de más dar las gracias pues me había salvado de la muerte o, más bien, de pasar una eternidad en el infierno. Además, había que empezar a sonreírle a la vida. Todavía tenía esperanzas de no volver al infierno si me comportaba bien.

Seguí subiendo y al fin entré en mi casa, seguía tan deprimente como siempre. Me había mudado hacía medio año, tras la separación con Lena. Ella seguía en el hogar conyugal, también se quedó con el coche y con gran parte de mi dinero. Pero después de lo que pasó, no era algo que me quitase el sueño. Yo desde entonces vivía de segunda mano. Mi coche era una baratija que apenas arrancaba, la comida que compraba era todo de marcas blancas y mi nuevo apartamento era alquilado y apenas me costaba doscientos euros al mes. Nadie podía pedir más por un apartamento tan obsoleto, viejo y mal situado.

A pesar de todo, me sentí seguro por primera vez en mucho tiempo. Solo había estado un par de días fuera pero a mí me había parecido, como mínimo, un año. Sin embargo, la inseguridad volvió a mí segundos después. La puerta al fondo del pasillo estaba abierta, dejando al descubierto la habitación de revelado. Lugar donde estaban mis fotografías y, junto a ellas, mis recuerdos del pasado. Con paso ágil me acerqué y cerré la puerta, evitando que sudores fríos recorriesen mi frente. Pronto volvería a abrir esa puerta, debía hacerlo por mí, pero hoy no era el día y ya era tarde para eso. También era muy tarde como para ponerme a investigar sobre aquel lugar al que iba en mis pesadillas, necesitaba relajarme un poco así que preferí darme una ducha y arreglarme un poco, pues tenía un aspecto muy poco higiénico. Mientras me afeitaba, con mi cuerpo desnudo y un espejo en frente de mí, me fijé en el tatuaje que nombró Angelica, uno muy feo, cabe destacar. ¿Qué era esto? Probablemente el golpe fue tan grande que había olvidado acontecimientos del pasado. Pero no me sentía como si hubiese olvidado nada. No sabía que pensar al respecto.

Sam entró en el baño mientras yo observaba el tatuaje, como un flash me coloqué una toalla en la cintura para tapar mis vergüenzas. Qué manía tenía Sam, seguía igual que como cuando éramos niños.

―¿No sabes llamar a la puerta? ―pregunté con un tono de voz algo elevado, aunque no recibí respuesta alguna. Disimulé una sonrisa―. Bueno, no importa, hermanito. Por cierto, una pregunta, ¿habías visto esto? ―le pregunté señalando el tatuaje.

―Sí, te lo vi en el hospital.

―Antes de eso, no recuerdo habérmelo hecho.

―Deberías descansar ―dijo sin darle el menor interés―. Por cierto, he encontrado estas pastillas en tu habitación. ¿Qué son? ―Abrió su mano. Era un bote de Propatet, un antidepresivo que me prestó mi ex mujer cuando vio que lo estaba pasando mal. Lena estaba muy atenta conmigo desde lo del accidente, a pesar del divorcio.

―Sí, tíralas, me las dio Lena, pero ya no las necesito.

Obviamente las pastillas no habían surtido ningún efecto en mí. Las había estado tomando hasta la mañana del cinco de agosto pero desde entonces me había estado sintiendo bastante mejor, mucho más despejado.

―No deberías tomar este tipo de pastillas si no te las receta un médico. ―Yo asentí. A veces Sam tenía razón, quizás a Lena le hiciesen bien, pero a mí me dejaron como bloqueado. Nunca debí haberlas tomado―. Primero te saca todo lo que puede y luego te pasa esta mierda y tú vas y te las tomas, ¿por qué sigues haciéndola caso? No lo entiendo.

―Bueno, Sam... Sé que ti nunca te ha gustado Lena, pero yo sé que lo hizo con buena intención. Su actitud conmigo ha cambiado mucho.

―Lo que tú digas. Anda, vamos a cenar ―dijo mientras no quitaba ojo de mi rostro―. Tienes mejor aspecto ―espetó con una sonrisa.
Tras terminar de acicalarme y de comernos la pesada comida casera preparada por Filomena, al fin era la hora de irse a dormir. El día, en general, se me había hecho muy largo, por lo que me sentía muy cansado.

Me encontraba tumbado en la cama mirando el ordenador, pues me aterraba el hecho de volver a aparecer en aquel infierno gélido. Debí haber aprovechado el tiempo y buscar algo de información en internet, pero, ¿qué podría decir internet? Nunca escuché de algo parecido que le hubiese pasado a otra persona. Además, solo de mirar el ordenador éste me producía cierto rechazo. Era mejor cerrar los ojos y descansar, aún no quería tomarme del todo en serio lo que me estaba pasando.

•••

Regresé a mi tormento. De nuevo el frío se impregnaba en mis huesos. Ya era la tercera vez que aparecía en este lugar. Escasos momentos atrás aún tenía algo de esperanza en no volver nunca más, pero parecía que iba siendo hora de asimilarlo.

Cerca estaba Carlos, acurrucado como un bebé entre los pelajes de su mascota. Él me esperaba con la certidumbre de que le ayudaría a encontrar una salida, tarea complicada.

Se alegró al verme.

―¿Qué has podido averiguar? ―preguntó.

―Nada, no es que exista una guía de cómo escapar del infierno. ―Se levantó y me miró con actitud amenazante―. Pero... Tranquilo, veamos, ¿No tienes alguna idea? Tú llevas aquí más tiempo que yo.

―Pues, no sé. Estamos rodeados por montañas gigantescas, aunque no se vea un carajo con la niebla. Pero si vamos allí me temo que solo encontraremos muerte.

―Pues igual que aquí, ¿acaso hay algo diferente que nos preste aún más muerte allí a lo lejos?

―Sí, esto ―dijo señalando a su mascota―. La familia de Laika habita en las montañas y no dudarán en devorarte. Son unos estupendos guardianes.

―Pues no parecen muy fieros.

―A esta perra le salve el culo hace tiempo, me debe lealtad. ¿Verdad, chucho? ―preguntó mirando a Laika―. En vida también tenía un perro maloliente y pulgoso, cómo lo extraño...

―Muy interesante. Pero dime, has dicho guardianes, ¿guardianes de qué? Si están custodiando el lugar es que más allá hay algo, ¿no crees? ―pregunté.

―Entiendo que al despertar vuelves a tu realidad, pero aquí eres otro más. Nunca nadie ha conseguido pasar más allá de las montañas.

―¿Y qué quieres hacer? ¿Cavar un hoyo y salir por China? Deberíamos ir a esas montañas, ¿qué podemos perder?

Carlos tenía razón, pero no iba a quedarme de brazos cruzados. Había que aferrarse a cualquier oportunidad. Si no hacía nada, lo único que me esperaba era toda una vida con pesadillas gélidas y pequeños descansos al despertar. Pero la muerte llegaría tarde o temprano y esos descansos desaparecerían junto a mi oportunidad de redención.

―Nada, solo una vida de tantas ―me respondí a mí mismo, pues Carlos no decía nada.

―Esa ha sido buena ―dijo mientras reía―. Aún queda lugar para la comedia en el infierno. ―Pobre hombre, lo que había contado no era ni un chiste―. Está bien, iremos allí, pero salir con vida será imposible, créeme que he visto a muchos intentarlo. ―Se sentó a lomos de Laika y asestó dos golpes suaves con sus pies en el costado de su mascota―. Pues prepárate y agárrate bien, el viaje será largo.

Hice lo que me dijo, también subí a lomos de Laika. Este animal emanaba el calor suficiente como para no morir congelado. Laika y su calor corporal eran los mayores motivos de que me dignase a ir con Carlos. No quería juzgarle del todo, por lo que me estaba comportando bien con él a pesar de que hubiese intentado devorarme vivo. También me daba miedo que pudiesen volver a hacer eso si me negaba a viajar con ellos.

«Esa es una razón de peso».

Comenzó la travesía. Al ir a lomos de tal bestia empecé a preguntarme cuales serían los crímenes que traerían a este chico a tal lugar. Mejor no saberlo, pero me comía la curiosidad. Seguía sin entender por qué esta bestia le era tan leal. El animal parecía tenerle miedo a Carlos, hecho un tanto desconcertante teniendo en cuenta el tamaño de uno comparado con el otro. Además, la bestia tenía el cuerpo repleto de cicatrices, probablemente parte de las pieles que portaba Carlos eran de ella. Había que deber una buena para permitir que te tratasen de tal manera. Aunque claro, al fin y al cabo, estaba hablando de un animal, si es que se le podía llamar de tal forma. Más bien era un demonio cruento reconvertido por las circunstancias.

―¿Por qué estás aquí? ―pregunté.

―Quién sabe ―respondió con indiferencia.

―Supongo que esto es como en la cárcel, aquí todo el mundo es inocente de pecado. ―No le hizo mucha gracia el chiste―. Bueno, pero dime, ¿también presenciaste un juicio?

―Claro tío, como todos. Nunca se me olvidará.

―¿Y allí no te aclararon el motivo?

―El juez comenzó a hacerme preguntas sobre mi vida, pero yo estaba un poco como flipando en ese momento. Llegué aquí con la sensación de haber sido condenado por reírme de su túnica. ¿Te lo puedes creer? ¿Pero qué culpa tengo? Es que iba algo fumado. ―Comenzó a reír―. Pero supongo que no se condena a alguien al infierno por tal estupidez.

―Pues no me sorprendería ―dije. Quizás decía la verdad, o quizás mentía para no contarme las atrocidades que había cometido en vida― ¿Y eras creyente?

―Sí, creía en la maría.

―Ah, entiendo a qué maría te refieres.

Empecé a comprender por qué ese hombre estaba tan demacrado y por qué tenía sueños que le hacían viajar. No es que Carlos hubiese ido deteriorándose con el tiempo, no. Es que él ya llegó así de serie. Pero centrándonos en lo más importante, Carlos tampoco era creyente. Probablemente por no haber creído en Dios ambos estábamos pasando el rato en el infierno. Quizás si al despertar me pusiese a rezar se me revocase la condena.

―¡Para! ―exclamó de sopetón.

―¿Qué pasa?

Al detenerse, Carlos y Laika se pusieron a almorzar, ¿el qué? El cuerpo de un hombre que agonizaba en el suelo. Debido al entumecimiento no podía defenderse. Me recordó a mí el día en que llegué a este lugar. No iba a meterme en tal entuerto, pero no era algo que yo pudiese ver sin que me entrasen ganas de vomitar.

―Deberías darle muerte antes de comértelo ―sugerí.

―Por supuesto ―contestó mientras me miraba con algo de sangre en su rostro. Este hecho me hizo preguntarme una cosa, si aquí dentro sigues haciendo cosas malas, ¿aumentaría la condena? O quizás era parte de la tortura, unos se comían a otros y así había más sufrimiento, o quizás era que este chico se estaba condenando más y más. Algo que a mí me traía sin cuidado.

―Quiero preguntarte algo, Carlos. ¿Por qué comer? Probablemente morirás tarde o temprano, ¿es necesario el canibalismo?

―Este sitio trata de sobrevivir y no te voy a engañar: Me aterra la muerte ―dijo con un trozo de oreja en la boca―, es dolorosa, puedo perder a mi compañero de vista, supone muchos inconvenientes. Es mejor mantenerse vivo el mayor tiempo posible. Pero no te preocupes, soy capaz de arriesgar mi vida si con ello hay esperanzas de salir de aquí. Además, a ti no voy a comerte otra vez, no sabes bien. ―Sonrió y, tras esas palabras, ambos terminaron de almorzar y los tres continuamos con el viaje.

Al cabo de un rato, tras mucho trotar, llegamos a las montañas. Eran gigantescas, imposibles de escalar. Había algo de flora en los alrededores, por lo que nos escondimos tras unos matorrales bien situados entre unas rocas. Bajar y alejarse del pelaje de Laika hacía recordar el intenso frío que nos rodeaba. En cuestión de segundos volvía a estar tiritando.

De vez en cuando se dejaba ver alguno de esos guardianes, a la par de otros tantos rezagados condenados que eran devorados por estos. Por esta zona había mucha más gente que por el centro, aunque el periferia era tan grande que la densidad de población no era demasiado alta.

―¿Y cuál es el plan? ―preguntó Carlos, tartamudeando por el frío.

―No hay ningún plan, sólo explorar.

Carlos dio un coscorrón a Laika en la cabeza para indicarle que se pusiese a olisquear, que nos llevase por buen camino. Ésta obedeció, fiel servidora.

Mientras caminábamos yo iba analizando todo lo que veía. No parecía haber ninguna salida, ninguna simple cueva o algo parecido. ¿De verdad estaba intentando escapar del infierno a pie? Pensando en frío, nunca mejor dicho, era un plan descabellado.
Las montañas se erigían hasta el cielo, sin equipo de escalada sería una misión avocada al fracaso.

Pero entonces vi algo inusual en el lugar. Las rocas tenían flechas talladas en ellas, parecían indicar un camino.

―¿Esto qué es? ―pregunté.

―Los desgraciados han ido tallando las rocas para indicar las guaridas de los guardianes. Hay varias, mira eso de ahí. ―Acerqué la vista―. Cuantas más puntas tiene una flecha, significa que más cerca estás de una guarida y que más lejos deberías estar tú.
―¿Has ido alguna vez a alguna guarida?

―Laika me llevaba a ellas cuando la rescaté, tuve que darle una paliza para que dejase de guiarme al mismo lugar. ―Sé que podía ser un poco pesado con el tema, pero aún no entendía cómo tenía tan doblegada a esa criatura―. No hay nada en esas guaridas y no tengo el tarro tan comido como para pretender vivir entre los guardianes. El resto no dudarían en comerme.

―Pues yo quiero ir a investigar. ―Carlos asintió a regañadientes.

Era el mejor lugar para buscar una posible salida. Además, Carlos había dicho que Laika le conducía allí cuando fue salvada. Quizás era porque allí había una salida y no porque ese era su hogar. Ahí debía haber algo importante. O al menos eso era lo que yo deseaba.
La estepa creaba una circunferencia de montañas enorme a su alrededor, dar una vuelta completa llevaría decenas de horas. Por suerte, el lugar en el que estábamos estaba muy cerca de una de las guaridas. La vigilancia y el frío aumentaban según nos íbamos acercando. Lo primero confirmaba que ese lugar debía ser importante.

Nos escondimos de nuevo entre otros matorrales, habíamos llegado a la última señal del camino, el siguiente paso era cruzar a través de un hueco entre dos grandes rocas. Sería complicado entrar, pues justo en medio vigilaba un guardián que, por desgracia, no se encontraba descansando. Este parecía mucho más fiero que Laika debido a su pelaje oscuro. La mirada asesina de estos guardianes me intimidaba y, con la reducida movilidad de la que disponía debido al frío, me parecía imposible poder pasar por allí.
―¿Cómo pasamos al otro lado? ―pregunté.

―Eso es muy fácil, sólo hay que esperar a que un pobre desgraciado aparezca, no tardarán mucho en ir a devorarle. ¿No hay voluntarios? ―Vaciló―. ¡Ja, ja, ja! No te ralles, a pesar de las señales no paran de venir desgraciados.

―Deja de llamarles desgraciados, ¿acaso tú no lo eres? ―pregunté.

―¿Tengo que recordarte quién me protege?

―Tienes razón. Pues esperemos a que aparezca pronto uno de estos desgraciados.

No hizo falta esperar por mucho tiempo. Al cabo de unos minutos apareció alguien, una mujer muy bella y desnuda de pies a cabeza. Aunque no creía que fuese el momento de contemplar con ojos lascivos el cuerpo de nuestro cebo. Sin embargo, Carlos no opinaba lo mismo y no dudó en darme un golpecito con el codo para indicarme que no perdiese detalle de tan bella mujer. Me daba por pensar que tanto tiempo aquí te podría hacer mirar para otro lado, olvidar el lado oscuro de las cosas y aprovechar lo poco bueno que pudieses sacar.

La chica corría como si no hubiese mañana, como si no sintiese el frío. Fue de lleno contra el guardián y éste, obviamente, se dispuso a atacar. Para mi sorpresa, la chica no era tan frágil como parecía, pues cuando el guardián saltó, ésta hizo resbalar su propio cuerpo sobre la nieve y se deslizó por debajo de la criatura. Además iba preparada, pues rasgó el abdomen del guardián con un objeto punzante. Parecía que tenía la coreografía muy bien preparada. Como si ya lo hubiese practicado en otras ocasiones. Carlos y yo aprovechamos la oportunidad y corrimos detrás de ella. Era sorprendente que aquella chica tuviese tanta movilidad; yo, aún con Laika al lado, ya me costaba si quiera mover las piernas.

Al cruzar por el camino entre las rocas que marcaban la última flecha llegamos a un abierto más o menos amplio, de varios metros de largo y de ancho. La chica se percató de nuestra presencia y al ver a Laika se abalanzó con su puñal sobre ella. Pude verlo de cerca, al parecer el puñal estaba hecho de hueso, probablemente hecho con las entrañas de algún condenado.

Laika y la joven mantenían una disputa, por su parte, Carlos no hacía sino reír. Para desgracia de la joven, Laika supo defenderse mejor que el guardián al que rebanó las tripas.

Al ver que el combate podía ser mortal para ambas, decidí intervenir.

―¡Parad de una vez! ―Seguían pelando―. Laika no es un guardián. Bueno, sí lo es, pero está con nosotros, no te atacará si tú no la atacas. ―No me atrevía a meterme en medio de la pelea pues podría resultar herido, así que le pedí a Carlos que hiciese apartar a su mascota.

―La verdad es que es un desperdicio comerse a una mujer tan bella ―comentó Carlos mientras apartaba a Laika―. ¿Prefieres desfogarte con ella?

―Claro que no. ―Además de caníbal, violador. Con esa combinación me extrañaba que estuviese en el infierno.

―Tú y yo no estamos en la misma onda, Noah.

―Debí haberme abalanzado sobre ti, pervertido ―comentó la chica señalando a Carlos. La pobre estaba llena de heridas sangrantes.
Yacía en el suelo tras la pelea, le ayudé a incorporarse. Al tocarla intentó apartarse, pero con una mirada llena de confianza, se dejó ayudar.

―¿Qué quieres? ―preguntó con antipatía.

―¿Por qué vienes aquí?

Tras preguntar eso, la chica se acercó a una roca a unos metros de nosotros, parecía bloquear el paso a una cueva en la montaña. Tonto de mí que con tanta acción no me había dado cuenta. La roca tenía grabada el mismo símbolo que tenía yo en el cuello. Un tatuaje que, por cierto, no compartía con ninguno de los demás presentes. Esto debía ser una señal, ya estaba probado, este sitio era especial. ¿Una posible salida? Ojalá. La chica tocó la roca y la acarició con su mano.

―Esta es la salida, pero aún no sé cómo abrirla ―aclaró la joven, que se tambaleaba debido a la pérdida de sangre―. Ellos custodian este lugar... Y los otros. Todas las guaridas tienen una puerta como esta. Hay que actuar antes de que el resto vuelva de caza, pero no logro encontrar la forma de cruzar. Si mueres en las lindes de la montaña vuelves a renacer en el centro, cuesta mucho llegar hasta aquí. Hay que aprovechar cada oportunidad.

―¡Colega! Esta roca y tú compartís marca ―dilucidó Carlos. Como si yo no me hubiese dado cuenta ya.

―Claro, detective. Creía que ya habías estado aquí, podrías haber dicho algo ―le repliqué.

―Hace como una década que no vengo, ni me acordaba. No tengo el tarro para pensar en eso.

Era lo que estaba esperando, algo diferente a lo demás, algo que destacase. Esta roca probablemente tapaba una posible salida. Con lentitud y como esperando un milagro, acerqué mi mano para tocarla. La chica, con cara de asombro, se apartó. Esperaba un milagro, como yo.

Entonces ocurrió, la primera buena sensación. La primera buena noticia en aquel lugar. Mi cuello comenzó a arder y el tatuaje irradió una luz tan fuerte que pude verla a pesar de estar en mi nuca, con ello también se iluminó el símbolo de la roca. Caí al suelo de rodillas. Apreté el tatuaje con mis manos intentando silenciar el dolor. Era insoportable, pero pasó a un segundo plano al ver que la roca se apartaba, siendo tragada por el techo de la cueva, abriéndonos un camino ante nuestros pies.

―¿Qué coño? ―preguntó Carlos con acierto.

El sonido de un terrorífico cuerno de guerra se escapó de la cueva, resonando por toda la estepa. Aquello parecía haber hecho sonar todas las alarmas, por lo que antes de entrar, nos tuvimos que apartar. Quizás fue una decisión equivocada, debimos entrar sin dudar, pero la incertidumbre de si íbamos a un sitio mejor, o peor, nos impidió dar un paso más allá.

Los rugidos de los guardianes se oían llegar. Nos apartamos a un lado y nos escondimos donde pudimos. La chica se arrastraba por el suelo, le costaba caminar y las heridas le habían sentado muy mal. La ayudé a escabullirse conmigo.

Al escondernos tras de una gran roca cercana pude ver a mi alrededor una docena de cadáveres putrefactos de ella misma. Devorados, desangrados, congelados... La chica ya había intentado salir por aquí montones de veces. Pero sin poseer la llave para abrir la salida, no me extrañaba que no lo hubiese conseguido.

La puerta ya estaba abierta por completo y el lugar infestado de guardianes. Era cuestión de segundos que nos encontrasen, había que actuar. Al verme rodeado por tanta bestia, me decidí a cruzar, pues no podría ser mucho peor al otro lado.

Con Carlos y Laika a la derecha y conmigo escondido en frente, ¿cómo actuar? Carlos no lo dudó un minuto, mandó a Laika de señuelo para así él poder cruzar. Pero los guardianes tampoco parecían involucrarse mucho con ella, al fin y al cabo era una de los suyos. Rugían desafiantes, pero no daban la cara a combatir con ella. Mi sorpresa vino después, cuando descubrí que Laika había sido enviada, no para combatir, sino para atraer toda la atención sobre mí, pues su cometido fue descubrir mi posición. En verdad no me sorprendía un acto así en Carlos. De lo poco que conocía de él, todo era malo.

Tenía que actuar rápido, aunque me fuera difícil por el entumecimiento. Había una buena pila de cadáveres desnudos a mí alrededor, así que me quité mis ropajes y me oculté entre ellos. Para la chica fue más sencillo camuflarse entre una decena de cuerpos de sí misma.

Carlos, al otro lado, parecía tener un segundo plan, hizo un gesto a Laika y ésta comenzó a atacar a su propio clan. Se originó una batalla literalmente bestial, captando la atención de todos los guardianes. Laika estaba dispuesta a dar su vida por Carlos.

Mientras peleaban, vi como Carlos se levantaba, dispuesto a correr hacia lo que creía era su salvación. La joven, cubierta por la nieve que había arrastrado por esconderse entre los cadáveres congelados, fue tras él y no dudó en clavarle el puñal de hueso en el corazón, imposibilitándole la huida. Le apuñaló varias veces más, cada puñalada más lenta que la anterior y sin apartar una mirada asesina de su rostro. Con mucho miedo y frío en el cuerpo fui acercándome lo más rápido que pude hacia la salida, sin quitar la vista de nada ni de nadie. Gracias a la confusión no fue difícil llegar.

Cabe destacar que nunca antes había tragado tanta saliva.

Todo esto me dejó algo claro, estaba en el infierno con lo que ello conllevaba. ¿Y si la chica decidía matarme a mí también? No podía fiarme de nadie en este lugar.

Entré en la cueva y la joven posó su mirada en mí, una mirada cubierta por la sangre de Carlos. Con rapidez volví a tocar la roca, la cual comenzó a sellarse de nuevo.

Mientras la salida volvía a cerrarse pude contemplar con miedo cómo la joven corría hacia mí, con el odio representando su rostro. La puerta se cerraba de forma pausada pero, por suerte para mí, la joven estaba herida y además comenzaba a congelarse, por lo que fue incapaz de llegar a tiempo. Respiré aliviado, pero los gritos suplicando que abriese de nuevo el portal me hicieron sentir bastante miserable, aunque ya no iba a mover un dedo por ayudarla. No podía confiar en ellos y estaban en este lugar por algún motivo, eran malas personas. Sin embargo, no podía evitar sentir que este acto me había condenado por aún más tiempo al infierno. Cada vez que hacía algo cuestionable el remordimiento me concomía la cabeza. Pero ya estaba hecho, no había vuelta atrás.

Yo no iba a ser tan fiel como esa perra, pues a la vez que la joven se acercaba hacia mi posición también pude ver cómo los guardianes devoraban sin compasión el cuerpo de Carlos, y aunque Laika ya no podía hacer nada, esta permaneció a su lado, siempre fiel servidora. Pero yo no era un perro y no tenía que guardar fidelidad a nadie.

Una vez ya dentro de la cueva, aun tiritando, me di la vuelta y observé que al fondo se veía algo de luz, por lo que comencé a caminar, ignorando los gritos de auxilio. El camino era cuesta arriba y bastante largo, por lo que me dejó mucho tiempo para pensar. Me preguntaba por qué tendría este tatuaje, esta llave que me había permitido abrir una puerta en el infierno. Dentro de lo malo, podía considerarme privilegiado. Probablemente era la persona menos desgraciada del infierno. ¿Qué me hacía especial? ¿Quizás el juez se dio cuenta del error y me entregó la llave para poder volver hasta él?

Solo quedaba caminar y ver qué me deparaba el destino, pues aun habiendo abierto esta puerta, en verdad no sabía si con ello realmente habría conseguido algo.

«No me creo que haya sido tan fácil».
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Extrem05
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Re: Augurio de una condena (Novela)

Mensaje por Extrem05 »

8 de Agosto de 2013, Lena Ruz.

Necesitaba sentirme atractiva, aunque a la mayoría de habitantes de este pútrido planeta les pudiera parecer imposible, así que me pinté los labios de color rojo, de un rojo intenso que los resaltase. Me coloqué en el hueco del ojo un parche del mismo tono de rojo, de todos los que tenía era el que mejor conjuntaba, al fin y al cabo me gustaba ir monocromática. Aunque dudaba en sí debería llevar uno de un color más apagado, estaría bien que por una vez no me mirasen como si fuera un espectáculo de circo. Probé el turquesa y el malva: Nada, el rojo quedaba mejor. Para evitar la atención en mi rostro sin necesidad de cambiar de parche, lo mejor era llevar un buen escote, los hombres suelen fijarse más en los pechos que en la mirada.

Estaba decidido, me pondría el vestido rojo carmín con escote en uve hasta la cintura que llevé a la boda de mi hermana, me quería sentir guapa, atractiva y deseable. Toda de rojo, parecía la menstruación, me dio la risa solo de verme en el espejo y pensar en ello.

Salí de mi casa, ya iba diez minutos tarde y aún tardé un rato más en llegar al restaurante, sumando así otros tantos minutos más a mi tardanza, y gracias a que el sitio estaba cerca de mi casa.

Al entrar, me quedé embobada con la decoración. El restaurante era muy fino, una primera cita de categoría que muchas envidiarían.
―¡Hola! ¡Aquí! ―exclamó alguien al fondo.

Era mi cita: Un asco. Era un gordo con más pelo que un oso, aunque al menos vestía de forma elegante, llevaba un traje oscuro que no le sentaba del todo bien pero que denotaba que por su bolsillo se movía bastante dinero. Eso era cuanto más deseaba, si no, vaya pérdida de tiempo. Yo no es que fuese muy exigente con los hombres, pero en la foto del perfil no se podía apreciar tal pelambrera.
El restaurante parecía ser caro, pero estos babosos eran capaces de gastarse el sueldo de un mes con tal de intentar dar una buena impresión. Una vez te cazaban ya se mostraban tal y como eran de verdad. Igual que mi ex.

Hice el amago de darme la vuelta y volver a mi casa, pero ya que me había vestido tenía que aprovecharlo, por lo que me dirigí a la mesa en la que estaba él sentado. Al fin y al cabo era una cena gratis en un restaurante de ensueño. Debía aprovechar, rara vez tenía la oportunidad de cenar en un restaurante así.

Me senté en la silla de en frente.

―¿Cómo te llamabas? Qué memoria la mía. ―Alcé la mano para pedir―. ¡Camarero! Tráigame el mejor vino que tenga ―dije titubeante―. Espera, mejor el más cargado.

―Federico, me llamo Federico ―contestó.

Como era de esperar, no apartaba la vista de mis pechos. No era más que otro sucio pervertido y depravado.

―Pues cuéntame, ¿qué buscas en mí? ―pregunté.

―Directa, me gusta. ―Sonrió―. De momento me conformo con conocernos mejor.

Se me escapó una pequeña carcajada, era difícil creerse eso si lo decía mirándome a los pechos. Conocernos en la intimidad querría decir, si lo sabría yo.

Gracias al cielo que el camarero no tardó en traer la botella de vino. Un buen tinto, eso era lo que buscaba en una cita. No pensaba poner un euro así que al menos esta atracción de circo que era yo comería gratis y se pondría hasta arriba de alcohol. Quizás no debiera beber, pues luego acababa haciendo cosas que no deseaba, pero con tal aspecto no creía que, ni aun estando borracha, fuera capaz de acceder a acostarme con él.

Mientras me servían el vino, el pelambras seguía mirándome los pechos con descaro. Era un puto cerdo.

―Veo que te gustan mis amigas.

―¡No! No... Lo siento. No quería ser grosero. ―dijo mirándome fijamente al ojo. Me sentía muy incómoda, no me gustaba nada que me mirasen de una forma tan obscena. Seguro que estaba pensando que era un monstruo.

―Sabes, prefiero que me mires a los pechos. Sí, me falta un ojo. ―Me bebí de un trago la copa de vino y la volví a llenar―. Dejé una foto en la agencia de contactos.

―Pues debía ser una foto antigua porque no vi nada de ―le interrumpí antes de que pudiera continuar.

―La foto es de hace más de un año, antes de perder el ojo. Pero es que, como comprenderás, no tengo ganas de hacerme fotos nuevas. ―Volví a beberme otra copa de vino de un tirón. Cómo entraba―. ¿Qué pasa? ¿Cómo me falta un ojo ya no merezco la pena?
―No, si yo no digo nada...

―Tampoco creo que tú puedas elegir, en serio. Tú el champú anticaspa te lo aplicas por todo el cuerpo, ¿verdad? ―pregunté sin intención de obtener respuesta.

El pelambras puso una cara de molestia e incomodidad y llamó al camarero para pedir la cena. Se hacía el ofendido.
Tras esta muestra de sinceridad y tras hacerle ver la realidad, estuvimos un buen rato sin hablar, él se mostraba muy cortado. A mí me daba igual pues me lo estaba pasando de miedo con el vino, tampoco me podía quejar de la comida. Así que, en cómputo, esta era la mejor cita que había tenido en mucho tiempo. Llevaba en la agencia tres meses, lo que venían siendo unas cinco citas. Dos de ellas ni aparecieron, seguramente vieron el cíclope que entraba por la puerta y decidieron huir. Aunque hubo uno al que le entusiasmó que tuviese orificios de más.

Debería dejar la agencia.

―¿Y a qué te dedicas? ―preguntó en un intento de romper el silencio.

―Soy periodista, ¿acaso no me reconoces? Presenté el noticiario de Forlón durante años.

―No suelo poner el canal de la ciudad. ¿Aún sales por la televisión? ―preguntó. Cómo iba a conocerme, seguro que se tiraba el día viendo porno en lugar de informarse de lo que pasaba en su ciudad.

Qué asco de tío.

―Hace tiempo que no. Ahora mismo me dedico a sacarle a mi ex marido todo lo que puedo.

―Ya veo, será por eso que no te he reconocido. Yo estoy en un banco, trabajo de... ―le interrumpí de nuevo pues traían la comida y me interesaba bien poco.

Todo olía espléndido.

―Tú no te cortes, pregúntame todo lo que quieras sobre mi ojo y ya está. Es lo que todos desean saber.

―No es lo que me interesa.

―Es simple, tuve la suerte de que un gilipollas me eligió como víctima, me disparó y perdí el ojo. Pero qué suerte la mía que solo perdí un ojo, o eso es lo que dice mi ex marido. ¡Qué más da, si solo perdí un puto ojo!

―No parece que tengáis muy buena relación.

―Me casé con un memo. Va por ahí intentando dar pena por la muerte de nuestro hijo, pero aún no le he visto soltar ni una lágrima. Mi hijo también murió, por cierto. Él no sobrevivió. Debo de ser la mujer más afortunada de la tierra.

―Siento mucho por lo que has pasado.

―¿Sabes qué es lo mejor? Que curiosamente todo esto ocurrió justo después de que le pidiera a mi ex un distanciamiento para meditar sobre nuestra relación. Y qué casualidad también que él no estaba cuando entraron en nuestra casa.

―¿Acaso crees que él mató a vuestro hijo? ―Me miró sorprendido―. Es decir, no puede haber gente tan mala. ―Me quedé callada, incómoda por sus palabras―. De verdad que siento lo de tu hijo. ―El tío no callaba.

―No me extraña que tengas que recurrir a una agencia matrimonial para conseguir pareja. Esa cara que tienes es como un cinturón de castidad.

―Creo que has bebido demasiado ―dijo.

―Me abro a ti, te cuento lo cabrón que ha sido mi ex y encima te pones de su lado. No he bebido demasiado, es que tú eres un imbécil.

―Estás siendo muy grosera conmigo, ¿qué esperabas?

―Qué poca empatía muestras hacia mí.

―No eres la única con una vida complicada. ―Se levantó de la mesa y se limpió sus asquerosos labios con la servilleta―. Si me disculpas, me voy a ir antes de que esto llegue a más, no quiero montar una escena.

―¿Qué no quieres montarme una escena? ¿Tú a mí? ―Yo también me levanté―. Me importan una mierda las escenas y tu mierda de vida complicada. Total, a quién le importan mis sentimientos, ¡si yo no soy más que la tuerta con el niño muerto! ¡Si rima y todo!
―Estuve cerca de tirarle a la cara el vino que quedaba en mi copa, siempre había querido hacer eso. Pero no lo hice, preferí bebérmelo.

Salí del restaurante antes que él pues de ninguna manera iba a pagar yo la cuenta. Y menos aún después de lo grosero que había sido conmigo. Menudo sujeto, no hacía más que mirarme el parche del ojo. Él y todos en ese restaurante miraban mi cara deformada, no debería salir nunca más de casa. Siempre era la misma puta historia. Me había puesto un escote con las tetas hasta el cuello y aun así se seguían fijando en mi ojo.

Cogí un taxi que pasaba por la puerta del restaurante. Este llegó a mi dirección al cabo de unos minutos y me bajé como pude del vehículo. Estaba muy borracha. El pelambras tenía razón en algo, había bebido demasiado.

―¡Eh! Son cinco euros ―exclamó el taxista a través de la ventanilla.

Le saqué el dedo mientras me alejaba, no tenía intención de gastarme un puto euro. Era lo de siempre: Tras varias amenazas sobre llamar a la policía, al final desistió y se fue.

Llegué al portal, pero no entré en casa, me senté en la puerta y metí la cabeza entre mis piernas. Estaba mareada, las últimas semanas me las pasé bebiendo, día y noche. Ya iba a ser la víspera del asesinato de Alex y beber era lo único que me ayudaba a soportarlo. Aunque al final beber tanto lo único que hacía era una darme una verborrea cuyo tema central era la muerte de mi hijo. ¿Dónde estás Alex?

Iba a levantarme, pero alguien apareció de entre la oscuridad y captó mi atención. Veía cuádruple pero pude alcanzar a reconocer que quien se acercaba era el hermano del memo de mi ex marido. Ni recordaba su nombre, solo que era un parguela de categoría.

―¿Qué haces tú aquí? ―pregunté.

―Toma tus pastillas. ―Me entregó un bote de pastillas. Propatet, eran las que le había dado al memo hacía unas semanas―. Y no vuelvas a acercarte a Noah.

Tras un par de intentos, conseguí ponerme en pie con la intención de encarar a este energúmeno. De ninguna manera iba a tolerar que alguien de esa condenada familia me faltase al respeto.

―No quiero estas putas pastillas. ―Con fuerza, le arrojé las pastillas al pecho, estas cayeron al suelo―. Dime, ¿estás aquí porque han hecho efecto? ―La cara que puso no dejó duda― ¿Es eso, no es cierto? No fue fácil conseguirlas, las retiraron del mercado hace mucho tiempo. ―Él me miraba con cara de odio―. En la web decían que esos antidepresivos causaban el efecto contrario al que deseaban.

Tras mis palabras, no pude evitar soltar una pequeña risotada llena de júbilo, devolvérsela a mi ex poco a poco era muy placentero. Él sabía que tenía la culpa de todo, gracias a eso y a la falsa amabilidad que yo le mostraba en ocasiones, el memo hacía y decía que sí a todo lo que le pedía o sugería. Incluido el tomarse unas pastillas de las que no sabía nada.

―Si te digo la verdad, no pensé que funcionasen ―continué.

Entonces el parguela me agarró del brazo con brusquedad y me mantuvo la mirada, intenté pegarle un tortazo en la cara pero me paró con la otra mano.

―No me creas tan tonto como mi hermano. No lo repetiré otra vez, aléjate de Noah. Desaparece de su vida.

―¡Suéltame! ―Le aparté de un empujón―. Me importa una mierda lo que le pase al memo de tu hermano. Quién tiene que desaparecer de la vida es él.

―No puedo creer que todavía le sigas culpando, pero te he traído algo. ―Me entregó una página de un periódico―. A ver si con esto dejas de culpar a Noah.

―¿Qué mierda me traes? Ahora no estoy para leer basura.

―Ya que eres periodista podrías estar más atenta de lo que pasa en tu propia ciudad. Te lo resumiré: Ha desaparecido otro niño, de la edad de Álex, en circunstancias similares y justo un año después. ―Me señaló la fecha en la que el niño desapareció―. Y Noah no ha sido porque ha estado en el hospital todo este tiempo.

―¿Qué? ―Leí un poco por encima pero apenas podía distinguir las letras, todo estaba muy oscuro o yo estaba muy borracha―. ¿Cuánta gente vive en esta ciudad? ¿De verdad crees que a este niño le ha pasado lo mismo que a mi hijo? Al final resulta que sí que eres tan tonto como tú hermano. Nunca he sugerido que ese memo fuera una especie de asesino en serie, con joder a su familia tuvo más que suficiente.

―Mira… ―Se llevó la mano derecha a la frente y suspiró―. Creo que no te haces a la idea de lo mal que lo está pasando.

―Pobrecito mío ―ironicé.

―Deberías beber menos, quizás puedas empezar a pensar por ti misma si dejas el alcohol de una vez. Si mañana consigues despertar, te recomiendo que leas la noticia entera ―concluyó antes de volver a desaparecer en la noche.

No podía creerme que el parguela del hermano viniese a amenazarme. Parecía ser cosa de familia. Ambos vivían felices y contentos mientras yo pasaba mis días intentando apagar mis penas con alcohol y citas esporádicas con pajilleros que no encontraban pareja ni pagando.

Me quedé sentada en el portal, la cabeza me daba vueltas. Los recuerdos volvían a mí mientras apretaba con todas mis fuerzas aquella página del periódico.
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Extrem05
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Re: Augurio de una condena (Novela)

Mensaje por Extrem05 »

26 de Marzo de 1485, Ulises Soto.

Hace un par de lunas, un bebé de pocos meses fue despojado del calor de su hogar. Los llantos de su afligida madre inundaban el corazón y en particular los oídos de todos en Baleira, eran tan estruendosos que nadie podía ignorarlos aunque quisiera. Con el bebé en paradero desconocido, muchos sospechaban en sus adentros de esta caravana de nómadas que estaba de paso por la aldea, pero eran ellos quienes más estaban ayudando a la madre a cargar con el dolor, por lo que muchos otros también les veían como personas bondadosas que jamás harían daño a nadie. Había cierta disparidad de opiniones.

Como cada tarde desde que llegaron, Lorente se dispuso a armar ruido en el mercado de Baleira. El pueblo entero se aglomeraba a su alrededor, dispuestos a observar tal espectáculo.

―No lloréis, joven moza. Dondequiera que esté vuestro hijo, este ahora mismo está implorando que su madre recupere la sonrisa.

―¿Cómo podría hacer tal cosa, sin mi hijo entre mis brazos? ―preguntaba la madre sin parar de llorar.

―Puedo enseñaros el modo, a vos y a todos aquí en Baleira. Solo tenéis que dejaros llevar por nosotros. Seguid nuestra senda y borraréis de vuestro vocabulario la palabra sufrimiento ―dijo Lorente con efusividad y convicción.

Lorente era el orador de la caravana de nómadas. Todos los días desde que llegó venía al rastro y se dejaba la voz para que el pueblo le escuchara. Incitaba a la herejía a los aldeanos, a unirse a él y a los suyos para encontrar la felicidad. Al principio nadie le tomaba en cuenta, pero últimamente estaba captando la atención de todos gracias a la desafortunada desaparición del bebé. Eso me hacía pensar, aún más, que ellos eran los responsables.

Padre iba a volver en tan solo un día y a padre esto no iba a gustarle nada. Estaba deseando que llegara para que impartiese orden en este pueblo, aunque por otro lado su llegada significaba que no podría volver a salir para ver a Lucrecia.

―Aquí tenéis lo que me pedisteis, mi señor ―dijo Enol, quien apareció tras de mí.

―¿Acaso habéis ido vos mismo a cosechar la comida? ―pregunté con sarcasmo.

Le había mandado a por comida a las cocinas de la fortaleza y la espera se me hizo eterna a pesar del espectáculo que estaban ofreciendo delante de mis ojos. Este era el último día en que podría ir a visitar a Lucrecia antes de que padre volviera, por lo que quería aprovecharlo. Tenía la esperanza de que aceptara venir conmigo, no sería difícil encomendarla un puesto en las cocinas.

―Volved a la fortaleza y esperadme allí ―ordené.

―¿No queréis que os acompañe? ―preguntó.

―¿Para qué iba a quereros a mi lado? Lucrecia os teme y no es para menos, más vuestra falta de modales nos hace parecer sucios campesinos. Es una dama muy especial, fuera de vuestro alcance. A vos más os valdría echar un ojo en el lupanar, es posible que os hagan un precio especial, y cuando digo especial no me refiero a un descuento.

―Quizás vaya luego, mi señor ―respondió, ignorando mis ofensas―. Pero vuestro padre me ordenó que os custodiara, ya os abandoné una vez, no ocurrirá de nuevo.

―Mi padre os encomendó a mí, ergo es de mí de quién debéis acatar las órdenes. Obedecerme a mí u obedecer a mi padre, tenéis un dilema, aunque no creo que me haga falta recordaros quien asesta los peores castigos.

Enol asintió.

―Tened cuidado, mi señor ―dijo con voz titubeante.

No era muy difícil engañar a este pobre zoquete.

Me torné, dándole la espalda al grandullón de Enol y al panorama de la plaza. No es que me interesase en demasía el paradero del hijo de una ramera. Probablemente a casi nadie en Baleira le interesaba, aunque era difícil hacer la vista gorda con tal alboroto.

Anduve entre la espesura por un largo rato, ya me sabía el camino y no vacilaba en mis pasos, por lo que cada vez me llevaba menos tiempo. Ya me había hecho al camino y a eso había que añadirle que los temporales habían cesado, por lo que pronto llegué a donde estaba Lucrecia. Se encontraba en el mismo sitio de siempre, en la misma postura de siempre y portaba la misma belleza hechizante de siempre, aunque incluso más realzada gracias al vestido que la regalé. Aunque comenzaba a estropearse y a estar un tanto sucio tras llevarlo varios días durante su estancia en el bosque.

―¡Hola! ―saludé con efusividad y una gran sonrisa.

Lucrecia se tornó y me miró a los ojos, aunque esta vez ella no me devolvió su sonrisa. Esa embelesadora sonrisa a la que me había tenido acostumbrado desde que la conocí hacía unas noches.

Caminé un par de pasos hacia ella, pero un adulto se mostró a mi derecha y me hizo retroceder a mi posición original. Tras apartarme con cautela observé con atención la figura de esta persona: Delante de mí se mantenía en pie un señor tan delgado como elegante, parecía pertenecer a la nobleza. Tenía un peinado y un bigote muy sofisticados y sus ropajes eran incluso más caros que los de padre. El color de sus vestiduras era tan negro como la noche, haciendo contraste con su rostro pálido.

―¿Sois Ulises? ―preguntó con modales exquisitos.

Me limité a asentir.

―Permitidme que me presente, soy el archiduque de Piatra. Mi hija me ha contado lo que habéis hecho por ella, incluyendo todas vuestras hazañas. Incluso le regalasteis ese precioso vestido que lleva puesto, siento que se haya estropeado. ―Hizo una reverencia―. Debéis de saber que está viva gracias a vos, necesitaría varias vidas para agradecéroslo ―dijo con rostro inamovible.

―¿Qué hacía sola en el bosque? ―pregunté―. ¿Por qué la abandonasteis aquí?

―No estaba abandonada, si no extraviada. Es una historia muy triste, muy, muy triste. Pero ahora ya está a salvo y volverá a casa con su familia.

―¿De dónde sois? Conozco a todos los señores de la zona, pero nunca os había visto. ―Me llevé la mano a la barbilla y miré hacia el cielo en un acto reflejo para hacer memoria―. Tampoco había escuchado hablar de Piatra. ¿Es el nombre algún poblado cercano?

―Acabamos de mudarnos, mi villa está bajando la colina, bajando mucho la colina ―dijo señalando la dirección con el dedo índice―. Sabiendo lo que habéis hecho por mi hija, es mi obligación y mi deber ofreceros mi hospitalidad y una gran recompensa. ¿Queréis venir con nosotros? ―preguntó.

El archiduque no me transmitía seguridad, hablaba con cierta desgana y su aspecto me infundía temor. Me sentía incómodo y en un grave peligro.

―No creo que pueda ―contesté.

―¿Por qué no? No tardaréis mucho, no tardaréis nada. Estaréis en casa antes de que nadie os eche en falta.

Miré hacia Baleira, ya de por sí llegaría en la noche si partía ahora. Pero si encima me alejaba más, llegaría al amanecer. Debía buscar una excusa para dar media vuelta lo antes posible.

―Señor, no puedo. Mi padre me espera en casa y me castigará si no vuelvo pronto ―dije.

―No seáis falaz joven. Mi hija me ha comentado que vuestro padre no está en casa. Está muy feo mentir, ¿no os lo ha enseñado vuestro padre? Quizás es que pasa demasiado tiempo fuera de casa como para enseñaros modales. Decidme, ¿qué es lo que teméis?

―No, no es nada. No tengo miedo ―intenté decir con convicción.

―¿Cuál es el problema entonces? Es mi obligación devolveros el favor que le habéis hecho a mi familia, venid conmigo, por favor ―insistía.

―Lo siento, no puedo. He de volver a Baleira.

Di media vuelta y comencé a caminar hacia la aldea. Me sentía asustado, una sensación extraña recorría mi cuerpo, nunca me había sentido tan vulnerable. Mi corazón se aceleró, me sentía en peligro. Incluso echaba de menos a Enol, había sido un error dejarlo en la fortaleza.

Mis pasos eran seguidos por los del archiduque, quién, a cada segundo, estaba más próximo a mí; hasta que estuvo tan cerca que me agarró del brazo. Entonces hice fuerza y me solté, cayendo con ello al suelo.

―Ulises, ¿ya no somos amigos? ―preguntó Lucrecia mientras me ayudaba a incorporarme―. Venid conmigo, por favor ―dijo con su voz hechizante.

―Esto… Yo… ―titubeé―. Está bien, iré con vos. ―Miré hacia Baleira una última vez―. Pero no puedo quedarme mucho tiempo.
Sentía que mi boca y mi cuerpo hacían lo contrario a lo que mis pensamientos deseaban, más también sentía que no podía separarme de Lucrecia. Había algo atrayente en ella, casi sobrenatural.

―Lucrecia, ¿viene alguien más? ―preguntó el archiduque.

Lucrecia negó con timidez y se cruzó de brazos. A su padre esto no pareció gustarle nada pues esbozó un gesto de decepción.

―Dijiste que eran dos, pero no pasa nada ―dijo el archiduque dirigiendo su mirada a mí y esbozando una enorme sonrisa―. Ahora crees que quieres irte, pero cuando nos conozcas bien el sentimiento que experimentarás será el contrario. ―Me cogió de la mano como si aún tuviera ocho años―. Lo pasaremos tan bien que no querrás irte nunca, nunca y jamás ―comentó mientras caminábamos en dirección a su villa y con ello alejándonos de mi hogar.
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lucia
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Re: Augurio de una condena (Novela)

Mensaje por lucia »

Si no recuerdo mal, la anterior versión era mucho mas parca que esta y no subiste tanto como ahora. El único problema que le encuentro es que esta última parte de Baleira ha reaparecido cuando ya me había olvidado de que habías incluido esta trama antes.
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Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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Extrem05
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Re: Augurio de una condena (Novela)

Mensaje por Extrem05 »

Gracias por leer, Lucía. Efectivamente todo ha cambiado, algunos capítulos más y otros menos, pero ha pasado bastante tiempo desde que publiqué la otra versión. La otra vez publiqué 5 o 6 capítulos, ahora van a ir bastantes más. De hecho, ahora mismo subiré otra tanda.

Sobre lo del pequeño Ulises, su trama es muy corta y tengo que espaciarla para que coincida con la resolución de una parte de la historia, así que no queda más remedio que intentar recordar lo que ocurrió.

Un saludo !!
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Extrem05
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Re: Augurio de una condena (Novela)

Mensaje por Extrem05 »

8 de Agosto de 2013, Noah Loran.

Una sensación de culpabilidad me incordiaba desde que desperté. Sostenía sobre mis hombros un cargo de conciencia enorme y eso me estaba crispando. Mi cabeza no paraba de darle vueltas a lo que había pasado durante la noche, si bien tanto la chica como Carlos me demostraron no importarles en absoluto mi paradero, no dejaba de darle vueltas a que ellos iban a continuar durante una eternidad allí. Aunque, pensándolo mejor, tampoco es que yo hubiese conseguido nada. Aún no sabía qué habría al otro lado de la cueva, pues desperté en mi cama al poco tiempo de cruzar. No supe con certeza si morí allí dentro, simplemente me desperté, por lo que no pude comprobar a dónde me llevaba aquella luz tenue que se percibía al fondo. Lo único que había conseguido con certeza era sentirme responsable por lo que había pasado, por haber dejado atrás a Carlos y a aquella chica a la cual ni tan siquiera pregunté su nombre. Intentaba decirme a mí mismo que eran malas personas, pero, al fin y al cabo, estaban en el infierno, desesperados por escapar.
Meditaba todo esto mientras pasaba la tarde en el cuarto de estar. Intentaba descansar acurrucado en el sillón con la esperanza de que pronto me entrase el sueño. Había hecho ejercicio durante toda la mañana para así estar cansado al caer la noche y que no me costase dormir.

Sin embargo, por más que quisiera saciar mi curiosidad y continuar mi camino, antes debía intentar encontrar algo de información en la red. Tenía el ordenador encendido y ya estaba preparado para buscar cualquier cosa sobre lo que me estaba ocurriendo. ¿Qué podría contarme internet? Abrí el buscador y tecleé la palabra «Infierno», no decía mucho que yo ya no supiese: Mucho dolor, sufrimiento y calor. Comprobé que cada creencia religiosa describía el infierno de manera diferente. Es decir, cada una tenía su propio infierno. Decidí dedicar un tiempo a leer cómo lo describía cada una de las grandes religiones que había en la actualidad. El infierno cristiano se describía como la ausencia de Dios, aunque para mí eso no contaba ya que yo nunca le había sentido. Sin duda la religión que más se adaptaba a lo que me estaba pasando era el budismo, pues cuando me condenaron me dijeron algo así como que debía equilibrar mi energía. Los budistas creen en el karma, las acciones buenas traen consecuencias buenas y las malas, pues todo lo contrario. También comprobé que el suicidio, junto con el parricidio, es uno de los pecados con mayor castigo. Vamos, que entré al infierno por la puerta grande.

En cualquier caso, yo no era budista. ¿Sería esta la religión verdadera?

«Quién sabe».

Quizás debiese seguir buscando y de paso averiguar algo sobre el tatuaje que tenía en la nuca. Pero usar el ordenador me estaba provocando dolor de cabeza, me infundía mucho rechazo el hecho de estar usándolo. Era curioso, pues cuando estaba deprimido me pasaba todo el día buscando cualquier tontería en internet con el fin de mantener mi mente ocupada; sin embargo, tras intentar quitarme la vida, me sentía incapaz de usarlo por más de veinte minutos.

«Me estoy volviendo loco».

Al cerrar la tapa del ordenador portátil, ésta descubrió la cabeza de Sam, quién estaba detrás, junto a la puerta. Me observaba con cara escéptica. Se había arreglado y parecía que iba a salir, algo extraño en él.

―¿Vas a algún lado? ―le pregunté.

―Eh… Noah. ¿Tienes encendido el brasero?

―Sí.

―¿En pleno verano? ―preguntó perplejo.

―Digo, no. Esto, bueno… He ido a enchufar el portátil y me he confundido de cable. Qué tontería, ¿no?

Aún tenía el frío calado en mis huesos, pero no quería contarle a Sam nada sobre lo que me estaba pasando, al menos aún no. Así que prefería que pensase que estaba aún más loco de lo que ya creía.

―Cada día eres más raro, creo que deberías volver al psicólogo para que te trate ese problema que tienes en la cabeza ―dijo con un tono de voz tan desagradable que me costaba discernir si hablaba en broma o no.

―Gracias por tu comprensión y por tu tacto al tratar conmigo. No sé qué haría sin ti, hermanito.

―Si lo digo por tu bien, pero como tú veas. ―Abrió la puerta de la entrada―. Voy a salir un momento, estaré de vuelta en media hora. ―Amarró su mirada en mí―. Puede que incluso menos, no hagas tonterías.

―Deberías confiar más en tu hermano.

Sam salió por la puerta a la vez que empezó a sonar el teléfono. El sonido que este emitió me hizo sobresaltar. Me levanté para responder pero al descolgar nadie dijo nada. Solo pude escuchar la respiración nerviosa de una persona, pero esta persona colgó sin mediar palabra. No le di la mayor importancia y decidí irme a dormir, probablemente se habrían equivocado.

Estaba cansado así que decidí no retomar la búsqueda, pues no me estaba llevando a ninguna parte. Guardé el ordenador en el cajón del armario, fui al cuarto de baño a cepillarme los dientes y me miré en el espejo. Respiré hondo durante unos segundos y me dirigí a mi habitación. No deseaba volver a entrar al infierno, pero necesitaba descansar, ya era tarde y estaba bastante cansado.

Era curioso el hecho de que, a pesar de no parar mentalmente ni un minuto, al volver de allí me sentía descansado.

Así que me acosté en mi cama, me eché unas tres mantas encima y me dispuse a conciliar el sueño. Tenía la mente tan ocupada que apenas estaba pensando en lo que de verdad me quitó el sueño durante ya un año.

•••

Tras innumerables vueltas de un lado para otro, de forma instantánea volví a experimentar los vértigos que me provocaba el cambio de localización típico de mis sueños. Abrí mis ojos y respiré aliviado al ver que, dentro de todo lo malo, al menos me encontraba en la cueva donde lo había dejado la noche anterior. Temía que al regresar volviese a estar en la meseta nevada y que todo hubiese sido en vano, pues recordaba que, aunque Carlos comentó que cuando uno muere en el infierno vuelve a aparecer justo donde murió, la chica sin nombre también mencionó que todos aquellos que morían en la periferia volvían a renacer en el centro. Por suerte, ya había salido por completo de aquella estepa gélida. No es que fuese un alivio completo el hecho de seguir en el infierno, pero al menos el frío que me atormentaba se iba quedando atrás. El hecho de haber podido abandonar ese lugar me daba esperanzas de poder dejar el infierno tarde o temprano.

«Espero que menos tarde y más temprano».

Me toqué el cuello, el corte había desaparecido así que intenté continuar olvidando todo lo que había ocurrido. Seguí caminando hacia una apertura al fondo que dejaba entrar la luz, pues parecía ser la única salida de la cueva. Fui con cuidado e intentando hacer el mínimo ruido posible. No solo para no llamar la atención de posibles presencias indeseadas, sino porque seguía desnudo y estaba muerto de vergüenza.

Cuando salí de la cueva vi que había cambiado de una tortura para entrar en otra: Me encontraba en otra caverna cupular como en la que me juzgaron, pero con dimensiones mucho mayores y con una iluminación algo apagada pero que descubría todo el lugar. Desde mi posición se podía observar un enorme castillo en el centro de un terreno que destacaba por ser muy rocoso. Una tierra fina y rojiza cubría la parte del suelo que no estaba ocupada por las piedras. Rodeando al castillo y a una distancia considerable se erigían varios campamentos y construcciones derruidas. El lugar se asimilaba a un asedio a la fortaleza.

Lo que más me sorprendió fue el castillo sentado en el centro. Era una fortaleza de arte gótica, majestuosa, una maravilla arquitectónica. Me hubiese gustado tener la cámara de fotos para inmortalizar tal belleza. Sin embargo, la belleza del castillo contrastaba con el ambiente lúgubre y espeluznante de los alrededores.

Todo este terreno no era más que el escenario de una guerra. Aquellos seres endemoniados que me rodearon en el juicio defendían el castillo mientras que varios desgraciados armados se disponían a asediarlo. Todos con armadura, aunque muy diferentes entre sí, parecían soldados de diferentes ejércitos, pese a que probablemente todos luchasen por el mismo fin.

Esto podría ser una buena señal, quizás dentro de ese castillo estaba la sala del juicio donde me condenaron. Al menos eso quería pensar. Quizás esta gente había logrado cruzar al igual que lo hice yo y estaban intentando conseguir una audiencia con el juez a base de catapulta.

Comencé a acercarme con cautela y me escabullí detrás de varias casetas. Había zonas alejadas de la fortaleza que parecían algo más tranquilas. No sabía muy bien qué hacer y me sentía un poco desorientado, así que se me ocurrió acercarme a una de esas zonas para pensar con tranquilidad en mi próximo movimiento.

«A todo esto, ¿dónde quedaron las semillas?».

Con las manos cubriendo mis vergüenzas, caminé de cuclillas y con sigilo por los diferentes recovecos del asentamiento hasta que encontré un barracón que estaba vacío, pero justo antes de entrar alguien se percató de mi presencia y me agarró del brazo con brusquedad.

―¿Quién sois? ¿Por qué no portáis armadura? ―preguntó ese alguien con educación, pero a la vez con muy mal genio.

Delante de mí se alzaba un hombre mayor, de más de cincuenta años. Con el pelo canoso y largo hasta los hombros y un cuerpo muy grande que cubría portando una armadura grisácea completa y un hacha que pesaría casi tanto como él.

No respondí debido a la impresión del momento, no me salieron las palabras, estaba muy asustado. Ante mi negativa a dar respuesta, el tipo tiró de mi brazo y me arrastró a otro lugar cerca de allí, a una plazuela donde había mucha más gente, la mayoría heridos.

―Vos no sois un Lochlannach. Sois un intruso, como aquel rufián melenudo que se infiltró hace tiempo ―dijo.

El grandullón no paraba de quejarse y de manifestar su enfado mientras tiraba de mí. Intenté quitármelo de encima en varias ocasiones, pero era mucho más fuerte que yo y me resultó imposible.

―Tanto tiempo esperando refuerzos y esto es lo máximo que obtenemos. Un rufián enseñando las posaderas. ¿Qué tenéis que decir? ―preguntó.

Continué sin decir palabra, no sabía qué respuesta darle, pues no entendía qué era este lugar ni por qué mostraba esa hostilidad hacia mí.

―Bien, si no vais a usar la lengua, supongo que no la necesitaréis ―sentenció.

«Menudo recibimiento».

Debía pensar algo rápido, pero volvía a estar tan perdido como al principio, ¿qué guerra era esta? Probablemente esto no sería más que otra forma de atormentar a los condenados: Una guerra sin fin. Sin embargo, esperaban refuerzos de algún tipo, lo cual me desconcertaba, pero me dio una idea que podría ayudarme.

―¡Traigo refuerzos! ―exclamé.

―¿Dónde están esos refuerzos? ―preguntó con esperanza en su rostro.

La treta surtió efecto, pues soltó mi brazo.

―Llegarán… Llegarán pronto. ―El grandullón expresó un rostro apático, no le debió agradar el hecho de esperar por más tiempo―. Es decir, en unas horas estarán aquí. Me han enviado de mensajero para, esto… Que os preparéis… Sí, que os preparéis para recibir su llegada ―aclaré mientras asentía con fuerza.

―¡Por los Dioses! ―exclamó sonriendo―. Mi nombre es Olaf, líder de los Lochlannach. ―Se acercó para darme un abrazo―. Disculpad a mis hombres, el ambiente se tensa cuando eres consciente de que en cualquier momento puede atravesarte una flecha. ―Sí, a tus hombres…―. ¡Roan! ―exclamó dirigiendo su mirada a un chico que contemplaba la escena―. Lleváoslo de aquí y confiadle una armadura. ―Tras la orden, me miró a la cara mientras tocaba mis hombros―. Duraréis poco tiempo sin ropa cubriendo vuestro cuerpo.
Me tapé la entrepierna con mis manos. La vergüenza volvió a apoderarse de mí, aunque a estas alturas ya casi me iba acostumbrando a practicar el nudismo.

Roan se acercó.

«Vaya nombre».

―Creo que valgo para algo más que para ayudar a vestirse a un recién llegado, pero estoy a sus órdenes ―dijo el chico.

Tras rechistar, Roan obedeció, no sin antes susurrar algo para sus adentros mientras esbozaba una siniestra sonrisa, y me indicó el camino a otro barracón cercano. Roan era un chico de mediana edad, poco más de treinta años, de complexión atlética, como todos en este lugar. Tenía el pelo castaño oscuro, con grandes y prominentes patillas que le llegaban hasta la barbilla y que casi se juntaban con un ancho bigote. Tenía un aspecto muy pintoresco.

Al llegar al nuevo barracón me puse una armadura, había muchas perfectamente organizadas en sus soportes.

―Sírvete ―dijo Roan.

Analicé todas las opciones y no llegué a una conclusión rápida de cuál podría ser la peor. Todas estaban algo oxidadas, por no decir bastante, pero era mejor que ir por ahí desnudo; así que me puse una que parecía hecha de cobre dado su tono rojizo que aparentaba ajustarse a mi talla. No tenía ningún espejo para mirarme, pero sentía que no me quedaba demasiado bien. Me apretaba por todas partes, pero las demás eran demasiado grandes para mí y prefería ir apretado a que me quedase suelta. Al girarme Roan me ofreció un casco, pero lo rechacé pues no quería ir más oprimido de lo que ya estaba, con taparme mis vergüenzas me bastaba.

«Además, necesito respirar».

Ya con una vestimenta cubriendo mi cuerpo, ahora lo que debía hacer era escabullirme y averiguar si dentro de ese castillo se encontraba el juzgado. En el caso de no ser así, simplemente debía encontrar otra puerta para continuar avanzando. Cabe recordar que el juez me condenó a lo más profundo del infierno, así que quizás tenía por delante un viaje muy largo. Un viaje que pretendía hacer solo, pues ya había aprendido la lección sobre eso gracias a Carlos y a esa chica. Por muy mal que me supiese, no podía confiar en nadie. Además, haciendo un buen uso de la razón, en el infierno no quedaba más remedio que ser mala persona. No me quedaba opción: Mentir o ser egoísta en un lugar así no creía que pudiese tomarse en cuenta para aumentar el tiempo de mi condena en un futuro.

Tenía unas horas antes de que Olaf y el resto descubriesen mi engaño, pasado ese tiempo mi tarea se complicaría bastante teniendo en cuenta que por algún motivo pensaban que yo era un intruso.

―Chico, ¿me permites hacerte una pregunta? ―preguntó Roan, quién me observaba con una sonrisa picaresca en su rostro.

―Sí, claro, pregunta lo que quieras ―contesté.

―¿Qué harás cuando Olaf descubra que le has mentido? No me gustaría estar en tu pellejo, de eso no hay duda.

―¿Qué mentira? No sé de qué estás hablando.

Me hice el loco.

―Tranquilo, chico. ―Dejó escapar un par de carcajadas, la primera muy fuerte y una segunda algo más débil y prolongada―. Puede que el resto lleven tanto tiempo aquí que ni recuerden donde están, pero yo sé con exactitud dónde nos encontramos. No sé qué juego te traes entre manos pero si sé que no eres un intruso. ―Se inclinó y me dedicó una reverencia―. Bienvenido a esta maravillosa guerra eterna ―concluyó con ironía.

Esto lo explicaba todo, llevaban tanto tiempo en este lugar que ya se habían montado su propia película, tanto tiempo que ni siquiera recordaban que estaban en el infierno. De ahí que esperasen refuerzos. Pobres ilusos, pobres desgraciados. Empezaba a entender el mote que les había puesto Carlos.

―¿Qué me recomiendas? ―pregunté.

―¿Recomendar? No creo que haya nada que pueda recomendarte para que tengas una estancia agradable en el infierno. Usa un poco la cabeza, por favor. ―Se acercó a mí―. Y ya que estamos, ¿a ti cuanto tiempo te han condenado? Aquí nadie sabe que está en el infierno, por lo que me interesa bastante tu respuesta. Por comparar, más que nada.

―Eh… ―No me agradaba mucho la idea de contar mi historia, pero sí el hecho de compartir con otros las miserias, por lo que decidí responder―. No he hecho cálculos, ¿un millón de años? Puede que más. Supuestamente tengo que llenar un saco de semillas que vaya encontrando por ahí.

―¿También tienes una cifra incontable? ―Se quedó pensativo, como dudando de algo―. Yo tengo que ver el sol tantas veces como palabras he pronunciado durante mi vida.

―¿Y cuánto te queda?

―No lo sé, ¿ves el sol por alguna parte? Porque yo no.

―Ya que te he respondido a la pregunta, ¿puedo hacerte yo otra a ti? ―Roan asintió―. ¿Qué hay dentro de ese castillo? ―pregunté a la vez que estiraba la mano para señalarlo.

―¿Eso? Es simple atrezo, aquí estamos condenados a sufrir las calamidades de la guerra durante una eternidad.

―¿No hay nada dentro?

―Sí que lo hay, es la fortaleza del Arconte. Un pérfido sujeto de más de tres metros de altura que la custodia. ―Hizo una mueca desagradable―. Hace mucho tiempo que nadie le ve, yo no llegué a conocerlo. Solo he escuchado las historias sobre su brutalidad. Pero no te hagas ilusiones, es inútil, incluso si consiguieras derrotarlo, ¿Qué crees que pasará? ¿Crees que te perdonarán y ascenderás al cielo?

«Me basta con encontrar la puerta».

―¿Pero por qué lo custodia? ¿Qué hay dentro del castillo?

―Ya te lo he dicho, es simple atrezo. No importa lo que haya dentro, ¿en serio pretendes entrar? Los novatos y sus pretensiones... ―Dejó escapar otro par de carcajadas―. La gente nueva siempre piensa que puede escapar, pero es imposible. Lo único que conseguirás si te acercas más de la cuenta al castillo será que esos parásitos te coman vivo y créeme, no es nada agradable. Los parásitos son muy voraces. Pero he de decirte que, aunque ese es el peor castigo aquí dentro, sufrir vas a sufrir de todas formas. Nunca tenemos hambre y no sufrimos por enfermedades, solo por el duro acero. Pero tarde o temprano los parásitos vienen y barren por completo el campamento, y luego, vuelta a empezar. En verdad son muy fáciles de matar, pero no se acaban nunca.

―¿Por qué los llamas parásitos?

Curiosa forma de nombrar a esos seres.

―Muchas preguntas vendrán a tu cabeza ―dijo―. Pero te recomiendo que apartes esos pensamientos, la esperanza por escapar se va convirtiendo en veneno con el paso del tiempo. Olvídate de eso. Haz como yo, evita luchar todo lo posible, para Olaf yo ya soy una especie de bufón y eso es justo lo que buscaba.

―Pensaba que querías hacer algo útil.

―¡Qué va! Le sigo un poco el juego. No pienso luchar, es absurdo, estamos condenados al infierno. No sirve de nada luchar una y otra vez. Cuanto menos sufra, mejor.

―¿Y quién es ese melenudo del que habló Olaf? ―pregunté.

―¿Te refieres a aquel intruso de hace un tiempo? Quien sabe, ¿otro Nómada? Estuvo muy poco tiempo, nadie le ha visto desde entonces. Cuando pillen tu treta, quizás deberías ir a esconderte con él. Aunque no te preocupes, como ya digo, sufrir vas a sufrir, no importa quién te hunda el acero en la carne. Olaf puede ser verdaderamente cruel con sus enemigos, pero pronto se hará con tu rostro y te considerará uno de los suyos. Aunque no deberías haberle mentido, eso complicará tu situación aún más.

―¿Qué es un Nómada? ―pregunté.

Me sentía estúpido haciendo tanta pregunta a un desconocido, pero lo consideraba algo normal pues esto se había convertido en un mundo nuevo para mí.

―Con todo lo que te estoy contando, te quedas siempre con lo más insignificante, ¿quieres preguntarme eso? Bien, no me extraña que estés aquí si no sabes ni lo que eres. Entiendo que el resto no lo recuerde, pero tú acabas de llegar, ¿no eres un miembro del Nomadismo?

―¿Un qué? ―pregunté con asombro.

―Creo que también se conocía como La Caravana de las Ánimas. ―Hice un gesto de negación e incredulidad con la cabeza―. Creo que va siendo hora de que te vayas ―espetó.

No recordaba ser miembro más que de la tienda de videojuegos de la segunda planta del centro comercial de Forlón. Pero no creía que esa tienda estuviese involucrada en lo que me estaba pasando. Sin embargo, quizás era un buen punto a seguir una vez despertase. Tenía que buscar información sobre ello.

―Gracias por tus respuestas, Roan. Y también por tu sinceridad. Si me disculpas, voy a pensar un rato en cómo escapar de la furia de Olaf.

Roan me dedicó una reverencia.

Tras alejarme de Roan comencé a inspeccionar con prudencia los alrededores. Los famosos parásitos estaban protegidos tras los muros del castillo y el baile de flechas no cesaba, por lo que acercarse allí era toda una odisea.

Con la charla de Roan se me habían ocurrido dos opciones para procurar entrar. Una era que quizás plantándome en su puerta podrían capturarme con vida para luego intentar comerme, una vez dentro del castillo podría tratar de liberarme y explorar. Aunque aún no estaba tan desesperado como para llegar a ese punto, pues ya intentaron comerme una vez y, obviamente, no me resultó nada agradable. La otra opción era esperar a que los parásitos bajaran al campamento y, en un descuido, intentar infiltrarme. Aunque también se me hacía muy complicado. Pero no me quedaba más remedio que elegir una de las dos opciones. Debía centrarme en el castillo, fuera de él no parecía haber ninguna otra puerta.

Mientras me movía entre los edificios sentí como alguien me seguía con mucho sigilo. Observé a mi izquierda, tras ello a mi derecha, pero no vi a nadie. Entonces, en un barracón cercano, escuché a Olaf dando órdenes con entusiasmo, por lo que aproveché y entré en el barracón para despistar a la persona que me estaba siguiendo. Dentro había varios soldados, todos estaban hablando de estrategias de combate. Bajo mi punto de vista, cada propuesta era peor que la anterior. No me extrañaba que nunca hubiesen conseguido asediar el castillo.

―Presionaremos a los parásitos hasta que asomen los refuerzos ―comentó Olaf―. Contamos con dos catapultas y un ariete en buen estado. ¿Crees que repararán el resto a tiempo para el ataque?

―Tendremos que conformarnos con esto ―respondió uno de los soldados.

Me sorprendía que contasen con tales herramientas de guerra. Aunque, en verdad, si la tortura era sufrir una guerra por miles de años, por muy buena que fuese la estrategia o sus armas, probablemente nunca podrían derrotar al enemigo.

―¿Volverá el Arconte de la guerra a asomar como hacía antaño? ―preguntó otro soldado.

¿Arconte de la guerra? ¿Quién sería ese? ¿El tipo de tres metros que custodia el castillo? No quise preguntar para no levantar sospechas, pues se suponía que yo sabía de qué trataba todo esto.

―Volveremos a blandir nuestras armas, cara a cara ―prosiguió Olaf―. Y esta vez yo ganaré la contienda, estoy más que preparado para hacerle morder el polvo ―murmuró.

―Recibirá su merecido, eso seguro ―intervine―. Si me disculpáis, voy a… A buscar una espada, no puedo ir desarmado a la batalla ―dije mientras abandonaba el barracón.

―¡Esperad! ―gritó Olaf―. Tendremos que preparar el ataque, ¿qué os ordenó vuestro comandante?

―Pues, esto… Yo no soy más que un mensajero con poco dominio de la espada y escasa inteligencia. Los planes los tendréis que hablar con él.

Me sentía un poco miserable con tanta mentira, por lo que tenía que empezar a repetirme a mí mismo las mismas palabras una y otra vez:

«Estoy en el infierno, esta gente es malvada. Probablemente son asesinos o violadores, no te preocupes por ellos, si no por escapar de aquí».

Me hacía sentirme mejor conmigo mismo, o eso creía, pero más bien me auto engañaba. Seguían siendo seres humanos al fin y al cabo.

―Parece que vuestro capitán no es un necio, sabe lo que se hace al no confiar sus planes a cualquiera. La confianza ha de ganarse. ―Me dio una palmadita en la espalda―. Está bien, armaros e intentad estorbar lo menos posible cuando todo comience. Yo dispondré a mis hombres.

Salí del barracón y centré mi atención en aquella persona que me había estado siguiendo. No vi a nadie así que, con disimulo, fui acercándome a las proximidades del castillo. Lo rodeé manteniendo una distancia considerable con el fin de no ser alcanzado por alguna flecha mientras buscaba una posible entrada.

Desde la lejanía se veía infranqueable, la ventana más baja por la que poder entrar estaba como a treinta metros de altura y yo no sabía escalar ni tenía el equipo adecuado para hacerlo. El gran portón estaba cerrado y había algunos parásitos fuera del castillo custodiando la entrada y combatiendo con varios hombres de Olaf. Desde aquí me quedé estupefacto al ver las coreografías de batalla de estos hombres: Era impresionante. Trabajaban en equipo y sin vacilar ni un segundo. Jamás había visto algo parecido. Si alguna vez eran derrotados en batalla, esto se debía a la diferencia de números entre ambos bandos, pues los parásitos, aunque fieros, eran muy torpes.

Miré hacia arriba y vi que el resto de parásitos se encontraban en la parte más alta disparando flechas con sus arcos. No me extrañaba que la mayoría aquí no recordasen dónde estaban, morir miles de veces durante décadas o incluso cientos de años debían dejarte el carrete destrozado.

Mientras pensaba en un posible movimiento, un parásito apareció de la nada. Portaba una pica e intentó clavármela en el pecho, me aparté a un lado instintivamente y fui capaz de esquivarlo a tiempo. Sin embargo, el parásito no tuvo los mismos reflejos ni la misma suerte que yo, pues una mujer bien armada apareció y, sin vacilar, le cortó la cabeza con su espada.

―¿Qué hacéis aquí? ―preguntó la mujer.

Dentro de la armadura se intuía una mujer de constitución fuerte, incluso musculada, hacía notar que llevaba mucho tiempo haciendo uso de la espada. Era poco agraciada y nada femenina, de piel pálida que hacía contraste con sus ojos y pelo oscuro.

―Nada, solo inspeccionaba los alrededores ―respondí.

―Os he estado siguiendo, ¿por qué husmeáis? ¿Pretendéis entrar en el castillo? ―preguntó.

La mujer esgrimió su espada y la apretó contra mi garganta. Tras ello, me indicó que caminase por delante de ella. Al volver por donde se encontraban los barracones, me tiró al suelo y silbó para llamar la atención de todos.

Olaf apareció en escena sorprendido, sin entender los actos de la mujer.

―¿Qué ocurre, Dernelle? ―preguntó Olaf.

Este momento me recordó a cuando caí en la cueva aquel trágico día y me condenaron a pasar aquí una eternidad. Me sentía de la misma manera, aunque esta vez rodeado por los hombres de Olaf.

«Pensé que tendría más tiempo antes de que descubriesen mi mentira».

―Decidí seguirle tras verle hurgar en nuestros planes. No dudó en intentar volver al castillo a contar lo que había escuchado ―aclaró Dernelle de forma errónea.

―¡Intruso! ―exclamó alguien al fondo.

―¿Intruso? No, aquí no hay ningún intruso ―dije casi tartamudeando.

Intenté esbozar una sonrisa pero todos me miraban con desprecio y pedían mi cabeza. Roan también se encontraba entre la multitud, aunque éste solo observaba y se reía de la situación.

―No me equivoqué cuando os encontré. Nos habéis dado falsas esperanzas, ¿sabéis lo que hacemos aquí con los intrusos y con los mentirosos? ―preguntó Olaf mientras sostenía su hacha con actitud amenazante.

―Supongo que no les dejáis irse sin más.

―Os confundís, eso es precisamente lo que hacemos. He empeñado mi vida en esta guerra y no lo vais a arruinar. No descansaré hasta obtener la victoria.

Olaf esgrimió su hacha.

―¿Qué guerra? ―De verdad se creían el cuento que se habían inventado ellos mismos―. Roan, tú sabes que no soy un intruso, ¡díselo!
Roan no movió un dedo.

―Tragaos esa lengua de serpiente que tenéis.

Dos de los hombres de Olaf me agarraron e hicieron que me arrodillase frente a Olaf. Ambos me sujetaban con fuerza, por lo que no podía defenderme.

Olaf alzó su hacha.

Iban a cortarme la cabeza.

―No… ¡No! ¡¿De qué sirve que me decapitéis, si voy a volver a aparecer aquí?! ¡Por favor! ―imploré―. ¿Es que no recordáis dónde estamos? Esto es el infierno, estamos condenados, ¡todos nosotros! Debemos colaborar.

Los hombres de Olaf se miraban unos a otros, desorientados. Incluso el propio Olaf hizo una pausa y pareció comprender que lo que iba a hacer era absurdo.

Me aterraba el hecho de poder sentir como mi cabeza se desprendía de mi cuerpo, ¿y si llegaba a morir? Aún no había muerto en el infierno. Estuve cerca dos veces, pero en ambas desperté justo en ese momento y al regresar ya estaba sanado.

Estaba acojonado. Pero Olaf no se parecía en nada a mí, él estaba muy seguro de lo que tenía que hacer y fue firme en su sentencia, pues sus brazos bajaron con fuerza y la oscuridad me devoró.

―No os preocupéis, ya prepararemos algo para vos ―escuché mientras notaba como mi cabeza tocaba el suelo.

•••

Desperté en mi cama, casi infartado. Toqué mi cuello para comprobar que mi cabeza seguía unida a él. Pude respirar hondo tras desarroparme, pues estaba sudando como nunca antes lo había hecho. Eran las cuatro de la mañana, la noción del tiempo en el infierno parecía totalmente aleatoria. Continué tumbado en la cama, pero sin cerrar los ojos. Mi corazón latía con mucha fuerza y lo último que necesitaba era volver a ser ajusticiado por un energúmeno de mierda que ni recordaba dónde se encontraba.
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Extrem05
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Re: Augurio de una condena (Novela)

Mensaje por Extrem05 »

7 de Agosto de 2013, Larry Borello.

Los tiernos y húmedos lametones de Susi me despertaron. Como cada mañana desde que tenía uso de razón, miré el despertador para calcular mi tiempo de descanso: Se me había pasado la hora de descansar pero ni aun así había dormido por más de tres horas. Estuve estudiando el caso hasta las tantas de la noche y me sentía tan agotado que parecía ser que ni había escuchado sonar el despertador. A esto había que sumarle que Jessica se había presentado en mi casa para pasar la noche y sacarme algún dinero. Por suerte, Susi era como un reloj y muy estricta en lo que respectaba a sus paseos matinales, un despertador con un cien por ciento de éxito.

Me incorporé y miré a mi derecha, Jessica seguía tumbada a mi lado. Continuaba dormida y roncaba junto a un río de babas que desembocaban en mi almohada.

La zarandeé con fuerza por el hombro para que se despertara.

―No creas que voy a pagarte estas horas, te dije claramente que te fueras al terminar ―dije.

―Joder, ya lo sé ―respondió con voz cansada y sin llegar a abrir los ojos.

―¡Venga, coño! Levántate, tengo que trabajar.

―Ya voy, joder.

Se levantó y se vistió con torpeza, como mejor pudo dado su estado de vida tan decadente.

―Dame lo mío, cinco euros ―dijo.

―¿Cinco euros? ¿Lo tuyo ya es por vicio, no?

Le di el dinero.

―Anda, largo de mi casa ―dije mientras la empujaba y la sacaba por la puerta.

―Joder tío, no puedes tratarme así, eres un cabrón.

Cerré la puerta en sus narices

―¡Gilipollas! ―vociferaba desde el otro lado.

No tenía ganas de aguantar sus berrinches matinales. Jessica era un tanto iracunda, estaba cabreada con la vida y su papel en la misma. Aunque con su constante estado de embriaguez tampoco se podía esperar otra cosa. Debe ser complicado no saber nada, ni tan siquiera en qué día vives. Y es que, a pesar de sus quejas por mi trato, no solía tardar en estar de vuelta.

Me había levantado de la cama rezumando sudor por cada poro de mi cuerpo, así que me dirigí al baño para asearme un poco. Ya sudaba de por sí, pero en verano ese setenta por cierto de agua que compone al cuerpo humano se conglomeraba principalmente en mis axilas. El calzonazos de Oliver llegaría en pocos minutos, por lo que no tenía tiempo de ducharme; así que humedecí una toalla y me limpié los sobacos. Me puse el traje, el cual iba necesitando un planchado, y salí con mi Susi a dar un paseo por la calle con objeto de que hiciera sus deposiciones. No tuve tiempo ni de desayunar en condiciones así que cogí un bollo rancio que tenía sobre la encima de la cocina para comérmelo mientras paseaba.

Caminando por la acera y a unos cinco metros de mi casa me encontré con Oliver, iba en su coche en dirección opuesta a la mía y pasaba para recogerme. Se suponía que habíamos quedado en unos diez minutos y yo no estaba dispuesto a hacer aún más horas extras, así que cuando Oliver detuvo su coche en medio de la carretera y bajó la ventanilla para hablar conmigo, dejé muy claras mis intenciones:

―¿Ya te ha echado de casa tu mujer? ―pregunté antes de que mediara palabra.

Él sonrió, como siempre.

―Quería ser puntual para nuestro encuentro con Baro. ¿Sube? ―preguntó.

―¿Qué opinas, pequeña? ―pregunté mirando a Susi―. El tito Oliver no quiere que hagas caquitas.

La perra ladró.

―Ya lo pillo, jefe ―dijo refunfuñando―. Aparcaré y le esperaré frente a su casa.

Aceleró y se fue a estacionar cerca.

Tras el paseo de unos diez minutos dejé a Susi en casa y me subí al coche de Oliver. Como la espera se le hizo larga decidió ponerse a jugar con el móvil, pero lo guardó antes de que me sentara a su lado, esperando que no lo hubiera visto. Él sabía lo poco que me gustaba que perdiera tiempo con tales sandeces.

Nos dirigíamos de nuevo al lecho Nomadista. El hijo de la víctima había vuelto de su viaje y debíamos hacerle unas preguntas. Algo se podría sacar, aunque el caso me tenía bastante desconcertado:

Por un lado, las similitudes con tantos otros casos hacían parecer que se trataba de alguien que quería acabar con toda esta maldita organización, para ello convencía a uno de sus miembros para que traicionara al lecho y estos se comprometían tanto que, tras el acto, accedían a quedar en coma, de alguna manera, para así no poder hablar. Por otro lado, en este caso en particular, no se encontró a nadie en coma al lado de la víctima, lo que situaba a la amante, Rebeca, como la principal sospechosa. Luego estaba Baro, que ascendía al poder y se convertía en el nuevo líder del lecho; si bien, su coartada había sido confirmada. Y ya para finalizar, había que averiguar si este último asesinato tenía que ver de forma directa con los anteriores para así intentar buscarle la lógica a toda esta mierda. Aunque era el tercer día investigando, el caso ya me tenía tan cautivado como desconcertado.

―¿Cómo es que nadie antes había relacionado todos los homicidios? ―preguntó Oliver mientras trataba de conducir.

―Nunca hubo investigación alguna pues quienes cometieron el asesinato se hallaron junto a la víctima. Solo se redactaba el informe para ser archivado.

―Pues cuanto me alegro. Puede ser algo gordo, hay que dar lo mejor de nosotros.

―Ves demasiadas películas. Tú calla y conduce.

Encima se alegraba el muy condenado de haberme dejado sin vacaciones.

Al cabo de un rato llegamos al lecho, Oliver conducía como una octogenaria y nos llevó más tiempo de lo esperando, pero aun así llegamos antes de la hora acordada. Al acercarnos a la puerta y enseñar nuestras placas nos dejaron pasar, pero nos privaron intercambiar palabras con el resto de miembros y nos hicieron esperar en una salita con varios sofás. No eran muy confortables, pero era mejor que estar erguidos contra la pared.

Parecía que habíamos pillado a Baro en un mal momento, nos hizo aguardarle más de la cuenta y eso formó una cadena de infortunios. Oliver comenzó a fumar para amenizar la espera y yo me puse a cagarme en Oliver por hacerlo. Solía buscar cualquier pretexto para que este lo dejara, pero cuando no lo encontraba, me limitaba a mandarle a la mierda y le recordaba que yo era su jefe. Llevaba años sin fumar y las ganas no eran pocas, a pesar del tiempo. No obstante, fastidiaba tanto a Oliver a lo largo del día que parecía que esta era su forma de devolvérmela. De hecho, había llegado hasta a pensar que solo fumaba cuando estaba delante de mí.
Maldito condenado.

―Hola agentes. ―La poco o nada guapa Rebeca apareció con una sonrisa de oreja a oreja, algo chocante teniendo en cuenta que hacía nada había estado llorando como un bebé por la muerte de su amante―. Seguidme.

Nos llevó a un despacho amplio, oscuro y muy bien decorado donde se encontraba el nuevo líder del lecho: Baro. Este se hallaba sentado en un sillón que parecía mucho más cómodo que aquellos que había fuera.

Baro era un señor de unos cuarenta años, alto y delgado. Con los ojos azules, la tez pálida y el cabello corto y oscuro. Vestía un traje azul marino y olía muy bien, parecía un hombre muy elegante e incluso alguien importante. Aunque, a su edad, más bien era una vieja gloria. Detrás de Baro había otro hombre, alto, joven e incluso más elegante. Vestía un traje oscuro y su mirada se ocultaba tras unas gafas de sol. Con la cabeza alta y un semblante impune a nuestra presencia. Parecía una puta estatua.

―Pueden sentarse, agentes ―sugirió Baro con media sonrisa en su rostro―. Tienen mi más profundo respeto por su trabajo, así que colaboraré en todo lo posible.

―¿Quién es ese? ―pregunté señalando al joven a su espalda.

―No se preocupen, es mi escolta personal. Hagan como si no estuviera ―respondió Baro.

Oliver y yo nos sentamos tras intercambiar una mirada de extrañeza el uno con el otro. Al hacerlo, vi que había una puerta entreabierta a mi derecha que conducía a un dormitorio. En el suelo de este dormitorio había unas bragas. Miré a Rebeca, que estaba detrás de mí, saqué conclusiones y advertí por qué nos habían hecho esperar por tanto tiempo.

―Buenos días, gracias por recibirnos tan temprano. Este es mi jefe, el agente Borello, y yo soy el agente Jeed. Sentimos la pérdida de su padre ―dijo Oliver, tan educado como siempre.

―Las comparaciones son odiosas, pero dime, ¿quién es mejor en la cama, el padre o el hijo? ―le pregunté a Rebeca mientras le daba pequeños golpes con el codo en la cintura a la vez que levantaba una ceja y la miraba con ojos de pícaro.

―¡Oh! ¡Eres un cerdo!

Volvió a sacar de paseo esa odiosa voz que ponía al cabrearse. Se indignó de sobremanera y cerró la puerta del dormitorio para, instantes después, abrir la puerta del despacho para abandonar la estancia.

―Deberías poner un chip rastreador a tu ropa interior para así poder… ―No llegué a concluir la frase, pues Rebeca cerró la puerta y abandonó la habitación―. Vaya forma más curiosa de llevar el luto, ¿no crees? ―le pregunté a Baro.

―Cada uno lo lleva a su manera, no tiene nada de malo. Ambos estábamos mal por la muerte de mi padre. Ayer le enterramos, por lo que se puede imaginar el estado de ánimo de todos nosotros. Simplemente ocurrió y en este lugar priorizamos la felicidad por encima de todo. Era lo que ambos necesitábamos en este momento ―respondió.

―A pesar de todo, se os ve un tanto felices, ¿a qué se debe? ―preguntó Oliver.

―¿Deberíamos llorar? ―preguntó.

―Sería lo mínimo tras la muerte de un padre o un líder.

―La suya es una presunción muy acelerada, agente Jeed. ¿No conocen nada de nuestra filosofía de vida, verdad? ―resopló a la vez que sonreía―. Aquí se valora la felicidad por encima de todo, solo tenemos una vida y hay que saberla llevar. No sirve de nada anclarse en las cosas malas.

Las putas sectas y su puta felicidad, ¿cómo estaba la gente tan ciega para ingresar a estos sitios?

―¿Es todo tan fácil? Pensaba que el romance de tu difunto padre con Rebeca era algo prohibido, eso es lo que dejó caer ella ―dije.
―¿Eso os contó Rebeca? Prohibido no es la palabra. Me gustaría respetar la memoria de mi padre, pero supongo que no puedo apoyarle en esto. ―Hizo una breve pausa―. Si se han fijado, aquí no hay muchas mujeres jóvenes y, muy a mi pesar, mi padre se aprovechó de la admiración que Rebeca sentía hacía él para convertirla en su amante, digamos, personal ―respondió sin inmutar la media sonrisa de su rostro―. Ambos lo llevaban en secreto para no alimentar envidias. Aquí estamos a favor del libre amor, pero un líder no debería tener preferencias. Por ejemplo, todos aquí saben que Rebeca necesitaba consuelo y vino a verme, pero no se me ocurriría traerla en secreto y aprovecharme de ella todas las noches, como sí hacía mi padre. De hecho, es que mi padre incluso repudiaba a las que no eran de su agrado, argumentaba que el celibato era lo que necesitaba para ser feliz, así que hubiera estado mal visto que descubrieran a Rebeca en su cama.

―Vaya. Veo que eres todo un caballero en comparación con tu padre ―dije.

Baro asintió.

―¿Y qué puede decirme de Rebeca? ―preguntó Oliver.

Oliver solía llevar siempre los interrogatorios mientras que yo me limitaba a escuchar y a sacar mis conclusiones. Era lo mejor, pues yo era bueno en ello y Oliver en su trato con la gente.

―Es una buena chica y uno de los miembros mejor valorados aquí, de nivel tres, nada menos ―respondió Baro.

―¿Nivel tres?

―Sí. La jerarquía de los miembros de este lugar se mide por niveles, cuanto mayor sea, mejor será su estancia. Usualmente los miembros que donan más dinero son los de mayor nivel. ―Paró un momento para pensar algo―. No obstante, se intenta que estos privilegios no descompensen la armonía que tenemos. En resumen, el mayor beneficio es que los de mayor nivel tienen un trabajo más ameno.

―Ya que habla de donar, me he informado y sé que los miembros de esta organización viven aquí durante todo el año, ¿qué dinero pueden donar? ―preguntó Oliver.

―Nuestros miembros suelen donar todo lo que tienen cuando ingresan aquí. Pero de esto no vivimos, así que también suelo reunirme con sus familiares y debatimos sobre la cantidad de dinero necesaria para que a sus hijos no les falte de nada. Y el padre de Rebeca hace generosas donaciones de forma periódica para asegurarse de que todo está bien. Si a esto le sumas los privilegios de yacer con el líder con exclusividad, no es de extrañar que el resto pudiera verla como a la elegida y que esto cree envidias. Rebeca ya de por sí no cae demasiado bien entre los demás, por eso no quiere que sepan que se acostaba con mi padre. ―Sonrió―. No se lo tengan muy en cuenta, ha pasado por mucho ―contestó Baro con elocuencia, sin dejarse nada sin atar.

―¿Qué es eso de los elegidos? ―preguntó Oliver.

―Dentro de unos días celebraremos la fiesta del Aquelarre, ese día habrá algunos privilegiados que obtendrán favores. Rebeca peca de ambición al pensar que ya es una de las elegidas, pero no la culpo por querer serlo.

―Curioso, cuanto menos ―murmuró Oliver―. ¿Tenía algún problema Rebeca con la víctima, pudiera ser que él la forzara a tener relaciones o algo por el estilo?

―Para nada, mi padre se aprovechó de la admiración que Rebeca sentía por él, pero ella no era consciente, así que eran relaciones consentidas ―aseguró con firmeza.

―Una respuesta concisa. ―Oliver apuntó en su libreta, odiaba esa libreta, ¿no podía simplemente memorizar?―. ¿Tenía algún enemigo su padre?

―Bueno, todos los enemigos que puede crear este tipo de institución. ―Recordaba esa respuesta, era muy parecida a la que me había dado Rebeca―. Padres que quieren de vuelta a sus hijos y todo ese rollo. Pero nosotros no obligamos a nadie a quedarse, al igual que tampoco obligamos a nadie a donar nada.

―Pero si no donan, les echáis ―comenté.

―En absoluto, aquí siempre hay hueco para todos, ya sea como sirvientes o como mano de obra. Aunque es una obviedad que tendríamos que dejar todo esto si no tuviéramos ninguna vía de ingresos ―respondió Baro.

―Dígame, ¿y cómo puede haber entrado o salido alguien de aquí sin que los demás se enterasen? ―preguntó Oliver―. Parece que tenéis todo bien sellado.

―Eso yo no puedo saberlo, ya saben que estaba en otro lecho cuando todo esto ocurrió. Aunque solemos ser bastante cuidadosos con la seguridad, quizá alguien se dejó algo abierto.

―¿No habrá sido alguno de los miembros? ―preguntó Oliver.

―No, eso es imposible, todos son personas maravillosas que adoraban a mi padre, su líder. ―Levantó el dedo índice de la mano derecha y lo apoyó en la comisura de sus labios―. Pero, si buscan sospechosos… ―añadió Baro―. Hace unos meses mi padre recibió una llamada un tanto amenazadora. Aunque yo no le di mucha importancia.

―¿Qué puede decirme de esa llamada?

―Le afectó mucho, no comía bien desde entonces. Creí que era cosa de la edad, pero él no volvió a hablar conmigo sobre esa llamada así que no incidí en ello. ―Baro volvió a parar un momento para pensar, no me daba buena espina el hecho de que midiera tanto sus palabras―. Pero lo estuve pensando ayer y quizás tenga algo que ver.

―¿Qué le dijeron en esa llamada?

―Eso no lo sé, pero sí que sé que esa llamada provenía de la prisión estatal. Cuando un preso llama te advierten por teléfono de ello y tú decides si aceptar, o no, la llamada. ―Buscó algo dentro de un cajón―. Mire, el preso se llamaba Roberto Salas.

―¿Por qué apuntó su nombre? ―preguntó Oliver.

―Lo apuntó mi padre, al ordenar el escritorio para instalarme encontré la tarjeta con el nombre del preso, ahí es cuando recordé sobre la llamada ―respondió.

―Gracias por la información. De momento no tengo más preguntas. ―Tras esta frase Oliver posó su mirada en mí―. Voy a llamar y a preguntar sobre este hombre ―me susurró al oído.

Oliver se levantó y salió del despacho para hacer una llamada a la central. Era una prueba un tanto vaga, pero de momento era lo único con lo que podíamos trabajar.

―¿Eres consciente de que varios de los líderes de vuestra secta han muerto por asesinato? ―pregunté.

―Agente, esto no es una secta. Creo que un miembro del orden debería hablar con mayor propiedad ―respondió Baro con educación.
―Hablo con propiedad, solo llamo a las cosas por su nombre.

El guardaespaldas de Baro se acercó a mí y sin mediar palabra me invitó a abandonar el despacho, pero Baro hizo un gesto de negación y le ordenó que volviera a colocarse tras de él. Casi ni me acordaba de que estaba ahí detrás escuchando toda la conversación.

―Te agradecería que respondieras a la pregunta ―dije.

―Sé que otro lecho cerca de aquí cerró y reubicó a sus miembros tras el asesinato de su líder, pero no creo que sea lo habitual. Si se refiere a otro caso, más allá de ese incidente yo no sé nada, tendrían que ir a la sede central Nomadista, quizás allí sepan más. Aquí todos somos buenas personas, no llego a comprender cómo alguien puede querer agredirnos.

―El mayor misterio de la humanidad… ―murmuré.

Su respuesta no llegó a agradarme, no solo por el hecho de no tener ni idea de lo que les pasaba a sus camaradas, sino porque no pareció inmutarle el hecho de que le dijeran que habían aparecido varios líderes asesinados. Baro era ahora un líder, por lo que se había convertido en un nuevo objetivo.

―Está bien ―dije―. Continuaremos investigando esa llamada procedente de la misión, nos pondremos en contacto contigo si descubrimos algo. Échale un ojo a Rebeca ―le sugerí.

―Me alegra haber sido de ayuda, agente Borello. ―Me estrechó la mano―. Si me disculpa, tengo mucho trabajo y muchas reuniones que atender. Mi padre llevó éste sitio con esmero, pero pecando de egoísmo. Yo pienso llegar a ser mucho más de lo que él fue.
―¿Lo que quieres decir es que vas a timar a la gente con más ahínco? ―pregunté.

―No me afectan tales palabras, la gente no nos entiende hasta que nos conoce, pero…

Le interrumpí tapando su boca con mi mano.

―Ahórrate la parafernalia, sé que mi vida es una mierda pero no tanto como para querer ingresar aquí.

Baro apartó mi mano con suavidad.

―Está bien, solo deseo que encontréis al culpable. Espero no haber dejado dudas, pero como comprenderéis, esta es una hermandad compleja. Para entenderla con precisión, uno debe ser miembro.

―No necesito saber cómo lleváis vuestras insulsas vidas, me basta con intentar comprender qué ocurrió aquí ―respondí.

Baro sonrió y me invitó a abandonar su despacho. El joven inmutable se acercó de nuevo a mi posición y me acompañó a la puerta.
Salí de allí y una mujer muy gorda de tez negra me estaba esperando fuera. Esta me acompañó hasta la salida, procurando que no hablara con nadie por el camino. Durante el trayecto vi a un chico con varios moratones en el rostro, algo que captó mi atención. Él y otros tantos traían enseres nuevos para decorar el lecho, pero como me estaban echando a patadas del lugar, no pude hablar con él ni fijarme en nada más.

Al salir del lecho Oliver me esperaba sentado en el capó del coche, a él también le habían hecho abandonar el recinto. Al verme, se sentó en el asiento del conductor y yo entré tras él.

―Quiero que sigáis a este tío, Baro. Quiero ver con qué gente se reúne. No me da buena espina y además podría ser una nueva víctima. Este lecho no ha conseguido cerrar tras la muerte de su líder, quizás vuelvan a terminar el trabajo ―dije.
Oliver lo apuntó en su libreta.

―¿No se fía de él? ―preguntó.

―¿Me estás preguntando que si me fío del líder de una secta?

―Tiene razón, supongo que Bruno y algún otro pueden seguirle mientras nosotros investigamos. Luego les doy la orden.

―¿Y tú? ¿Has averiguado algo sobre el preso que le llamó?

―Sí, que está muerto. Se suicidó en prisión durante una sesión psicológica poco después de esa llamada a nuestra víctima. Nos enviarán su expediente a la oficina. ―Sacó su móvil―. Mire el adelanto que me han enviado.

―¿Qué es esto?

Era la foto de un cadáver, el cual tenía un tatuaje en el cuello igual a aquel que tenían todos los asesinos en otros lechos.

―Fascinante ―comenté.

―Me han cedido el nombre de la psicóloga que trató con él en prisión, que a su vez es su pareja, o más bien lo era antes de ingresar allí. Una tal… ―Buscó en su libreta―. Angelica Sawa, también fue la última persona que habló con él. Creo que puede tener muchas cosas que contarnos.

―Tendremos que hacerle una visita a esa tal Angelica. Espero que sea de utilidad. Aunque antes será mejor que nos pasemos por la prisión a ver que nos pueden contar ―respondí.
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Extrem05
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Re: Augurio de una condena (Novela)

Mensaje por Extrem05 »

9 de Agosto de 2013, Angelica Sawa.

La hija de un torero muy guapo e incluso más famoso se había liado con el hermano, también famoso, de una cantante internacional. Era uno de los bombazos del año. Un programa del corazón que puse al hacer zapping había dedicado toda la tarde a hablar de ello. No hay nada como la telebasura para aparcar los problemas a un lado. Me había enganchado a toda esta mierda: Concursos de personas viviendo encerrados en una casa, concursos de cantantes en los que cada semana eliminaban al peor, programas del corazón donde sus colaboradores despotricaban de todos y de ellos mismos. ¿Qué sería de mí? Ya podía sentir cómo mis neuronas agonizaban y suplicaban por su vida. Aunque, muy mi pesar, las encargadas de hacerme recordar mis fracasos eran fuertes y aún seguían luchando por sobrevivir. A simple vista, cada cinco minutos mi mente me hacía recordar todo lo malo de mi vida. Había pensado en beber para olvidar, pero el alcohol me hacía rememorar mi vida con más ahínco. ¿Por qué no se iban estos pensamientos de mi cabeza? ¿Por qué era incapaz de superarlo? La imagen Roberto suicidándose fue horrorosa, pero ya habían pasado varios meses y aún seguía siendo parte de mí. Todavía arrastraba la culpa junto a una macedonia de sentimientos que no era capaz ni de describir.

Absorta, la palabra del día: «Persona que dirige toda su atención a una actividad o pensamiento, aislándose de lo que la rodea». Pues así estaba yo. Estaba tan absorta que apenas me di cuenta de que el teléfono estaba sonando. ¿Sería Noah? Le llamé ayer pero fui incapaz de gesticular palabra, no sabía cómo abordar el tema que quería comentarle. ¿Qué preguntarle? «Hola Noah, ¿te has afiliado últimamente a algún grupo de suicidas?». Mi número se quedó en la memoria de su teléfono, seguro que me llamaba para preguntar quién era y qué quería y yo como una tonta aún no había preparado nada.

Aparté la bolsa de palomitas que me estaba comiendo y me levanté del sofá para comprobar quién llamaba: «Leonor». Mierda, era mi madre, ¿qué querría? O mejor, ¿cómo había llegado a pensar que era Noah quien llamaba? Me estaba volviendo aún más paranoica de lo que ya estaba. Aunque hubiera preferido de lejos que la llamada fuera de Noah. No me encontraba muy animada como para tener que escuchar uno de los sermones de mi madre. Era mi día libre, quería estar tirada en el sofá viendo telebasura hasta el anochecer.

―Monada, ¿piensas coger el teléfono o te vas a quedar empanada un rato más? ―preguntó Toya desde el cuarto de baño.

Toya era una amiga de mi madre. Se había divorciado y me la colaron en mi casa aún sin preguntar si yo quería, porque «una hija siempre ha de ayudar a la familia». Toya era un poco mayor, pero le gustaba intentar aparentar menos edad de la que en verdad tenía, aunque la pobre no conseguía quitarse ni un par de años de encima. El exagerado maquillaje que llevaba en la cara no le favorecía, pero ella era feliz, yo no era nadie para decirle nada. Pues, a pesar de todo, no me caía nada mal, era una mujer agradable e incluso graciosa por momentos. Siempre tuve la sensación de que mi madre la introdujo en mi casa como un topo para que le informara de lo que hacía con mi vida, pero Toya iba a su bola, era una de las personas con las que menos tenía que aparentar. Aunque vivir con ella día a día podía llegar a ser agotador.

El teléfono seguía sonando.

―¡Angelica! No me hagas ir que me acabo de comer un kiwi ―comentó entre esfuerzos.

―Ya va, ya va… ―murmuré.

Respiré hondo y descolgué el teléfono.

―Hola madre, ¿ocurre algo? ―pregunté con un tono amistoso.

Me daba muchísima pereza tener que fingir y hablarla de usted. No era el momento, ni el lugar, ni nada. Además, llevaba tanto tiempo sin entrenar en condiciones mi vocabulario que me iba a ser difícil ocultarlo. Pero debía esforzarse. Aparte de en el trabajo, sobretodo tenía que aparentar al hablar con mi familia.

―¿Cómo que si ocurre algo? Soy tu madre, esa no es forma de contestar a una madre. ―Su voz de estirada se acentuaba aún más al teléfono.

Permanecí en silencio por un momento mientras me mordía el labio inferior en un esfuerzo de controlarme y tragarme mis palabras.

«¿A quién pretendes engañar?».

«Nunca vas a contestarla como se merece».

Tragué saliva y esperé a que dijera lo que tenía que decir.

―¿Es que te han arrancado la lengua? Hija, ¿qué tal te has reincorporado al trabajo?

―Estoy encantada, madre. Ahora el trabajo es mucho más distendido ―contesté.

De forma inconsciente a veces me salían estas palabras por sí solas, aunque ya no me acordaba ni de que significaba eso. Esperaba no haber metido la pata.

―¿Y cuánto tiempo planeas estar holgazaneando por Forlón de una forma tan distendida? ―preguntó con un tono aún más desagradable al que me tenía acostumbrada.

―El tiempo que sea necesario, madre.

―No puedes atascarte eternamente en un trabajo tan chabacano. Mira a tu hermano, un año menor que tú y ya tiene un hijo precioso y su propio bufete de abogados.

Siempre tenía que sacar el tema del éxito de mi hermano.

―Si te quedas ahí estancada en ese hospital nunca lucirás con orgullo el apellido familiar. ¿No tienes ambición en la vida? ¿Para eso te hemos educado? Tu padre y yo esperamos más de ti ―continuó.

―Quizá si… ―No.

«Cierra la boca, Angelica».

No era el momento de revelarse.

―Nada. Lo siento, madre, tienes razón ―dije.

―Tranquila, que no te aflija la culpa. Le he hablado muy bien de ti a un amigo, tiene una vacante y con él podrías tener tu propia consulta. Me ha contado que no paran de llamarle para que ofrezca charlas de todo tipo, es todo un referente en su campo. ―Hizo una breve pausa para respirar y para cambiar el tono de su voz al de madre decepcionada―. Puede que se te pegue algo… En fin, que es una oportunidad que no puedes dejar escapar.

―No era necesario, madre...

―Tú tan parca de palabras como siempre.

«No es que sea parca en palabras, es que no me dejas hablar, ya casi ni lo intento».

―Ya le he dicho que estás interesada, por una vez intenta no dejarme mal ―continuó.

Como siempre, mi madre dándome elección en mi vida. Esta llamada era un tópico tras otro de mi vida familiar.

―Alégrate, ya verás qué bien te van las cosas. No hace falta que me lo agradezcas. ―Hizo otra breve pausa tras sus palabras―. Y recuerda, no nombres lo del paciente que se te mató.

―¿Lo del paciente? Era mi novio, madre ―contesté.

Mi madre era incapaz de no recordarme ese tema. También era incapaz de creer que no fue culpa mía. Lo que me hacía sentir aún más culpable.

―Lo que sea ―prosiguió―. Pero, cambiando de tema a un asunto igual de apremiante, le he hablado al hijo de un compañero de ti, pasó el otro día por la oficina y es de tu quinta. Luego te mando su número de teléfono para que quedes con él. ―Se me iban las fuerzas, trabajos forzados, citas forzadas. No me sentía con el control de mi vida―. Se llama Pedro. Su padre tiene mucho dinero y ya es hora de que asientes la cabeza. Otra cosa no, pero eres una chica muy guapa y no tiene nada de malo que uses esa belleza en beneficio propio.

Mientras conversaba con mi madre, sonó el timbre. ¡Qué alegría! Prácticamente nunca me llamaba nadie, pero daba las gracias de que ese alguien interrumpiera la llamada. Incluso fingiría un mínimo interés si se trataba de un vendedor de seguros, aspiradoras, o lo que fuera.

―Gracias por tus preocupaciones, madre, pero llaman a la puerta. Ya contactaremos más adelante para hablar de ese posible trabajo y/o cita.

Colgué antes siquiera de que se despidiera. Cuando se hablaba con mi madre, o la colgabas, o te sermoneaba durante horas. Ella no solía tomarse esto a mal porque pensaba que formaba parte de mi «parquedad de palabras».

Me dirigí a la puerta y puse el ojo en la mirilla antes de abrir, quería comprobar quién me llamaba. Eran dos hombres: Uno de ellos era muy gordo y algo mayor, con no muy buen gusto en su estilismo, pues iba peinado con cortinilla. El otro era más joven y atractivo. Un hombre que parecía pasar un par de horas diarias en el gimnasio. Iba vestido con un traje muy elegante y su perfume se podía oler a través de la puerta. Una fragancia intensa y muy varonil. Era muy guapo, ya podría mi madre haberme presentado a algún hombre así.
Abrí la puerta y el joven me enseño una placa, eran policías. Me entraron sudores fríos, ¿vendrían por Noah? Mi peor pesadilla, desde que le dejé irse venían a mi mente pensamientos que me decían que había hecho mal. Seguro que se había suicidado y venían a interrogarme como con Roberto.

«Oh, Dios mío».

Me temblaba la mano al abrir la puerta hasta el punto de que tarde como un minuto en girar el pomo.

―¿Ocurre algo? ―pregunté con la voz entrecortada y la mano en el pecho.

El corazón me latía con mucha fuerza.

Toya salió del baño.

―¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? ―preguntó alarmada―. ¡Lo sabía! Sabía que. ―Fue interrumpida.

―Tranquilícense, ambas. Soy el agente Jeed y este es mi jefe el agente Borello, de homicidios. ¿Quién de ustedes es Angelica Sawa?

―¡Es ella! ―exclamó Toya mientras me señalaba con el dedo―. Puedo traer el DNI si quieren.

―No es necesario. Tenemos que hacerle unas preguntas. Eh… ¿Nos permite pasar? ―preguntó con amabilidad el joven apuesto, quien llevaba una alianza en el dedo, indicándome que estaba fuera del mercado. Aunque tampoco esperaba que este hombre se fijara en una chica como yo.

―Sí… Claro, adelante.

Les indiqué que se sentaran en el sofá del cuarto de estar, el cual estaba muy desordenado. Aún tenía puesto el programa del corazón, con rapidez y disimulo cambié el canal y puse uno en el que solía haber documentales.

―Disculpen el desorden, ahora mismo recojo todo esto. ―Cogí todos los envoltorios de chocolatinas y demás basura que tenía en el sofá y fui a la cocina a tirarlos a la papelera―. No esperaba visita.

―No te preocupes, si esto te parece desorden, deberías ver mi casa ―dijo el agente Borello en un intento de quitarle hierro al asunto.
Sonreí y me senté en frente de ambos. Alcé mi mirada y aprecié un fuerte olor. Entonces miré al agente Borello y vi que tenía las axilas sudadas y, en general, lucía un aspecto muy desaliñado. Por lo que rápidamente comprendí que su comentario podría estar basado en la realidad y no tratarse de una broma.

―¿Vas a ofrecernos algo de beber? ―preguntó.

―Oh, eh… Sí. ¿Un refresco?

Me sentía muy boba, llevaba tanto tiempo sin invitar a nadie que se me habían olvidado los protocolos.

«Céntrate de una vez».

―Relájese, mujer. ¿Por qué está tan nerviosa?

―Es que es un desastre la pobre, pero no se lo tengan en cuenta. Miren, el otro día… ―comenzó a decir Toya antes de ser interrumpida por mí.

―Cállate Toya ―murmuré acentuando cada sílaba del verbo callar―. Es que soy muy nerviosa, solo eso. ¿Sois de homicidios? Si me dicen a que han venido quizá me tranquilice.

―Sí, de verdad. Que esto es un sin vivir ―dijo Toya, quien estaba al borde del infarto.

―Es un tema confidencial ―comentó el agente Borello mirando a Toya a los ojos.

―Está bien, que esto quede entre nosotros ―dijo Toya con mucha seguridad en su rostro. El agente Borello continuó mirándole a los ojos y Toya captó el mensaje―. Oh, claro. Si ustedes me dicen que me vaya, yo cojo, y me voy. Además, tengo que hacer la compra. ―Cogió el monedero que estaba entre los cojines del sofá―. Si tampoco es que me interese, total, cuanto menos sepa, mejor. ―Se acercó a la puerta principal, la abrió y nos miró a todos―. ¡Ni que se lo fuera a contar a las de la peluquería! ―Cerró la puerta.

―Qué mujer más intensa ―comentó el agente Jeed con cara de sorpresa―. Iremos al grano. Primero de todo debo recordarle que todo lo que hablemos aquí es confidencial. ―Asentí―. ¿Puede hablarnos de Roberto Salas? Tengo entendido que fue su pareja durante varios años y que también fue su psicóloga en sus últimos días de vida.

―¿Ha ocurrido algo? Ya he hablado largo y tendido sobre ese asunto con la policía ―dije mientras notaba un pequeño mareo apoderándose de mí.

«Tranquilízate, Angelica».

Cuando ocurrió la tragedia tuve que estar hablando del tema durante horas, pensaba que toda esta cuestión estaba ya más que zanjada. No me sentía capaz de volver a hablar, pero tenía que hacerlo.

«Tú puedes, Angelica».

―No es eso. Estamos investigando un caso de asesinato y necesitamos saber más sobre él ya que puede tener relación. Sabemos que Roberto atracó un banco y que hubo varias víctimas durante el proceso, él mismo casi perdió la vida tras el asalto policial. ―Intentaba aguantarle la mirada al agente Jeed, pero cada vez me encontraba peor―. Tras el robo fallido, Roberto fue encarcelado, ¿por qué tenía asignado un psicólogo?

―Un momento, voy a la cocina a traerles algo de beber ―dije mientras me levantaba con suavidad.

Entré en la cocina y fui directa al fregadero. Abrí el grifo y me eché agua en la cara. Apoyé mis brazos sobre la encimera y esperé un par de minutos a que se me pasara el mal trago que mi cuerpo estaba experimentando. Bebí un poco de agua del grifo, me incorporé y respiré hondo.

«Vamos, Angelica. Tú puedes».

Aspiré.

Inspiré.

«Allá vamos».

Salí de la cocina y me senté de nuevo en el sofá.

―¿Y las bebidas? ―preguntó el agente Borello.

―No tengo nada, mis disculpas. Centrémonos en el caso y terminemos esto cuanto antes. ―El agente Jeed asintió―. Les recuerdo que Roberto está muerto y lleva varios meses así, ¿qué relación va a tener él con nada? ―dije con sequedad, remarcando lo evidente.

―Usted limítese a responder ―espetó el agente Jeed.

―Está bien. Roberto cometió algo atroz y se debía evaluar por qué, me ofrecí a ser su psicóloga y lo aceptaron. Fui un par de veces a ver a Roberto antes de que él… Bueno, se suicidase.

―Está bien, comencemos desde el principio, ¿cómo era su relación con él? ―preguntó el agente Jeed.

―Satisfactoria ―espeté―. Es decir, llevábamos varios años juntos, todo iba muy bien hasta aquel día, o eso creía yo.

―¿Entonces no iba tan bien?

―No… ―dije con la voz entrecortada y mirando al suelo―. Oiga, yo ya he hablado de todo esto, ¿por qué no se limitan a leer el informe? Es muy duro tener que rememorarlo todo.

―Está bien, pero hemos venido porque queremos enfocar el caso desde otra perspectiva. ―El agente Jeed sacó una foto de una carpeta que traía consigo y me enseñó una foto del tatuaje que se hizo Roberto días antes de morir―. ¿Qué es esto?

―No tengo ni idea. ―Cogí la foto y la miré de cerca, era la misma que tenía yo en el ordenador―. Se lo vi por primera vez en prisión, supongo que se lo haría antes de cometer el atraco. No sé lo que significa.

―Pues hemos venido aquí por esto. ¿Sabe que es el Nomadismo? ―Negué con la cabeza―. Es una organización religiosa cuyos líderes están apareciendo asesinados por gente con esta marca. Todos los casos son iguales, los asesinos aparecen en coma junto a la víctima. Pero el último caso que estamos investigando no ha sido así, por lo que hay un asesino suelto por la ciudad.

Me quedé perpleja, se me vino Noah a la cabeza, ¿era él un asesino? El corazón me iba a mil por hora.

«No puede serlo, parecía un buen hombre».

―Pero Roberto ya está muerto, aunque no mató a ningún líder de nada. No pretendía matar a nadie durante el atraco, solo se le fue de las manos ―dije con voz diminuta mientras intentaba recomponerme.

―Entiendo que Roberto no es el causante de este asesinato. Pero puede que investigarle nos lleve hacia quién esté detrás de todos estos homicidios. Alguien que está intentando borrar del mapa a esta organización religiosa ―comentó el agente Jeed.

―Me pilla por sorpresa. No puedo contarles mucho, pero si les sirve de algo, cuando fui a visitarle a prisión, parecía otra persona. Me instó a ayudarle a escapar, decía que tenía que estar en otro sitio, que estaba perdiendo un tiempo muy valioso y que tenía que cumplir una misión. ―Hice memoria―. También hablaba muy raro.

―¿A qué se refiere?

―Verá, durante el atraco a ese pequeño banco, Roberto fue gravemente herido. Tuvo que ser reanimado… ―Paré en seco.

Caí en cuenta de algo. Roberto murió y tuvo que ser reanimado, entonces un tatuaje apareció en su cuello. Noah intentó suicidarse o tuvo un accidente con el coche, experimentó la muerte y entonces un tatuaje apareció en su cuello. ¿Acaso volvieron del más allá para eliminar al Nomadismo? ¿Por qué ellos?

«Esto no tiene ningún sentido».

―¿Doctora? ―preguntó el agente Jeed.

―Eh… ―Salí de mi perplejidad―. Disculpen. ―Carraspeé mi voz―. Lo que iba diciendo, Roberto tuvo que ser reanimado, sentí como que algo había cambiado en su cerebro tras volver a la vida. Pero no me comentó nada útil ―mentí.

Estaba ocultando algo de información a la policía, me temblaban las piernas, me sentía mal conmigo misma. Pero tenía que hablar con Noah, averiguar qué es lo que le estaba ocurriendo. Necesitaba una razón que me hiciera entender todo lo que hizo Roberto, necesitaba pasar página.

―Cómo seas igual de útil en tu trabajo, no me extraña que se suicidase ―espetó el agente Borello.

―Eh… Bueno, yo no sé… ―No sabía que responder.

―Disculpe a mi jefe ―comentó el agente Jeed―. ¿Puede decirnos qué le llevó a suicidarse?

―Por lo que dijo, no quería pasar sus días en prisión, así que se quitó la vida allí mismo, en la clínica de la prisión. ―Nunca se me olvidaría―. Él... Roberto empezó a estampar su cabeza contra la pared una y otra vez hasta que se le desparramaron los sesos. ―Alcé mi mirada y comprobé que ambos se quedaron perplejos―. Sorprendente, ¿verdad? Pues imagínense la cara que puso al verme aquella persona que iba a visitarle después de mí, cuando me vio toda cubierta de sangre.

―¿Otra persona? ―El joven agente carraspeó su voz― ¿Quién fue a verle? A parte de usted, quiero decir.

―No, no lo sé. ¿Por qué no miran el registro? No tengo ni idea de quién era esa persona.

―Oliver, ¿me estás diciendo que no pediste el puñetero registro de visitas? ―preguntó con desprecio el agente Borello.

―Lo siento jefe, en el expediente solo venía la persona que le estaba tratando. ―El agente Jeed anotó algo en una libreta―. De momento hemos terminado, que pase buen día, doctora Sawa.

Me estrecharon la mano, salieron por la puerta y yo me quedé pensativa, sentada en el sofá y en absoluto silencio. Toda esta conversación me había dejado pasmada. Sentía muchos nervios por lo que pudiera venir a partir de ahora. Tenía dos opciones: Podría dejarlo aquí y olvidar todo esto, pues si continuaba me podría meter en algo muy peligroso ya que se hablaba de asesinatos. O podría también tomar valor e intentar averiguar qué pasó con Roberto a través de Noah.

«¿Vas a huir toda la vida?».

Roberto es el amor de mi vida, aún tras su muerte lo sigue siendo. Pero algo ocurrió que cambió su forma de ser y además me culpó de su suicidio, pero yo sabía que eso no era completamente cierto, algo ocurrió. ¿Qué le llevó a realizar el atraco? ¿Qué le llevó a querer morir? ¿Qué le llevó a odiarme? Noah podía ayudarme.

Miré el teléfono con cierto recelo, pero al fin con algo de confianza: Había llegado el momento de quedar con Noah. Había llegado el momento de enfrentarme a mis problemas y resolverlos por mí misma.
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Extrem05
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Re: Augurio de una condena (Novela)

Mensaje por Extrem05 »

9 de Agosto de 2013, Noah Loran.

Abrí la ventana y sentí como una ligera brisa me refrescaba el gaznate. Me pasaba el día asomado por la ventana, pensando en mi situación en el lugar más fresco del apartamento. Cada día se tornaba más caluroso en Forlón, tanto que hasta comenzaba a echar de menos aquel infierno gélido que había dejado atrás. Nunca antes la ciudad había llegado a subir tanto su temperatura. Era lo que me faltaba para acabar de crisparme. Empezaba a odiarlo todo: Al pesado de Sam, al calor y sobretodo odiaba que me cortasen la cabeza o que intentasen devorarme vivo. Todo el tema del maldito infierno estaba cambiando mi humor, después de todo lo que me pasaba en mis pesadillas era muy difícil despertar y poner buena cara. Pero necesitaba ser amable, ser como siempre había sido, no podía dejar que lo que estaba viviendo pudiese conmigo.

«Puta mierda de todo».

Dejé de meditar y centré mi atención en lo que de verdad importaba: Tenía en mis manos un documento que acababa de imprimir con información sobre el Nomadismo, la organización de la que me había hablado el pintoresco Roan. Aún no podía creerme que esta organización existiese de verdad y que tuviesen sede en la propia Forlón. En internet no detallaban mucha información, pero ofrecían un número de contacto y algunos mensajes de gente anónima que te invitaban a unirte a ellos. Parecía algo religioso, ¿acaso esta religión totalmente desconocida era la verdadera? No sabía que pensar y la curiosidad me estaba matando. Así que decidí cerrar la ventana y sentarme en el sofá para llamar por teléfono cuanto antes. Necesitaba ver qué me ofrecían, qué eran y qué tenían que ver con lo que me estaba sucediendo.

Descolgué y marqué el número que ofrecían en la página web.

El corazón me latía con fuerza.

―Buenas tardes. Le atiende Lotta desde la sede del Nomadismo en Forlón, ¿en qué podemos ayudarle? ―preguntó con voz muy amable aunque desganada.

―Buenos días… ―titubeé. Aún no sabía ni que preguntar―. Estoy interesado en ciertos temas de vuestra organización. Es algo difícil de explicar, ¿hay forma de quedar en persona para hablar con ustedes?

―Por supuesto. Estaremos ahí para lo que necesite. Hoy ya no va a ser posible pero mañana mismo podremos reunirnos con usted, ¿le viene bien a las doce del mediodía?

―Sí, claro.

―Estupendo. En la cafetería de la gran plaza, ¿le apetece? Uno de los nuestros se reunirá con usted allí. Pregúntele lo que quiera, nos encanta ayudar a la gente, sobre todo a los desfavorecidos.

―Pues… gracias.

―¿Me puede decir su nombre?

―Me llamo Noah.

―Está bien Noah, que tenga una buena tarde. Quiero que sepa que ha dado un gran paso, su vida irá a mejor a partir de ahora. No le decepcionaremos. Un fuerte abrazo.

―A… Adiós.

Colgué.

«Qué fácil ha sido».

¿Qué podrían contarme? Aún esto me seguía pareciendo de locos, ¿sabrían ayudarme en lo que me estaba pasando? Aunque tenía interés en conectar toda mi aventura en el infierno con algo en la vida real, tenía la sensación de que en verdad todo esto no era más que una pérdida de tiempo, que esto que me estaba pasando a mí era un caso aislado y que nadie me creería ni sabría ayudarme en caso de creerme.

―¿Con quién hablabas? ―preguntó Sam, quién entró en el cuarto de estar y se sentó a mi lado.

―Eh… Déjalo estar, no era nada importante ―contesté.

―¿Estabas hablado con mamá?

―Ni hablar ―sentencié.

Sam me miraba con intención de que me sintiese culpable. No me encontraba con fuerzas para tener que aguantar de forma paciente sus reproches constantes, emocionalmente no podía lidiar con ello. Todo lo que vivía en mis pesadillas me estaba superando y ver la cara de decepción de Sam todos los días me sentaba como una patada en el estómago.

―Sam, no empieces ―dije.

―Noah…

―No voy a contarle nada. Mamá está mayor y es mejor que no sepa lo que ocurrió. Además ya te he dicho que fue un accidente y mamá vive muy lejos, no la hagas desplazarse para nada.

―Al menos podrías llamarla para hablar con ella, que parece que solo piensas en ti. Ella te quiere mucho y no sabe nada de ti desde hace mucho tiempo. Tienes suerte de que sea tan buena y no te guarde rencor.

―¿Guardarme rencor? ¿Tú te escuchas cuando hablas? ¿Cómo va a guardarme rencor mamá por estar ausente tras la muerte de mi hijo? Quizás ella entiende que su hijo no pasa por su mejor momento.

―Pasa página Noah, la vida sigue y…

Le interrumpí.

―Ni se te ocurra terminar esa frase ―espeté.

Sam suspiró y se quedó sentado a mi lado sin mediar ninguna palabra. Me estaba invadiendo la imperiosa necesidad de darle un puñetazo a algo así que decidí encerrarme en mi cuarto antes de hacer o decir algo de lo que pudiese arrepentirme.

El resto del día me lo pasé encerrado en mi habitación con la intención de evitar todo contacto con el exterior y, sobretodo, con el pesado de mi hermano Sam. Intenté relajarme dándome un par de baños fríos y tomándome un par de tilas. A la noche, me tumbé en la cama, esta vez sin arroparme tanto como los días anteriores y me dispuse a volver al infierno. Aunque iba con desilusión, pues no tenía muchas esperanzas en continuar mi camino si Olaf seguía en sus trece con eso de que yo era un intruso. Pero no me quedaba más remedio que intentar avanzar, al fin y al cabo, tarde o temprano tendría que dormir. Era algo inevitable, a estas alturas solo esperaba que fuese lo más ameno posible.

•••

Mi consciencia me transportó de nuevo al mismo sitio de siempre. Lo sentía incluso antes de abrir mis ojos, lo sentía por el olor de la guerra, por la sequedad que envolvía a mis labios cuando regresaba aquí. Abrí mis ojos con desgana y me levanté sobre mis rodillas para seguidamente alzar mi mirada. Delante de mí se erguían el pintoresco Roan y unos cuantos soldados más, aunque ninguno de ellos reparaba en mí. Hubiese preferido aparecer en un lugar apartado para no tener que volver a lidiar con estos estúpidos, pero al parecer siempre aparecía en el lugar que me había quedado, era algo que tenía que ir asumiendo.

Mi cadáver ya había desaparecido pero toda la sangre seguía desparramada bajo mis pies. Me aparté con rapidez, asustado por la impresión, y choqué con Roan, quien me miraba con una amplia sonrisa.

Volví a caer al suelo.

―Lo has conseguido ―dijo―. Te he estado esperando.

―¿Qué es lo que he conseguido? ―pregunté mirando a mi derecha―. ¿Qué me corten la cabeza? Ese no era mi plan, para nada. Debes ser un poco estúpido para pensar que ese era mi plan. Aunque no creo que seas el más estúpido, si te sirve de consuelo. Aquí hay otros mucho más estúpidos que tú, te lo puedo asegurar.

Roan carcajeó con regocijo tras mis palabras.

―Me vas a tener de tu parte, eso es lo que has conseguido. Como ya te dije, aquí ya están todos un poco dementes y nadie se entera de nada, pero recuerda, ese no es mi caso ―dijo.

Se acercó a mí y me ofreció su mano para levantarme. La acepté a regañadientes y al incorporarme Roan me rodeó por los hombros con uno de sus brazos.

―Cuando te cortaron la cabeza, desapareciste. ¿Es que sabes cómo escapar de aquí? ―preguntó con esperanza en sus ojos.

Esto me resultaba familiar, era la misma historia que con Carlos. Eso de desaparecer delante de alguien debía ser un suceso realmente inaudito. Si volvía a estar en problemas, ya sabía lo que tenía que hacer para que todos se pusiesen de mi parte. Aunque, sabiendo lo que me ocurrió con Carlos y aquella chica sin nombre, tampoco quería darle demasiado crédito a este tal Roan, probablemente me acabaría traicionando si se diese el caso. Al fin y al cabo, esto era el infierno.

―¡Aquí estáis de nuevo! ¡Maldito ingrato! ―vociferó alguien con voz de mujer que se encontraba tras de mí.

―Será posible… ―murmuró Roan.

Dernelle, aquella chica de aspecto rudo que me llevó ante Olaf, hizo acto de aparición con su arma dispuesta para volver a cortarme el pescuezo. Me eché a un lado esquivando su ataque y Roan, ante mi incapacidad para defenderme, desenfundó su espada y le cortó la cabeza a su compañera sin vacilar ni un solo segundo.

―Fue culpa suya que te cortaran la cabeza, ahora ya estáis en paz, ¿verdad? ―preguntó.

Me quedé atónico, temblando mientras apartaba de mi rostro toda la sangre que me acababa de salpicar.

―¡¿Qué coño estás haciendo?! ―pregunté exaltado.

―Se dice gracias ―respondió―. Supongo que yo ahora debería decir de nada ―continuó.

―¿No es tu amiga? ¿Así de fácil matas a la gente?

―¡Cú-Cú! ―dijo moviendo su dedo incide en círculos y apuntando hacia su cabeza―. Te recuerdo que va a renacer por aquí inmediatamente, además ya está acostumbrada a sufrir. ―Se volvió a arrimar a mí―. Ignora eso, ¿no querías entrar en el castillo? Pues vamos a intentarlo. Sé que te dije que no había escapatoria, pero eso fue antes de ver lo que hiciste.

―¿Ahora quieres ayudarme o más bien quieres que te ayude yo a ti?

―No soy el mejor guerrero, pero puedo hacer frente a varios de esos parásitos yo solo mientras que tú apenas te puedes tener en pie ante el peligro, la ayuda será mutua. No voy a despegarme de ti, estoy seguro de que conoces la forma de escapar. La gente aquí no desaparece sin más como tú hiciste hace poco. Sinceramente, no sé por qué has vuelto, pero ya que lo has hecho, tengo que aprovecharlo.

Tras sus palabras, un sonido grave, espeluznante y estridente envolvió toda la zona y retumbó en mis oídos. Los parásitos hacían sonar un cuerno de guerra desde lo más alto del castillo que resonaba por toda la cúpula. Los pocos soldados que se conglomeraban a mí alrededor huyeron despavoridos y comenzaron a esconderse entre los diferentes barracones.

Roan me agarró del brazo y me llevó detrás de una de las casetas.

―Es tu día de suerte, cuando los parásitos salen, el castillo se queda prácticamente indefenso, es el mejor momento para abordarlo ―dijo con mucha confianza―. Aunque es un poco extraño ―continuó―, salieron hace muy poco, no les esperaba tan pronto.

Ignoré las últimas palabras de Roan y me asomé con precaución todo lo que pude para intentar no ser visto por las criaturas. Contemplé cómo hordas de parásitos abandonaban el castillo y comenzaban a masacrar toda vida que se encontraban a su paso. Había unos pocos soldados que tuvieron el valor suficiente como para hacerles frente, pero una gran diferencia de número jugaba en su contra. Aunque volvía a destacar que era solamente la diferencia de número lo que les hizo perder, pues todos los lochlannach se desenvolvían increíblemente bien en el combate. Los parásitos, por otro lado, seguían con su movimiento torpe y poco instintivo, no había ni uno solo de ellos que luchara con disciplina.

―Tenemos que darnos prisa, no pararán hasta que todos estemos muertos. Tardarán un buen rato en hacer un barrido completo, pero créeme que nos encontraran. ―Roan me volvió a agarrar y tiró de mí―. No tengas miedo por sufrir, pues eso no lo vas a evitar en el infierno.

Nos escabullimos todo lo que pudimos arrimándonos a los laterales del castillo. Ya habían parado de salir parásitos, solo quedaban unos pocos de ellos custodiando la puerta. Continuamos acercándonos hasta que Dernelle volvió a aparecer.

«Si no han pasado ni cinco minutos».

―¿Vos también, Roan? Jamás imaginé esto de ti, maldito traidor ―dijo Dernelle con cara de odio en su rostro.

―¿Por qué no te imaginas que te vas a tomar por culo? ―espetó Roan.

―Lástima que no manejéis la espada tan bien como la lengua. ¡Esta vez no me pillaréis por sorpresa! ―exclamó.

―Baja la voz ―susurró Roan―. ¿Eres estúpida? Dernelle, no tengo tiempo. Tenemos que entrar en el castillo. Este chico sabe la forma de escapar.

―¿Queréis desertar? Por encima de mí. ―Dernelle desenvainó su espada―. Zafio embustero, vais a lamentar habernos traicionado. ¡Prepárate para morir!

Roan también desenvainó su espada y ambos se aproximaron para empezar la contienda.

―Preparaos, sois el siguiente ―me dijo Dernelle sin apartar la mirada de Roan.

Antes de que comenzaran la contienda, una red gruesa y pesada nos cayó por encima desde lo alto del castillo, atrapándonos a los tres. De pronto, se abrió una especie de pasadizo del cual salieron varios parásitos, agarraron la red y con fuerza y de un tirón nos empujaron hacia dentro.

Nos arrastraron durante varios metros a través de un oscuro pasillo mientras yo hacía esfuerzos y me revolvía para intentar escapar. No lo conseguí pero al cabo de unos pocos minutos nos sacaron de entre las redes. Apenas alcanzaba a ver nada más que una amalgama de manos tocándome por todas partes. Me amarraron con una cuerda a un palo por los pies y por las manos y me levantaron del suelo, colgando cual cochinillo. Dos parásitos sujetaban por los extremos la vara que me sostenía.

Roan y Dernelle se encontraban en la misma situación que yo y estaban siendo llevados por delante de mí, pero ambos se centraban más en echarse las culpas el uno al otro que en intentar escapar, pues parecían ignorar la situación en la que nos encontrábamos.

―¿Estarás contenta? ―preguntó Roan con ironía―. Si hubieras callado esa boca ahora no estaríamos en tal coyuntura.

―Si tanto os gusta callar, hacedlo ahora, traidor ―contestó Dernelle―. Como les contéis algo os juro que acabaré con vos.

―¿Traidor? ¡Claro! Estoy aliado con los parásitos, somos tan amigos que ya sabes lo que se nos viene ahora encima.

―¿Qué? ¡¿Qué se nos viene?! ―pregunté.

―Somos la cena, el almuerzo o la merienda. No sé qué hora es porque no hay sol, ¿recuerdas? ―contestó Roan.

Me entró el pánico. ¿Otra vez iban a comerme? Empecé a zarandearme todo lo que pude pero fui incapaz de soltarme. Los parásitos no dudaban en atizarme con sus enormes garras cada vez que intentaba escapar, así que dejé de intentarlo. Miré a la izquierda, a continuación miré a la derecha y después fui intercalando. ¿A dónde nos llevaban? Roan y Dernelle seguían insultándose el uno al otro, pero sin hacer ningún esfuerzo por escapar, parecía no importarles lo más mínimo que nos fueran a comer.

Ellos seguían enzarzados en su absurda disputa mientras yo observaba lo que había a nuestro alrededor: Pasamos por varios pasillos con paredes hechas de piedra hasta llegar a un comedor repleto de comensales, todos ellos parásitos. ¿Cuántos de estos seres había? ¿No se suponía que el castillo se vaciaba cuando atacaban el campamento? Todos ellos nos miraban con fogosidad, incluso con euforia y el deseo de hincar sus dientes en nuestra deliciosa carne. Parecían niños emocionados por un regalo que estaban a punto de recibir. Se sentaron alrededor de las mesas, se colocaron unos pañuelos alrededor del cuello para cubrirse de futuras manchas y comenzaron a golpear las mesas con sus cuchillos y cucharas, reclamando la comida que tanto esperaban.

La mayoría de ellos permanecieron sentados en el comedor, pero hubo seis que continuaron arrastrándonos hasta la habitación contigua. Al entrar miré hacia mis alrededor y me percaté de que nos encontrábamos en la cocina. Había pucheros, un par de hornos de leña y varias mesas para despiezar repletas de sangre, órganos y huesos. Me pusieron sobre una de las mesas y los seis parásitos cocineros comenzaron a hablar entre ellos. Tras debatir algo, pusieron agua a hervir en uno de los enormes pucheros, ¿iban a cocinarnos antes de comernos? No esperaba que esto fuese a ocurrir en un lugar así, es decir, nunca esperé que esas criaturas cocinasen su comida.

Me quitaron toda la ropa, me ataron a la mesa y comenzaron a echarme especias por encima mientras yo no paraba de estornudar. Tras terminar conmigo, comenzaron a hacer lo propio con Dernelle, pero esta no dejó que le quitaran ni una de las prendas que llevaba puestas. Dernelle era una mujer muy corpulenta y apenas podían con ella, así que tuvieron que hacer esfuerzos entre los seis parásitos a la vez. Era tal la rebeldía y fuerza de Dernelle y la voracidad de los parásitos, que estos desistieron y decidieron actuar. Uno de ellos cogió un cuchillo, le cortó la mano derecha y no dudó en chupar la sangre que esta desprendía. Los otros cinco, excitados por el olor de la sangre, se abalanzaron sobre Dernelle con lujuria y comenzaron a morder carne allá donde pudieron.

Entre tanta confusión, pude ver a Roan quemando las cuerdas que le ataban usando los fogones que calentaban el puchero. Se acercó a mí, me liberó y raudamente comencé a retirar todos los condimentos que me habían echado por encima. Me negaba a ser la comida de nadie.

―Vayámonos de aquí, no tengo hambre ―susurró Roan.

―¿Y tu amiga? ―pregunté mientras recogía mi armadura y me la volvía poner.

―¿De verdad quieres ayudarla?

Permanecí dubitativo durante unos segundos, la verdad era que la chica nos había causado muchos problemas. Pero no podía quedarme de brazos cruzados mientras se la comían viva, no después haber vivido por mí mismo algo tan desagradable. Quizás me estaba equivocando, sabía que esta gente no era de fiar, pero no podía tolerar ver algo así y quedarme de brazos cruzados. Aunque mi plan era viajar solo, al fin y al cabo comprendía la desesperación que sentía esta gente por salir de aquí y abandonar su tormento.
Cogí una espada con la intención de liberar a Dernelle, pero al postrarme tras los parásitos me entró la cobardía, incluso a pesar de que ellos no se habían percatado de que nos habíamos liberado. Yo nunca había atacado a nadie, ni siquiera a un animal, por lo que no me veía capaz de hacerlo, a pesar de que era por una buena causa. Roan me miró y comenzó a mofarse de mí. Con exceso de confianza, se abalanzó sobre los parásitos y les rebanó el cuello a todos, sin pestañear y sin demorarse más de cinco segundos.
Dernelle se quejaba por el dolor mientras se apartaba los cadáveres de los parásitos de encima. Se incorporó, cubierta de mordiscos, y cubrió el corte de su brazo con unos trapos que había encima de la mesa. Roan se acercó a ella e hizo presión para que la sangre dejase de brotar.

―¿Un simple corte y ya te pones a llorar? ―preguntó Roan.

―No estoy llorando, mentecato. Esto duele mucho. ―Se levantó de la mesa y se incorporó frente a nosotros―. Puedo llegar a creer que no sois unos intrusos. No obstante, ¿se puede saber por qué querríais entrar en el castillo a escondidas de los demás?

―¿No es el objetivo de esta guerra asediar el castillo? ―preguntó Roan.

Dernelle se quedó bloqueada, estos desgraciados llevaban tanto tiempo con el asedio que ni se les pasaba por la cabeza que algún día podrían conseguirlo.

―Te has quedado en blanco, ¿verdad? Si me permites, yo tengo la misma pregunta para el pipiolo. Ya estamos en el castillo, ¿ahora qué hacemos? ―preguntó Roan.

―Está bien ―me resigné a contarles―. Puede, y solo digo puede, que haya alguna forma de salir de aquí. Pero antes debo inspeccionar el castillo.

―¿Salir de aquí? De aquí no sale nadie, debemos ayudar a los demás, asediar el castillo y ganar la guerra para volver a casa con nuestras familias ―dijo Dernelle.

―¿Sabes? Podemos ignorarla el resto del camino, es una especie de mosca de la mierda que se te mete aquí en el oído, pero con el tiempo te acostumbras ―contestó Roan.

Dernelle se molestó con el comentario y se apartó a un lado. Yo no sabía cuál era su propósito ni qué se le pasaría por la cabeza. Ella se acercó a la puerta de la cocina y se asomó al otro lado. Al entreabrir la puerta, escuchamos a los parásitos, quienes seguían impacientes por la comida e incluso tarareaban canciones para amenizar la espera.

Roan cerró la puerta con inmediatez.

―¿Y qué haréis ahora? Pues esta puerta es la única de la habitación y todos esperan su banquete ―dijo.

―Esperan un festín, ¿no es cierto? ―preguntó Roan.

―¿A qué te refieres? ―pregunté.

―¿No es obvio? Sirvamos la comida que tanto desean ―contestó posando sus ojos sobre los cadáveres de los parásitos que él mismo acababa de degollar.

Me coloqué frente a los cuerpos, Roan se puso a mi lado y antes de continuar nos miramos el uno al otro. Teníamos que darnos prisa pues el resto de parásitos en el comedor parecían impacientes, así que cogimos los cuerpos uno a uno y comenzamos a quitarles la poca ropa que llevaban encima. El puchero estaba ya hirviendo así que nos dispusimos a echarlos dentro.

―Deberíais cortar la carne antes de servirla ―comentó Dernelle, quién nos miraba de reojo apoyada sobre una de las paredes mientras apretaba con fuerza sobre el muñón sangrante―. Si la servimos troceada lo disimularemos mejor. Dejadme a mí.

Dernelle se incorporó y se acercó a nosotros. Cogió uno de los cuerpos y comenzó a asestarle golpes con su espada. Roan cogió otro cadáver e hizo lo mismo. Yo intenté hacer lo propio pero fui incapaz. Era demasiado aprehensivo en estos temas y me estaban entrando ganas de vomitar solo de pensar en hacerlo.

Al terminar de trocear, echaron toda la carne al puchero y comenzaron a remover.

―Esto rezuma olor a parásito, es nauseabundo ―dijo Roan asqueado―. Les encanta la sangre humana, me parece que esto ha sido una mala idea.

Dernelle, quien parecía estar muy centrada en el plan, cogió la mano que le habían cortado y la echó al caldero. Tras ello, estiró la parte que le quedaba del brazo y la colocó encima para dejar caer la sangre y que le diera más sabor a humano.

―¿Crees que será suficiente? ―pregunté.

―Rápido, cortaos algo para que sepa más a nosotros ―ordenó Dernelle.

―Venga pimpollo, tú primero ―dijo Roan a la vez que me daba una fuerte palmadita en la espalda.

―Ni hablar ―contesté.

―Chico, estamos en el infierno. Sufrir, vamos a...

―Sí, ya sé que sufrir vamos a sufrir, pero, ¿no estás tú acostumbrado? Te cedo los honores ―le interrumpí.

Mucho hablar de sufrir, pero el primero que intentaba evitarlo era él. Ante la negativa de ambos, llegamos a un acuerdo y accedimos a hacernos un corte en la mano para dejar caer algo de sangre en el caldero. Pero mientras me mentalizaba para autolesionarme, Roan decidió actuar por su cuenta y, sin pensarlo ni un instante, me cortó mi brazo izquierdo, entero desde el mismo hombro. Comencé a gritar por el dolor y caí al suelo, mareado por la pérdida de sangre.

«Este es peor que el puto Carlos».

―¡Joder! ―gritaba.

―Calma chico ―dijo con tranquilidad.

―¡Hijo de puta! ¡¿Qué has hecho?! ―pregunté con furia mientras me retorcía por el suelo.

―Tranquilízate, no te cortaré nada más, con esto será suficiente. Sabes que con un poco de sangre de esta chica no iba a ser suficiente.

―¡Pues haberte cortado tu propia mano!

―Bueno, yo me he cargado a esos seis, algo tendrás que hacer tú. ―Se reía―. Y no te quejes que estoy ayudando sin saber nada de ti.

―¿No era una ayuda mutua?

―Chico, deja de quejarte y ponte en pie.

Roan se acercó a mí y cubrió mi corte igual que hizo con Dernelle, intentando que la sangre dejara de brotar. Me ayudó a ponerme en pie y tras ello echó mi brazo al puchero. Intenté reprimir mi dolor y seguir su plan, pero dolía muchísimo y comenzaba a sentirme mareado. Al ponerme en pie, me eché a un lado y vomité. Estaba sudando y sentía que se me escapaba la fuerza.

―¡¿Podéis dejar de llorar de una vez y venir aquí?! ―preguntó Dernelle harta de esperar―. Ya que nos habéis metido en esto, hagamos que sirva de algo.

Dernelle esperaba junto a Roan como si nada hubiese ocurrido a pesar de que ella tenía heridas mucho más graves que las mías. Me mentalicé e intenté ignorar el dolor. Respiré hondo y me acerqué a ambos. Antes de que nadie mediase palabra alguna, me percaté de lo bien que me lo había tomado, dentro de lo malo. Me acababan de cortar un brazo y ahí estaba yo, como si nada junto a la persona que me lo acababa de cortar. En el fondo era consciente de que este dolor era pasajero y de que al despertarme volvería a tener mi brazo.

«Me estoy acostumbrando al infierno».

―Nosotros también estamos sangrando, nos olerán ―comentó Dernelle.

―Bien visto, debéis disimular vuestro olor, restregaros un poco de sangre de parásito por el cuerpo.

―¡¿Qué?! ¡¿No has tenido suficiente con cortarme el brazo?! ―Me llevé las manos a la cabeza―. ¡Bah! Ya qué más da.

Dernelle y yo nos untamos todo el cuerpo con ese hedor de los parásitos. Tras ello, entre los tres subimos el puchero a un soporte con ruedas para poder trasportarlo. Abrimos la puerta de la cocina y, sin dejarnos ver, empujamos el caldero con todas nuestras fuerzas para que se fuese lo más adentro posible del comedor.

Instantes después de hacerlo se hizo el silencio, no se escuchaba nada más aparte de nuestra respiración. ¿Qué habría pasado? Roan se asomó, comprobó lo que se desataba fuera y me agarró del brazo que me quedaba para tirar de mí, para que saliese con él fuera de la cocina. Me asomé con lentitud, intentando hacer el menor ruido posible. Una vez fuera, vi que el caldero se había volcado y el estofado de parásitos con regusto de Dernelle y mío se había derramado por todo el suelo. Todos los parásitos tenían sus lenguas fuera de la boca y degustaban el manjar. Todos y cada uno de ellos se encontraban abstraídos degustando el aroma de nuestra sangre. Al mismo tiempo, todos parecían ignorar la carne parasitaria, como si no estuviese.

Roan, Dernelle y yo continuamos caminando lo más sigilosamente posible, con el corazón a mil por hora. Ladeamos el comedor y llegamos al otro lado. Finalmente, abrimos la puerta y salimos de allí. Al fin pude volver a respirar, me faltaba el aire y nunca en mi vida había sudado tanto. Roan, por su parte, al salir del comedor dejó escapar una risotada.

―¡Eso ha sido intenso! ―exclamó.

Tras el comentario de Roan, los tres nos pusimos en marcha. Tras avanzar por algunos pasillos, llegamos a lo que parecía una sala central, con grandes escaleras que conducían a una planta superior. En el techo destacaba un largo rabo peludo que colgaba como si fuera una lámpara. ¿Un rabo de toro? Era de color rojizo. A los lados, dos tapices enormes cubrían las paredes. En cada uno de ellos había estampado el dibujo una mujer. En uno una rubia y en el otro una mujer de cabello castaño, ambas muy bellas. En la pared de en frente estaba grabado debajo de una ventana el símbolo que portaba en mi nuca. Al verlo me sentí aliviado, pero al acercarme y tocar no pasó nada.

―¿Qué ocurre, amigo? ―preguntó Roan mientras miraba a Dernelle extrañado―. ¿Sabes por dónde tenemos que ir?

―No estoy seguro ―contesté.

Volví a colocar mi mano sobre el símbolo agrietado, pero nada ocurría. Mi corazón se encogió y temí lo peor. ¿Y si ya no podía abrir las puertas?

«No puedo desistir tan fácilmente».

―No es aquí… Creo que tenemos que seguir buscando, debe de haber una salida por alguna parte ―dije con desánimo.

―¿Estás seguro de ello? ―preguntó Roan.

―No, pero tampoco tenemos nada que perder, aprovechemos que los parásitos siguen batallando fuera y que el resto degusta nuestra sangre.

―Pues hemos de darnos prisa, no creo que la batalla se prolongue por mucho tiempo.

Subimos las escaleras centrales. Tras avanzar por otro corredor, encontramos una puerta de color verdoso. Al entrar, comprobé que la habitación parecía ser uno de los dormitorios principales. Había una cama enorme en el centro con sábanas de seda. Un retrato enorme decoraba una de las paredes, con una pareja de nobles pintado en él. El retrato estaba roto justo en la parte donde se encontraría el corazón de la mujer. Era como si le hubiesen clavado un puñal. El resto de la habitación estaba impoluta y demostraba el gran poder adquisitivo de su dueño. La decoración podría datar del siglo XV o XVI y no parecía haberla usado nadie en mucho tiempo. Había un sobre abierto encima de una de las mesillas. Saqué una carta que se encontraba dentro y me dispuse a leer:

“Mi estimado amigo Elric, os otorgo el honor de custodiar mi castillo, pues sin mi amada ya no requiero de poseer tantas riquezas. Espero que sepáis cuidar bien de mi lecho, pues os entrego uno de mis bienes más preciados.
No creo que nos volvamos a ver.”

«¿Qué significa esto?».

Dejé la carta y posé mi mirada en Dernelle, quien había cogido algunas joyas de uno de los cajones de la cómoda y se las había agenciado para ella.

―Mi hermana me regaló uno igual ―dijo refiriéndose a un collar de lapislázuli que colocó en su cuello―. Cuánto la añoro.

«Creía que aquí nadie recordaba nada de su vida».

―¿Tú hermana? Déjate de historias, Dernelle ―comentó Roan―. Mira lo que he encontrado. Esta ballesta es de las buenas así que mejor me la quedo yo. Vosotros, par de mancos, ni siquiera podéis sostenerla ―concluyó con cierta mofa.

Roan se guardó una caja de puros en el bolsillo y se amarró en la espalda una ballesta que había colgada en la pared, aunque sólo tenía tres virotes podría ser de utilidad.

Un instante después de terminar Roan su frase, un estruendo sacudió el castillo y me hizo caer al suelo. Numerosas motas de polvo invadían la habitación.

―¿Ya está Olaf con las catapultas? ―preguntó Roan―. Vaya pérdida de tiempo.

―Vayámonos de aquí, en este lugar no hay nada. No queda otra que ir a donde esté ese tal Arconte de la guerra. Seguro que él custodia la salida ―dije.

En principio no quería ir a esa sala, pero no encontrando ninguna puerta en otro lugar. Era probable que la salida estuviese custodiada por el Arconte al igual que en la estepa gélida que dejé atrás estuvo custodiada por aquellos guardianes.

Salimos del dormitorio y, tras caminar durante varios minutos, subir un par de escaleras y bajar otras tantas más, encontramos una puerta colosal, negra y con un acabado muy agresivo. Parecía oxidada y no incitaba a tocarla.

―Debe de ser aquí ―aclaró Roan.

Tragué saliva y, con cuidado por no cortarme con las afiladas espinas que recubrían todo el portón, intenté abrí la puerta. Sin embargo, esta era tan pesada que no pude hacerlo con un solo brazo así que le cedí a Roan los honores. Este abrió la puerta sin problemas.

―Puede pasar, mi señor ―vaciló mientras la sostenía.

Al entrar miré a mí alrededor: La habitación estaba casi vacía. Al fondo había un trono majestuoso y un hombre de más de dos o tres metros estaba sentado en él. Portaba una maza que sostenía con las dos manos y llevaba una armadura gótica de color negro que cubría todo su cuerpo, incluido su rostro. No podría afirmar si nos vio o no, probablemente sí, pero no hizo ningún tipo de esfuerzo por levantarse del trono.

Los tres nos acercamos con cierta cautela, el Arconte seguía sin inmutarse así que aproveché y continué acercándome hasta postrarme a menos de medio metro de él.

Miré a Roan.

―¿Nunca se levanta? ―susurré.

―Yo que sé. Dicen que antes salía a combatir, pero hace tiempo que no se le ve. De momento intenta tener cuidado, si no se mueve, mejor para nosotros ―aconsejó Roan.

Al acercarme un poco más, al fin pude ver el símbolo de mi tatuaje a los pies del Señor, en el suelo, ésta vez sí, era idéntico al de la otra vez, del mismo tamaño incluso. No dudé ni un momento en tocar con mis manos el suelo para así abrir la puerta. Mi tatuaje comenzó a arder y se abrió un abismo ante nosotros. Un olor pútrido se escapó de aquel lugar y embriagó la habitación.

El Arconte reaccionó ante la apertura de la puerta, se alzó ante mí y me atizó una patada tan fuerte que me lanzó al otro lado de la habitación. Sentí que me había roto un par de costillas. Era tal el dolor que comenzaba a sentir en cada recoveco de mi cuerpo que ya apenas me sentía con el control de mis extremidades.

El Arconte se acercó a mí:

―¿Quién sois vos? ―preguntó.

Me agarró del cuello, me levantó y bruscamente me giró para mirar mi nuca.

―Esto no es vuestro ―dijo pasando su dedo índice por el tatuaje que portaba en mi nuca.

Antes de que pudiese continuar, un estruendo me aturdió incluso más de lo que ya estaba. Alguien había disparado la otra catapulta y esta golpeó de pleno en la sala, derrumbando parte del techo y este cayendo sobre el Arconte.

«Al fin eres de utilidad, Olaf».

Roan me agarró y me ayudó a levantarme.

―Llevas la suerte contigo ―comentó.

Roan, Dernelle y yo nos asomamos al agujero que se abrió al tocar. Si saltábamos nos esperaba una caída de varios kilómetros de altura.

―¿Qué hacemos? ―preguntó Roan.

―¿No queríais acabar con esta guerra? Pues creo que tendremos que saltar ―contesté.

―¿Qué pasa con los Lochlannach? Nuestros hermanos siguen aquí. Si conseguís escapar es gracias a ellos ―dijo Dernelle.

El Arconte comenzó a quitarse de encima las rocas y escombros que le sepultaban. Los tres le miramos y unos segundos después volvimos a posar la mirada sobre el agujero.

―Dernelle, no podemos seguir aquí para siempre. Si queremos acabar con la guerra, debemos continuar por aquí. Ya volveremos a por ellos ―concluyó Roan.

Me dio la sensación de que la había mentido. Roan era igual de consciente que yo de que nunca volveríamos a por ellos. Aunque en parte tenía razón, la guerra acabaría al saltar, pero solo acabaría para nosotros tres.

Roan se lanzó el primero, Dernelle le siguió después, aunque no parecía convencida del todo. Finalmente, yo también me lancé, con miedo en el cuerpo y tiritando tan fuerte como cuando me congelaba en la espeta, pues el impacto supondría morir y probablemente experimentar un dolor incluso más intenso que todo lo experimentado hasta ahora.

Caí durante un par de minutos mientras miraba hacia arriba y contemplaba cómo la puerta volvía a cerrarse.

Me estampé contra el suelo.
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