Compilación de escritos (Relatos)

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lucidreams
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Registrado: 08 Feb 2018 16:21

Compilación de escritos (Relatos)

Mensaje por lucidreams »

¡Muy buenas! Dejo por aquí algunos de mis escritos. ¡Espero que os gusten!

Escritos
No es de extrañar que, si observamos en cualquier punto de la historia, hallemos más de varias personas escribiendo al mismo tiempo. Siendo nosotros sabedores de esto, hemos elegido un punto concreto, este preciso instante, para relatar conjuntamente diversos de los escritos que están siendo escritos ahora mismo. Dicen así:
El hombre no estaba cómodo, el suelo era duro y frío, pero poco le importaba, pues estaba conforme observando el ágil caminar de aquellos que cruzaban la concurrida calle. Tenía los ojos entrecerrados, aunque estaban casi tan alerta como siempre. Se encontraba sentado en una posición algo curiosa, con las piernas extrañamente cruzadas. Quien se hubiera fijado en él, sentado en aquel portal tan rectamente colocado, habría pensado que el hombre debería estar sufriendo un horrible dolor en las piernas al hallarse en tal posición, pero el hombre llevaba ya tanto tiempo en aquella postura, que apenas sentía, en realidad, sus piernas. Su propiocepción se había esfumado hacía ya un tiempo, pues el hombre se esforzaba en dedicarse únicamente a observar el ágil caminar de aquellos que cruzaban la concurrida calle, tratando así de acallar aquel leonino rugido que surgía de alguna parte.
El niño estaba muy excitado, pues había sacado la mejor nota de la clase. Entró entusiasmado a su casa, y patosamente se tropezó con su madre al entrar corriendo al salón. Después, patosamente, trataron de escaparse de su boca las palabras exactas para transmitirle a su madre su enorme felicidad y aquella grandísima noticia. La madre trataba de entender todo lo que su hijo le decía, pero él hablaba tan de prisa, y tan atropelladamente, que poco entendió, pero se mostró sonriente e inusualmente feliz ante la felicidad de su hijo, que supuso que derivaba de su buena nota en el examen. Entonces, su hijo le dijo que, palabras que entendió perfectamente, cuando fuese algo mayor iría a la universidad, y estudiaría medicina, y sería el mejor médico del mundo, y nadie tendría jamás que sufrir porque él arreglaría los problemas de todo el mundo. La extraña felicidad de la madre desapareció de súbito al escuchar la palabra universidad. Su hijo no entendió el porqué de este repentino desmoronamiento de su alegría, y buscó los ojos de su madre, quienes le ignoraron. Ella, quizá desorientada, miraba hacia todos los lados de aquel diminuto y lóbrego salón, y en un acto reflejo, completamente inconsciente, se llevó una mano a los bolsillos.
El hombre decidió mover las piernas, así que trató de levantarse, caminar un poco, ir a la tienda que había al lado de donde había estado sentado, quizá comprar algo de comer, y algo de beber, sin duda, algo de beber, y pasearse por el parque, quizá sentarse en algún banco, que era sin duda mucho más cómodo que cualquier suelo duro y frío, quizá pasaría el rato saludando a los niños que jugaran por allí, quizá hablaría con algún viejo amigo, si es que quedaba alguno por la zona, y cuando se hiciera de noche seguramente se acostaría cómodamente y vería la Luna y las estrellas salir, las contaría, pasando el rato, como hacía cada noche, pero siempre se decepcionaría al no contar más de veinte puntos difuminados por la potente luz de todas las farolas que rodearían el parque, al día siguiente se levantaría e, incómodo de estar cómodo, volvería a su sitio inicial, o a cualquiera de los sitios iniciales que había recorrido en su corta vejez, y probablemente volvería a aquella postura tan incómoda, que, al fin y al cabo, era su postura natural, pues su trasero y su espalda ya estaban perfilados con la forma de aquel suelo y aquella pared, eternamente colocados ahí para que él disfrutara de su perfecto momento de éxtasis, horas y horas, hasta que decidiera levantarse de nuevo, caminar un poco, ir a la tienda de al lado de donde había estado sentado, quizá comprar algo de comer y de beber, y pasearse por el parque, para volver de nuevo al banco inicial, o a cualquiera de los bancos iniciales en los que había estado sentado durante su larga juventud, pero, por supuesto, nada de esto volvería a suceder, pues a pesar de intentar, con todas sus fuerzas, levantarse de su suelo y su pared, no logró más que sentir un intenso dolor en todo el cuerpo. Él no creyó que fuera un dolor negativo, en absoluto, pues demostraba que su faena de acallar al león estaba, de momento, en funcionamiento, pero sintió una ligera sensación de temor, muy difusa, muy ajena, y no supo entender a qué se debía.
Pan, leche, yogur, queso, salmón, trucha, huevos, jamón serrano, manzanas, plátanos, peras, melocotones, lechuga, espinacas y berenjena, aceite de oliva, café, mucho café, y agua.
Entonces, se desmoronó sobre él, bañándole el rostro con su salada lágrima. El niño no entendía en absoluto el porqué del comportamiento de su querida madre, pero se compadeció rápidamente de ella, y la abrazó fuertemente, tanto como sus delgados brazos le permitieron. Lloró junto a ella, quizá más amargamente todavía, pues la pena que un hijo siente al ver a una madre llorar es inigualable. Entre sollozos, trató de preguntarle a su madre por qué lloraba, sin comprender tampoco por qué lloraba él. Su madre le miró directamente a los ojos, y no pudo contestar más que con una sonrisa al ver el adorable rostro de su hijo mostrando tal pena al estar ella sintiendo tal pena. El niño le preguntó si había dicho él algo mal, si no quería que fuera médico, si no estaba contenta con su nota a pesar de ser la más brillante de la clase, si no le gustaba que notificara a todo el mundo sobre su excelencia gritando por la calle su nota, si no quería que fuera a la universidad, si no deseaba que sacara tan buenas notas, si no había entendido nada de lo que había dicho, si se había confundido al hablar, si se había hecho daño al tropezar con ella. Ella cortó con suavidad sus preguntas, y le dijo que no se preocupara en absoluto por lo que había sucedido, pues era algo provocado por cosas que solo se encontraban en su mente. Entonces sonrió, y su hijo, al ver esto, se encantó de nuevo, soltó una tranquila carcajada, y se abalanzó sobre su madre. Permanecieron él encima de ella, en silencio, un buen rato, y su madre solo era capaz de pensar que tenía la horrible sensación de no tener a nadie encima de su cuerpo.
Al releer por doceava vez la lista de la compra, finalmente, la anciana se decidió a bajar las escaleras de su casa, cosa que no le costaría poco tiempo. Cuando pisó el primer escalón, volvió a repetirse a sí misma la lista, pues debía hacerlo, para mantener su memoria. En el segundo escalón perdió el melocotón, y en el tercero el agua, pero en el cuarto los recuperó de nuevo. Cuando solo le faltaba un escalón, se había olvidado de todos, menos del pan, así que tuvo que mirar la lista de nuevo. Después de leerla alguna vez más, pisó el último escalón, y pensó en qué se gastaría todo el dinero que le sobrara después de comprar. Lo tenía claro. Esperó a que uno de sus vecinos bajase para abrirle la puerta a la calle, y cuando le hubo dado las gracias con dos potentes besos, salió.
El miedo desconectó su concentración, y solo entonces, al escuchar el ensordecedor grito de sus entrañas, comprendió. Su temor no se acrecentó, pero se sintió extraño, fuera de lugar. Aquella pared y aquel suelo a los que su cuerpo se había adaptado habían dejado de pertenecerle, a pesar de no haberle pertenecido nunca, en el preciso instante en el que el oxígeno dejó de llegarle al cerebro. Tendría pocos segundos para rememorar todas sus audacias y errores antes de que la esperada fatalidad le alcanzara, pensó, así que trató de recordarlo todo tan bien como pudo, a pesar de no escuchar más que a sus intestinos y de la repentina aparición de una molesta turba compuesta por todos aquellos que poco hacía habían estado cruzando con ágil caminar la concurrida calle, ajenos a su presencia.
Quisiera no tener que recordar aquellos días malos, pues solo el pensar en ellos me hace sentir un profundo asco. Sentía por él y por todos los de su calaña una terrible repulsión. Yo siempre había disfrutado al detenerme a observar los coches y las gentes atravesar la calle al abrir la ventana, y al sentir en mi rostro el agradable viento mediterráneo corrompido de ciudad, y al escuchar los sonidos de esta, pero él tuvo que llegar. Yo había amado la ciudad, sus delicadezas, su ambiente solitario y estresante, pero aun así encantador, pero él tuvo que llegar.
Después de estar en aquella posición, cómoda para ambos, un par de horas, a la mujer le asaltó un terrible temor, el temor de cada día. Sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que sucediera aquello por lo que había robado cierta vez una soga y por lo que lloraba cada anochecer y cada amanecer, si es que eran algo diferenciable. No podía soportar el peso de aquella sensación de tener una bomba encima de ella que explotaría en cualquier momento, y la explosión serían tan solo dos palabras. Esperó, pero el niño no dijo nada, y tuvo miedo de que hubiese sucedido, finalmente. Hizo una mueca de terror absoluto, pero inmediatamente se percató de que el niño se había dormido encima de ella. Se relajó, y se durmió ella también, aunque no tan plácidamente.
Y lo veía todas las mañanas, allí sentado, a través de la ventana, y no podía hacer más que atragantarme con el café y encontrarme mal el resto de la mañana, tan solo por pensar que al entrar y salir de mi casa tendría que verle allí, con las piernas tan extrañamente cruzadas, saludándome con su punzante mirada. Era repulsivo.
A una calle de su tienda habitual, la anciana seguía esforzándose en recordar la lista de la compra, pero tan solo podía pensar en el lugar en el que depositaría el dinero que le sobrara. Lo tenía tan claro, que era imposible que aquello pudiese olvidársele. Era una buena acción, y no tan solo ella se sentiría mejor, también él, también el planeta en sí. Cuando estuvo a cien pasos de la tienda empezó a pensar en lo bien que quedaría ante sus amigas y familiares al hacer aquel distintivo acto. ¡Era tan buena! Ahora todos le llamarían heroína, salvadora. Corrió aquellos últimos noventa y ocho pasos y le alcanzó en tan solo diez minutos. Estaba allí sentado, como siempre, con las piernas cruzadas, observando atentamente a todo aquel que atravesara su campo de visión. Seguramente ya se había fijado en ella, pues todas las mañanas le saludaba apaciblemente, con un ligero sacudir de cabeza, pero igual que ella, decidió no saludarla hasta que hubiese salido de comprar todo lo que tenía en la lista, que como poco después descubriría, había perdido al salir de su casa.
Y aquel día, desaliñado y sucio como de costumbre, no se percató de mi paso por su lateral, cosa que me pareció más que chocante, pues él siempre me había saludado con amabilidad porque sabía que yo le despreciaba intensamente, y lo hacía para que yo me sintiera peor, me sintiera desgraciado, más desgraciado que él, si es que eso era posible. Quién sabe si yo me sentía así porque me compadecía en exceso de él, o porque, meramente, me resultaba repelente. ¡Qué más da! Había una solución sencilla para el problema, y era que se marchara de aquel lugar y que dejara de cruzarse entre mis ojos y mis confrontados sentimientos, pero parece que a nadie le importaban entonces mis sentimientos o mis ojos, así que allí permaneció, durante los largos años que estuviera, sentado en aquella molesta posición. Ciertamente, no puedo decir que me complaciera del todo lo que sucedió aquel día.
El niño, sale del estudio en el que aprendía con su profesor particular, se dirige hasta su habitación, harto de tanto estudiar y tanto trabajar por absolutamente ninguna razón, y se tumba en su gigantesca cama. Enciende su Tablet, pero se le cansan los brazos poco después de empezar a jugar, así que enciende la pantalla que hay en la pared de en frente de la cama, levanta torpemente su cuerpo para colocarse más sentado que acostado, y se pone una película de un humor algo negro, pero se aburre al poco rato, así que se dirige hasta el salón de su casa, y le pregunta a su madre cuando va a hacer la comida.
Cuando se despertó, su hijo no estaba ya sobre su cuerpo, y alarmada, supuso que estaría donde no debería estar, donde ningún niño debería estar jamás, donde nadie debía indagar nunca en busca de nada, el lugar más aterrador de cualquier casa. Estaba en lo cierto, pues su niño estaba allí, en aquel horrible sitio, en aquella cocina vacía. El niño sentía un intenso frío al tener medio cuerpo dentro de la nevera, buscando nada en especial. Ella se quedó plantada en la puerta de la cocina, porque entendía qué era lo que sucedería a continuación, y no quería que sucediera bajo ningún concepto, pero el niño debió de escucharla, pues sacó su pequeña cabecita de la nevera, y miró con clemencia a su madre, con los ojos algo llorosos. Y entonces él lo hizo, hizo lo prohibido, hizo lo que nunca debería decir, lo que nunca debería decir ningún niño jamás. El niño, con voz apagada, le dijo a su madre que […]
Su enorme deseo de convertirse en salvadora de los pobres no pudo cumplirse, pues al salir de la tiendecita, descubrió una enorme multitud que rodeaba el cuerpo del pobre vagabundo a quien le iba a dar el dinero. De sus secos ojos emergió alguna lágrima de falsa pena, pues ya no podía ayudar a aquel pobre hombre. Observó con atención toda la escena, y descubrió el cartel que el hombre siempre llevaba encima, y que ella no se había molestado en leer jamás. Enderezó sus gafas, y leyó, más para los que le rodeaban que para sí misma, aquellas dos palabras, aquellas dos dolientes palabras. Volvió a leerlo una y otra vez, para no olvidar jamás que aquel hombre solo había tratado de comunicar al mundo que […]
A través de la ventana, le vi desplomar su rostro contra el duro suelo de la acera. Una gigantesca turba de incontables personas le rodeó. Pensé que todos aquellas gentes eran ruines, pues solo cuando aquel mugriento desperdicio hubo muerto, se acercaron interesados a observar qué le había ocurrido. No supe a quién desprecié más en aquel instante, pero sé que la muerte de aquel hombre no me supuso ninguna penuria. No me alegró, en absoluto, pero mi indiferencia era total. No me aparté de la ventana hasta que todo el mundo se hubo apartado de su cuerpo, abandonándolo en mitad de la acera. Habiendo ya olvidado a aquel desdichado hombre al que había despreciado tanto, con la mente tranquila me dirigí, distraído, siguiendo un pensamiento instintivo, hasta la cocina, pensando secamente que […]
Después de comer un enorme chuletón bañado en aquella salsa secreta que hacía su madre, llega su padre a casa, vestido de buena manera, como siempre. El niño corre hasta los brazos de su padre, que a duras penas puede levantarle, y después de sonreírle, frunce el ceño y le dice, enfurruñado, que su mujer se ha comportado negligentemente, pues él le ha dicho que quería más, pero ella lo único que ha hecho ha sido reñirle. Más de qué, pregunta el padre, y el niño, alterado, le grita que más, más, más comida. El padre, irritado al oír las palabras de su hijito, se dirige a su mujer, y gritándole al viento, le pregunta por qué no le ha permitido a su niñito seguir comiendo, aunque hubiese ingerido ya un enorme chuletón o lo que fuera que hubiera comido. ¡A su hijo se le obedecía y se le permitía todo, maldita sea! Sobre todo si era algo tan fácilmente remediable y asequible como era el caso de su hijo, que tan solo […]
Y es curioso cómo se relacionan y terminan todos estos escritos con las dos últimas palabras del subsiguiente y último escrito:
Dicen que el tiempo corre a distintas velocidades en la realidad y en la mente, y si bien corrieron pocos segundos antes de que el cuerpo se derrumbara sobre las piernas, quizá el pobre hombre tuvo los suficientes para recordar su desdichada vida. Pero la realidad es que, si los tuvo, no los aprovechó en absoluto, porque su pensar solo pudo concentrarse en los rostros de todas aquellas personas que había visto de forma recurrente todas aquellas largas y frías mañanas, y aquellas largas y ardientes tardes. Recordó todos los rostros de aquellos que le habían lanzado una moneda, recordó todos los rostros de aquellos que le habían mirado con desprecio, recordó el rostro de aquella agradable anciana, el rostro de aquel despreciable sujeto que siempre le había observado desde la ventana, recordó el rostro de aquellas pobres familias a las que nadie quiso ayudar, el rostro de aquellos que a nadie ayudaron, y finalmente, recordó su propio rostro, pero no el rostro que tuvo en el momento de su muerte, si no su rostro sin barba, sin roña, sus ojos despiertos, sus potentes labios rojizos, sus fuertes piernas, su extravagante peinado, su talentosa voz, su amabilísima sonrisa, y su porte generoso. Y así, viéndose en su dichosa niñez, antes de fenecer al fin, hizo un último esfuerzo para articular ahogadamente las palabras que, a pesar de sí haber escrito, había tratado de evitar pronunciar toda su vida, y quizá lo lograra, pero ninguno de los seres que chillaban alborotados a su alrededor captó más que un desastroso quejido, un quejido con el que tan solo quiso decir, después de tanto tiempo perdido, que tenía hambre.

08:15
El señor Hikaru, igual que siempre, se despertó junto a la mayor ilusión sentida jamás por persona alguna, con ansias imparables de ver a sus hijos, nietos, bisnietos y tataranietos. Incansable como pocos, cumplía aquel día una edad probablemente mayor a los mil años, pues todos los vivos de aquel entonces recordaban su existencia. Salió de su pequeña minka y empezó a andar, despacito pero afanosamente, hasta su ciudad. En cierto momento, levantó su vista al cielo, y entonces lo contempló: el Sol le atravesó los ojos al descubrirse de súbito en el cielo. ¡Insólito este amanecer que vislumbro! Cuando vio los edificios acercarse, se percató de qué era en realidad aquel bejín que observaba, y finalmente, tras asumir que jamás volvería a ver a sus hijos, nietos, bisnietos y tataranietos, decidió, después de mil años de lento pero afanado movimiento, dejarse llevar por el fuego.

El ausente
El joven se sienta en su silla y saluda a su compañero diciéndole hola qué tal como va todo hoy mejor eso espero pues estos últimos días estabas algo extraño y todavía no has sabido decirme el por qué bien podrías haberlo hecho pues sabes que nadie se interesa más por ti que yo siempre enredándome entre el qué te ocurre y el qué te sucede nunca tienes intención de responder lo comprendo de todas formas hay pensamientos que no se extraen no te preocupes pero estos días has permanecido ajeno a todo y esa sensación no parece la propia de alguien tan decoroso como tú debes estar atento a todo debes hacerle caso a todo el mundo pues todo el mundo te hace caso a ti no te ausentes de sus vidas pues ellos se ausentarán de la tuya pero ya me callo que solo venía a preguntar qué tal te habías levantado hoy y a suponer que mejor que estos días pasados pues estoy algo cansado de tus ausencias y de tus divagaciones silenciosas en las que solo participas tú y en las que no me permites penetrar sinceramente no entiendo en absoluto esas veces en las que desapareces pasmado y difuso e irreal que es como te siento yo y a veces me pregunto a veces me pregunto si en el fondo tú también sientes esa ausencia la sientes la sientes dime la verdad porque no es posible que día tras día te levantes para observar el mismo despertar del mundo y día tras día te acuestes para observar el mismo olvido del mundo no le encuentro el sentido a tu silencio perpetuo a tu abstracción sempiterna o acaso piensas en algo no piensas en nada acaso pasas los días levantándote vistiéndote comiendo comiendo estudiando hablando leyendo hablando comiendo durmiendo desvistiéndote comiendo hablando y pensando sin pensar acaso vives sin pensar piensas sin vivir acaso tú te ves a ti mismo como un triste film igual que yo te veo a ti deforme y ausente y muy lejano a este lugar fíjate como ahora te hablo y realmente no estás ahí no estás en ningún lugar puede que ni en ti mismo y es que yo te observo desde fuera y no te observo y tú no haces nada para ser observado porque te observas desde fuera y no te observas permaneces ajeno a todo dejando pasar el tiempo hasta el fenecer de los tiempos dejas que los días corran hasta que llegue el día de tu final sin haber vivido ni una sola experiencia de aquellas que has vivido quizá tampoco recordándolas quizá considerándolas tan solo una sucesión de figuras y el tiempo corre y tú sigues sin decirme nada sin haberme demandado ayuda cuando existí aquí todas las vidas cuando fui real para ti y tú no estabas no estabas no estabas contéstame maldita sea dónde estás dónde estás ahora si no estás en tu mente en la mía en frente de mí en esta habitación en esta casa en este mundo en este universo dónde estás dime dónde estás dímelo y el anciano se levanta de su silla lanzando una última hostil mirada al espejo y se va.

Incertidumbre
Bamboléome yo, sentado incómodamente en el roñoso taburete de lo que quisiera ser madera pero no es, completamente aturdido por aquellas voces que no me dejan soñar cuando lo intento. Espero ansioso la llamada del barman, la llamada del licor que ahogue mis llantos y mis penas, pues no me abandona aquella dañina cavilación perpetua que me rompe la sien y me desata el corazón. Sí, no, sí, no, podría dormirme sobre el sí, no, y no despertar jamás del espejismo. Pasan los minutos y siento que el cadavérico señor que debería llenarme con whisky considera irrelevante mi presencia, pues no veo ni mi vaso ni mi cuerpo llenos. Sí, no, sí, no. ¡Dichosa impaciencia! Cómo evitar, de este modo, evitar evitar pensar, cómo evitar, de este modo, recordar todas aquellas veces que parecía tan claro, cómo evitar, de este modo, recordar todas aquellas veces que parecía imposible. Observo la pareja que se enfrenta a mi roñoso taburete de lo que quisiera ser madera pero no es, y los veo tan felices, tan risueños a pesar de ser las cinco de la madrugada, tan dichosos. ¡Dichosa impaciencia! Penetro mi mirada en la calvicie del camarero, pero no me atiende. ¡Mi vaso, mi vaso! Se ríen aquellos sobresalientes labios rojos a los que me veo enfrentado, desaparece todo el blanquinoso cuerpo de la muchacha, y quedan tan solo ellos, tan solo labios, labios semejantes a sus labios, a los de ella, a los de mi admiración. Cómo deseaba los labios de ella, cómo deseaba su brillante sonrisa cada vez que tomábamos aquel fundamental café cada mañana, cómo deseaba rozar su aterciopelada mejilla con la mía cada vez que se le hinchaban los mofletes al sonreír, cómo deseaba su razón cada vez que hablaba, cómo deseaba su ignorancia cada vez que me observaba con franca desorientación, cómo deseaba que me deseara, pero oh, sí, no, sí, no, maldita consciencia. Olvido a la pareja al percibir que mi vaso ya no está vacío, y bebo aquel denso brebaje de un solo trago. Arde mi boca, arde mi garganta, arde mi todo. Mi cuerpo titubea unos instantes, y me devuelve al sitio con la mirada fija de nuevo en la pareja. Ya no les veo sonrientes, ya no les veo felices ni dichosos. El hombre presiona impetuosamente la mano de los rojos labios, y parece que en breve se los llevará a estos para gritarles en un lugar algo más solitario. Permanecen callados, y yo veo mi vaso lleno de nuevo, a pesar de la repentina ausencia del camarero. Bebo el vaso de golpe otra vez, sintiendo el paso de cada molécula de etanol por mi garganta. Me enfurezco al volver a mi sitio. Necia admiración de mi vida, despreciable e irresoluble duda, contéstame, haz algo, dime que me amas, dime que me odias, dime que me admiras, dime que me desprecias. El camarero no está, y no está claro si el bar está ya cerrado o no, pero mi vaso vuelve a estar lleno, y no dudo ni un instante en beberlo. El estómago me pesa, me pesa el pensar. ¡Quién soporta esta desdicha, este malestar! Espero todavía aquella frase sin terminar de hace tres años, espero todavía aquella pregunta sin contestar de hace cuatro, espero todavía ese rozamiento sin explicar de hace cinco, espero, espero, bebo, espero, sí, no, sí, no. He despertado tantos días convencido, tantos días sin convencer, ¡ya no quiero despertar más! Bebo de nuevo. Ya no sé dónde estoy, no sé que tengo, no sé qué hacer. Nado entre los recuerdos de aquellos instantes felices y aquellas eternidades insufribles, nado entre tu sí y tu no. Dime, dime, dime, oh, dime camarero, por qué no me lo dice, por qué no acepta rellenarme otra copa, por qué. Acepta, y me rellena otra copa, y la bebo de nuevo. El movimiento que sigue al levantar el brazo y beber se prolonga en exceso y yo caigo hacia atrás, derrumbando el roñoso taburete de lo que quisiera ser madera pero no es. Aparece un hombre sin nombre, sin rostro y ayuda a levantarme, pero cuando ha desaparecido entre la oscuridad, ya he caído de nuevo. Bebo ya sin tener vaso alguno, y me embriago más, me embriago más. ¡Sírvame un vaso más, sírvame el sí, por favor, sírvame un vaso más! Pero el bar ya lleva tiempo cerrado, y yo yazgo en el suelo, solo en el suelo, solo. ¡Ah! Grito que alguien me ayude, que alguien me diga sí, que alguien me ayude. Me revuelco sobre el suelo, sí, no, sí, no. Inundo la calle con mis enronquecidos gritos de sí, no, sí, no, dímelo, di sí, sí, pero no, no viene nadie, después de tantos años persiguiéndole, mi admiración no viene a decirme sí. Me quedo quieto, dejo de restregarme en la gravilla, y abro los ojos mucho. Me avergüenzo de mí mismo, de mi cuerpo en el suelo. Me rindo. Trato de levantarme, y para mi sorpresa, lo hago sin dificultad alguna. Dirijo mi mirada hacia el bar, y junto a la puerta cerrada veo mi vaso, lo levanto y lo coloco frente a mis ojos. Está limpio, transparente. Tardo unos largos segundos, pero finalmente y con la mente clara, lo comprendo, lo vislumbro; lo entendí: no se me había servido nada en toda la noche, lo acepto. Lo entendí, lo entiendo: no hubo whisky, no hubo más que mi angustia, mi intranquilidad, mi inquietud, no hubo nada más que yo mismo, pues había estado bebiéndome mi propio llanto, me había emborrachado con incertidumbre.

Dinero
Al levantar la sexta copa de vino tinto, se vio inundado por una sensación de grandeza, de poder y de superioridad respecto a todos aquellos que le acompañaban en aquella cena, y al levantar su cuerpo y hablar y terminar de pronunciar unas palabras importantes que nadie consideró realmente importantes y volver a sentarse, se vio desbordado por otra sensación, quizá más invasiva y poderosa, angustiosa e indescifrable, cuyo significado no comprendería hasta más tarde. Esta le acompañaría el resto de la noche. Un ácido malestar ascendió por capilaridad por su garganta al terminar de derrochar su voz pronunciando palabras incongruentes de futuro y amistad. Cuando hubo considerado terminada la cena, gritó al viento champagne, por favor. Brindó una y otra y otra vez, absorbiendo más bebida de la que el protocolo ordenaba, pues su alargada copa se convertía en vacía cada vez que alguno de sus amigos se proponía dar un discurso de incongruente futuro y amistad. Siempre se levantaba para aplaudir el discurso del compañero cualquiera antes de que este hubiera terminado, para así comenzar su respuesta a este discurso cualquiera, respuesta que acabaría convirtiéndose nuevamente en otro interminable discurso, de nuevo, otra vez. Nadie iba a decirle nada acerca del respeto y del protocolo del que tanto hablaba el hombre, nadie pensaba en pensarlo si quiera, pues como bien sabían ellos, se sabía, sabemos, él era él. Al terminarse el champagne en el restaurante, pareció cambiar de idea respecto a su partida y a su llegada a casa y pidió las botellas más caras de vino que existiesen en aquel mundo. No hace falta decirlo, invitó él. Después, al levantar la (¿?) copa de vino tinto, sin poder a penas levantar su cuerpo, recordó la presencia de las dos sensaciones, seguían allí, estaban todavía allí. Dijo alguna tontería que nadie escuchó no solo por la incomprensibilidad de los vocablos, también porque nadie tenía el sentido de la audición en pleno funcionamiento en aquel momento. En la sala parecían haber cien personas hablando al mismo tiempo, y solo estaban la raíz cuadrada de estas, gritando, cantando, discutiendo, charlando de política animosamente, de familia insensatamente, de amores prohibidos y realizados, de amores reales y vetados, de mujeres, de mujeres. El mantel de su mesa estaba repleto de suciedades indescifrables y líquidos derramados, y de alguna manera, la vida de él, de nuestro hombre, se encontraba en el mismo estado en aquel punto de la cena. Ya es suficiente, se dijo. Se levantó sin decir nada, sin decir adiós ni buenas noches, y salió a la calle. Debía encontrar su maravilloso deportivo aparcado en dios sabe qué calle para volver a su maravilloso dúplex en dios sabe qué calle para levantarse al día siguiente junto a su maravillosamente sexual mujer y a su maravillosamente maravillosa hija, pero esta ardua tarea le costaría mucho tiempo, tiempo en el que las dos sensaciones que le habían estado acompañando durante toda la cena, la de grandeza y la indescifrable, aumentarían su intensidad hasta volverse un dúo de punzantes miradas lanzadas desde sus adentros hacia sus adentros. Finalmente, tambaleándose de un lado de la calle al otro, de una calle a otra, llegó a su coche. Cuando se vio aparecido en la parte trasera de su maravilloso deportivo, no se preocupó en recordar cómo había entrado en él. Vaciló, y después apareció instantáneamente en el asiento del conductor, sin recordar, de nuevo, cómo o cuando se había sentado en él. La llave, por supuesto, ya estaba colocada en su sitio, y el coche, por supuesto, en marcha. Su agudeza perceptiva tuvo que aumentar en aquel momento, pues el hombre recordó perfectamente todo lo que sucedió a partir de entonces. Su maravilloso dúplex se encontraba a penas a unos quince minutos en coche, y cuando recordó este hecho, ya había estado más de dos horas conduciendo por algún lugar que no era el suyo. Así pues, decidió detenerse. Aparcó al borde de un rio, sin ser consciente de que en su ciudad no había ningún río. Llevó su brazo a la guantera y cogió la instantánea más bonita que había podido realizar de su maravillosamente maravillosa hija para observarla bien de cerca, para que le diera fuerzas y cariño a través del trozo de cartón. No estaba viendo nada, en realidad, pero el dulce sentimiento de amor que le decía que su maravillosamente maravillosa hija sí le observaba a través del trozo de cartón le hizo sentir bien. Fue entonces cuando volvió a sentir el ácido malestar ascender por su garganta, esta vez con tanta fuerza que fue imparable. El glutinoso vómito salió propulsado a presión de su boca, atacando directamente la foto, destruyéndola y haciendo desaparecer todo lo que existía dentro del vehículo. Trató de abrir la puerta del coche bañando así el resto de su cuerpo en su arcada. Olvidó por completo la foto, centrándose en salir cuanto antes de su maravilloso deportivo para no inundarlo más. Después de realizar, probablemente, el esfuerzo más grande de su vida, salió del coche todavía des-deglutiendo todo lo que había ingerido durante la cena, la comida, el almuerzo y el desayuno de aquel día y probablemente de varios anteriores, sin darse cuenta de que había aparcado en una ladera lo suficientemente inclinada como para hacer rodar y entumecer su incontrolable cuerpo rebozado en vómito y fango hasta devolverlo postrado a la orilla del río. Costosamente abriendo los ojos, ahora ya plenamente consciente de su esperpéntico y nauseabundo estado, descubrió y comprendió al fin, después de pasar unos innumerables minutos de dúctil tiempo, allí abatido sobre el doloroso manto de rocas, cuál era el significado de aquella segunda invasiva, angustiosa e indescifrable sensación que le había estado acompañando toda la noche.

Legado
-No lo comprendes. No puedes entender la ambición de alguien como yo, ¿sabes? He dedicado toda mi vida a esto, a escribir, he querido elegir este camino para ser recordado, para poder permanecer vivo en la muerte, para seguir presente a través de los siglos. No pongas esa cara, sabes que yo, mi legado… mis tataranietos me recordaran por mis escritos, mis conciudadanos del futuro me rememorarán por haber nacido en el mismo lugar que ellos, mis…
-¿Quieres ver como asesino a un hombre del siglo XVI?
-¿Qué? –El escritor, interrumpido por su amigo, da un saltito, algo molesto. Aquel compañero suyo parece irritado por algo que ha dicho él en su larga plática sobre el futuro.
-¿Quieres ver como acabo con la vida de un hombre del siglo XVI? Se dedicaba a escribir, como tú, más o menos.
-Bueno, no sé ni cómo ni por qué pretendes hacer tal cosa. Pero claro, venga. Adelante.
El hombre sale de la estancia envuelto en un monacal silencio. El escritor se mantiene quieto durante uno o dos minutos, con la mente intencionadamente vacía. Al volver el hombre, lleva entre sus brazos cantidad de ramas y troncos de todos los tamaños. Se vuelve a sentar junto a su compañero novelista, y poco a poco va introduciendo las ramas y los troncos de todos los tamaños en la chimenea. Todo está envuelto en un grave silencio, que no se ve roto hasta que el áspero crepitar del fuego domina la estancia. Justo entonces, después del primer crujir del tronco más grueso, el hombre saca algo del gran bolsillo de su batín.
-¿Ves esto?
-Sí.
-Es el último volumen existente del último libro existente de todos aquellos que alguna vez existieron de los escritos por Fernando Antonio de Aguilar Zarzuela. Se trata del Caballero del Bosque Negro. Está claro que no tienes ni la más remota idea de quién es, pero aunque tú no tengas ni idea, él sigue vivo. Aquí está, tan vivo como lo estaba en su siglo de Oro, en mi mano. Su vida, si me lo permites, está en mis manos. Esta es la última representación de su legado, y al igual que el tuyo, no es, como tú dices, infinito, indestructible e intocable. Todo termina, amigo mío, todo termina. No hay manera de alargar nuestras vidas, amigo mío, no hay manera. ¿Y sabes qué?
-¿Qué?
El hombre echa, sin apartar su mirada de la de su amigo novelista, El Caballero del Bosque Negro a la hoguera, y segundos después, presenciando la muerte de un escritor que ahora nunca ha existido, dice:
-A la mierda su legado.

Mañana
Se acerca el final de nuestro paseo nocturno, nuestros caminos se bifurcan. Le observo discretamente, tratando de no ser observado observándole, y disfruto al ver como su pelo se remueve y se eleva sedoso hacia el cielo añil. Charlamos animadamente sin decirnos nada en absoluto. Detengo mis piernas en el punto exacto en el que le tengo que decir adiós, y mi vida parece latir una vez o dos. Ella aminora su paso, y se da la vuelta. Trato de decir algo, pero ella, lentamente hinchando los mofletes, entrecerrando los ojos y mostrando los dientes, sonríe, deja salir un fino e inconcluso hilo de voz que pretende ser un nos vemos y, tras andar unos firmes pasos hacia atrás observando muy atentamente alguna parte de mi rostro, se va, se aleja rápidamente, a paso lento.
Ambos tenemos tres mil ochocientos años ahora. Hace frío, creo. La veo alejarse, esperando que se gire alguna vez, como hace casi cada noche, pero esta vez no lo hace. La vida me late una vez o dos, de nuevo, y decido que ya he esperado lo suficiente. Estiro el cuello, inspiro con fuerza y trato de gritar un espera que se convierte en otra trémula e insignificante espiración acompañada de un diáfano hálito. Le grito desde mi cabeza diciéndole la verdad, espera, quédate, te quiero, pero no consigue escucharme de ese modo. Cuando está a punto de desaparecer a lo lejos, tembloroso y ansioso, no consigo sujetar más mi voz, y finalmente, seguido de una placentera sensación de alivio y liberación, digo
no, mejor mañana.

Levantar la cabeza
Siempre me ha aterrado levantar la cabeza. El espejo de mi cuarto de baño cubre toda la pared que queda visible sobre el innecesariamente grande lavamanos de mármol blanco. El reflejo que el rectangular y kilométrico espejo muestra no es más que la puerta del baño, la que da a la cocina (y aunque es el elemento más grande del baño, con diferencia, es curioso cómo, mires desde donde mires, el espejo solo reflejará la puerta que da a la cocina).
Siempre me ha aterrado levantar la cabeza. Al cepillarme los dientes, como la gente común suele hacer, me enjuago la boca con el agua bordada de cal que sale del grifo del lavamanos. Es en este exacto punto, el momento en el que estoy agachado, relamiendo el chorro calcificado de agua, sin poder ver, pues mi posición (casi semejante a una postura de yoga que creo haber visto realizar en algún sitio por parte de alguna persona que probablemente jamás he conocido), me lo impide, el espejo ni el reflejo que este produce de la puerta que da a la cocina, es en este preciso momento cuando me aterra levantar la cabeza. Tengo un miedo totalmente irracional, probablemente radicado en alguna situación merecedora de psicoanálisis pero probablemente irrelevante de mi infancia, a levantar la cabeza y ver, a través del reflejo del espejo, que alguien o algo ha abierto la puerta que da a la cocina y me observa allí plantado/a, sin parpadear, quieto/a entre el marco de la puerta. Ya puede ser mi padre o una descomunal bestia de mil ojos que rompa con todos mis esquemas de lo que es real y lo que no, pues es la idea en sí lo que me aterra, la idea de que, mientras yo no era capaz de vigilar lo que el reflejo del espejo me quería mostrar, algo había aparecido allí, en la puerta que daba a la cocina, y me observaba de manera penetrante y/o desgarradora. Una mirada que me atraviesa, que descubre todo, que me descubre todo, mira dentro de mí, me atrapa, destruye mi abierto de ego y me hace ver quién soy en realidad.
Y es ahora, justo ahora, cuando he levantado la vista y mi temor tremendamente irracional y absurdo se ha realizado, se ha materializado en frente de mí, veo el reflejo, lo veo, y estoy aterrado, más aterrado de lo que jamás hubiese creído poder estar, pues jamás hubiera esperado que (de una manera sorprendente, horrible, acusadora y probablemente repulsiva, de una forma que denota ese desprecio corrosivo que quema) serías tú quien me observa desde el reflejo del espejo. Tiemblo al ver cómo me penetras con la mirada, cómo entras dentro de mi cabeza, repudiándome un poco más a cada recuerdo en el que indagas, a cada sentimiento oculto que descubres, a cada fallo que tengo o a cada error que he realizado a lo largo de mi vida vacía, y me descubres, a través del reflejo del espejo, a través del reflejo de mi propio yo, a través de estas mismísimas palabras miserables, a través de este retazo de antiguo árbol muerto o esta pantalla de cegadora tecnología. Cada frase que acabas de leer, cada sintaxis que terminas de resolver, me descubres un poco más, me desuellas el pensamiento, y por favor te pido que dejes de hacerlo, deja de mirar mi reflejo en el espejo, deja de leer estas palabras, porque duele, quema, deja de mirar estos trazos de tinta negra, este reflejo irreal. Y, al menos esta vez, mírame a mí.

Tela ·
Veinte hombres se situaron alrededor de un fino y alto palo, colocado por otros veinte hombres previos a ellos en un montículo de terreno elevado. Los hombres entonces unieron una bandera de tela rectangular al fino y alto palo con la ayuda de unas cuerdas introducidas a través de unos agujeros en un extremo del rectángulo. Alzaron poco a poco la bandera, deleitándose y gozando de la lentitud del proceso. Cuando la bandera estuvo situada en lo alto del fino y alto palo, los veinte hombres, con un respeto sobrehumano aparecido en sus rostros repentinamente, casi con miedo, se apartaron de la bandera unos cuantos pasos, abriendo un gran círculo alrededor de ella. Entonces, todos a la vez, movidos por un incontenible impulso, se pusieron la mano derecha sobre la parte del pecho que corresponde al corazón, y empezaron a cantar cierto himno. Cuando terminaron de hacerlo, sin apartar las manos de los corazones, volvieron a empezar, y luego lo hicieron otra vez, y luego otra, y de esta manera cíclica permanecieron mucho tiempo. Con el paso de las horas, los días y los lustros, muy poco a poco, sus voces fueron quedando roncas y apagadas, y sus cuerpos se volvieron agarrotados y ennegrecidos, pero su solemne canto ahora ya casi ahogado les siguió dando fuerzas para mantenerse allí de pie, en un círculo inusualmente perfecto, rodeando su inconmensurable devoción.
Cuando empezaron a convertirse en piedra, y sus inaudibles cánticos los empezó a arrastrar el viento, solo pudieron pensar en el enormísimo honor y orgullo que sus futuros coterráneos sentirían por ellos, al verlos allí eternamente erguidos ante la bandera de su patria. La bandera, imperturbable a través de toda una eternidad, se mantuvo ondeante cuando ya no hubo más himno, y el palo permaneció rígido y erecto cuando ya no hubo más carne a su alrededor, continuando presente únicamente el pensamiento conjunto de aquellos veinte hombres: la ilusión de las caras de tremendo orgullo de todos aquellos que encontraran sus estatuas, sus vidas petrificadas, muchos años después, allí, en aquel lugar perdido de la mano de su dios, rodeando su querida bandera, habiéndole cantado y observado durante décadas; la cara de orgullo y satisfacción de aquellos que boquiabiertos observaran su descomunal obra de amor y gloria.
Será dentro de muchos años cuando un grupo de veinte hombres y mujeres afables y racionales se acercarán a aquel lugar recóndito en una montaña alejada de la civilización y encontrarán la circunferencia magistral de solemnes estatuas rodeando la ondeante bandera ya desgastada y olvidada, pero tan majestuosa como siempre. Será entonces cuando la gente visite aquel lugar con recurrencia, será entonces cuando los pobladores de nuevos mundos y los habitantes de nuevas generaciones observen la imperecedera obra que aquellos veinte hombres crearon hará en ese momento miles de años. Los niños señalarán con el dedo al pasar, los adultos mirarán cada detalle con minucia, y los ancianos filosofarán sobre aquel palo y aquella tela.
Y todos se morirán de la risa.
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lucia
Cruela de vil
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Re: Algunos escritos

Mensaje por lucia »

En el primer escrito deberías separar cada parte narrada por un personaje distinto. Todo así, seguido, hace confusa la historia.

8:15 ¿Hiroshima?

El ausente: mas bien los ausentes, por los signos de puntuación. Te reto a que lo leas tú mismo. Y es que una cosa es jugar a hacer un párrafo largo con un único punto y final y otra bien distinta escribirlo sin puntos, comas, etc.

Incertidumbre: le pasa al principio lo que a la primera historia, que empiezas muy rebuscado y luego ya te centras. En esos casos suele funcionar reescribir el comienzo al terminar para homogeneizar.
Y buena idea la de emborracharse de incertidumbre.

Dinero: la repetición de incongruentes y maravillosos en el texto de alguien con la vida vacía no aporta nada y en general me deja fría.

Legado: mira, este tiene su gracia, aunque sea por la forma de desinflar al escritor.

Mañana: y en ese bucle se tirarán otros tantos miles de años.

Levantar la cabeza: muestra tirando al barroquismo de autocompadecimiento. ¡Con lo fácil que hubiese sido utilizar un vaso! :grinno:

Tela: después de leer lo del alto y fino palo tres o cuatro veces, me dieron ganas de dejar de leer :roll: Luego no mejora. Si solo cantan, apenas tardarán unos días en morir y las banderas tienen la mala costumbre de deshilacharse a poco viento que haya.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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