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“No es país para viejos”, de Cormac Mcarthy
Parece que los hados se han puesto de acuerdo para convertir a Cormac Macarthy en el nuevo escritor de moda (ahora que Paul Auster está un tanto “quemado”); por un lado, el año pasado recibió –con toda justicia, a nuestro parecer- el premio Pullitzer, uno de esos galardones que no está contaminado por el amiguismo, el tocomocho y la cultura del pelotazo de la que tanto se hablaba hace unos años en nuestro país. Recibir un premio en España quiere decir que el escritor tiene amigos, amiguetes o amigotes; pero el Pullitzer, amigos, es otra cosa. Luego han sido los hermanos Coen quienes han adaptado al cine la novela que nos ocupa, y cualquiera medianamente informado sabe que los hermanos Coen no hacen cualquier cosa: su cine es un reflejo de esa América profunda, cruel a veces e hilarante otras, como sus películas. Lo que sucede es que Cormac Macarthy no es un escritor de lectura cómoda. Sus libros no son de gran extensión, no estamos, gracias a Dios, ante el típico novelista que hincha sus historias con anabolizantes. Sus descripciones, cuando las hay, son de una sobriedad de nota a pie de página; sus diálogos (en los que rehuye la utilización de los guiones explicativos o de entrada) son frases cortas, lapidarias casi, que sus personajes se dirigen más como balazos que como intento de conversación. Recuerdan, y mucho, al experimento de diálogos puros de Barry Guiford en “La historia de Sailor y Lula”. Esos ingredientes se dan en “No es país para viejos”, novela que, suponemos, desaparecerá de los estantes según tenga éxito o no la película de los Coen. La novela no podemos decir que sea agradable de leer. Es “fácil” de leer, pero no agradable; la sangre corre por las páginas de esta historia con una facilidad pasmosa; los protagonistas son casi todos ellos testigos, víctimas o ejecutores de asesinatos truculentos (cuando no las tres cosas a un tiempo). Hay que prestar mucha atención para no perderse en la peculiar manera de narrar de Cormac, algo que es una constante en toda su obra: esa prosa cruda, desangrada, sin ninguna floritura, algo muy de agradecer en estos tiempos en que tanto cantamañanas nos quiere convencer de que sabe escribir a base de elaborar pesados y abstrusos laberintos de términos que cualquier persona en su sano juicio repudiaría como si se tratara de un hormiguero de insectos venenosos: eso son los fárragos que nos meten los autores de hoy, los que inflan las novelas para venderlas a veinte euros en vez de a diez. Con Cormac Macarthy podemos estar tranquilos. Su novela puede gustar o no, pero nunca, nunca, nos queda la impresión de que nos han tomado el pelo. Aprovechaos ahora, que su editorial está sacando toda su obra en colección de bolsillo y a unos precios más que tentadores.