Raoul - La entrevista

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RAOUL
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por RAOUL »

Pues nada, muchas gracias :D

Me tendré que poner las pilas y seguir con la grave historia del gran Fructuoso Gutiérrez, sin olvidar la de Raimundo Olegario, el sexto hijo del zapatero don Paco, que fue un ser humano con una peculiaridad nunca vista ni oída (y es que fue el primer negro de la Historia que fue negro por decisión propia :shock: ) ni cómo llegó a todo a conectarse con la competición atlético-literaria y el desentrañamiento del incomprensible símil.
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Arden
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por Arden »

¡¡En ascuas me tienes!! :roll:
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RAOUL
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por RAOUL »

Puñetero Fructuoso :roll:

Bueno, ha costado pero aquí seguimos un rato con las andanzas y manipulaciones del valeroso Fructuoso. Advierto que la lectura del siguiente documento puede herir la sensibilidad del lector (y no exagero). Se me dará la razón.


Cuentan todas las crónicas de verídicos historiadores –o sea, ésta y ninguna otra- que después de su confuso, oscuro y desorejado nacimiento, anduvo Fructuoso Gutiérrez taciturno y mustio como camellero en Siberia, con el ánimo por los subsuelos corcovados y con poquísimas y malísimas ganas de que en su honor siguiese girando la rueda de la vida. De feto ilusionado había pasado, sin solución de continuidad, a bebé desmoralizado. Él, pimpollo reluciente, lanzado alegre y cantarín al mundo, audaz en el ademán y liberal en el propósito, se había encontrado con que el mundo se lo pagaba montándole a las primeras de cambio un Apocalipsis desacordonado y descalzo. Antes siquiera de que pudiera abrir la boca en la función el público había acogido su salida a escena con zapatazos, gritos, abucheos e insultos. Incluso desde la primera fila un espectador enloquecido había asaltado las sagradas tablas del proscenio para agredirle con una pala metálica. Fracasado su intento, el terrorista obstétrico, lejos de abandonar su plan criminal, le había zarandeado y propulsado por los aires previa expropiación de sus apéndices auriculares. El pobre Fructuoso no encontró más asilo que el de una caja de cartón. Y le dolía menos la pérdida de sus orejas (porque a fin de cuentas las orejas, esa especie de sarmientos arrugados, son una cosa absurda que hacen feísimo en algo tan visible y cenital como es la cabeza) que la injusticia cometida, la malquerencia inexplicable, el rechazo de tragedia griega respuesta a sus desvelos. ¡Nueve meses de rigurosa formación, nueve meses de ensayos, nueve meses de estrecheces y de tormentosas dudas -“¿me estaré haciendo bien como persona? ¿sabré estar a la altura exigible? ¿esto que me sale será una nariz en condiciones con sus orificios simétricamente dispuestos?”- para después, en el momento cumbre, hallarse con la agresión, el escándalo y el asesinato!

Fructuoso era inevitablemente un niño desengañado. Más que cuna y nodriza, hubiera necesitado en esos sus primeros días de nacido de un balneario y de un cónclave de psiquiatras especialistas en traumas infantiles. Con su piel casi translúcida, su rostro ceniciento y cenagoso en curioso contraste y los ojos medio obnubilados pasaba las horas con la mirada colgada del techo, creyendo vislumbrar allí el inacabable desfile de sus esperanzas muertas. Por la noche, la depresión resbalaba entre sus sábanas, invadía la casa de los Gutiérrez e intentaba meter la cabeza en el horno. Pero todo resultaba inútil. La depresión no podía escapar de Fructuoso y Fructuoso, cada día más triste, enflaquecido, canijo y fantasmal transitaba a lomos de su jamelgo deprimido por el camino segurísimo que lleva a la tumba de los melancólicos. Sus sueños estaban poblados de zapatos que le caían como pedrisco en campo abierto. Cuando sus padres intentaban meterle el biberón en la boca, lloraba y se revolvía porque creía que el biberón era un calzador de última generación. Si le cogían en brazos y le hacían carantoñas se echaba a temblar pensando que le iban a arrancar algo… En fin, la vida de bebé que llevaba Fructuoso no era vida verdadera sino cuento de puro, ciego y auténtico terror.

Pudiera decirse que Fructuoso era Don Quijote derrotado por el caballero de la Blanca Luna (que en este caso, quizás debiera llamarse de la Coliflor Oscura)

Para que la similitud de la comparación fuera más completa no faltaba en su casa cura que la visitara. El asendereado, alto y terrinchoso sacerdote don Críspulo no abandonaba a “la criatura acordonada, acartonada y abollada rescatada por sus manos providenciales de las delicuescentes garras del limbo para bien, parabién y requetebién de la grey cristiana”, como se encargó de proclamar un sábado de púlpito, olla garbancista y tertulia manolera cuando Fructuoso era ya una celebridad de resonancias locales e incluso comarcales.

Y es que en efecto, algo ha de hablarse del rescate de Fructuoso. Cuando el rasgueo de la cerilla y la iluminación fosfórica consecuente horadaron la tiniebla de la trastienda zapateril, a los ojos de Manolón Martínez y del sacerdote Críspulo Tierraseca se ofreció un espectáculo de cinematógrafo y una escena que ponía tiesos los pelos de la cabeza. En medio de un mar multicolor de cuero y goma, suelas y tacones, lengüetas y plantillas, hebillas y cordones, una caja marrón destacaba sobre las demás como nao encallada tras la tormenta. A simple vista –así lo pensó al menos don Críspulo- la caja parecía un plato de espaguetis con sus trocitos de chorizo, queso y butifarra. Pero una segunda mirada revelaba que lo que contenían aquellas paredes de cartón era un montón de cordoncillos de zapato que, como viborillas en su nido, rodeaban y atenazaban los miembros de un muñeco birrioso, masa de plástico que se movía entre el rojo sangriento y el blanco palidísimo. Tenía el monigote el ceño arrugado y el hocico apretado como en ejecución todavía de un esfuerzo de náufrago. Tenía además un ojo amoratado y un temblequeo de espina dorsal. Tenía un aspecto que daba pena verlo. Pero, en cambio, no tenía orejas. Y con aquellas características y carencias, de pronto y sin aviso, la criatura empezó a boquear y a echar fuera de sí un rumorcillo que sonaba a croar de rana moribunda.

Don Críspulo penetró en la habitación con la intrepidez de un arqueólogo. Se agachó sobre el diminuto y sorprendente hallazgo, sostuvo en alto la cerilla y exclamó:

- ¡Pero esto es un infante, un futuro catecúmeno acuciado ya por los miasmas pestilentes del mundo y dejado a la buena de Dios sobre esta fabril escombrera!

Dando dos pasos, Manolón Martínez llegó a su lado para formular la pregunta que cualquiera en su lugar habría hecho.

- ¡Extraordinario descubrimiento, don Críspulo! ¿Qué indica a su juicio el hecho de que este bebé se encuentre depositado en una caja de zapatos, algo extraño a su condición impúber y por completo impropio de lo que cabe esperar de una caja de zapatos digna de tal nombre?

Se quedó meditando un poco Críspulo Tierraseca. Al cabo, dijo:

- Significa claramente, Manolón, que Paco va a misa menos de lo que debiera y de esto no andas libre de culpa tú, cantinero maldito. ¡Menos taberna y más capilla! ¡Más vino transustanciado en el altar y menos apencado en la barra, que ya os lo tengo dicho a esa academia de cazalla y pepinillos en vinagre que os gastáis!

Calló el tabernero filosófo, que era de la escuela estoica, y encendiendo él mismo una cerilla empezó a moverse por la estancia lanzando en derredor las redes de su mirada.

- ¡Alerta, don Críspulo! Por aquí, en este rincón, con los pies embutidos en lo que parecen unas alpargatas rosas y sepultada por lo que sin duda es una estantería metálica, asoma un cuerpo femenino desprovisto de sentido y con el abdomen expuesto a las corrientes de aire. ¡Un elemento difícilmente interpretable, no me diga que no!

Soltó don Críspulo un bufido de eclesiástica furia.

- ¡Por la Santísima Virgen de Luciana! ¿Difícilmente? ¡Difícilmente! Pues la circunstancia se interpreta facilísimamente, Manolón. ¡Facilísimamente! Resulta que Paco no sólo va poco a misa sino que lo poco que va se lo pasa durmiendo. ¡O pensando en no quiero saber qué musarañas, que sería todavía peor! ¡Mal hizo, mal hizo Su Ilustrísima no aprobándome lo de los cardos y las chinchetas! ¡A las pruebas me remito, a despecho de mi modestia! ¡Qué vergüenza! ¡Y tan cristiana que lucía esta zapatería y tan honrado que se le veía a este Paco con sus coliflores y sus corderos! Un hombre hecho y derecho, padre de media docena de hijos, con una esposa tan proverbial y una suegra tan bíblica. ¡Y ya ves la trastienda que escondía! ¡Ah, desde luego este Francisco no es del de Asís, no! ¿Todo habrá de ser por dentro falsedad, mentira, asco y gusanos, traición y extravagancia? ¿Todo habrá de ser una homilía mía de las buenas?... Pero allégate, Manolón, allégate aquí pronto e ilumina tú también a esta desventurada forma, que a lo que se echa de ver se va apagando con más rapidez aún que nuestras cerillas.

Caminó Manolón sobre botas de agua, mocasines remendados y zapatos de comunión e inclinó su generosa humanidad sobre la original incubadora. Allí Fructuoso Gutiérrez mostraba un color tan de ceniza, una cara tan angustiosa y un aliento tan indetectable que en verdad todo él parecía un pañuelo lleno de sangre y mocos agitado en señal de despedida hacia los andenes del mundo. Era como si atendiendo una llamada hubiera viajado Fructuoso a esta estación de vanidades con la única misión de hacer entrega de sus turgencias auditivas para después volverse de inmediato a la Nada de la que había partido. “¡Ahí os quedáis, humanos primitivos, auricularicidas incívicos, que no quiero saber nada de vuestras oscuridades, vuestros zapatos y vuestros miedos! ¡Que ya le he visto las orejas al lobo! ¡Quedaos con las mías, comedlas fritas o cocidas, y que os aprovechen! ¡O que se os indigesten!”. Tales eran las expresiones que irradiaba el cuerpecillo de Fructuoso, envuelto en cordones dentro de su caja como una momia entre vendas permanece en su sarcófago.

Prendió dos cerillas a la vez don Críspulo y tras recorrer con su doble resplandor los escasos y raquíticos centímetros del Tutankhamon josefínico, emitió un pronóstico implacable.

- ¡Manolón, o mucho me engaño yo o este recién parido se muere con la premura de un cohete! ¡Más futuro hay en estas luces que se consumen que en este expósito acoplado a su caja como una Mariquita Pérez! ¡Un remedio épico se precisa!

Meneó la cabeza Manolón Martínez.

- Todo hay que soportarlo, don Críspulo, que el tiempo del hombre es un instante, su vida agua que fluye y vapor y sueño su alma. Serenémonos. No veamos en la muerte nada más que la disolución de los átomos que nos componen.

- ¿Pero qué impiedades predicas ahora, tabernero sacrílego?

- No son impiedades, don Críspulo, sino filosofías. Filosofías imperiales muy meditadas. El gran Marco Aurelio las dejo escritas y yo a ellas me remito, trascendiendo el espacio de los siglos.

- ¡A ti te voy a trascender y a espaciar yo, aposentador de la molicie y taquillero del Infierno! ¿Me estás llamando sanador de humo y pastor de átomos? Yo arranco almas íntegras y con peso de las garras de Belcebú, para que lo sepas. Mi sotana es la capa heroica de un cruzado y mi aspersorio la lanza que dibuja la raya de los inmortales. ¡Si te metes con emperadores, aprende del invicto Constantino y no de ese Marco poseído tuyo!... Porque una cosa se impone hacer sin demora. ¡Hay que desprender a este infante de la mugre del pecado para estampar en su frente la cruz gloriosa de la salvación! ¡Hay que bautizarlo sin tardanza y tú debes ayudarme!

- No me pida tal cosa, don Críspulo. Mi taberna discutió mucho ya sobre estas cuestiones y decidió en su día declarar el bautismo infantil práctica perniciosa e indeseable. Por ochenta y dos votos a favor y ninguno en contra ni más ni menos. No puedo ir yo contra los estatutos de mi comunidad. Comprenda que presido una tertulia oficial y radicalmente anabaptista.

- ¿Qué blasfemias andas soltando, mensajero de Satanás? ¿Tú te crees que los sacramentos de la Santa Madre Iglesia pueden debatirse y votarse como si fueran una ley de montes? ¿Pero qué antro de perdición has gobernado en el corazón de este pueblo pacífico y cristiano? ¡Con azufre y fuego voy a ir yo a esa Babilonia tuya, Manolón! ¡Con azufre y fuego! ¡Y cuando salgamos de aquí me vas a dar el nombre de esos ochenta y dos cavernícolas que los voy a visitar uno a uno! ¡Ya verás tú la fiesta que os organizamos en la plaza a vosotros, que tanto gustáis de aquelarres!

- Lo que sea, don Críspulo, pero la conciencia es la conciencia. Y uno debe seguir los dictados de su moral.

- ¡Qué conciencia tienes tú, zamorano de pacotilla, vergüenza viva de Fuente Saúco, cuál es tu moral que dejas que un inocente se vaya derechito al Limbo sin mover un dedo para evitarlo? ¿Qué jurisdicción alcanza tu cónclave demoníaco sobre lo que sucede en esta zapatería, dime? ¿Con qué derecho aniquilas un alma que no te pertenece? Por no hablar del evidente e invalidante conflicto de intereses porque, ya me contarás, qué van a votar en una taberna un montón de borrachos ahítos de vino sobre un asunto bautismal que, a fin de cuentas, afecta a lo que estrictamente es una administración de recursos hidráulicos, ¡de agua!, cuando seguro que esa turba de gomorritas tuyos tendrá el agua proscrita de su baño y de su mesa… Nada tiene que decirle el vino al agua y sí el agua mucho al vino como domesticadora de ebriedades pecaminosas. Mira, Manolón, dejémonos de pamplinas. Yo a nada te fuerzo. Pero como no me ayudes te juro que ahora mismo hago un retablo de tu cabeza. ¡Un retablo barroco y churrigueresco! Así que resuélvete, ¿me obedeces o no me obedeces?

Quedóse pensativo el tabernero Manolón Martínez tras las palabras sacerdotales y, por un instante, adoptó su continente un grave aire marcoaurélico. Pesaba en su ánimo la potencia del púlpito sin que pudiera echar a olvido las amenazas crispúlicas, creyendo muy capaz al fiero hijo de Terrinches de desatar una expedición evangelizadora contra su libertaria taberna con el subsiguiente espanto de clientela y merma de la hasta allí fluente actividad tertúlica. Eso sin mencionar su ya demostrada capacidad de retablista. Así que pensando que entre la escuela estoica y el colegio escéptico no hay sino una calle estrecha, sin semáforo y con paso de cebra, salió con la imaginación de la clase senequista y se metió en la del filósofo-profesor Sexto Empírico que en aquel momento andaba enseñando a su aula aquello de que a toda razón se opone otra razón equivalente, que cualquier cosa es relativa y que lo mejor para la propia tranquilidad es la suspensión de toda opinión porque de nada puede estar uno seguro. De resultas de lo cual no halló ya problema en ofrecer la respuesta más conveniente a su salud y a la prosecución de esta historia.

- Bueno.

Mientras esta conversación se desarrollaba iban el cura y el filósofo prendiendo cerillas y desprendiéndose de ellas con una sacudida tan pronto como la llama les rozaba la punta de los dedos. De esta manera, puesto que entre ambos sólo se interponía la caja de Fructuoso, las cerillas surcaban como cometas el cielo nocturno de la trastienda y ofrecían al infante abajo constituido un espectáculo de fuegos artificiales. Contemplaba Fructuoso los vuelos incandescentes de las minúsculas bengalas y se maravillaba con las sombras que sobre el techo se proyectaban y con los tonos blancos, azulados y rojos que los fogonazos producían. Le parecía aquello otra cosa, algo que no desentonaba ni dejaba en mal lugar la optimista copla de don Antonio Molina.


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- ¡Oh, qué bonito! – pensó- ¡A ver si me he precipitado en juzgar al mundo y lo malo sólo es nacer, que luego todo es ya dulce, bueno y cuesta abajo!

Mas apenas se había formado tal pensamiento en su cerebro cuando sintió que una fuerza superior tiraba de él y que, enredado en una maraña cordoncera, abandonaba su refugio acartonado y ascendía raudamente por el aire hasta acabar suspendido y balanceado a metro y medio de la tierra como la carga de una grúa o la cápsula de una mini-noria.

Críspulo Tierraseca sostenía en su mano el colgajo de retales entre los que se vislumbraba la cara enteca y atribulada de Fructuoso, al que le habían venido de repente a visitar todos los fantasmas del vértigo. Frente a Manolón Martínez, que extendía hacia delante su cerilla para alumbrar la imagen, asemejaba el sacerdote un marinero que posara orgulloso ante un fotógrafo con la sardina más rara de su pesca.

Pero el filósofo no llevaba ninguna cámara en su mano y sí algunas preguntas en su boca.

- Y esto del bautizo de urgencia, don Críspulo, ¿cómo se organiza?

- Hombre –respondió don Críspulo muy serio-, reconozco que no soy yo especialista en estos cánones pero, según mi conocimiento, no hay mucha diferencia entre un bautismo ordinario y éste que vamos a hacer. Salvo la prisa, naturalmente. Además, que puede considerarse muy afortunada esta piltrafilla. ¡Pero muy afortunada! Un ministro de Dios ha sido quien la ha encontrado y de ello cabe colegir que en este negocio anda metida y a dos manos la mismísima providencia divina. ¡Se va a poder morir con toda la tranquilidad del mundo! Tanta es su suerte que hasta podrá tener padrino, porque imagino que, aunque pecador y volteriano, tú estarás bautizado y confirmado según el rito católico y alguna vez que otra, aunque sea por equivocación, habrás comulgado.

- No le negaré yo eso, don Críspulo.

- Pues entonces la cosa es sencillísima. No queda sino verter el líquido de vida eterna, el agua purificadora sobre la párvula crisma y pronunciar la fórmula solemne para que desde esta zapatería se pueda ir este salmonete tan ricamente al Cielo.

Giró a uno y a otro lado la cabeza Manolón Martínez, y viendo a su alrededor más tinieblas que fuentes, se atrevió a decir.

- ¿Y dónde hallaremos tal líquido purificador de vida eterna por aquí, don Críspulo? Porque como no usemos betún o pegamento para suelas… Aunque… ¡Oh, ya entiendo! Lleva usted consigo los materiales propios de su oficio para atender eventualidades como ésta. ¡Previsión admirable!

- ¡Claro, tabernero, a ver si te crees tú que esto me pasa a mí todos los sábados a mediodía! Crucifijo y rosario no me faltan pero que me registren si acarreo hisopo y pila bautismal ahora mismo, caramba.

Miráronse los representantes de la Religión y la Filosofía allí reunidos con la preocupación columpiándose de las narices de ambos. Hasta que la Filosofía, tomando la delantera y palpando sus muchas entretelas, anunció:

- En el bolsillo de mi chaqueta guardo un botellín con un vinillo suave y muy digestivo. Pienso yo que en estos casos de extrema emergencia podrá servir de sustitutivo.

- ¡Quita allá, hereje rimado, leviatán del Aqueronte, padrino de Satanás! ¿Dónde has oído tú que pueda cristianarse a un niño con vinillos o vinazos, digestivos o antidigestivos, suaves o ásperos? ¡Ni aunque fuera con un Ribera del Duero! ¿No sabes que nuestro Señor Jesucristo dejo dicho que el que no nazca de agua no puede penetrar en el reino celestial? ¡”De agua”, dijo, y para nada habló de “vinitos digestivos y suaves”! ¿Pretendes que este neonato se presente a las Puertas del Paraíso apestando a alcoholismo y que hagamos el ridículo?

- Es que agua no hay, don Críspulo. Si quiere voy corriendo y la busco.

- ¡No nos queda tiempo, no nos queda tiempo! Esta criaturita se nos va de un momento a otro. No hay más que mirarla.

En efecto, el zarandeado y conejil Fructuoso tenía los ojos en blanco, producto del mareo, y su piel ya adoptaba un color que era mezcla de todos los grises y todos los morados juntos. Solicitaba su imagen rendición y rematamiento, losa y cementerio. Y aún así, algo de alegría agitaba su interior porque él notaba que volaba, que atravesaba el techo y el tejado y emergía a un espacio mejor donde no había zapatos, ni hombres con escalera, ni calzadores siniestros, ni oscuridades ambiguas, ni curas que le trataban a uno como si fuera un saquito de mejillones. Un lugar armonioso, níveo y musical, donde seres de voz delicada y apariencia amable le acogían amorosamente y le llevaban a ver a una señora muy guapa que le sonreía, le acariciaba y le decía: “Pobrecito niño, no llores ni temas de los demonios malos. Ahora mismo bajo, entro en esa zapatería y te traigo tus orejas”.

¡Oh, qué dulces resonaban esas palabras en el corazón de Fructuoso! ¡Qué paliativo eran para su cuerpo magullado! ¡Qué bálsamo para su ánimo entristecido! ¡Cuántos deseos sentía de crecer y de saber hablar para corresponder con gentileza de caballero a las bondades de la caritativa dama! Lágrimas corrían por su rostro, lágrimas tiernas, lágrimas que nacían de lo más profundo de sí mismo. De bien nacido es ser agradecido. Y aunque a nadie que haya seguido con mediana atención esta historia se le escapará que Fructuoso, bien lo que se dice bien, no había nacido muy bien precisamente, el agradecimiento sí que se le desbordaba y se le escapaba por todos sus poros y por todas sus heridas abiertas.

Así que su mirada empañada se elevó al bello rostro de su protectora, y con ella, a falta de lenguaje y con el alma temblándole en las pupilas, quiso decirle: “No se preocupe usted por mis orejas, señora, ni se moleste. Si llevo veinte minutos en el mundo y lo mejor que me ha pasado es que me las arrancaran. Si por lo que voy comprobando me parece que no tendré que echarlas mucho de menos”. Y extendió su mano, reverente, deseoso de homenajear la presencia que tan benéficamente se le ofrecía… y su mano sólo tocaba una nariz ganchuda, una barba rala y gris, un pómulo triangular y afilado, unas gafas llameantes y un alzacuellos en el que lo blanco se distinguía de lo negro en que era más negro todavía.

El sacerdote Críspulo Tierraseca Aljaharín, tremebundo terrinchero, muela de pecados, prensa de pecadores, azote de confesantes, terror pulpitero, ostensorio rodante, sacramentero atroz, arramblador de vinajeras y guardián de los altares, ex seminarista de seis seminarios, párroco de todas las parroquias, teólogo por la tangente y gastrónomo de tirón episcopal, había enderezado noventa grados la posición de Fructuoso para certificar a apenas tres centímetros de distancia de su aliento que al postulante no lo salvaban ni un tropel de milagros que se lanzaran a la carrera desde el Cielo dándose codazos unos a otros.

- Nada, nada ¡No le queda nada, ni la mitad de un suspiro! – tronaba el sacerdote- En veinte segundos a lo sumo está llamando el galletín a la portería del Limbo con recomendaciones de estrella…. ¡Pero como me llamo yo Críspulo Tierraseca y como que soy el más ordenado sacerdote de todo el campo de Montiel que a este crío le administro el sacramento y lo mando al Paraíso de cabeza se ponga como se ponga! ¡Nunca faltan al hombre las armas para hacer el bien! ¡Manolón, sostén a este renuente y extiéndelo hacia mí, que voy operar su alma y a extirparle el pecado original sin otro instrumental quirúrgico que la divina inspiración y una gota de fantasía dentífrica!

Y diciendo esto, el admirable hijo de Terrinches traspasó la enredada redecilla al no menos notable hijo de Fuente Saúco, que la recibió con prevención no exenta de justificable asco. Sangre, sudor y babas chorreaba Fructuoso por delante. Sangre, sudor y otra cosa chorreaba Fructuoso por detrás. Colocado en la cruz de su suplicio, el bebé mártir sintió que lo cogían por el pescuezo, le trasportaban horizontalmente por hilos invisibles de teleférico y que otra vez se quedaba colgado entre el suelo zapateado y el techo ambicionado igual que una resecilla muerta en el interior de un frigorífico industrial.

Justo detrás de él, sosteniéndole con una mano mientras con la otra aguantaba la única instalación lumínica de la estancia, o sea, un fósforo fungible, Manolón Martínez se movía entre las ganas de irse, las ganas de no haber venido nunca, la incertidumbre de si lo que estaba pasando en la trastienda tendría nombre en el Código Penal y, finalmente, una punta de curiosidad científica y filosófica por saber cómo se las ingeniaba un numerario del clero regular para bautizar a un espécimen tan raro como Fructuoso en semejantes condiciones ambientales: en la casi oscuridad, entre cajas y zapatos, lejos de su iglesia y acuciado por el tiempo, sin objetos para el culto y, lo más importante, sin agua y sin esperanza de hallar un oasis. “En verdad - pensaba Manolón- , conviene andar muy atento y no perder aquí detalle porque, si no me equivoco, esta experiencia va a dar mucho que hablar en la taberna y aún en el pueblo entero”.

Por eso, el zamorano Martínez se concentró. Con el niño por delante, en régimen de escudo, ordenó a todos sus sentidos vigilar las acciones de Críspulo Tierraseca. Observó, en primer lugar, que el cura se recolocaba las gafas y se ponía en jarras no sin antes separar las piernas. Vio después que se inclinaba hacia atrás y oyó que musitaba algo que sonaba a latín pero que también podía ser bereber o sumerio antiguo. Luego comprobó cómo orientaba la cabeza hacia el objetivo bautismal y le lanzaba una sola mirada, pero ¡qué mirada! ¡Flamígera en grado superior! Con estos antecedentes, se asombró de que lo que siguiera a continuación fuera que el sacerdote desmayara su cuerpo, cerrara los ojos y se entregara al abandonismo más vituperable e incompatible con la gravedad del momento. Pero el corazón le dio un brinco en el pecho cuando le vio levantar de repente los párpados y que sus pupilas, fascinadas y fascinadoras, multiplicaban el efecto centellesco de la cerilla farera.

“Realmente cualquiera diría que es un trapecista a punto de dar un triple salto mortal –se dijo Manolón-. Y mutatis mutandi, la comparación no resulta desacertada. Porque esto es un bautizo in articulo mortis muy pero que muy difícil y don Críspulo, presuma de lo que presuma y por muy buena intención que tenga, no deja de ser un cura rural desentrenado y poco versado en estos casos extravagantes, que requieren un poso humanístico muy depurado y una formación teológica que sólo debe de hallarse sobre alfombras vaticanas”.

Pero las evoluciones gestuales de don Críspulo no admitían entretenimiento ni despiste y cortaron de raíz el desarrollo de su florido pensamiento. El oficiante había dirigido su barbilla al cielo de mediodía oculto y acababa de trazar con el dedo, sobre el espacio disponible, los dos palos de una cruz grande y muy derecha. Ahora su boca se abría y con voz profunda, solemne, cavernosa, acompasada, más propia de personaje del Antiguo que del Nuevo Testamento, pronunciaba la frase cumbre de la ceremonia:

- ¡Niño desorejado! ¡Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo!

Don Críspulo ya iba a finiquitar el sacramento y Manolón aguardaba con el resuello encogido en el gaznate. Imaginó que el cura supliría la falta de provisión hídrica con una unción simbólica, quizás mediante un derramamiento de ceniza procedente de una cerilla carbonizada o con un frotamiento de la frente del bautizado con un adminículo sagrado -su rosario, su medalla o su misma mano bendecida-, o quizás con una coletilla emocionante tomada de pasajes del Evangelio o del catecismo católico. ¿Quién podía saberlo? Porque todo podía esperarse del genio del cristianismo.

Y, sin embargo, lo que pasó le cogió completamente desprevenido.

Críspulo Tierraseca practicó unos movimientos mandibulares de lo más insólitos e inapropiados. Daba la impresión de que se buscara algo entre los dientes y que a falta de palillo usara el huesecillo hioides. Entornó los ojos mientras tanto -y con ello pareció que las gafas también le se cerraban un poco-, despegó levemente los labios y atrajo definitivamente hacia su boca toda la atención del expectante Manolón, quien se convenció entonces de que el bautizante había decidido recurrir a la elocuencia para terminar de comunicar al bebé agonizante que se convertía desde aquel momento en un miembro más de la comunidad católica con los privilegios e imposiciones propias del cargo. La facundia de don Críspulo, pues, tutelaría los pasos de Fructuoso al Paraíso celestial sin extravío posible.

Y, en efecto, don Críspulo fue muy elocuente y el certificado de bautismo llegó directamente por telegrama de urgencia. Sólo que no fueron palabras lo que salieron del sacerdote.

No, no fueron palabras exactamente.

Lo que salió de Críspulo Tierraseca puede denominarse de muchos modos y dudo yo de cuál hacer uso ahora para no herir en demasía la sensibilidad del lector. Pero, a fin de cuentas, llámese esputo, lapo, gallo, escupitajo o gargajo lo mismo da. El caso es que un proyectil saliváceo irrumpió desde la cavidad bucal del agente eclesiástico. Y lo hizo con tan poquísima gracia y tan malísima puntería que, luego de pasar en vuelo rasante sobre la cabeza insostenible del pobre Fructuoso como avión japonés en Pearl Harbour, fue a estrellarse y explotar contra la boca semiabierta del maravillado hijo de Zamora.

Cuando Manolón Martínez sintió que el gallo hacía quiquiriquí debajo de sus narices, perdió su espíritu filosófico. Abjuró en un instante de su recién abrazado escepticismo y no quiso cruzar la calle y regresar a la escuela estoica. Porque estaba muy bien, pensó, eso de decir que a cualquier razón se opone otra razón equivalente, que todo es relativo y que lo más conveniente para la propia tranquilidad es la suspensión de los juicios, pero ya querría él ver al listo de Sexto Empírico en su situación y oír qué argumentos oponía si un ave acuífera y ajena se ponía a cantar en el corral de su bigote sin pedir licencia. ¡A ver si entonces salía tan campante con la cosa de que, a lo mejor, aquello no era un gallo y que, a lo peor, era un gallo relativo! Y tampoco estaría mal conocer la reacción de Epitecto y su patulea, los de la gaita de que no debe desearse que los hechos sean distintos de lo que son, que hay que consentir con el destino y sufrir los males con entereza, si en su alféizar se viniera a posar de repente un gallo mensajero de la naturaleza de aquél (un gallo con algún antepasado de loro además, como lo indicaba el que en su plumaje no faltara el color verde vivo, según había tenido tiempo de columbrar Manolón; y es que el agua salival de don Críspulo venía mezclada con mucosidades vítreas, restos de una gripe primaveral aún en retirada).

La pérdida de filosofía de su padrino tuvo para Fructuoso repercusiones importantes. En concreto, significó que se fracturara un brazo y se quedara cojo para siempre. Y es que Manolón, al notar que andaba el gallo picoteando con total desvergüenza por su boca, ordenó a sus dos manos que dejaran todo lo que tuvieran entre ellas mismas y acudieran ipso facto al socorro y limpieza de donde en ese momento más se las necesitaba. Ello supuso en última instancia -habida cuenta de que Manolón no era ganso ni era rey ni se llamaba Ansúrez- que el fósforo fungible y Fructuoso Gutiérrez emprendieran una carrera cuya meta era el suelo y en la que Fructuoso ganó por varios cuerpos de ventaja y un hueso roto.

El fósforo fungible, al comprobar que él apenas había iniciado su caída mientras Fructuoso, allá abajo, ya estaba entre dos sandalias durmiéndose en los laureles, lejos de desanimarse, pareció decidir que, puesto no podía competir en velocidad, se centraría en las cuestiones artísticas del asunto. Así que fue dibujando en el aire arabescos, tirabuzones y filigranas de dificultad creciente y se acabo posando, con la sutileza de un paracaidista experimentado, en la planicie de un zapato de charol del número 37, donde dio razón de su fungibilidad apagándose del todo.

La oscuridad absoluta, pronta a la llamada que se le hacía, volvió a posesionarse de la trastienda.

El consorte de la oscuridad absoluta, o sea, el señor silencio absoluto, que siempre va dos pasos por detrás de su señora, quiso también entrar en la estancia pero se encontró con que no le dejaban de ninguna manera. Eran bien audibles las arcadas de Manolón Martínez y, cuando no lo fueran, allí estaba la voz de Críspulo Tierraseca Alajarín para destrozar los tímpanos de quien tuviese oído.

- ¡Manolón, monaguillo inútil, padrino negligente, flebe portador de cirios, apresúrate y enciende otra cerilla! ¡Que me ha parecido a mí que no ha rozado el agua purificadora a ese agonizante y se nos acaba el tiempo para sacarlo de las vías del Limbo tristísimo!

La respuesta de Manolón hizo que el silencio absoluto se alejara definitivamente de la trastienda, rojo de vergüenza, en busca de palomas en la plaza del pueblo y pensando en divorciarse de una vez de su esposa, que se empeñaba en llevar a semejantes tugurios a un señor tan elegante y serio como era él.

- ¿Pero qué dices, réprobo, demente, blasfemo increíble? ¿A un ministro del Señor tales palabras? ¿A un ministro del Señor en pleno ejercicio de sus funciones tales ofensas? ¡Ah, babilonio, asirio, jíbaro, bantú, enemigo entero del género humano, jabalí, tridente, luterano, perro de tres cabezas! ¡Quítate, que no me haces falta! ¡La luz de Dios iluminará mi irrigación benefactora y la guiará en su trayectoria como a una flecha de hierro un imán!

Y rematando la última frase, don Críspulo puso en marcha su aspersorio interno lo mismo que si fuera una metralleta acuática. Pensaba sin duda que, aun contando sus salivazos con santas propiedades magnéticas, en la cantidad estaban también las posibilidades. Así pues, una granja avícola de mediana producción salió volando de su boca en todas direcciones, al tiempo que el generoso granjero intercalaba liberaciones saliváceas con jaculatorias entusiastas:

- ¡Niño desorejado y escondido en la tinieblas! ¡Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo!

No hubo parte de la trastienda que no visitaran las aves. Allí donde no llegaron los gallos, llegaron los loros. En aquel pasmoso bautismo a ciegas, acaso el primero de su clase que registra la Historia, batió don Críspulo Tierraseca un record de proporciones memorables. Porque, si los cálculos y testimonios no fallan, la comunidad cristiana y católica creció, en apenas cinco minutos, con el bautismo de ciento dos zapatos, sesenta y dos chanclas, tres babuchas, cuarenta y siete botas, catorce mocasines, siete playeras, ciento veintidós cajas, dos moscas, cuatro cucarachas, un póster del futbolista Pelé y una cinta métrica. Se deja en la duda si Fructuoso fue alcanzado por la espuma salvadora. Y no entran en la cuenta la dormida doña Josefina ni el nada dormido Manolón, no porque no fueran tocados por el líquido purificador, sino porque ya eran personas con su certificado bautismal a cuestas.

(Realmente era un contrasentido que de alguien que se apellidaba Tierraseca nacieran semejantes humedales)

Puede asegurarse que nunca hubo cara tan sacramentada como la del filósofo apóstata Manolón Martínez. Dos grandes gallináceas quisieron reinaugurar la cristiandad de sus ojos y lo lograron. Mientras intentaba ahuyentarlas, un papagayo diminuto aprovechó y se le introdujo en la boca por el único resquicio existente. Manolón sintió que masticaba babosas y que el hedor se le metía con rastrillo en la pituitaria. Las arcadas crecieron hasta conformar un puente romano como el de Alcántara. Y el puente romano engordó, se superpuso y varió de naturaleza para convertirse en un acueducto como el de Segovia. Por aquella obra de ingeniería se ponían en contacto el contenido del estómago rebosante de Manolón –de quien debe decirse que venía de despachar un guiso compuesto de garbanzos fuentesaucanos y marisco levantino; tal vez por eso lo del vinillo digestivo y suave- y la desembocadura bucal llena de asco y babas, de plumas y pollos.

Manolón, con el diafragma espasmódico, notaba que su zozobra interior apenas se sujetaba en sus oportunos límites. Las aguas residuales de su cuerpo remontaban por ascensor supersónico. Aún así, todavía el pudor y el amor propio colocaban una barrera al desastre; todavía resistía el heroico zamorano el ataque infecto de las psitácidas... Pero entonces un gallo, un gallo maldito, un gallo camuflado de verde - de verde pintado de color verde lechuga no muy limpia-, un gallo traicionero, escurridizo, con cresta pegajosa y espolones viscosos, vino de un solo picotazo a romper la última esclusa y a provocar el tremebundo maremoto.

Una riada de leguminosas, unas medio machacadas y la mayoría enteras, se desbordaron a través del túnel esofágico y sin pararse a disfrutar del paisaje alumbraron en la trastienda como bolas de bingo en una orgía. Saltaban duros, duros y peripuestos los garbanzos, cual soldados de un ejército tomando un castillo por una brecha abierta. Fructuoso, a quien la casualidad y esa querencia suya a los lugares inadecuados, habían colocado justo en la vertical del desagüe manolónico, volvió a ofrecer pruebas contundentes de que acababa de llegar a la Tierra una criatura superdotada y adelantada al curso natural de los acontecimientos. Estaba teóricamente en período de lactancia y ya lo alimentaban con papilla. Con papilla y mundo marino en su esplendor, porque entre los garbanzos salían las gambas vivas y las almejas en su concha y todo. Y hasta es fama –nunca pudo probarse esta leyenda, pues la oscuridad ambiental impide gozar de testimonios inapelables- que un carabinero emergió bailando un fox-trot.

Duchado, quebrantado, mutilado, meneado, despeñado… Fructuoso Gutiérrez tuvo un rasgo de humanismo. Rememoró tiempos mejores y añoró sus días de gameto.

Manolón Martínez, por su parte, ya llevaba bastante con lo suyo pero, entre vómito y vómito, todavía tenía tiempo su generosa alma para interesarse por Críspulo Tierraseca, su madre doña Encarna, y toda su familia terrinchosa. Y Críspulo Tierraseca, centrado en sus labores sacerdotales con el frenesí de un misionero en la hora previa del Juicio Eterno, seguía a vueltas con la catapulta girante de su inagotable hisopo.

- ¡Pronto, Manolón! ¡Bautiza! –exclamaba- ¡Bautiza también tú, aunque no seas presbítero! ¡Que una criatura del Señor corre grave riesgo de irse al Limbo y estos son casos desesperados en los que las instituciones canónicas autorizan a los seglares! ¡No temas cometer sacrilegio, que yo te lo refrendo!... ¡Bautiza, bautiza sin miedo por detrás de ti, que esa zona creo que no la ha cubierto mi ministerio!

Al escuchar aquello, Manolón Martínez perdió sus últimos bríos filosóficos y se hizo fanático religioso. Encontró súbitamente que los thugs de la India habían sido unos señores muy simpáticos y de ideas muy claras, por lo que, barajando sus últimas fuerzas, se incorporó para ofrecer un abrazo lleno de sentimiento al ilustre vástago de doña Encarna. Pero apenas dado un paso, parece que ese paso tropezó con uno de baile del carabinero danzarín, con lo que se produjo un notable resbalón que dio con los huesos del nuevo adorador de Kali entre cajas, zapatos y... el piececito izquierdo de Fructuoso, que sufrió un aplastamiento suficiente del que nunca llegaría a recuperarse por completo. Algo lamentable, sí, pero con innegable lógica y nada sorprendente: desde el principio se llevaba comprobando que Fructuoso había venido al mundo con el pie torcido.

Fuera de combate el coadyuvante y padrino de la ceremonia, merced a un trastazo contra una calva del pavimento, quedó solo en la palestra bautismal el bravísimo don Críspulo.

- Manolón, ¿qué haces que no te oigo bautizar? Tu comportamiento está siendo sospechoso, Manolón, muy sospechoso. ¡No estás resultando de ninguna ayuda! ¡Casi estoy por decir que boicoteas los designios de Dios! Cuando acabe esto tenemos que hablar tú y yo largo y tendido. ¡Largo y tendido y con una celosía de por medio!

Todo esto soltaba don Críspulo entre jadeos y con las manos puestas en los ijares, porque el agotamiento le había llegado y el tanque de sus glándulas salivales andaba en la reserva. Y a pesar de los metros cúbicos derramados por toda la habitación y que verdaderamente las probabilidades de que algún centímetro cúbico de alguno de esos muchos metros cúbicos no hubiera alcanzado a Fructuoso eran pocas, no se conformaba el sacerdote ni se quedaba tranquilo. Le atormentaba la idea de un bautismo frustrado.

- ¡Oh, seguramente ya es tarde y el monito a estas horas va subiendo de rama en rama, no se sabe si al Paraíso espacioso o al estrecho y aburrido Limbo! ¡Si en estos momentos el Señor quisiera mandar en misión especial a alguno de sus ángeles - que imagino yo que alguno tendrá desocupado allá arriba- para que rompiera su presencia esta terca e impía oscuridad, permitiese desvelar su misterio y nos cercioráramos de la consumación o no de este sacramento iniciático! Que si fuera que no, no recuerdo yo de mis tiempos de seminario si entre las clases de bautismo se admite el bautismo post mortem. In articulo mortis seguro que sí, que me acuerdo muy bien que salió en un examen, pero, ¿es lícito administrar el sacramento a un niño fenecido? Yo creo que por lógica de las cosas debe de ser que no, porque la Iglesia no alcanza jurisdicción sobre los muertos, pero ¿y si me equivoco y cometo una negligencia? Sería el hazmerreír de la diócesis. ¡O el escándalo! Por otro lado, ¿cuándo empieza la muerte propiamente? Cuando sale el alma del cuerpo, se entiende. Y digo yo que tras la desaparición de las funciones físicas, el alma no saldrá escopetada a su viaje místico sino que se acicalará un poco y se tomará su tiempo para despedirse de su envoltura mortal. ¿Cuánto será ese tiempo? ¿Podría en ese trance todavía bautizarse? ¿Y en qué condiciones?... ¡Terribles dudas me asaltan! ¡Ah, desdichado Críspulo, a esto te arrastra el haber sido un poco distraidillo en tu juventud y no haber atendido debidamente las explicaciones de tus enseñantes! Aunque la culpa también le toca a don Aquilino, que daba Teología General de los Sacramentos, una materia tan sutil, de forma muy laxa y heteróclita, que al final uno aprobaba presentando un trabajillo de diez folios por una cara. Y yo lo hice sobre el matrimonio porque entonces -ingenuo de mí- me parecía que el sacramento más bonito desde el punto de vista protocolario era el matrimonio. Del matrimonio yo sé más, mucho más. ¡Pues no domino bien ni nada el tema del consentimiento, una materia muy gorda y complejísima! ¡La de satisfacciones que me ha dado a mí en el altar ser experto en el consentimiento eficaz de los cónyuges! ¡Les abro los requisitos de sus consentimientos a los novios que da gusto! ¡En canal, como si estuviera ante un plato de truchas!.. Pero el bautismo, al abarcar cuestiones muy de infancia, claro, es más opinable y se presta a polémica. Por que con los niños nunca se puede estar seguro. Además, que a mí los niños no me gustan nada, así que se junta todo… Ya le tengo dicho yo al obispo que es incomprensible la falta de especialización del clero, porque si hay médicos cardiólogos, otorrinolaringólogos, estomatólogos a los que cada enfermo apela según su dolencia, ¿por qué no ha de haber sacerdotes peritos en cada registro consagrado a quienes los feligreses recurran de acuerdo a su necesidad? Y luego –siempre lo he dicho- debería haber un teléfono de contacto permanente para agentes clericales en el que pudieran encontrar asesoramiento para estos casos espirituales tan vidriosos y tan de urgencia. Pero aquí todo se fía a la responsabilidad individual de cada uno, al generalismo, no estamos por las nuevas tecnologías y luego pasa lo que pasa y vamos como vamos, que no hay uniformidad de criterios y sobran meteduras de pata. ¡Ah, si a mí se me dejara, menudos cambios metía yo en la Iglesia! ¡Qué reformador arde en mí! ¡Pero el obispo me posterga y cercena al Loyola que llevo dentro!
-
Este largo monólogo, aunque parezca mentira, no lo cavilaba solamente Críspulo Tierraseca, sino que lo decía en alta voz y con notable sentimiento teatral -¡a tanto llegaban sus reservas salivales!-. Fructuoso, más cerca de él de lo que el cura podía imaginarse, escuchaba la perorata y no sabía qué le dolía más: si el pie, si el brazo o si la cabeza. Pensaba, eso sí, que el mundo era un lugar poblado de locos o de salvajes, de seres rarísimos en todo caso, con los que no creía que pudiera jamás conectar a causa de sus comportamientos imprevisibles. Calzadores, fósforos, escaleras, zapatos… cualquier elemento, por tonta o inofensiva que fuera su apariencia, terminaba convirtiéndose en resorte de lo inaudito, en puerta de lo imposible.

Seguía don Críspulo ensimismado y cada vez más perdido en su laberinto escolástico, cuando vio de repente que, a apenas un metro de él, alta, enhiesta, suntuosa, soberbia se levantaba y parecía que le miraba lo que sin duda era… una bota roja.

- ¡Oh, alucinación formidable! ¡Visión futura! ¡Augurio tremendo del porvenir! –declamó don Críspulo a lo Lawrence Olivier-. Esa bota, semejante en todo al señor obispo, representación preclara de su carácter… ¿Significará que habrán de investirlo con la púrpura cardenalicia? ¡Ah, inclemente Roma, qué mal repartes tus birretes!

Y tanto se indignó el donoso sacerdote ante la perspectiva de que el enemigo recortador de sus ideas se cubriera con el capelo escarlata -que tan bien le sentaría a él-, que tardó más de lo necesario en reparar que lo verdaderamente extraordinario no era la bota simbólica en sí sino que sus ojos la distinguieran perfectamente en medio de las tinieblas. Y poco a poco se iba enriqueciendo su vista, pues a ella empezaban a ofrecerse imágenes de montañas de zapatos que formaban cordilleras, cajas de muchos colores que componían torres, y cordones y partes y adminículos de calzado de toda condición tirados de cualquier manera y, sí, también la frente sangrante de Manolón Martínez y la expresión aturdida de su cara. ¡La bombilla del techo continuaba apagada, la oscuridad seguía existiendo y, sin embargo, él veía el contenido de la habitación!

En medio de su confusión, notó de repente un resplandor a su derecha, y, remontando por el rayo oblicuo recién aparecido hacia su origen, distinguió una esfera blanca que al punto de mirarla se desdobló en otra amarilla. Dos destellos taladraban juntos el manto oscuro de la noche cerrada y poderosas motas de luz armada se derramaban gentilmente en el espacio, alumbrando las cosas al contacto de su paso ante las gafas reflectantes del exhausto y exhaustivo teólogo.

- ¡Milagro! ¡Milagro! –gritó don Críspulo al borde de las lágrimas-. Dios, que socorre a los buenos, atiende mis plegarias y envía a seres angelicales para auxilio de mi obra. ¡Llegad, adelantaos, espíritus selectos, llegad y mostradme el resultado de mi actividad sacrosanta! ¡Calmad el tormento de mi corazón irresoluto!... ¡Ah, parad, parad que ya lo veo! ¡Aquí a mis pies diviso la fuente de mis desvelos!
Los haces de luz blanca y amarilla habían confluido, en efecto, sobre el cuerpo indescriptible de Fructuoso, que yacía diminuto y frágil cual semilla en campo garbancero. Una semilla bañada en puré de leguminosas, ciertamente, y con originales extremidades: un brazo que apuntaba en zigzag hacia Oriente y un pie que se expandía con golpe contorsionista hacia Occidente.

- ¡Loado sea el Señor! ¡Aún respira, aunque poco! ¡Le estorba este garbanzo que ahora le quito de la naricita! ¡Es por tanto un supuesto bautizable, no hay duda de ello! Se despejan todas mis dudas. Aquí debes echar el resto, valeroso Críspulo. Acabando de lanzar esta frase, el cura se inclinó sobre el bebé redescubierto y rebuscando él mismo dentro de la ya muy saqueada granja de su boca halló todavía escondido, si no un último gallo, sí al menos un pollito; un pollito pequeño y raquítico pero suficiente y de aspecto muy cristiano con que podía certificarse la entrada de Fructuoso en la gracia.

Pero ya fuera porque el mucho escupir hubiera sacado de sus quicios el juncal cuerpo terrinchero, ya fuera porque la semblanza de Fructuoso era el disfraz de la calamidad más refinada en idioma nauseabundo, ya fuera porque el niño desorejado, mancado y cojo expeliera el tufo de diez pozos ciegos y catorce borrachos, o ya fuera – como es más probable- por todo eso junto, el caso es que de la desembocadura crispúlica, como antes de la manolónica, resultó ser el estómago el órgano que dijo la primera y última palabra. Con lo que quiere explicarse que el indefenso Fructuoso recibió, entre efluvios de chinchón, un chaparrón turbio y macerado de callos a la madrileña, con alguno sin embargo lo bastante entero y castizo como para comparecer marcándose las coplas de don Hilarión.

Fructuoso quedó untado como un pastel de dos sabores superpuestos.

Don Críspulo quedó doblado como un muñeco sin muelle.

La luz blanca y la luz amarilla avanzaron sobre ambos.

LUZ BLANCA: ¡Qué salvajismo! ¡En treinta años de servicio vi nada igual!

LUZ AMARILLA: El muy bestia le ha echado los bofes al crío que no hay por dónde cogerlo. Con alevosía, nocturnidad y ensañamiento. Y en nuestra presencia, además.

LUZ BLANCA: Debe de ser una banda organizada y estos dos los elementos más peligrosos.

LUZ AMARILLA: Bueno, pero no sabemos con certeza aún si se trata de un delito o de simple gamberrismo. No nos precipitemos

LUZ BLANCA: Tú siempre tan escrupuloso. Echa un vistazo a esta habitación. ¿Te parece que puede no ser el escenario de un crimen horrendo?

LUZ AMARILLA: Hombre, su estado actual resulta sospechoso y digno de indagarse, lo reconozco. Pero es que en este pueblo hay también mucho bromista.

VOZ LEJANA (gritando): ¡Oyeeeeeeee!, ¿qué pasa ahí dentro? ¡Que no puedo sujetar a éste!

LUZ BLANCA (gritando): ¡Nada, Pepe! ¡Tú pide refuerzos!

VOZ LEJANA: Que no sé qué dice de que se le ha metido en la tienda una hembra extraterrestre y que tiene que ir a comprar cordero… ¡Oiga, estése quieto de una vez, caray, que ya van dos veces que me da con la escalera!

LUZ AMARILLA: ¡Braulio, enfoca el rincón! ¡Una mujer desvanecida y semidesnuda... ¡Y con unas alpargatas horrorosas!

LUZ BLANCA: Nada, esto cada vez pinta más a caso de satanismo y de los gordos. Cuando se entere el cura del pueblo se va a poner bueno.

LUZ AMARILLA: Pobre chiquillo, mira qué brazo y qué pie más raros. Parece que viene de una guerra internacional... ¡Anda, fíjate, si además no tiene orejas! ¡Qué detalle tan curioso!

(Silencio)

LUZ BLANCA (gritando): ¡Pepeeeeeeee!

VOZ LEJANA: ¿Queeeeeeee?

LUZ BLANCA (gritando): ¡Lo que lleva ese tío en las manos! ¡Que al final llevabas tú razón y no son alubias!

VOZ LEJANA (gritando): ¿No? ¿Pues qué son?

LUZ BLANCA (siempre gritando): ¡Oreja!

VOZ LEJANA (gritando siempre): ¡Pues se ha lucido el cocinero! ¡Si están casi crudas!

LUZ BLANCA (gritando más): ¡Oye, custódialas!

VOZ LEJANA: (gritando mucho más y despertando a los vecinos de la siesta): ¿Que custodie qué?

LUZ BLANCA: (gritando en gerundio redundante): ¡Las orejas, leche! ¡Que son una prueba!

VOZ LEJANA (gritando en re mayor): ¿Una prueba? Sí, claro, eso dicen. No saben cocinar y luego: “No, si esto era sólo una prueba…”. Que no es tan fácil dar con el punto de cocción, que no es tan fácil. Y si uno no sabe, que no se meta….Bueno, pero entonces dentro de la zapatería, ¿qué hay? ¿Un restaurante clandestino de comida casera? ... ¡Oiga, como no se esté quieto le pego un cabezazo, se lo advierto por última vez!

LUZ BLANCA (gritando y bautizando a Fructuoso): ¡Que custodies las orejas, te digo! ¡Y llama al cuartel! ¡Que venga todo el mundo!

VOZ LEJANA (gritando allegro con brio): Hombreeee, eso lo encuentro una total exageración. El rabo de toro sí me parece grave darlo crudo. Pero lo de la oreja, ya va en gustos.

LUZ BLANCA (gritando muchísimo y no quedándose tranquilo): ¡Pepe, coño, haz lo que te digo!

VOZ LEJANA: (gritando breve y concisamente): ¡Bueno, bueno! (en voz baja inaudible y rencorosa). ¡Menudo gilipuertas! Descubre un restaurante clandestino y se cree que ha dado con la cueva del Pernales.

LUZ AMARILLA: El niño casi no respira, Braulio.

LUZ BLANCA: ¿Y qué quieres que le haga yo? ¿El boca a boca?

LUZ AMARILLA: A lo mejor sacándolo a que le dé el aire.

LUZ BLANCA: Tú alúmbrale con la linterna que eso le da calor y el calor, como todo el mundo sabe, es hálito de vida.

VOZ LEJANA (gritando en segundo movimiento de sinfonía): ¡Brauliooooooo!

LUZ BLANCA (respondiendo a la trompetería con más metal?: ¿Qué pasa?

VOZ LEJANA (gritona pero familiar): ¡Que no encuentro eso!

LUZ BLANCA (poniendo el grito en el Cielo): ¡Coño, pues búscalo!

VOZ LEJANA (fuera, gritándole a don Paco a la oreja –obsérvese la ironía-): Oiga, ¿dónde puñetas ha puesto lo que llevaba en las manos? No se lo habrá tragado, ¿eh? (a la multitud vecinal arremolinada) ¡A ver, colaboración ciudadana, colaboración ciudadana con las fuerzas de orden público! Dispérsense e inclinen la cabeza que hay un objeto de investigación en el suelo. ¡Restos de comida muy poco hecha! ¡Premio para quien la encuentre!

LUZ AMARILLA: Braulio, que yo creo que no estamos obrando bien con lo del niño. Que lo tendríamos que envolver en una chaqueta y llevarlo rápidamente a un hospital. Luego nos van a criticar.

LUZ BLANCA: Bah, a mí la maledicencia me resbala. Pero si insistes, cógelo y vamos pitando a urgencias.

LUZ AMARILLA: Es que tengo el uniforme recién planchado de esta mañana. Luego la Loli se enfada y me monta un número. Acuérdate de cuando estuvimso en el pozo de la huerta del Picholo deteniendo al Colorao.

LUZ BLANCA: Ah, no lo haces tú y lo tengo que hacer yo, ¿no? Pues a mí me da asco. Yo para estas cosas soy muy aprensivo, ya lo sabes..

LUZ AMARILLA: Pero tenemos que darle una solución…

LUZ BLANCA (resoplando). ¡Puñetero pueblo! Si ya sabía yo cuando vi los destinos… En fin, déjame pensar…. (silencio reflexivo) ¡Pepeeeeeeeeee!

VOZ LEJANA (pero conocida; responde al nombre de Pepe). ¿Queeeeeé? (luego en voz semi-normal) Oiga, señora, ¿seguro que es un chicle lo que está masticando su hijo? Que antes he visto que se agachaba y cogía algo, ¿eh? ¡Que enseñe la leng…!. .. ¡Leches, con la escalerita, no se puede estar quieto con la escalerita, me tiene negro con la escalerita! ¿Me quiero decir como ha sido capaz de ponérsela ahí, que se la voy a colocar yo en otro sitio?

LUZ BLANCA (también conocida; se llama Braulio): ¡Pepeeeeeeee!

VOZ LEJANA O SIMPLEMENTE PEPE: ¿Queeeeeeé?

LUZ BLANCA O SIMPLEMENTE BRAULIO: ¡Llama al Ayuntamiento! ¡Que vengan los del alcantarillao!
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Ashling
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por Ashling »

¡Por fin! :ola:

Me lo imprimo para leerlo tranquilamente. :D
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Arden
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por Arden »

:eusa_clap: :eusa_clap: :meparto: :meparto: :meparto:

¡Qué asco por dios! Pobre Fructuoso en qué manos ha ido a caer, eso es un bautizo y lo demás tonterías, ahggg, se me van a quitar las ganas de comer en todo el día :dragon:

Bueno Raoul ahora sí que te has superado :D ¿Qué pasará a continuación? espero ansioso la próxima entrega. :grupo:
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lucia
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por lucia »

Y tanto que asco :lol: :lol: Pobre Fructuoso, que no se sabe ni cómo sobrevivió :lol:
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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RAOUL
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por RAOUL »

Bueno, yo creo que se notan claramente las influencias, que estoy viendo los Walking Dead estos días y así ha salido el escrito. :mrgreen:

Esperemos que la continuación sea ya más sosegada. Más que nada porque a Fructuoso le quedan pocas cosas que arrancarle o que romperle. Aunque supongo que también podría aparecer por la trastienda la suegra de don Paco con un plato de coliflores y, de ahí, cualquier cosa :roll: .
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Arden
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por Arden »

:meparto: :meparto:
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por Ashling »

RAOUL escribió:Bueno, yo creo que se notan claramente las influencias, que estoy viendo los Walking Dead estos días y así ha salido el escrito. :mrgreen:
Te han inspirado, está claro. :meparto:

Coincido en que, qué asco y añado, vaya guarro Críspulo Tierraseca, todo sea por la fe. :meparto: Pobrecito Fructuoso, francamente. :roll: :mrgreen:
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azucena
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por azucena »

¡¡¡¡¡Estáis aquí teniendo una historia y no me he enterado!!!! :evil: :evil: :evil: :evil: :evil: grrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr Miedo me da lo de que asco, después de la historia del ataud pequeño, pero bueno, si es de los walking dead esos no será tan macabro como si se hubiese inspirado en Carrere. Tengo que apuntarme para leer esta historia, con lo cotilla que soy y me la he perdido, pero no sé cómo pone un marcador de recordatorio en el hilo, si fuese un libro pondría un papelito ¿pero cómo se pone un papelito informático? ains después de tantos años en el foro y ni eso sé :evil: :evil: :evil: :evil:
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por RAOUL »

Azucenilla, que no es nada, que nada puede superar a los de Carrere :D

Bueno, la verdad es que... el problema de esta historia es que no tengo tiempo y escribir me agota mucho :( Pero al ser una historia en plan thriller y cosa de misterio me siento en la obligación de acabarla, porque, claro, ¿cómo dejar sin resolver el enigma de símil que quizás no era? ¿Y qué pasó en mi competición con el malvadísimo Heriberto Zunzunegui, quién la ganó? ¿Y cómo dejar en oscuridad si el enorme e insobornable juez Rogelio Cambriones acertó en su decisión de pedir moviola o lo que fue de la bellísima y jotísima Margot Lulú, la princesita francesa acosada por depravados nenúfares franceses, o qué suerte siguieron los dulces elefantitos robados "Segunda Realidad Representada" y "Nexo Comparativo", o qué papel jugó en todo esto el ya desorejado, cojo y quebrantado y mal bautizado Fructuoso Gutiérrez? :roll:

Pero el caso es que me estoy liando porque ahora se agolpan y quieren entrar en escena otros personajes. En este momento, ni más ni menos que los suegros de don Paco -el honrado zapatero y profundísimo conocedor del organismo femenino-, quienes, ajenos a los sucesos de la zapatería de su yerno, le siguen esperando en su casa para que, en cumplimiento de los preceptos de la familia, se coma su buen plato de coliflores :shock:

En fin, voy a hacer como en la anterior entrega y poner el inicio del nuevo capítulo todavía por escribir, por si a alguien le sigue interesando. A ver si así me animo a avanzar :roll: :



A las cinco de la tarde quedó claro que Paco no iba a venir a comer, y doña Anatolia lo sentenció dando un manotazo en la mesa que espabiló a su marido, sobresaltó a su hija, asustó a sus nietos, molestó al gato e hizo temblar a las seis crucíferas que aguardaban, enteras y frías, a que alguien les explicara para qué demonios estaban ellas allí.

Dos moscas veraniegas remontaron de entre los pliegues de verdura como naves futuristas de un planeta selvático.

- ¡Esto es una indignidad! Pero se veía venir. Si se notaba que las comía sólo por compromiso. No había más que verle la cara que ponía al tragar. Era cuestión de tiempo que se acobardara.

Doña Anatolia farfullaba. Era una mujer delgada, altísima, amenazante. Tenía aire de jirafa con tortícolis. Sus ojos llameaban en un incendio troyano.

Iba teñida de rojo criminal. Y desde el cuello hasta los tobillos se desparramaba por su cuerpo una tela estampada. Heliotropos y abejarucos. Abejarucos y heliotropos.

- ¡Bonito ejemplo para sus hijos! ¡Bonito ejemplo!

Y señalaba a la media docena de criaturas sentadas frente a ella, colocadas por orden de tamaño como en una exposición de jarrones chinos.

Don Gregorio, ferroviario jubilado, resopló con el magisterio de quien ha oído todos los resoplidos del mundo y ha visto venir de frente a todos los mercancías.

- Mujer, se habrá entretenido con sus cosas.

- Sí, mamá –apuntaló Martina-. Estará haciendo inventario. O le habrá surgido algo. Tú siempre tienes que pensar mal.

Resonaron los cubiertos a la orden de la batuta huesuda de doña Anatolia

- ¿Qué siempre tengo que pensar mal? ¿Y que quieres tú que piense? ¿Qué quieres tú que piense, dime? La única obligación - ¡la única!- que tiene Francisco para con su familia política es venir los sábados de cada semana a esta casa y comerse sin rechistar un plato de coliflores. Me parece que no es tanto lo que se le pide.

- No, mamá, pero es que Paco, con tanta col, se aburre. Y como tampoco le gustan mucho, pues…

- Ah, ¿se aburre? ¿No le gustan? –clamó doña Anatolia- ¿Y desde cuándo comer es una cosa de diversión y de gusto? ¡Ya veo que te has dado a la bohemia, hija mía! ¡Cualquier día entras en esta casa dando vivas a la anarquía y a la agricultura libre! Y es que no podía ser de otra manera. Dime con quien paces… Y si ya además de pacer, yaces… Gregorio, recuérdale a tu hija las propiedades y virtudes de la coliflor, que parece que las ha olvidado.

- La coliflor es buenísima, Martina. Reactiva la circulación y hace feliz a la gente. Es la alegría, el jolgorio de la huerta. ¿Tú ves a esas personas que van por la calle con la sonrisa puesta y haciendo cabriolas cada vez que pasan al lado de una farola? ¿No? Pues yo tampoco. Y es porque hoy día nadie come coliflor con la regularidad necesaria. Salvo en nuestra familia, que así estamos todos, repiqueteantes como castañuelas y desbordados de vitalismo.

- Chuflas no, ¿eh, Gregorio? ¿O quieres que volvamos a las berenjenas negras de desayuno?

Don Gregorio calló y a lo que quiso volver fue a su somnolencia habitual, poblada de recuerdos y fantasías. El era jefe de estación, llevaba un uniforme azul marino precioso, con listas carmesíes y botones de plata. Paseaba por el andén con la autoridad de un mago que hiciera aparecer a lo lejos, ante los ojos expectantes de los viajeros, el puntito negro del tren. Anunciaba la culminación de su número con una voz campanuda que desencadenaba el entusiasmo. Los niños aplaudían alborozados, los hombres le miraban con admiración sincera –“Qué buen ferroviario es este don Gregorio, con qué majestad y tino nos trae siempre los trenes a nosotros, los indefensos usuarios”-. Las mujeres también le tiraban abanicos, pañuelos, suspiros y olés, que Gregorio recogía con apostura de matador modesto. “¿Cómo es posible, querido don Gregorio, que diga usted va a hacer su entrada por la vía cuatro el ordinario procedente de Logroño, miremos allá, y veamos siempre aparecer por la vía cuatro el ordinario que viene de Logroño? ¡Es una cosa para creer en brujería!”. Gregorio se encogía de hombros y dibujaba con sus labios una sonrisa triste. “No tiene importancia, no tiene importancia, doña Clotilde. Son los años, que me han hecho reconocer manchas y horarios. Y luego, el tren es como una mujer hermosa, ¿sabe usted? Podría ser uno ciego y sordo, sordo y ciego, pero algo se mueve en la tierra, algo late en el aire, algo nos sacude en el corazón cuando hacia nosotros se encamina una mujer hermosa. Lo mismo pasa si se acerca un tren. Siente uno que el alma se le descarrila, que la sangre se le sale de las arterias, y ve las luces antes de que las luces lleguen y oye el crepitar de la máquina antes de que la máquina atruene en los oídos. Es el amor. ¡El amor, doña Clotilde, que inexorable llega por los raíles del destino!”.

Gregorio decía esto con tanta emoción, con voz tan temblorosa y gesto tan afligido, que doña Clotilde se quedaba pensando si es que en algún momento de su pasado aquel arrogante jefe de estación no le habría pedido relaciones a una locomotora que le hubiera respondido con unas calabazas como una vagoneta de gordas. Lo cierto era que tanto sentimiento acrecentaba el prestigio de Gregorio y su misterio. Circulaban rumores de que era un príncipe alemán desheredado, de que era un hijo natural del rey al que el gobierno tenía allí confinado a ver si con un trabajo a la intemperie agarraba una pulmonía o un sofoco, de que era un conde italiano que huía del acratismo internacional... En fin, la estación entera era un hipódromo de rumores al galope, donde las apuestas se cruzaban al ritmo del tránsito ferroviario y de los cambios de agujas.

De repente, se escuchaba un grito agudísimo. Una señorita con una falda plisada, un abrigo blanco y un sombrero con una pluma verde enarbolada al viento salía corriendo de entre la multitud, apretando un libro contra su pecho, y se arrojaba a las vías con el estilo de una saltadora de trampolín nicaragüense. Justo en ese momento hacía su entrada en la estación el célebre y reclamado ordinario de Logroño, que avanzaba con la frialdad de un dinosaurio con paperas y dispuesto a no dejar de la señorita ni lo verde de la pluma ni lo blanco del abrigo ni lo negro de las pestañas. La conmoción que se desataba en el espacio andénico era para no menearla y, aún así, se agitaba y se levantaba ella sola en oleadas turbulentas como sopa en olla hirviente. Las madres tapaban los ojos de sus criaturas en un intento de evitarles el espectáculo horroroso de la tragedia en ciernes mientras los señores con sombrero y corbata se descorbataban a toda prisa para poder estirar mejor el cuello y no perderse detalle. Algunos llegaban a las manos, a los codos y hasta a los bastones para procurarse un puesto en primera fila.

Gregorio ni se quitaba la gorra. Sin pensárselo ni mucho ni poco empezaba a dar saltos como un canguro y con el último ya estaba en el foso, al lado de la muchacha que había tenido el poco tacto de querer suicidarse con tanta ropa puesta (con lo difícil que era luego desprender los trocitos de tela de las ruedas del tren). El ordinario de Logroño proseguía mientras tanto su marcha con una falta de sensibilidad muy poco riojana. Ya estaba a apenas diez metros de la pareja y, aunque pitaba y pitaba y requetepitaba, parecía importarle un pito la irreparable vacante que estaba a punto de ocasionar en los cuadros de personal de la red ferroviaria española. Los señores con sombrero y sin corbata, ante la perspectiva de una sesión doble de tragedia descomunal, se arrancaban sus camisas a fin de evitar cualquier obstáculo al seguimiento ocular de los acontecimientos y también para no mancharse.

El jefe Gregorio reaccionaba con imaginación atlética y talento puramente ibéricos. Levantaba con un brazo a la “dulce profanadora de la paz de los raíles” –como más tarde la llamaría.-, y la sujetaba por el talle al tiempo que, con la mano libre, se cogía el exterior de la pernera derecha de su pantalón y daba un tirón desgarrador a la lista carmesí que la recorría. Con la lista ya en la mano, la empuñaba por el lado que le parecía más carmesí, retrocedía un paso, apoyaba el extremo menos colorado entre las piedras, la doblaba aplicando toda su energía y, soltándola, volaba catapultado por la fuerza de la pértiga improvisada. De esta manera, quedaba burlada la bragada embestida logroñesa mientras él mismo y su preciosa carga iban a aterrizar sobre la colchoneta que formaban los sombreros de un público admirado.
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lucia
Cruela de vil
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por lucia »

Bieeeeeeeeeeen, nueva entrega :ola:
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Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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