Raoul - La entrevista

Nuestras entrevistas a escritores y/o foreros.
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leonita
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por leonita »

Raoul, a modo de resumen de tu gigantesca entrevista tengo que decir que eres un artista :cunao: además, sospecho que somos colegas de profesión :wink:
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RAOUL
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por RAOUL »

Osplas, leonita :D

Pero no, no creo que seamos colegas de profesión. Tú trabajas en la AEAT o ramo autonómico semejante, ¿no?
Lo mío tiene mucho menos futuro :cunao:
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evaluna
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por evaluna »

:icon_no_tenteras: :icon_no_tenteras: creía que había nueva entrega :comp punch: :cunao:
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lucia
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por lucia »

Yo también :lol: :lol:
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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RAOUL
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por RAOUL »

:(

Pues no. Ni siquiera la he empezado a escribir. Como no tengo ahí a Ashling presionándome...
Mañana pongo a ello y a ver por dónde me sale la peña ésta :roll:
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Ashling
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por Ashling »

Y yo que te estaba dando un respiro por eso de la Eurocopa y tal... :silbando: pero vamos, que no te preocupes que ya tomaré medidas. :boese040: :mrgreen:
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leonita
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por leonita »

RAOUL escribió:Osplas, leonita :D

Pero no, no creo que seamos colegas de profesión. Tú trabajas en la AEAT o ramo autonómico semejante, ¿no?
Lo mío tiene mucho menos futuro :cunao:
Sí, trabajo en Información Tributaria de la Junta de Andalucía por las mañanas pero por la tardes :boese040:
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Arden
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por Arden »

Y sigo aquí esperándote (hay que ponerle la música de la famosa canción de cuyo nombre no me acuerdo pero me suena que es de una rubia mexicana si no recuerdo mal...), a ver si por fin sabemos el final de la historia :D

Que no es por presionar eh? :8_azotes: :8_azotes:
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Ashling
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por Ashling »

Hala Arden :o :lol: pobrecillo Raoul, si, estamos impacientes pero tenemos aguante, ¿verdad que sí? :mrgreen: :60:

A lo mejor, quizá, esta, que seguro que también es otra musa tuya, te ayuda y te inspira. :boese040:

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evaluna
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por evaluna »

:vb_manifa: :vb_manifa: :vb_manifa:

Y no es por presionar 8)
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RAOUL
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por RAOUL »

Ehhh...

Pues, por determinadas circunstancias ajenas a mi voluntad y contrarias a mi deseo, la cosa va muy pero que muy lenta y lamentablemente no puede ir de otra manera. Apenas van escritas dos páginas del desenlace, que además se prevé un poquillo largo :roll:
I´m sorry.

Ostras, Ashling :D ... Gene Tierney me inspira, sí. Talmente de rubia es clavadita a Margot Lulú
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evaluna
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por evaluna »

RAOUL escribió:clavadita a Margot Lulú
La del champú :meparto:

Bueno, esperaremos :mrgreen:
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RAOUL
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por RAOUL »

Bueno, siguiente entrega, por fin, aunque en realidad es una primera parte de un capítulo. Contra lo que pueda parecer no se abre aquí un nuevo frente ni la intención es hacer un parón argumental. Pero resulta fundamental en esta verídica historia comprender la figura del terrible empleado municipal Fructuoso Gutiérrez, cuya intervención se revelará decisiva en el desbrozamiento similístico, como se verá a su tiempo. Y para conocer bien Fructuoso hay que trazar su biografía, siquiera someramente empezando por su singularísimo nacimiento.
A ver qué tal... :roll:


El empleado municipal Fructuoso Gutiérrez portaba en el torrente sanguíneo y en el centro de su nerviosa alma la vocación del servicio público. Enclenque, medio muerto, con un color rarísimo que el negro disimulaba, emergió del claustro ventral de su señora madre, doña Josefina Corrientes, esposa de Gutiérrez, un mediodía de sábado agosteño en el que las fuentes ardían en las plazas y las lagartijas se cocían vivas en las paredes. No puede decirse, sin embargo, que fuera en esa hora cuando vio la luz del mundo, porque Fructuoso -que abandonaba su condición de feto con la mirada limpia, sin ningún rencor e incluso con ciertas expectativas de futuro- cerró los ojos inmediatamente en gesto mayúsculo de enfado al comprobar la clase de bienvenida que ese nuevo y desconocido mundo le tenía reservada. Y es que hacerle nacer a uno de improviso, a oscuras, sobre un nido de cordones y en la trastienda de una zapatería de pueblo no son formas de tratar a nadie.

La cosa aconteció de la siguiente manera. Doña Josefina, embarazada de nueve meses y pico, bajó el jueves por la tarde a la tienda del señor Paco para comprarse unas alpargatas rosas. El sábado, antes de comer, se le ocurrió ponérselas (ella era así: intrépida, imprevisible, de impulsos heroicos). Nada más terminar la difícil operación -en la que invirtió media hora y la rotura de un jarrón mallorquín-, doña Josefina advirtió que las alpargatas rosas le rozaban en el talón y que sus briosas carnes se desparramaban sin orden ni concierto por las tirillas del calzado, algo naturalmente achacable a un súbito engrosamiento de los tobillos. Como no era persona paciente que dejara para un lunes lo que podía hacer un sábado, apartó el cocido del fogón, abrió la puerta de su vivienda y enfiló el cruce de acera que la separaba de la zapatería del señor Paco, quien en ese momento se disponía a cerrar su negocio con los hombros de la chaqueta caídos porque le esperaba comida familiar en casa de sus suegros y sabía que su suegra, a mala leche, le tenía preparada coliflor de primer plato.

Don Paco, que era un hombre trabajador y bondadoso –“marido ejemplar, padre benemérito, yerno épico” le saludaba en cuanto le veía asomar por la boca de su antro su amigo Manolón Martínez, el filosófico dueño de “La taberna de Platón y la caverna de Manolón”, ubicada en la esquina de la plaza del Ayuntamiento con la oficina de Correos - recibió con amabilidad la reclamación de doña Josefina y, pensando que aquellos eran minutos ganados a la indigesta crucífera con la que su verdulera suegra le crucificaba todos los fines de semana, se apresuró a reabrir la tienda y a dar paso a su mal alpargatada clienta.

Pero nada más entrar, don Paco, como honrado comerciante, se creyó en la obligación de reconocer a doña Josefina que, aunque contaba con números mayores de alpargata, de color rosa palo no le podía traer ni un solo par. No se arredró ante la adversa noticia la señora de Gutiérrez y respondió que le vinieran negras, azules, marrones o rojas las alpargatas, eso no importaba; el caso es que las alpargatas le vinieran. Quedóse un poco perplejo el vendedor de cosas para los pies por el rasgo de doña Josefina, ya que había sido educado en la firme convicción de que las embarazadas eran criaturas fisiológicamente incapaces de producir juegos de palabras. ¡Y he aquí que aquella mujer, de repente, se descolgaba con uno muy intencionado y, por si fuera poco, hasta con su algo de gracia! Así que muy contento de que al retraso del combate con las coles se uniera el descubrimiento de un hecho insólito, digno de conocerse y comentarse en la tertulia de su amigo Manolón, se disculpó y se dirigió a lo que él llamaba almacén y en realidad no pasaba de mísera y lóbrega trastienda, abierta con cuchara en una retuerta del pasillo interior, sin ventilación directa ni entrada de luz natural.
Trasteaba don Paco por las estanterías altas en busca del alpargatero género cuando oyó tras de sí lo que le pareció una tosecilla de ratón y un rasgueo de seda mustia con acentos floreados –es que don Paco era hombre de una imaginación efervescente, animada por su vivir entre cueros y elementos familiares hostiles-; pero volviéndose desde la cúspide de la escalera de mano comprobó con decepción que era sólo doña Josefina, muy pequeñita por razón del ángulo visual, muy pálida por efecto de la rabiosa contaminación lumínica del cuarto y muy misteriosa por la tiniebla de fondo y la extraña expresión de su cara.

- Don Paco, que el niño viene ya.

Don Paco se quedó preocupado. El primer juego de palabras de doña Josefina lo había cogido él al vuelo, con una agilidad mental encomiable de la que pensaba presumir y mucho en el carvernario espacio de su amigo Manolón, pero este segundo juego le costaba. Se apercibió, eso sí, de la utilización del mismo verbo, “venir”, e indagó desesperadamente en el rincón del rincón de su memoria donde guardaba las diferentes acepciones de la palabra en cuestión. Pero nada; no veía la gracia ni el sentido por ningún lado y eso le molestaba. Porque don Paco se había educado no sólo en la absoluta seguridad de que las embarazadas era incapaces de juguetear con los vocablos sino también en la de que su inteligencia se reducía considerablemente durante la gestación a causa de que un trozo de su cerebro se desgajaba y emprendía un peligroso viaje en dirección al útero para desde allí, como una nave desplazada en misión especial, dirigir las operaciones de aterrizaje del feto. Esa reducción de materia gris mermaba gravemente las funciones intelectuales femeninas, de forma que en estado embarazoso las mujeres estaban como lelas. Don Paco lo había comprobado científicamente en su propia esposa; si por lo habitual y cotidiano doña Martina ya parecía medio tonta, preñada era una tonta completa y con asas. Así que una semi-descerebrada hembra le saliera ahora con un juego de palabras que él no conseguía descifrar le colocaba en una situación de ridículo espantoso y le convertía en fácil presa de burla en la tabernícola tertulia de Manolón Martínez, donde los chistes se hacían con más facilidad aún que los eruptos.

- Don Paco, que he roto aguas.

Don Paco ya se enfadó un montón. ¡Un tercer juego de palabras incomprensible! ¿Pero qué se pensaba esa señora? Eso era venir a insultarle a uno a su casa. ¡Ni librarse de las coliflores merecía soportar semejante afrenta!

Medio temblando de la ira y apenas conteniéndose, bajó don Paco las escaleras de dos en dos y se encaró con la graciosuela clienta.

- Doña Josefina, me parece a mí que nos conocemos desde hace más de treinta años y que siempre la he tratado yo a usted con mucho miramiento y consideración. No creo que le haya dado nunca motivo de queja. Y eso que sus pies de usted no son nada fáciles, doña Josefina, que hay que entenderlos muy bien. Si me acuerdo yo que de pequeña era una odisea encontrarle a usted unos patucos que le valieran. Pregunte a su señora madre, pregúntele si no, que la pobre se volvía tarumba buscándole algo que le entrara. Y ahora, después de tener con usted la deferencia de atenderla fuera de horario, demorando así la degustación de unos placeres gastronómicos que no le quiero ni contar –mire qué hora es-, después de aceptar sin rechistar el cambio de alpargatas –que algo se ve que las ha usado, pero en eso no me meto- que usted me ofenda a mí de esta manera, vamos… Es que no se lo puedo consentir, mire que me duele decirlo.

A todas estas prolijas razones, que bien hubiera podido excusar el indignado zapatero, doña Josefina no hacía ni mucho ni poco caso. Con la mirada extraviada, la respiración trepidante, el sofoco pintándole de mil colores enflaquecidos el rostro, atenazadas las manos en el vientre, se adentró unos pasos en la habitación, se detuvo en un espasmo cruel, dudó desvalida y luego, de pronto, improvisó una brevísima carrerita en dirección a los anaqueles del fondo en los que descargó su peso de pajarito enranado. Algunas cajas se cayeron con taconero estrépito y mucho sentido del ritmo mientras don Paco contemplaba estupefacto todos estos movimientos nunca vistos en su trastienda.

Doña Josefina clavó en él una mirada aterrorizada.

- ¡Ay, don Paco! ¡Que ya está aquí! ¡Que voy a dar a luz!

Y nada más acabar de decir esto doña Josefina, nada más anunciar aquella mujer mal calzada y cerebralmente desgajada que iba a dar a luz, la trastienda vibró sutilmente en un latido cálido y luego… Luego se fue la luz.

Se fue la luz y todo quedó completamente a oscuras. Otra cosa hubiera sido rarísima.

La luz se fue porque en ese momento se produjo un apagón eléctrico que afectó al pueblo entero, incluida, contra todo pronóstico, la casa del alcalde. No se piense tampoco en motivos espurios.

En fin, queridos amigos, la vida es así: una ironía envuelta en muchas molestias. Alpargatas que no sirven, comidas con la suegra, negruras inoportunas… La vida es burla, dolor de pies y una coliflor en la mesa. La vida es un sábado que siempre se estropea. La vida es un asco que sólo se arregla en el basurero del domingo de la noche eterna.

Estas expresiones tremebundas y pesimistas son improcedentes y rompen lastimosamente el ritmo de la narración; uno es consciente de ello. Pero introducirlas pone muy contentos a los espíritus críticos porque así ven que el autor no es una persona superficial y ligera, que sólo intenta hacerse el gracioso. Intuyen que detrás hay un alma atormentada y solitaria que se asoma al balcón de madrugada y dialoga con las estrellas; una persona que busca insomne y angustiada el secreto del Universo. Eso les gusta mucho a los espíritus críticos porque si no se creen que están perdiendo el tiempo leyendo tonterías. Y luego –a qué ocultarlo-, la estrategia también tiene su éxito entre el público femenino. En cierta época de mi vida tiraba yo del recurso, al ir paseando con una muchacha, de pararme de pronto, llevarme la mano al pecho, fingirme herido como un San Sebastián, mirar fijamente la luna –si era de noche; si era de día prefería mirarme la punta de los pies porque mirar fijamente al sol siempre me ha perjudicado un poco y además soy alérgico a las gafas de sol- y gritar con voz desesperada y sin venir a cuento eso de:

- ¡La vida es un sábado de asco que sólo se arregla en el basurero del domingo de la noche eterna!

De diez mujeres, cinco me daban una bofetada porque se pensaban que las estaba llamando asquerosas (sobre todo si coincidía que era sábado). Cuatro se separaban de mí cautelosamente y buscaban un guardia. Pero siempre había al menos una que lanzaba destellos enternecidos, siempre había una cuyos ojos fareros rasgaban el manto nocturno y me mostraban el camino al puerto de sus labios. Y es que, por muy feo que suene, en el fondo de su alma la mujer tiene vocación y ejerce el oficio de basurera. ¿Cómo si no se explica que se mezcle con el hombre, ese desperdicio menor de la Creación? De la misma forma, en la mujer hay un ángel que vela en las primeras sombras del domingo el paso de los hombres; un ángel firme y valeroso que prolonga con su luz la luz mortecina del sábado que acaba porque cree, con la fe que sólo pueden tener los ángeles y los niños, que el amor es más fuerte que la muerte y más largo.

Me parece a mí que con estas parrafadas he cumplido sobradamente con los espíritus más críticos. En un breve espacio he utilizado palabras imponentes como Muerte, Ángel, Amor, Creación, Secreto, Universo y Gafas de Sol. He dicho que el amor es más fuerte que la muerte, una frase que no por muy usada deja de ser acongojante y dar mucho resultado. Pienso yo que los espíritus críticos estarán complacidos. Por tanto, vayamos ya a lo importante y reanudemos la historia con la satisfacción del deber cumplido y la alegría de haber hecho felices a los espíritus críticos, que tampoco costaba tanto.

Volvamos, sí, a esa oscura y pequeña trastienda que, por azares del Destino, compartían en un infernal mediodía de agosto doña Josefina Corrientes, esposa de Gutiérrez, el comerciante don Paco, amigo íntimo de Manolón Martínez -célebre filósofo y conocido tabernero- y el feto Fructuoso, que estaba ya en las bambalinas del mundo y listo para entrar a escena.

Debe decirse antes que nada que las últimas palabras de doña Josefina unidas a la repentina oscuridad zapateruna y trastenderil, habían angustiado a don Paco lo que no puede imaginarse. “¡Esta mujer es una bruja! –pensó-. ¡Forma ya juegos no sólo de palabras sino de palabras y hechos!”. Así que, presa del pánico que le provocaba la experiencia lingüística paranormal que creía estar viviendo, tanteó las tinieblas buscando la salida, pero tropezó con un arruga de la propia tiniebla, con su mismo pavor que corría por el suelo empavorecido y con tres sandalias de Alicante y un zueco gallego, de forma que vino a pegarse un cabezazo de crack mundial contra la estantería metálica del fondo a resultas del cual se le abrió una ceja aunque, eso sí, ha de señalarse que en compensación se le cerró un ojo.

Tirado en el suelo, ensangrentado y lleno de miedo, trasunto de Sancho Panza en el episodio de la venta, se puso instintivamente don Paco en posición fetal esperando ser víctima del decisivo ataque final de la fiera léxica alienígena que se le había metido en su tienda a última hora. A sus oídos llegaban ruido de cajas de cartón, el tintineo de unas llaves noruegas, un crujido de galletas María y el funcionamiento de un escalextric (ya se ha advertido que don Paco era dueño de una imaginación efervescente y, evidentemente, la bruna situación avivaba su efervescencia natural). Los agudos gritos de la peripatética doña Josefina y una lluvia de calzado en sus diferentes manifestaciones terminaban de espantar al ínclito zapatero, que estaba como alma en purgatorio y añorando la mesa, el plato, las verduras y hasta las verrugas de su sabadeña suegra. Sintió al filo de tal razonamiento que la escalera de mano se tambaleaba a su lado, zozobraba y se le venía por fin encima con un estrépito de tablas y de escalones que le batanearon las costillas y le acrecentaron la frente. Se notó el cuerpo entre dos travesaños y que quedaba atrapado como conejo en cepo al tiempo que por todo aquel enloquecido ámbito resonaba el imperial grito de doña Josefina:

-¡Ay, don Paco, que el niño me está naciendo ahora mismo!

Esa era la llamada, el pie de texto que aguardaba con los nervios de punta el feto Fructuoso para hacer su irrevocable entrada al teatro del mundo. Y nadie dude de que Fructuoso se lanzó a escena de cabeza, con ímpetu de actor novel. Porque ya se ha dicho que él venía con mucha ilusión, con muchas ganas de agradar, con muchos deseos de nacer bien, de hacer un buen papel. En las últimas semanas había pensado incluso tener una originalidad amable con sus primeros espectadores y para diferenciarse de los berridos maleducados e inarmónicos habituales de los niños nacientes, había pasado horas y horas en la soledad de la sala de estudio de su bolsa fetal ensayando una de las canciones favoritas de su madre: “Como en España ni hablar”. Era su intención sollozar al ritmo y compás de esta bonita copla para que las personas que lo vieran se llevaran una buena impresión de él y comprobaran que llegaba a la vida un ser humano obsequioso, con ganas de dar y de darse, un extranjero que acudía desde las oscuras y entrañables tierras maternales dispuesto a integrarse patrióticamente y con alegría en el paisaje cotidiano.


Enlace


Pero he aquí que recién asomado a ese mundo anhelado, a ese mundo durante tantos meses intuido y soñado, cuando en la emocionada garganta él tenía lo de “Maravillas tiene el mundo de bellesa singular”, ¿con qué se encontraba? Con que ese mundo pregonado y maravilloso resultaba ser sólo una placenta un poco más grande: la misma negrura, un calor pegajoso, todavía peor olor y más escándalo. ¿Qué “maravilla mundial” se le venía a resaltar en momento tan crítico? Una auténtica birria. Porque al abrir los ojos, como acostumbrado que estaba a las tinieblas, lo que pudo distinguir Fructuoso fue a un señor sudoroso, despeinado, manchado de sangre y tirado en el suelo sin ningún estilo, encajado además por la mitad en un artilugio rarísimo y con la cara descompuesta de puro terror.

Realmente deberíamos reflexionar un poco sobre si la forma en que desfetamos a los niños es la más adecuada. No digo yo que los recibamos con una banda de música, evoluciones de majorettes y lanzamiento general de confetti, pero hombre… otra cosa, otro procedimiento, otro cauce. Es que los hacemos nacer de cualquier manera y en cualquier lugar -en un hospital, en un taxi, en una zapatería-, no dándoles la debida importancia. Todos hemos sido fetos. Con el corazón en la mano, ¿podemos sentirnos orgullosos de cómo hoy nacen nuestros fetos? ¿De dónde nos proviene esta insensibilidad? ¿Acaso de nuestra desmemoria? La Humanidad, que ha progresado tanto, en esto de los alumbramientos fetales no ha avanzado nada de nada y las hembras humanas posmodernas siguen trayendo al mundo sus crías como cromagnonas. No es admisible. Es algo lamentable y denunciable esta flagrante desatención en que viven y se forman todavía los fetos contemporáneos. Hay un Ministerio de Fomento pero, ¿para cuándo un Ministerio del Feto, o al menos una subdirección general que recoja las reivindicaciones, las inquietudes de estas inocentes, indefensas y simpáticas criaturas? Luego nos quejamos de que, al crecer. los fetos se hagan delincuentes o socios del Murcia, pero ¿cuánta culpa nos cabe en ello? ¿No se les ha abocado a salidas desesperadas desde su desesperada y violenta salida a la vida? ¿Podemos decir honradamente en esta cuestión que estamos libres de pecado?

Claro que uno es consciente de que con este nuevo discurso vuelve a sufrir el ritmo narrativo, pero ¡qué diantres! El autor prefiere eso ante que dar pie a que pueda pensarse que es un hombre sin preocupaciones sociales. Prefiere eso para poder transmitir en toda su intensidad la desilusión de dinosaurio macrocéfalo que sintió el bondadoso y bienintencionado feto Fructuoso cuando al manifestarse al mundo se encontró rodeado entre dos focos de gritos espantosos: el de su madre, que aullaba de dolor, y el de un señor invitado y que a él nada le tocaba, que vociferaba de puro miedo. Y todo ello además en una habitación vulgar, sin ventilar, sin luz y sin recoger, llena de zapatos esparcidos en el más lamentable desorden. No puede extrañar que Fructuoso, ante semejante recibimiento visual y acústico, sintiéndose herido en su dignidad, decidiera abandonar el lugar natal que tan poco mostraba quererle para regresar a su solitario pero pacífico país concepcional.

Mas, ¡ay, aquella iba ser su primera lección dolorosa como ser humano! Que la vida, como la muerte, es incorregible e imborrable. Cuando morimos, morimos para siempre; cuando nacemos, nacemos para vivir un rato, pero tan imposible como volver de la muerte a la vida es volver de la vida al limbo de los no natos. Vida y muerte son actos irrevocables. Y más imposible que pasar de muerto a vivo, es pasar de vivo a feto. Así que al intentar el noble Fructuoso recuperar la posesión de sus dominios maternales, comprobó que por mucho que se esforzara no había manera. Y vio que, lo mismo que el odioso señor de los alaridos de enfrente, se hallaba atrapado en algo que era menos aparatoso que una escalera pero igualmente eficaz. Estaba cogido, vaya, como en un cepo. Cogido entre las fauces de la vida que pugnaban más por escupirlo que por tragárselo.

En aquella coyuntura, Fructuoso, dejando salir por fin al feto o semifeto que en realidad era –abandonando en definitiva una madurez impropia de su edad-, se echó a llorar un poco antes del tiempo que se le marcaba en el argumento y de lo que era de orden natural. En nada recordaba su llanto a la bonita copla “Como en España ni hablar”. Si acaso, “A la sombra de un bambú”: “¿Cómo quieres que te quiera?”

Por su parte, don Paco, al escuchar la dolorida voz infantil surgir de repente de la formidable oscuridad que habitaba, hizo algo con sus pantalones que no estuvo nada bien. Pero nada bien. Los pantalones de don Paco no tenían ninguna culpa de lo que estaba pasando ni de la mala cabeza de don Paco que, por diferir cobardemente el momento de enfrentarse con las coliflores de su suegra, había retrasado la hora de cierre de su comercio con las consecuencias que estamos trasladando en esta justa y puntual relación. Pero es ley que muchas veces paguen justos por pecadores y a esta ingrata norma nadie escapa: ni hombres, ni caracoles ni sombreros ni otras prendas de vestir.

No obstante, hay que disculpar la agresión de don Paco a sus pantalones. Lo último que él había escuchado era aquello de “¡Ay, don Paco, que el niño me está naciendo ahora mismo!” y lo siguiente que llegaba a sus oídos era precisamente la llorera de un infante. ¡Doña Josefina seguía haciendo tales juegos con las palabras y los hechos que a él le propulsaban a un nivel 10 en la escala del pánico! Por si fuera poco unía ahora a ese poder sobrenatural el ventrilocuismo y la diplofonía, pues don Paco escuchaba simultáneamente los gritos de doña Josefina y la barraquera inconsolable de un niño en dos lugares próximos pero distintos y, además, en dos tonos opuestos y de gargantas incompatibles.

Llorando él también a lágrima viva, temblando y manejando difícilmente la escalera que le aprisionaba, logró don Paco ponerse de rodillas sin que se sepa cómo, y dijo:

- Por lo que más quieras, extraña presencia, seas de la naturaleza que seas. Haz conmigo lo que tengas que hacer pero no sigas torturándome así. ¡Sólo soy un humilde zapatero que no puede penetrar en estos misterios inaprensibles a una razón media, como es la mía! ¡Ten piedad, si en tu planeta hay un algo de cristianismo!

- ¿Pero que tonterías está usted diciendo, hombre de Dios? – gritó doña Josefina dando puñetazos al anaquel que tenía como cabecera y provocando el enésimo desprendimiento zapateril- ¡Ayúdeme de una vez, por lo que más quiera!

- Ay, ¿a qué te tengo que ayudar, tremenda criatura?

- ¡Que estoy pariendo, imbécil!

- ¿Pero cuando dices “pariendo” en qué sentido lo dices, ente ignoto, que no te entiendo las anfibologías? – exclamó don Paco, alcanzando las más altas cotas de la angustia y los más torrenciales ríos del llanto

- ¡Usted sí que es anfibio, don Paco! Si ya tengo al crío con la cabeza fuera. ¡Si extiende la mano hasta lo toca!

Tiritando obedeció don Paco, y por una donosura que quiso hacer el maestro de ceremonias de aquella dramática función, sus dedos se acercaron tanto a las fauces de la vida que el índice se fue a meter en un ojo del feto Fructuoso, al que desde luego le estaban dando un nacimiento que no hay derecho. Estremecido palpó don Paco los límites y alrededores de la fructuosa concavidad ocular y una nube pirenaica se despejó en su embotado cerebro.

- ¡Pero si tiene usted un niño aquí, doña Josefina!

- ¿Pues qué le estoy diciendo desde hace un cuarto de hora, gilipuertas de campeonato? (realmente no utilizó doña Josefina este calificativo tan idiota de “gilipuertas de campeonato”, pero nosotros lo sustituimos galantemente para que no padezca la categoría de la ilustre dama, cuyas circunstancias distaban de ser fáciles y disculpaban cualquier demasía).

- ¡Hombre, es que no soy adivino!

(Silenciaremos ahora por completo la réplica ofrecida por doña Josefina, porque ningún eufemismo daría idea clara de su auténtica respuesta, además de que perjudicaría gravemente la verdad de esta verídica historia).

En cualquier caso reconozcamos, eso sí, que la que se le había formado a don Paco en su siempre pulcra trastienda en apenas unos minutos es de las que hacen época y de las que no pueden envidiarse a menos que sea uno tonto. Ciego, malherido y escalerado debía atender un parto en el que la madre le insultaba y el feto estaba de muy mal humor con él y negándose a prestar la más mínima colaboración. Por si fuera poco, don Paco no tenía idea de cómo funcionaba eso de los partos. Su mujer le había dado seis hijos, sí, uno detrás de otro y en su orden, pero la participación de don Paco en los sucesivos alumbramientos no había sido demasiado activa que digamos. Doña Martina se iba al hospital y él, de acuerdo con la tradición de su familia, se quedaba en casa cocinando. Y es que debemos advertir que don Paco, además de haber sido educado en la convicción de que la embarazadas eran incapaces de ambigüedades léxicas y de que durante el proceso gestante soportaban un desgajamiento encefálico de cierta consideración, también había recibido la enseñanza de que era muy importante coadyuvar al reagrupamiento cerebral materno en las primeras horas del pos-parto. Para ello, la mejor opción era darle de comer a la parturienta por vía de urgencia seis cabezas de cordero recién asadas. Así que mientras doña Martina daba a luz, don Paco, como benemérito marido que era, asaba las cabezas en el horno hogareño y cuando le llegaba un vecino con la noticia de que había sido padre, a toda prisa metía las cabezas en un perol y se iba disparado al sanatorio con el perol debajo del brazo. Era un cuadro enternecedor ver a doña Martina pálida, ojerosa y molida luchando por que Paquito, Pepito, Juanito, Alfonsito, José Luis o Raimundo Olegario se agarraran a la teta mientras al otro lado de la cama don Paco, con mucha amorosidad y un tenedor, ofrecía a su costilla trocitos de cabeza corderiles poniendo especial cuidado en que los sesos –parte principal del proceso por motivos obvios- se los tragara doña Martina de un solo bocado y masticando lo menos posible.

Pero esto es todo lo que sabía don Paco de los partos: que era muy importante proporcionar al cerebro desgajado de la madre, inmediatamente después de cumplida su misión, el alimento suficiente para que encontrara el camino de regreso desde el útero de destino a la cavidad craneana de procedencia (vamos, algo así como lo del módulo lunar y el Apolo XII). Ya se ve que no era mucho. Y en las circunstancias que debía encarar don Paco la misma utilidad tenía eso que conocer el nombre al revés de todas las tribus del margen izquierdo del Amazonas.

No obstante, nuestro afable y peculiar zapatero guardaba sus puntos heroicos y sus puntales épicos. Así, en un remoto y memorable domingo se presentó en su casa el equipo de fútbol del pueblo con una terrible noticia: durante la noche, algún indeseable les había robado del vestuario todos los pares de botas. ¡Y esa misma tarde se celebraba un derby regional del que se esperaba mucho rompimiento de occipucios entre los aficionados y mucho magullamiento de canillas entre los balompédicos! Don Paco se hizo cargo de la dramática situación con grandeza, generosidad y ánimo propios de un Ulises. Agarró su furgoneta y violando más de una regla de circulación y más de veintidós, recorrió cientos de kilómetros comarcales para visitar, una a una, las residencias de sus proveedores más conspicuos y capaces. Los sacó de la comida, de la misa o de la siesta y les obligó a abrirle su colaboración y las puertas de sus fábricas. Finalmente, a las siete menos cinco minutos –como en la mejor de las odiseas- irrumpió don Paco en el estadio municipal portando en el maletero de su jadeante vehículo los indispensables envoltorios metatarsianos en cuyo cuero se cifraba la munícipe gloria deportiva.

Bien es cierto que, con las prisas, don Paco trajo veintisiete botas de pie izquierdo y sólo cuatro del derecho y que la línea media del equipo local fue incapaz de servir en toda la tarde un solo balón en condiciones al gigantesco delantero centro Aurelio el “Chivito”. Pero eso, a los efectos que a nosotros nos interesa, representa un detalle muy secundario. Lo importante es destacar que don Paco, cuando se ponía, podía ser mucho don Paco.

Llegados a este punto, sin embargo, al autor de estas páginas se le plantea una duda que le coloca en una mareante encrucijada. ¿Cómo hacer progresar esta historia por derroteros verosímiles? ¿Cómo hacer creíble al lector moderno que don Paco, un comadrón analfabeto, encontrara de repente la sabiduría obstétrica necesaria para asistir felizmente en el parto de una mujer enfadada y un feto renuente? ¿En un quirófano, además, convertido en una cueva llena de zapatos tirados por el suelo sin ningún criterio y donde si alguien veía algo es que era un murciélago? ¡Ah, queridos amigos, ya quisiera yo ver al Dante o al Chéspir en esta tesitura mía! Es muy fácil circular por el Paraíso o el Purgatorio que nadie discute, o salir con hadas, duendes y espectros chivatos, ¡pero cosa muy diferente es estar en una zapatería manchega a las tres y media de la tarde y en agosto!

Porque, claro, si ahora me diera a mí por decir que don Paco, rebuscando en el bolsillo de su chaqueta, se topó sorprendentemente con unos fórceps o con cualquier otro instrumento quirúrgico, pongamos por caso un bisturí; si ahora, por ejemplo, revelara, sin previo aviso, que don Paco era una granado aficionado taurino y que, inspirado genialmente por los espíritus de Joselito el Gallo y Rafael Guerra “Guerrita”, se perfiló delante del abdomen bien cuadrado de doña Josefina, amagó con la mano izquierda y se lanzó a clavar el bisturí en un volapié cesáreo que conmovió los cimientos del arte obstétrico, ¿qué pensarías, con sinceridad? ¿No os entrarían, y con razón, ganas de matarme? ¿No juzgarías imperdonable que una crónica que hasta el momento marcha por los cánones del realismo más extremo derivara hacia lo fantasioso, lo grotesco y lo imposible?

¡Pues naturalmente!

Por eso, por el respeto que siempre merece el lector y porque uno no desea ser asesinado sin que antes le haya tocado la lotería, renunciaré a las embaucadoras sirenas y no me dejaré seducir escribiendo fácil y alegremente que don Paco era taurófilo, cuando a él en realidad lo único que le gustaba de los toros era el rabo que preparaba, frito o en salsa, su amigo Manolón Martínez en “La taberna de Platón y la caverna de Manolón”. Y no mentiré, no, diciendo que don Paco se tropezó en un rincón de su sudada y ensangrentada chaqueta con un providencial escalpelo y un manual de instrucciones para alumbramientos complicados.

Ni siquiera le permitiré a don Paco, fijaos, que descubra en sus bolsillos una navaja de Albacete.

No. Yo me debo al realismo más riguroso, a la verdad más desnuda. Por radical que sea ese realismo y por muy fea que sea la verdad.

¡A mí no se me compra así como así! ¡Yo soy un siervo, un escriba, un notario de la Historia!

Perdóname, pues, Paco, querido Paco. Perdóname que te lo ponga difícil. A ti, a quien ya he hecho padecer bastante. A ti a quien el sábado que viene nadie te salvará de las brutales coliflores de tu suegra.

Es histórico que nuestro atribulado zapatero buscó en sus bolsillos, en un reflejo, y halló algo, sí. Pero ese algo fue algo perfectamente razonable y coherente con su oficio y condición. Mienten los que sostengan lo contrario.

“¿Qué halló don Paco, en definitiva?,” os estaréis preguntando.

Pues don Paco halló lo más natural que puede hallar un zapatero en su bolsillo: un calzador.

Eso sí… ¡Un calzador furibundamente realista!

En la oscuridad, don Paco se quedó palpando las curvas metálicas de su reconocible y práctico utensilio con aire circunflejo. ¿Era ésa la única ayuda que el Destino bromista pensaba concederle para rescatar al cabezudo feto de las fauces de la vida?

No perdió tiempo en averiguarlo. A los tres segundos y dos décimas el comadrón a la fuerza estaba dando uso a su adminículo en atención a las circunstancias y como Dios o el Diablo le dio a entender. ¿Y cómo le dio a entender Dios o el Diablo que debía utilizar su calzador? Peliaguda pregunta que exige una cuidadosa elección de metáfora... Digamos que don Paco imaginó que Fructuoso era un pollo que había caído en una trampa de arena y que para sustraerlo a su inmovilización la única solución era apartar la arena que rodeaba la cabeza del pollo. No sé si se me entiende bien.

Por emplear célebres y gráficas referencias… Si en ese momento hubiese concluido el apagón y retornado la luz eléctrica, la imagen que hubieran ofrecido don Paco y Doña Josefina bajo la única bombilla de la trastienda habría sido una especie de mezcla entre el capitán Ahab luchando con Moby Dick y Norman Bates frotándole la espalda a Janet Leigh.

Naturalmente, los gritos de doña Josefina dejaban en mera anécdota afónica los de Janet Leigh en la ducha del motel. ¡Y hasta los chillidos de un cetáceo arponeado por cien balleneros, me atrevería a asegurar! Alrededor, los zapatos y las cajas ya no es que se cayeran de las estanterías por el movimiento de los inquietos ocupantes humanos de la trastienda: es que se tiraban al vacío solos y con medio tirabuzón de propina. Sumido en un frenesí orgiástico de salvador de pollos don Paco apartaba cajas y zapatos con una mano mientras con la restante seguía escarbando en las dunas del abdomen josefino sin que le vinieran pensamientos en contrario. A todo esto, Fructuoso se había vuelto tímido. Ya no estaba enfadado sino absolutamente aterrorizado de comprobar en toda su magnitud y, sobre todo, en carnes propias, el recibimiento que deparaba “el mundo de maravillas de belleza singular” a sus nuevas adquisiciones. El pobre feto, a esas alturas, no sabía qué le convenía más: si terminar de nacer o regresar a su amenazadísimo cubículo embrionario.

A los dos minutos justos de iniciadas, don Paco dio por suspendidas sus operaciones arqueológicas, se desconoce si por agotamiento físico o porque un escalón de la escalera portátil, en un giro torácico heterodoxo, se le había clavado en el epigastrio. Lo cierto es que el resultado no fue demasiado satisfactorio, como cosa hecha a ciegas. Don Paco había lanzado alrededor de ciento dos calzadorazos, a razón de cincuenta y uno por minuto, todos ellos asestados con tanto entusiasmo como escasa puntería. Veintisiete no habían estado muy mal dados del todo, la verdad sea dicha, y algo habían desenterrado al pollo. Pero el resto se habían repartido de cualquier manera y lo mismo se podían ver sus efectos en las pestañas de doña Josefina que en unas katiuskas mironas de la alacena segunda. Milagrosamente, sin embargo, ni uno solo había rozado al feto Fructuoso, aunque varias salpicaduras de sangre se le habían introducido en el ojo sano.

Conocido y reconocido su inicial fracaso, no se dio por ello vencido el bueno de don Paco. “Entre extraer un feto de donde sólo cabe extraer un feto -un feto que, además, ya asoma las orejas- y liberar un zapato de su pie o un pie de su zapato – vamos, sacar un zapato- tampoco debe haber tanta diferencia” pensó con cierta lógica propia y confusa trabazón expresiva el heroico yerno de la aliñadora de coliflores. ¡Y anda que no tenía él experiencia en descalzamientos difíciles, siendo como era suministrador de la sociedad de cazadores municipal! ¡La de botas encajadísimas y enrevesadísimas que había quitado en su zapatería, con sus propias manos, un poco a lo bruto y a veces hasta sujetando al tiempo una escopeta!

Animado por ese relámpago de genialidad e incendiado por una serpiente mística, don Paco se dispuso a ejecutar las maniobras de descalzado del feto como si fuera a alumbrar la liberación de una bota campera. Agarró con fuerza los delicados pabellones auditivos del sufrido y temblequeante Fructuoso, se sentó frente a las fauces de la vida tras muchas probaturas y negociaciones con la escalera, buscó apoyo e impulso para sus pies en la estantería del fondo doblando para ello cuanto pudo las rodillas, respiró hondo, contó hasta cuatro -¿por qué hasta cuatro? no lo sabemos y, lo peor, me temo que no lo sabremos nunca- y sin encomendarse a nadie dio un empujón primigenio y crucial a sus plantas al tiempo que doblaba hacia sí los brazos y los levantaba rápidísimamente por encima de su cabeza.

Fructuoso, arrancado por una fuerza descomunal, salió propulsado de la estación base hacia la oscuridad galáctica que lo rodeaba como un cohete atómico. Sin etapas intermedias fue a aterrizar en una caja llena de cordones de mil colores invisibles y cientos de texturas apreciables. Allí, en esa su primera y casual cuna, se quedó quietecito, sin llorar y casi sin respirar, porque el instinto le guiaba y no le engañaba al sugerirle que lo mejor que podía hacer era fingirse muerto, retal o canastilla. Y conste que tenía mucho mérito el ya ex feto Fructuoso en su autocontrol y dominio de sí mismo, porque unos hilillos de sangre le corrían insistentes por las sienes, allí donde antes había orejas y ahora más bien no. Y es que desvelémoslo ya. El nacimiento de Fructuoso resultó simultáneo a su desorejamiento, pues el descontrolado tirón del anticoliflorero extractor de botas -como cualquiera hubiera previsto, por otra parte- se había saldado con un niño más para suerte de las guarderías privadas pero con dos orejas de menos para desgracia de los fabricantes de pendientes y los vendedores de gafas.

Notando un algo que no era del todo suyo en las manos y no notando ni un resquicio en la insondable negrura, a don Paco se le reavivaron todos los nervios como culebrillas histéricas o serpentinas locas en día de fiesta. De un salto se puso de pie, braceó en todas direcciones y empezó a realizar giros disparatados. Con el primero de ellos anestesió a la vociferante doña Josefina merced a un escalerazo imponente que le trituró de paso las narices. Al escándalo parteril sucedió el silencio más gatuno y, don Paco, asustado de su propia respiración, tanteó en busca desesperada de la salida de la trastienda hasta encontrarla, no si antes rendir vasallaje al marco de la puerta y autoregalarse un trastazo que le clausuró el único ojo que le quedaba servible. Aún con tales impedimentos, logró trasponer el umbral y avanzar por el pasillo de manera inexplicable hasta desembocar él y su siempre pegada a él escalera en los dominios de la tienda. Allí lo primero que hizo don Paco fue pegarse de bruces contra el mostrador y romperse dos costillas. Sin importarle eso ni mucho ni poco, el zapatero saltó por encima y reanudó su peculiar danza a ciegas en pos de la siguiente y definitiva salida. En una de esas vueltas la escalera chocó violentamente con el escaparate y a los alborozados oídos de don Paco llegó cierto ruido de cristales. Insistiendo en esa trayectoria y en ese procedimiento y ayudándose al final de brazos, manos, pies y dientes terminó el zapatero de hacer añicos el vidrio por el espacio suficiente para que su cuerpo o un recuerdo de su cuerpo pudiera emerger, como sacado de la tumba, al sol y al calor públicos del mediodía de sábado agosteño.

Dos personas pasaban en ese momento por la calle. ¡Pero, ah, tremenda y feliz casualidad! Esas dos personas eran ni más ni menos que Manolón Martínez, el industrioso dueño de “La taberna de Platón y la caverna de Manolón”. y el sacerdote don Críspulo, a quien su asendereada sotana no le impedía ser el mayor alzacuellos en la espiritosa tertulia del filósofo vinatero. Manolón y don Críspulo marchaban enfrascados en la empinada discusión de si los garbanzos de Terrinches, de donde era natural don Críspulo, eran mejores o peores que los de Fuentesaúco, de donde procedía toda la familia de Manolón Martínez, y en este asunto fácil era de ver que los razonamientos objetivos dejaban paso cada vez más libre a los sentimientos patrióticos. No hubo ganador en la dialéctica contienda porque los dos viandantes la suspendieron al ver lo que, pisoteando cristales rotos, salía de la zapatería de su amigo don Paco.

Realmente la imagen que presentaba don Paco era para cantarle una saeta. Con los dos ojos morados, los párpados cerrados, una ceja abierta, ni un pelo del cabello en su sitio, la vestimenta hecha unos zorros, cubierto de sudor y de sangre, la expresión de la cara enloquecida, don Paco trazaba círculos a tientas metido misteriosa e inverosímilmente en una escalera de mano. Si no fuera precisamente por el detalle de la escalera, pareciera don Paco un triunfador de la feria dando la vuelta al ruedo, y a esa remembranza no dejaba de ayudar el hecho de que don Paco fuera andando con los brazos por delante, mirando sin ver a los canalones de los techos y sosteniendo todavía entre sus dedos las dos orejas del feto Fructuoso. Verdaderamente la faena obstétrica de don Paco merecía premio, pero sin duda hubiera sido preferible que no hubiese conducido la analogía hasta tales extremos.

Acercáronse llenos de estupor Manolón y Don Críspulo a su amigo y cogiéndolo por los travesaños le preguntaron qué le había pasado y cómo a esas horas no estaba comiendo en casa de su suegra, con lo que su suegra era. Don Paco no respondía palabra cristiana. Sólo movía los brazos y dejaba partir de sus labios un hilillo de voz para cuya onomatopéyica descripción tendríamos necesariamente que utilizar un interminable jijijijijijijijijijijii…

Miráronse el cura y el filósofo y unánimemente echaron a correr hacia la zapatería con un valor que sólo puede ser alabado. Un oneroso silencio y cientos de zapatos por el suelo saludaron su llegada. Cautelosamente, hombro con hombro, rebasaron el mostrador y ya pecho con espalda, por mor del espacio disponible, recorrieron la oscuridad inescrutable del pasillo interior. Don Críspulo, que iba delante, pues la Fe siempre debe guiar a la Razón, se detuvo al palpar la puerta abierta de la trastienda. Se volvió entonces y susurró algo a Manolón. Éste, que era más alto y fumador de pipa, extrajo de su camisa una caja de cerillas que traspasó suavemente al sacerdote. Don Críspulo abrió la caja con ademán litúrgico.

Una fosforescencia rasgó las tinieblas en un siseo de serpiente. La trastienda resplandeció. Y un espectáculo tremebundo y alucinante se ofreció a los ojos asombrados de la Iglesia, de la Filosofía y de la Agricultura en su rama vinícola.
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Ashling
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por Ashling »

:ola: :ola:

Esta tarde lo leo con calma. :D :60: :60: :60:
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Ashling
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Re: Raoul - La entrevista

Mensaje por Ashling »

Anda que el vídeo le va que ni pintado para ponerse en plan patriótico. :lol: :lol: :lol:

Y otra vez nos dejas con la intriga, Raoul. :boese040: :mrgreen: :mrgreen:
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