CV6 - Clemencia - Silas Marner (2°)
Publicado: 26 Jul 2018 18:34
Clemencia
París, 23 de junio de 1940
La ciudad está en silencio. Es un silencio triste, desapacible. Apago la radio, estoy cansado de escuchar malas noticias. Hojeo un libro: La Peur, de Chevallier. Me sobrevienen latosos recuerdos. Cierro los ojos y me abandono, a la manera de Proust, a la busca del tiempo perdido.
Los cañones de agosto me sorprendieron en Abbeville. Me encontraba de visita en casa de mi hermana Clémence, que acababa de dar a luz a su segundo hijo. En seguida me alisté voluntario, imbuido por esa insensata euforia nacionalista que en aquellos días recorría el país y que no tardó en desaparecer. Tras una breve instrucción fui enviado al frente. La memoria de lo vivido en las trincheras, inconsolables y húmedas ratoneras humanas, aún me atormenta. Sin embargo, mi mayor pesar reside en lo que hice —o, más bien, en lo que no hice— aquel maldito día de noviembre cerca de Ypres.
Durante días habíamos resistido con bravura los embates de las tropas alemanas en su carrera hacia el mar. Las bajas se contaban por millares. Mi actitud en combate podía no ser la más resuelta, la más audaz o la más temeraria, pero en nada era reprochable. Había algo, no obstante, a lo que nunca pude acostumbrarme: matar. Durante la instrucción se nos intentó inculcar la deshumanización sistemática del enemigo. En un principio pensé estar preparado para la sangrienta empresa, pero pronto advertí que no. Cada vez que hacía fuego me abatía un intenso sentimiento de rechazo, de culpa.
Una lluviosa jornada de noviembre, en el transcurso de la enésima carga del ejército del Káiser contra nuestras líneas, me separé ligeramente de mi batallón. Mientras trataba de reagruparme me topé con un soldado alemán que había tropezado y caído al barro. Aquel soldado, desarmado y solitario, huyó despavorido al notar mi presencia. Le perseguí. Cuando por fin le pude dar caza se plantó de rodillas y me suplicó amargamente que le perdonase la vida. No entiendo el alemán, pero por sus patéticos gestos —recuerdo que el labio superior le temblaba de manera incontrolable— le creí comprender. «No es más que un pobre cobarde», pensé. Como no opuso resistencia y debido a que ya me había alejado bastante de mis compañeros, resolví dejarle libre. Excusas de las que iluso me quise convencer, pues sé que por mi aprensión a dar muerte no hubiese sido capaz de asestarle sin más un tiro en la cabeza. Conseguí reunirme con mi batallón y alrededor de tres meses después fui herido de gravedad en una pierna y dado de baja con honores.
Han pasado veintiséis años. Acabo de recibir la noticia de que Clémence ha muerto, asesinada por su condición de judía. Me temo que yo no tardaré mucho tiempo en correr la misma suerte. Pétain ha rendido Francia al Tercer Reich.
El silencio se rompe en vítores, en arengas pronunciadas con acento germánico. Con todo, yo únicamente puedo escuchar el llanto de mis compatriotas, escondidos. Desde mi ventana puedo ver al responsable del horror que se ha apoderado de nuestra patria y de toda Europa. Desfila, la mirada altiva, el brazo en alto, el mismo mostacho repugnante sobre el labio superior. Ese que tanto le temblaba aquel maldito día cerca de Ypres.
Abandono pronto la lectura. Estoy cansado, muy cansado…
París, 23 de junio de 1940
La ciudad está en silencio. Es un silencio triste, desapacible. Apago la radio, estoy cansado de escuchar malas noticias. Hojeo un libro: La Peur, de Chevallier. Me sobrevienen latosos recuerdos. Cierro los ojos y me abandono, a la manera de Proust, a la busca del tiempo perdido.
Los cañones de agosto me sorprendieron en Abbeville. Me encontraba de visita en casa de mi hermana Clémence, que acababa de dar a luz a su segundo hijo. En seguida me alisté voluntario, imbuido por esa insensata euforia nacionalista que en aquellos días recorría el país y que no tardó en desaparecer. Tras una breve instrucción fui enviado al frente. La memoria de lo vivido en las trincheras, inconsolables y húmedas ratoneras humanas, aún me atormenta. Sin embargo, mi mayor pesar reside en lo que hice —o, más bien, en lo que no hice— aquel maldito día de noviembre cerca de Ypres.
Durante días habíamos resistido con bravura los embates de las tropas alemanas en su carrera hacia el mar. Las bajas se contaban por millares. Mi actitud en combate podía no ser la más resuelta, la más audaz o la más temeraria, pero en nada era reprochable. Había algo, no obstante, a lo que nunca pude acostumbrarme: matar. Durante la instrucción se nos intentó inculcar la deshumanización sistemática del enemigo. En un principio pensé estar preparado para la sangrienta empresa, pero pronto advertí que no. Cada vez que hacía fuego me abatía un intenso sentimiento de rechazo, de culpa.
Una lluviosa jornada de noviembre, en el transcurso de la enésima carga del ejército del Káiser contra nuestras líneas, me separé ligeramente de mi batallón. Mientras trataba de reagruparme me topé con un soldado alemán que había tropezado y caído al barro. Aquel soldado, desarmado y solitario, huyó despavorido al notar mi presencia. Le perseguí. Cuando por fin le pude dar caza se plantó de rodillas y me suplicó amargamente que le perdonase la vida. No entiendo el alemán, pero por sus patéticos gestos —recuerdo que el labio superior le temblaba de manera incontrolable— le creí comprender. «No es más que un pobre cobarde», pensé. Como no opuso resistencia y debido a que ya me había alejado bastante de mis compañeros, resolví dejarle libre. Excusas de las que iluso me quise convencer, pues sé que por mi aprensión a dar muerte no hubiese sido capaz de asestarle sin más un tiro en la cabeza. Conseguí reunirme con mi batallón y alrededor de tres meses después fui herido de gravedad en una pierna y dado de baja con honores.
Han pasado veintiséis años. Acabo de recibir la noticia de que Clémence ha muerto, asesinada por su condición de judía. Me temo que yo no tardaré mucho tiempo en correr la misma suerte. Pétain ha rendido Francia al Tercer Reich.
El silencio se rompe en vítores, en arengas pronunciadas con acento germánico. Con todo, yo únicamente puedo escuchar el llanto de mis compatriotas, escondidos. Desde mi ventana puedo ver al responsable del horror que se ha apoderado de nuestra patria y de toda Europa. Desfila, la mirada altiva, el brazo en alto, el mismo mostacho repugnante sobre el labio superior. Ese que tanto le temblaba aquel maldito día cerca de Ypres.
Abandono pronto la lectura. Estoy cansado, muy cansado…