CP XIV - El sillón del Consejo - Raumat
Publicado: 18 Abr 2019 14:40
El sillón del Consejo
«Cada vez me estoy enganchando más a estos jueguecitos» —pensó Cristina, mientras hacía estallar burbujas de colores en la pantalla del ordenador—. Llevaba ya varios meses trabajando en la oficina, desde que su marido se enteró de que había una vacante y habló con Ricardo, el jefe. Hasta entonces, Cristina se encontraba satisfecha con dedicarse a las faenas del hogar y al cuidado de los hijos, y no había sentido la necesidad de escapar de las rutinas domésticas. Sólo la insistencia de su marido acabó por vencer su inicial pereza para dar un cambio de rumbo en su vida.
Y después del tiempo transcurrido en sus nuevos quehaceres, tenía que reconocer que estaba contenta por haber dado ese paso. Los hijos, ya mayores, se las arreglaban bien solos y apenas si necesitaban la atención de sus padres. Sus comienzos en la oficina fueron agotadores: cartas, informes, teléfono... desde que se sentaba hasta que llegaba la hora de marcharse, no paraba. Sin embargo, ahora llevaban unas semanas que se notaba un bajón en la faena. Azucena —su compañera— era muy aficionada a los juegos de ordenador. Había grabado en el PC de la oficina cinco o seis jueguecitos «para matar el rato», como ella decía. A Cristina, al principio, no le había entusiasmado mucho la idea; no obstante, empezó a echarse sus partiditas y a medida que iba dominando el juego se iba sintiendo más atraída por él. Y llegó un momento en que ya no podía prescindir de disputar una partida como mínimo al día.
Hasta que una mañana ocurrió lo inesperado. El jefe, que nunca acudía antes de las diez a la oficina, madrugó más. Azucena no le vio llegar ocupada en verificar unas facturas. Cristina tampoco, absorta en las combinaciones de burbujas que se deslizaban por la pantalla. Ni siquiera notó su presencia justo detrás de ella. Pegó un bote cuando el vozarrón llenó la dependencia.
—Cristina, está usted despedida. Recoja sus cosas y váyase.
Marcos, su marido, llegó furioso a casa. Cristina ya lo esperaba. Sabía que se habría enterado de su despido durante la mañana.
—Lo siento —se disculpó.
—¿Lo sientes?, ¿lo sientes?, ¿y ya está? —gritó Marcos.
Cristina permaneció en silencio.
—Precisamente ahora —continuó su marido—. ¡Maldita sea!
Cristina sabía a qué se refería. Tenían que cubrir un puesto en el Consejo de Dirección de la empresa y el nombre de su marido aparecía a la cabeza en todas las quinielas.
—¿Y qué quieres que te diga, Marcos? Sé que no tengo excusa. Azucena pierde tres veces más tiempo que yo con los jueguecitos, pero a ella no la han pillado. Me han pillado a mí.
—¡Has arruinado mi carrera en la empresa! ¡Tantos años de esfuerzo para nada!
Marcos sabía que como consecuencia del despido de su mujer, sus posibilidades de ocupar el sillón vacante del Consejo se habían reducido al mínimo. El jefe no iba a dar un puesto de responsabilidad a alguien cuya esposa acababa de ser puesta de patitas en la calle. Y de nada serviría asegurar a Ricardo que el despido de Cristina no iba a cambiar su entrega a la empresa y su lealtad hacia él. Estaba acabado.
—¿Y cómo esperas que paguemos todos los préstamos en que estamos metidos? —volvió a preguntar Marcos en tono agresivo—. Sin tu sueldo y sin mi ascenso no me extrañaría que no nos quedara ni para comer. Vete diciendo adiós a salir de restaurantes los fines de semana y a tus caprichitos en las «boutiques».
Cristina maldijo para sus adentros. Sabía que casi todo lo que poseían aún no estaba pagado por completo. Un buen piso en una zona céntrica, el apartamento de la playa…
—Lo siento, Marcos. Siento que todo esto haya pasado. Pero ya nos las apañaremos. Puedo encontrar trabajo en otro sitio.
—Sí... ¿fregando portales? —preguntó irónico su marido.
—¡Vete a la mierda! Me voy a la calle a dar una vuelta. Necesito despejarme.
Cristina apenas si durmió aquella noche. Marcos no pegó ojo. Cristina le oía dar vueltas y más vueltas en la cama. La cabeza de su marido debía de estar como una batidora.
Marcos creía conocer bien a Ricardo. Firme en sus decisiones y un poco déspota con sus empleados. Admitía pocos fallos; el que cometía un error, lo pagaba. Y el desliz de su mujer lo iban a pagar los dos. Se habían metido en muchos proyectos contando con los dos sueldos en casa y su fulgurante carrera en la empresa. Desde el primer momento había caído bien a Ricardo, consiguiendo con dedicación y astucia aumentar la confianza que su jefe tenía en él. Había subido como la espuma pero ahora se iba a dar el batacazo. Pensaba que con su sueldo actual podía hacer frente a los compromisos, pero se iban a acabar los caprichitos. Se imponía un notable ajuste de gastos para no padecer excesivos agobios. Y renunciar al alto ritmo de vida que llevaban, le molestaba sobremanera. Si lograra convencer a Ricardo de que readmitiera a su mujer; si lograra que el jefe no tuviese en cuenta el desgraciado incidente a la hora de hacer el nombramiento... Pero, ¿cómo conseguirlo?
Fue entonces cuando recordó aquellos rumores que circularon un tiempo por la oficina: «Sé de buena tinta que el jefe está liado con la mujer de Salvador... por eso sigue el inútil ése en el Consejo de Dirección».
Pues quizá fuera cierto lo que contaban las malas lenguas. Tampoco sería demasiado de extrañar. Ricardo cuidaba escrupulosamente su aspecto exterior, mostrando siempre una imagen impecable. Y en cuanto a edad, tampoco sería mucho mayor que él. Si le gustaban las féminas, probablemente no encontraría excesivas dificultades para echar una cana al aire de vez en cuando.
Comparó inconscientemente a la mujer de aquel consejero con Cristina. Y siendo lo más objetivo posible, Cristina no tenía nada que envidiar a la presunta amante de Ricardo. Más bien, ocurriría al contrario. Tenía una mujer que —justo era reconocerlo— se conservaba como una rosa. Se imaginó por un momento a su mujer liada con el jefe: «Repugnante». Se imaginó a él en el Consejo de Dirección y a su mujer como Jefa de Secretaría. La idea era ya menos repugnante. ¿Sería capaz él de soportar una situación así? Saber que su mujer se acuesta con el jefe. Pues debía tener menos escrúpulos de los que pensaba porque no rechazaba esa posibilidad.
Pensó en Cristina. Si ella pudiese leer sus pensamientos, le asesinaría. De todas formas, estaba llevando el caso a un punto extremo, a un desenlace muy improbable. No es lo mismo que la mujer de uno coquetee un poco con el jefe a que se acueste con él. Si exponía el tema a su esposa de una forma delicada, analizando racionalmente las ventajas que podrían obtenerse, tal vez ella no pusiera el grito en el cielo. Tampoco le iba a pedir algo tan ofensivo. Por coquetear un poquito no debían caérsele los anillos. Pensó en Ricardo. ¿Cómo reaccionaría ante la situación? Cuando escuchara a Cristina pedir perdón por su comportamiento, no podía molestarse. Si creía entrever alguna actitud especial en ella y eran ciertos los cotilleos, tampoco iba a ofenderse. Era necesario que Cristina representara bien su papel, obligando al jefe a hacer suposiciones, a dejar volar la imaginación. Sí, quizá mereciera la pena arriesgarse.
Al día siguiente, mientras comían, Marcos expuso su idea a Cristina. Debía hablar con Ricardo y pedirle perdón por su comportamiento. Jurarle que nunca más volvería a suceder. Que en ella podía encontrar una secretaria de absoluta confianza y que si era necesario quedarse hasta más tarde los días que fuese, ella estaba dispuesta. Y le comentó sus sospechas de que si Ricardo tenía un punto débil, ése eran las mujeres. De modo que debía acudir ese día arreglada de una forma especial, que enseñara un poquito más de aquí y de allá que lo de costumbre.
Cristina pensó en las miradas de admiración que había sorprendido en Ricardo algunas veces. Jamás el jefe le había hecho un comentario inoportuno, pero hay cosas que no es necesario decirlas. Y que Ricardo había mostrado en ciertas ocasiones un interés especial hacia ella ajeno al trabajo era indudable. Nunca le había dicho nada a su marido y también se lo calló en esta ocasión. De manera que su marido la estaba forzando a pedir perdón al jefe y de paso a coquetear un poco con él, a ver si así la readmitía en su empleo. «Asqueroso», pensó Cristina.
—¿Tanto te importa el sillón del Consejo de Dirección? —preguntó con tono duro a su marido.
—Es lo más importante de mi vida —repuso éste sin pestañear.
Cristina permaneció unos segundos en silencio, en actitud meditativa.
—¿Y si Ricardo intentara propasarse?
Ahora fue Marcos el que se lo pensó dos veces antes de contestar.
—Haz lo que creas mejor en ese momento. Lo que te parezca más conveniente... para los dos.
Cristina sintió una mezcla de lástima y desprecio por su marido. Paseó despacio por el salón con la mirada perdida en los dibujos del terrazo.
—Está bien. Haré lo que me pides —contestó al fin.
Al día siguiente, Cristina acudió a ver a Ricardo. Tal como quería su marido, se había arreglado de una forma especial. Nunca hubiera pensado que Marcos le pidiera una cosa así. Estaba claro que a su marido le importaba mucho más el sillón en el Consejo de la empresa que ella misma. Un cabronazo, en eso se había convertido su marido. ¡Qué diferencia con aquel hombre con el que se casó!
Ricardo no pudo dejar de admirar la mujer que tenía enfrente. La falda de cuero negro dejaba a la vista las largas y bien torneadas piernas de Cristina. La vaporosa blusa de seda no era capaz de esconder por completo el rotundo busto de su hasta ayer secretaria. Intentó no parecer impresionado y la invitó a sentarse con el tono más frío que pudo conseguir.
Para Cristina resultó más fácil de lo previsto: unas lágrimas resbalando de sus ojos, unas miradas de terciopelo, un botón de la blusa que se desabrochó al primer suspiro... una mujer desconsolada de espíritu pero rebosante de sensualidad. No tardó muchos minutos en recuperar su puesto.
Pasaron los días y Cristina contemplaba con cierta indiferencia cómo su matrimonio languidecía poco a poco. Marcos parecía cada vez más un extraño. Taciturno, de malhumor permanente, siempre ocupado con las cosas de la empresa, resultaba imposible cruzar más de dos frases seguidas con él. Y ni una pregunta sobre su readmisión en el trabajo. Un vehemente «Gracias» cuando Cristina se lo comunicó, y ni una palabra más. Estaba claro que no quería saber nada de lo que su esposa hiciera o dejara de hacer en la oficina. Tampoco mostraba el menor interés en su relación de pareja, su matrimonio parecía importarle un carajo.
Del acontecer diario en su empleo, Cristina nada tenía que ocultar a su marido por el momento. Al menos, nada importante. Ricardo seguía sin hacer ninguna insinuación de palabra, pero había ocasiones en que sus miradas no dejaban lugar para la duda. Y Cristina, asombrada de ella misma, se sentía inmersa en una especie de juego psicológico que no le desagradaba lo más mínimo. Las miradas de su jefe, lejos de ofender, la halagaban. Al fin y al cabo, Ricardo no era un cualquiera. Hombre de éxito y prestigio en su actividad empresarial, educado y de alto nivel cultural, hasta físicamente no podía hacérsele ningún reproche. Y que le gustaran las mujeres era lo más natural del mundo, así que no podía silenciar los mensajes que enviaba de vez en cuando su entrepierna. ¡Vaya con el recto don Ricardo! ¡Las ganas que tenía de llevársela a la cama!
Pasaban ya unos minutos de las siete —hora de salida para Cristina— cuando acabó de imprimir el informe que Ricardo le había pedido. Golpeó con los nudillos la puerta del despacho y abrió la puerta. Tendió el informe a su jefe, que lo dejó sobre la mesa sin ni siquiera mirarlo.
—Siéntate, Cristina, por favor. Tengo que hablar contigo.
Cristina se sentó y mantuvo la intensa mirada de Ricardo. Una mirada de esas suyas…
—Verás, Cristina, creo que ha llegado el momento de tomar una decisión. —Ricardo se levantó del sillón y rodeó la mesa, hasta situarse justo tras la silla donde permanecía sentada su secretaria—. Mañana voy a nombrar un nuevo miembro en el Consejo de Dirección. Hay varios candidatos para el puesto. Y una de las candidatas eres tú.
Cristina sintió cómo todo su cuerpo se tensaba. Su mente rebullía, evaluando el ofrecimiento a marchas forzadas. Ascender a consejera era dar un paso de gigante en la empresa; a cambio… era fácil imaginar lo que su jefe querría a cambio.
—Y depende de ti la decisión que tome —prosiguió Ricardo, al tiempo que dejaba descansar sus manos sobre los hombros de Cristina.
Cristina no se movió. Tan sólo cerró los ojos al sentir las manos del jefe descender por su cuerpo y empezar a desabrochar los botones de la blusa.
Eran las nueve cuando llegó a casa. Marcos le dirigió una mirada expectante nada más abrir la puerta.
—Llegas tarde. ¿Has estado… trabajando?
—Sí —respondió Cristina—. Un trabajo… especial. El que tú querías, más o menos.
La cara de Marcos no mostró la menor emoción.
—Ya… bueno. ¿Te ha dicho algo del nombramiento del Consejo?
—No vas a ser tú, querido. En este sobre están los papeles del divorcio. Dice mi abogado que sería conveniente que lo hiciéramos de forma amistosa.
«Cada vez me estoy enganchando más a estos jueguecitos» —pensó Cristina, mientras hacía estallar burbujas de colores en la pantalla del ordenador—. Llevaba ya varios meses trabajando en la oficina, desde que su marido se enteró de que había una vacante y habló con Ricardo, el jefe. Hasta entonces, Cristina se encontraba satisfecha con dedicarse a las faenas del hogar y al cuidado de los hijos, y no había sentido la necesidad de escapar de las rutinas domésticas. Sólo la insistencia de su marido acabó por vencer su inicial pereza para dar un cambio de rumbo en su vida.
Y después del tiempo transcurrido en sus nuevos quehaceres, tenía que reconocer que estaba contenta por haber dado ese paso. Los hijos, ya mayores, se las arreglaban bien solos y apenas si necesitaban la atención de sus padres. Sus comienzos en la oficina fueron agotadores: cartas, informes, teléfono... desde que se sentaba hasta que llegaba la hora de marcharse, no paraba. Sin embargo, ahora llevaban unas semanas que se notaba un bajón en la faena. Azucena —su compañera— era muy aficionada a los juegos de ordenador. Había grabado en el PC de la oficina cinco o seis jueguecitos «para matar el rato», como ella decía. A Cristina, al principio, no le había entusiasmado mucho la idea; no obstante, empezó a echarse sus partiditas y a medida que iba dominando el juego se iba sintiendo más atraída por él. Y llegó un momento en que ya no podía prescindir de disputar una partida como mínimo al día.
Hasta que una mañana ocurrió lo inesperado. El jefe, que nunca acudía antes de las diez a la oficina, madrugó más. Azucena no le vio llegar ocupada en verificar unas facturas. Cristina tampoco, absorta en las combinaciones de burbujas que se deslizaban por la pantalla. Ni siquiera notó su presencia justo detrás de ella. Pegó un bote cuando el vozarrón llenó la dependencia.
—Cristina, está usted despedida. Recoja sus cosas y váyase.
Marcos, su marido, llegó furioso a casa. Cristina ya lo esperaba. Sabía que se habría enterado de su despido durante la mañana.
—Lo siento —se disculpó.
—¿Lo sientes?, ¿lo sientes?, ¿y ya está? —gritó Marcos.
Cristina permaneció en silencio.
—Precisamente ahora —continuó su marido—. ¡Maldita sea!
Cristina sabía a qué se refería. Tenían que cubrir un puesto en el Consejo de Dirección de la empresa y el nombre de su marido aparecía a la cabeza en todas las quinielas.
—¿Y qué quieres que te diga, Marcos? Sé que no tengo excusa. Azucena pierde tres veces más tiempo que yo con los jueguecitos, pero a ella no la han pillado. Me han pillado a mí.
—¡Has arruinado mi carrera en la empresa! ¡Tantos años de esfuerzo para nada!
Marcos sabía que como consecuencia del despido de su mujer, sus posibilidades de ocupar el sillón vacante del Consejo se habían reducido al mínimo. El jefe no iba a dar un puesto de responsabilidad a alguien cuya esposa acababa de ser puesta de patitas en la calle. Y de nada serviría asegurar a Ricardo que el despido de Cristina no iba a cambiar su entrega a la empresa y su lealtad hacia él. Estaba acabado.
—¿Y cómo esperas que paguemos todos los préstamos en que estamos metidos? —volvió a preguntar Marcos en tono agresivo—. Sin tu sueldo y sin mi ascenso no me extrañaría que no nos quedara ni para comer. Vete diciendo adiós a salir de restaurantes los fines de semana y a tus caprichitos en las «boutiques».
Cristina maldijo para sus adentros. Sabía que casi todo lo que poseían aún no estaba pagado por completo. Un buen piso en una zona céntrica, el apartamento de la playa…
—Lo siento, Marcos. Siento que todo esto haya pasado. Pero ya nos las apañaremos. Puedo encontrar trabajo en otro sitio.
—Sí... ¿fregando portales? —preguntó irónico su marido.
—¡Vete a la mierda! Me voy a la calle a dar una vuelta. Necesito despejarme.
Cristina apenas si durmió aquella noche. Marcos no pegó ojo. Cristina le oía dar vueltas y más vueltas en la cama. La cabeza de su marido debía de estar como una batidora.
Marcos creía conocer bien a Ricardo. Firme en sus decisiones y un poco déspota con sus empleados. Admitía pocos fallos; el que cometía un error, lo pagaba. Y el desliz de su mujer lo iban a pagar los dos. Se habían metido en muchos proyectos contando con los dos sueldos en casa y su fulgurante carrera en la empresa. Desde el primer momento había caído bien a Ricardo, consiguiendo con dedicación y astucia aumentar la confianza que su jefe tenía en él. Había subido como la espuma pero ahora se iba a dar el batacazo. Pensaba que con su sueldo actual podía hacer frente a los compromisos, pero se iban a acabar los caprichitos. Se imponía un notable ajuste de gastos para no padecer excesivos agobios. Y renunciar al alto ritmo de vida que llevaban, le molestaba sobremanera. Si lograra convencer a Ricardo de que readmitiera a su mujer; si lograra que el jefe no tuviese en cuenta el desgraciado incidente a la hora de hacer el nombramiento... Pero, ¿cómo conseguirlo?
Fue entonces cuando recordó aquellos rumores que circularon un tiempo por la oficina: «Sé de buena tinta que el jefe está liado con la mujer de Salvador... por eso sigue el inútil ése en el Consejo de Dirección».
Pues quizá fuera cierto lo que contaban las malas lenguas. Tampoco sería demasiado de extrañar. Ricardo cuidaba escrupulosamente su aspecto exterior, mostrando siempre una imagen impecable. Y en cuanto a edad, tampoco sería mucho mayor que él. Si le gustaban las féminas, probablemente no encontraría excesivas dificultades para echar una cana al aire de vez en cuando.
Comparó inconscientemente a la mujer de aquel consejero con Cristina. Y siendo lo más objetivo posible, Cristina no tenía nada que envidiar a la presunta amante de Ricardo. Más bien, ocurriría al contrario. Tenía una mujer que —justo era reconocerlo— se conservaba como una rosa. Se imaginó por un momento a su mujer liada con el jefe: «Repugnante». Se imaginó a él en el Consejo de Dirección y a su mujer como Jefa de Secretaría. La idea era ya menos repugnante. ¿Sería capaz él de soportar una situación así? Saber que su mujer se acuesta con el jefe. Pues debía tener menos escrúpulos de los que pensaba porque no rechazaba esa posibilidad.
Pensó en Cristina. Si ella pudiese leer sus pensamientos, le asesinaría. De todas formas, estaba llevando el caso a un punto extremo, a un desenlace muy improbable. No es lo mismo que la mujer de uno coquetee un poco con el jefe a que se acueste con él. Si exponía el tema a su esposa de una forma delicada, analizando racionalmente las ventajas que podrían obtenerse, tal vez ella no pusiera el grito en el cielo. Tampoco le iba a pedir algo tan ofensivo. Por coquetear un poquito no debían caérsele los anillos. Pensó en Ricardo. ¿Cómo reaccionaría ante la situación? Cuando escuchara a Cristina pedir perdón por su comportamiento, no podía molestarse. Si creía entrever alguna actitud especial en ella y eran ciertos los cotilleos, tampoco iba a ofenderse. Era necesario que Cristina representara bien su papel, obligando al jefe a hacer suposiciones, a dejar volar la imaginación. Sí, quizá mereciera la pena arriesgarse.
Al día siguiente, mientras comían, Marcos expuso su idea a Cristina. Debía hablar con Ricardo y pedirle perdón por su comportamiento. Jurarle que nunca más volvería a suceder. Que en ella podía encontrar una secretaria de absoluta confianza y que si era necesario quedarse hasta más tarde los días que fuese, ella estaba dispuesta. Y le comentó sus sospechas de que si Ricardo tenía un punto débil, ése eran las mujeres. De modo que debía acudir ese día arreglada de una forma especial, que enseñara un poquito más de aquí y de allá que lo de costumbre.
Cristina pensó en las miradas de admiración que había sorprendido en Ricardo algunas veces. Jamás el jefe le había hecho un comentario inoportuno, pero hay cosas que no es necesario decirlas. Y que Ricardo había mostrado en ciertas ocasiones un interés especial hacia ella ajeno al trabajo era indudable. Nunca le había dicho nada a su marido y también se lo calló en esta ocasión. De manera que su marido la estaba forzando a pedir perdón al jefe y de paso a coquetear un poco con él, a ver si así la readmitía en su empleo. «Asqueroso», pensó Cristina.
—¿Tanto te importa el sillón del Consejo de Dirección? —preguntó con tono duro a su marido.
—Es lo más importante de mi vida —repuso éste sin pestañear.
Cristina permaneció unos segundos en silencio, en actitud meditativa.
—¿Y si Ricardo intentara propasarse?
Ahora fue Marcos el que se lo pensó dos veces antes de contestar.
—Haz lo que creas mejor en ese momento. Lo que te parezca más conveniente... para los dos.
Cristina sintió una mezcla de lástima y desprecio por su marido. Paseó despacio por el salón con la mirada perdida en los dibujos del terrazo.
—Está bien. Haré lo que me pides —contestó al fin.
Al día siguiente, Cristina acudió a ver a Ricardo. Tal como quería su marido, se había arreglado de una forma especial. Nunca hubiera pensado que Marcos le pidiera una cosa así. Estaba claro que a su marido le importaba mucho más el sillón en el Consejo de la empresa que ella misma. Un cabronazo, en eso se había convertido su marido. ¡Qué diferencia con aquel hombre con el que se casó!
Ricardo no pudo dejar de admirar la mujer que tenía enfrente. La falda de cuero negro dejaba a la vista las largas y bien torneadas piernas de Cristina. La vaporosa blusa de seda no era capaz de esconder por completo el rotundo busto de su hasta ayer secretaria. Intentó no parecer impresionado y la invitó a sentarse con el tono más frío que pudo conseguir.
Para Cristina resultó más fácil de lo previsto: unas lágrimas resbalando de sus ojos, unas miradas de terciopelo, un botón de la blusa que se desabrochó al primer suspiro... una mujer desconsolada de espíritu pero rebosante de sensualidad. No tardó muchos minutos en recuperar su puesto.
Pasaron los días y Cristina contemplaba con cierta indiferencia cómo su matrimonio languidecía poco a poco. Marcos parecía cada vez más un extraño. Taciturno, de malhumor permanente, siempre ocupado con las cosas de la empresa, resultaba imposible cruzar más de dos frases seguidas con él. Y ni una pregunta sobre su readmisión en el trabajo. Un vehemente «Gracias» cuando Cristina se lo comunicó, y ni una palabra más. Estaba claro que no quería saber nada de lo que su esposa hiciera o dejara de hacer en la oficina. Tampoco mostraba el menor interés en su relación de pareja, su matrimonio parecía importarle un carajo.
Del acontecer diario en su empleo, Cristina nada tenía que ocultar a su marido por el momento. Al menos, nada importante. Ricardo seguía sin hacer ninguna insinuación de palabra, pero había ocasiones en que sus miradas no dejaban lugar para la duda. Y Cristina, asombrada de ella misma, se sentía inmersa en una especie de juego psicológico que no le desagradaba lo más mínimo. Las miradas de su jefe, lejos de ofender, la halagaban. Al fin y al cabo, Ricardo no era un cualquiera. Hombre de éxito y prestigio en su actividad empresarial, educado y de alto nivel cultural, hasta físicamente no podía hacérsele ningún reproche. Y que le gustaran las mujeres era lo más natural del mundo, así que no podía silenciar los mensajes que enviaba de vez en cuando su entrepierna. ¡Vaya con el recto don Ricardo! ¡Las ganas que tenía de llevársela a la cama!
Pasaban ya unos minutos de las siete —hora de salida para Cristina— cuando acabó de imprimir el informe que Ricardo le había pedido. Golpeó con los nudillos la puerta del despacho y abrió la puerta. Tendió el informe a su jefe, que lo dejó sobre la mesa sin ni siquiera mirarlo.
—Siéntate, Cristina, por favor. Tengo que hablar contigo.
Cristina se sentó y mantuvo la intensa mirada de Ricardo. Una mirada de esas suyas…
—Verás, Cristina, creo que ha llegado el momento de tomar una decisión. —Ricardo se levantó del sillón y rodeó la mesa, hasta situarse justo tras la silla donde permanecía sentada su secretaria—. Mañana voy a nombrar un nuevo miembro en el Consejo de Dirección. Hay varios candidatos para el puesto. Y una de las candidatas eres tú.
Cristina sintió cómo todo su cuerpo se tensaba. Su mente rebullía, evaluando el ofrecimiento a marchas forzadas. Ascender a consejera era dar un paso de gigante en la empresa; a cambio… era fácil imaginar lo que su jefe querría a cambio.
—Y depende de ti la decisión que tome —prosiguió Ricardo, al tiempo que dejaba descansar sus manos sobre los hombros de Cristina.
Cristina no se movió. Tan sólo cerró los ojos al sentir las manos del jefe descender por su cuerpo y empezar a desabrochar los botones de la blusa.
Eran las nueve cuando llegó a casa. Marcos le dirigió una mirada expectante nada más abrir la puerta.
—Llegas tarde. ¿Has estado… trabajando?
—Sí —respondió Cristina—. Un trabajo… especial. El que tú querías, más o menos.
La cara de Marcos no mostró la menor emoción.
—Ya… bueno. ¿Te ha dicho algo del nombramiento del Consejo?
—No vas a ser tú, querido. En este sobre están los papeles del divorcio. Dice mi abogado que sería conveniente que lo hiciéramos de forma amistosa.