CP III: "La fatalidad de los sueños"- Jangel
Publicado: 14 Abr 2008 17:48
15º participante concurso Primavera 2008
La fatalidad de los sueños
Tengo la sensación de que ya he estado aquí.
En efecto, ya he estado aquí. Todo me resulta familiar. Al fondo, veo… algo realmente familiar.
Sonríe, involuntariamente.
Qué torpe estoy. Qué mal me expreso, no hago más que repetir las mismas palabras. Pero, por alguna razón, eso no me importa ahora.
Al fondo, veo… sí, veo la silueta de un edificio peculiar. Su arquitectura resulta muy reconocible. Es el Parlamento de Londres. Está iluminado, porque es de noche. En la distancia parece un palacio de cuento de hadas. Justo al lado diviso la torre del Big Ben. A mi alrededor deberían oírse los ruidos de la ciudad, los sonidos que definen su grandeza y su ritmo, pero para mí es como si no los hubiera, es como si yo estuviera sordo. Además, una especie de bruma lo envuelve todo y aturde mis sentidos.
Entonces, me doy cuenta de que no estoy a ras del suelo. Me encuentro en una azotea y observo todo desde lo alto de una elevada construcción. Sin pensármelo dos veces, me abalanzo hacia el borde y me lanzo al abismo.
Gira la cabeza en la almohada y sus manos se estremecen, como si quisiera sujetarse a la cama.
Vuelo. ¡Vuelo! Estoy volando. Una vez más, como otras noches, estoy volando. Me sumerjo en la oscuridad y hago maniobras en el aire sin abatir los brazos. Me siento como Peter Pan o Harry Potter sobre su escoba.
Esto no es normal. Esto no puede ser real. Solo puede tratarse de un sueño. Pero me apetece prolongar la experiencia. Así que sigo durmiendo. Sigo soñando. Vuelo.
Estira las piernas, pero la tensión repentina de los músculos le obliga a relajarse. Se mueve y le parece que flota sobre el lecho.
Me dirijo hacia la abadía de Westminster, que se empieza a parecer a la catedral de Sevilla, con la Giralda incluida. Siento la fricción del aire en la cara, el viento me sacude el pelo y la ropa. Una extraña sensación hace vibrar mi abdomen mientras sobrevuelo Piccadilly Circus, llena de luces, pero vacía de gente. Atravieso Green Park y el parque de St. James. Son sitios que he visitado alguna vez, los conozco, aunque se presenten algo desfigurados. Me someto al capricho del viento y un escalofrío me recorre la espalda cuando desciendo hacia la hierba. Estoy tan cerca que decido tomar tierra.
Encoge los dedos de los pies y dobla las rodillas, como si fuera a amortiguar el aterrizaje. La expresión de su rostro es de plena satisfacción.
De repente, ya no estoy surcando el espacio. Me encuentro de pie sobre una vasta extensión de césped, salpicada por algún arbusto y unos cuantos árboles. Delante de mí, se erige un enorme edificio con aspecto de templo clásico. Subo las escaleras que me conducen a la columnata del pórtico y empujo la gigantesca puerta hasta que se abre una de las dos hojas.
No dudo en entrar, sorprendiéndome mi propia serenidad, porque fuera, de pronto, Londres se ha desvanecido completamente y dentro no sé lo que me espera. Penetro en el templo, sin miedo pero con bastante inquietud.
Del techo penden varias lámparas de gas, cuya luz es cálida y brillante. Me alumbran el camino por el largo pasillo.
Un nuevo estremecimiento sacude su cuerpo. Los párpados se le cierran con más fuerza por un instante. Algo se ha torcido en el sueño.
Antes de que pueda reaccionar, estoy sentado en un pupitre. No recuerdo cómo he llegado hasta aquí, no recuerdo haber entrado en el aula. Todo es tan incoherente, tan poco racional… Estoy rodeado de más alumnos, que escriben cabizbajos y en silencio. También yo escribo, sobre un papel que no deja de estar en blanco. Es un examen. Estoy haciendo un maldito examen y no sé las respuestas. De inmediato sé que no voy a ser capaz de superarlo. Eso me abruma.
Es extraño. Hacía mucho tiempo que no hacía un examen. ¿O estoy equivocado? ¿No soy muy mayor para estar haciendo un examen de escuela? Juraría que ya había pasado por eso y que tenía un trabajo remunerado. Todo se vuelve tan confuso. Estoy aturdido.
La profesora me mira y yo vuelvo la vista al papel en blanco. En blanco. En blanco.
Suda. Un sudor frío empieza a cubrir su piel.
Claro. El bolígrafo no tiene tinta. O mi cerebro no tiene ideas que imprimir.
Me sumo en la desesperación. Pero, momentáneamente, vuelvo a ser consciente de mi situación y me pregunto por qué no estoy en un sueño de carácter sexual, que seguramente sería mucho más agradable. Sin embargo, sigo adelante, para intentar forzar las circunstancias y tornarlas a mi favor.
Cruzo otra mirada con la profesora. Es guapa. Me recuerda a mi mujer. Me recuerda esa absurda pesadilla que suele tener. La tiene muy a menudo y, cuando me la cuenta, me río, me río mucho. No puedo evitarlo, no sé, me resulta gracioso. Pero ella parece pasarlo bastante mal y termina enfadándose conmigo, por mi falta de comprensión y apoyo. Estas reflexiones se disipan tan pronto como aparecieron.
Me levanto de mi asiento y corro hacia fuera.
Otra vez boca arriba, en medio de una gran agitación.
Fuera, el cielo se ha teñido de negro. Horribles nubarrones cubren todo el firmamento y truena con fuerza, como si el trueno resonara en todas partes, hasta en el interior de mi cabeza. Me quedo en el pórtico, a cubierto, esperando la lluvia que está a punto de comenzar a caer.
Pero no llueve.
En cambio, súbitamente, un rayo se estrella contra una de las columnas y la parte en dos como si fuera de cartón. Afortunadamente, no estoy suficientemente cerca para que me dañen las esquirlas o el mismo estallido. Pero, a mi pesar, un rayo tras otro se suceden. ¡Están lloviendo rayos!
Echo a correr. Me persiguen los relámpagos, como si tuvieran vida propia y quisieran abatirme. Los terribles rayos impactan a mi alrededor, acosándome.
Un brinco violento sobre el colchón. Su mano derecha se extiende hacia el cuerpo de su mujer.
Pero, entonces, observo que allí donde se han posado los últimos rayos, brotan matorrales o fluye espontáneamente un manantial. Los rayos… Los rayos construyen, fabrican vida. Es bastante inquietante, pero me tranquiliza. Las intensas emociones sustituyen a la preocupación.
La mano derecha encuentra la mano izquierda de su mujer y la aferra.
Frente a mí, sin previo aviso, aparece mi mujer. Esta vez sí es ella. Esta medio desnuda. Pero, en realidad, yo también. Apenas llevo ropa encima y siento vergüenza. Le sonrío, con cierta inseguridad. Tiendo la mano. Ella también y me la estrecha.
Aprieta la mano y ella le devuelve la presión inconscientemente.
Algo se transmite a través de ese apretón, por medio de ese contacto. Es algo tremendo y pavoroso, puedo percibirlo. Me doy la vuelta y tan sólo encuentro un páramo desolado. Y descubro lo que ha pasado: estoy en su pesadilla. Es la pesadilla de mi mujer.
Pero ella ya no está, se ha ido. Me ha dejado en la más absoluta soledad, dentro de su pesadilla…
Respira con dificultad, como si le faltara el oxígeno.
Y es… más horrenda de lo que había imaginado, más insoportable de lo que ella era capaz de describir. No sé… No puedo… Me invade el terror. Siento pánico. No voy a resistir. Deseo despertar, pero no despierto. No puedo aguantarlo. No puedo aguantarlo. La angustia es… tan grande…
Su corazón deja de latir.
La fatalidad de los sueños
Tengo la sensación de que ya he estado aquí.
En efecto, ya he estado aquí. Todo me resulta familiar. Al fondo, veo… algo realmente familiar.
Sonríe, involuntariamente.
Qué torpe estoy. Qué mal me expreso, no hago más que repetir las mismas palabras. Pero, por alguna razón, eso no me importa ahora.
Al fondo, veo… sí, veo la silueta de un edificio peculiar. Su arquitectura resulta muy reconocible. Es el Parlamento de Londres. Está iluminado, porque es de noche. En la distancia parece un palacio de cuento de hadas. Justo al lado diviso la torre del Big Ben. A mi alrededor deberían oírse los ruidos de la ciudad, los sonidos que definen su grandeza y su ritmo, pero para mí es como si no los hubiera, es como si yo estuviera sordo. Además, una especie de bruma lo envuelve todo y aturde mis sentidos.
Entonces, me doy cuenta de que no estoy a ras del suelo. Me encuentro en una azotea y observo todo desde lo alto de una elevada construcción. Sin pensármelo dos veces, me abalanzo hacia el borde y me lanzo al abismo.
Gira la cabeza en la almohada y sus manos se estremecen, como si quisiera sujetarse a la cama.
Vuelo. ¡Vuelo! Estoy volando. Una vez más, como otras noches, estoy volando. Me sumerjo en la oscuridad y hago maniobras en el aire sin abatir los brazos. Me siento como Peter Pan o Harry Potter sobre su escoba.
Esto no es normal. Esto no puede ser real. Solo puede tratarse de un sueño. Pero me apetece prolongar la experiencia. Así que sigo durmiendo. Sigo soñando. Vuelo.
Estira las piernas, pero la tensión repentina de los músculos le obliga a relajarse. Se mueve y le parece que flota sobre el lecho.
Me dirijo hacia la abadía de Westminster, que se empieza a parecer a la catedral de Sevilla, con la Giralda incluida. Siento la fricción del aire en la cara, el viento me sacude el pelo y la ropa. Una extraña sensación hace vibrar mi abdomen mientras sobrevuelo Piccadilly Circus, llena de luces, pero vacía de gente. Atravieso Green Park y el parque de St. James. Son sitios que he visitado alguna vez, los conozco, aunque se presenten algo desfigurados. Me someto al capricho del viento y un escalofrío me recorre la espalda cuando desciendo hacia la hierba. Estoy tan cerca que decido tomar tierra.
Encoge los dedos de los pies y dobla las rodillas, como si fuera a amortiguar el aterrizaje. La expresión de su rostro es de plena satisfacción.
De repente, ya no estoy surcando el espacio. Me encuentro de pie sobre una vasta extensión de césped, salpicada por algún arbusto y unos cuantos árboles. Delante de mí, se erige un enorme edificio con aspecto de templo clásico. Subo las escaleras que me conducen a la columnata del pórtico y empujo la gigantesca puerta hasta que se abre una de las dos hojas.
No dudo en entrar, sorprendiéndome mi propia serenidad, porque fuera, de pronto, Londres se ha desvanecido completamente y dentro no sé lo que me espera. Penetro en el templo, sin miedo pero con bastante inquietud.
Del techo penden varias lámparas de gas, cuya luz es cálida y brillante. Me alumbran el camino por el largo pasillo.
Un nuevo estremecimiento sacude su cuerpo. Los párpados se le cierran con más fuerza por un instante. Algo se ha torcido en el sueño.
Antes de que pueda reaccionar, estoy sentado en un pupitre. No recuerdo cómo he llegado hasta aquí, no recuerdo haber entrado en el aula. Todo es tan incoherente, tan poco racional… Estoy rodeado de más alumnos, que escriben cabizbajos y en silencio. También yo escribo, sobre un papel que no deja de estar en blanco. Es un examen. Estoy haciendo un maldito examen y no sé las respuestas. De inmediato sé que no voy a ser capaz de superarlo. Eso me abruma.
Es extraño. Hacía mucho tiempo que no hacía un examen. ¿O estoy equivocado? ¿No soy muy mayor para estar haciendo un examen de escuela? Juraría que ya había pasado por eso y que tenía un trabajo remunerado. Todo se vuelve tan confuso. Estoy aturdido.
La profesora me mira y yo vuelvo la vista al papel en blanco. En blanco. En blanco.
Suda. Un sudor frío empieza a cubrir su piel.
Claro. El bolígrafo no tiene tinta. O mi cerebro no tiene ideas que imprimir.
Me sumo en la desesperación. Pero, momentáneamente, vuelvo a ser consciente de mi situación y me pregunto por qué no estoy en un sueño de carácter sexual, que seguramente sería mucho más agradable. Sin embargo, sigo adelante, para intentar forzar las circunstancias y tornarlas a mi favor.
Cruzo otra mirada con la profesora. Es guapa. Me recuerda a mi mujer. Me recuerda esa absurda pesadilla que suele tener. La tiene muy a menudo y, cuando me la cuenta, me río, me río mucho. No puedo evitarlo, no sé, me resulta gracioso. Pero ella parece pasarlo bastante mal y termina enfadándose conmigo, por mi falta de comprensión y apoyo. Estas reflexiones se disipan tan pronto como aparecieron.
Me levanto de mi asiento y corro hacia fuera.
Otra vez boca arriba, en medio de una gran agitación.
Fuera, el cielo se ha teñido de negro. Horribles nubarrones cubren todo el firmamento y truena con fuerza, como si el trueno resonara en todas partes, hasta en el interior de mi cabeza. Me quedo en el pórtico, a cubierto, esperando la lluvia que está a punto de comenzar a caer.
Pero no llueve.
En cambio, súbitamente, un rayo se estrella contra una de las columnas y la parte en dos como si fuera de cartón. Afortunadamente, no estoy suficientemente cerca para que me dañen las esquirlas o el mismo estallido. Pero, a mi pesar, un rayo tras otro se suceden. ¡Están lloviendo rayos!
Echo a correr. Me persiguen los relámpagos, como si tuvieran vida propia y quisieran abatirme. Los terribles rayos impactan a mi alrededor, acosándome.
Un brinco violento sobre el colchón. Su mano derecha se extiende hacia el cuerpo de su mujer.
Pero, entonces, observo que allí donde se han posado los últimos rayos, brotan matorrales o fluye espontáneamente un manantial. Los rayos… Los rayos construyen, fabrican vida. Es bastante inquietante, pero me tranquiliza. Las intensas emociones sustituyen a la preocupación.
La mano derecha encuentra la mano izquierda de su mujer y la aferra.
Frente a mí, sin previo aviso, aparece mi mujer. Esta vez sí es ella. Esta medio desnuda. Pero, en realidad, yo también. Apenas llevo ropa encima y siento vergüenza. Le sonrío, con cierta inseguridad. Tiendo la mano. Ella también y me la estrecha.
Aprieta la mano y ella le devuelve la presión inconscientemente.
Algo se transmite a través de ese apretón, por medio de ese contacto. Es algo tremendo y pavoroso, puedo percibirlo. Me doy la vuelta y tan sólo encuentro un páramo desolado. Y descubro lo que ha pasado: estoy en su pesadilla. Es la pesadilla de mi mujer.
Pero ella ya no está, se ha ido. Me ha dejado en la más absoluta soledad, dentro de su pesadilla…
Respira con dificultad, como si le faltara el oxígeno.
Y es… más horrenda de lo que había imaginado, más insoportable de lo que ella era capaz de describir. No sé… No puedo… Me invade el terror. Siento pánico. No voy a resistir. Deseo despertar, pero no despierto. No puedo aguantarlo. No puedo aguantarlo. La angustia es… tan grande…
Su corazón deja de latir.