I fantasía: El dragón caza-pesadillas -Askat
Publicado: 26 Oct 2008 19:42
EL DRAGÓN CAZA-PESADILLAS
Alejandro era un dragón. Uno antiguo, fiero y sabio. Con escamas verdes por todo el alargado cuerpo, desde el hocico hasta la punta de la cola. De grandes y profundos ojos negros. Y dos pequeñas alas en el lomo, que para lo que le servían…
Llevaba siglos sin cruzar los cielos aterrorizando el ganado, y mucho más sin utilizar su fuego para hacerse una buena barbacoa. Complicado hacer ninguna de las cosas cuando eres un peluche. Un suave y dulce muñeco de metro y medio de largo ¡Deprimente! Se había convertido en la vergüenza de su especie.
No siempre había sido un peluche. Había ido evolucionando con los años. Una estatua de esmeraldas y rubíes. Una escultura de mármol. Una colorida pieza de cerámica. Un muñeco articulado de madera… Y mil cosas más. Pero siempre un adorno, un juguete. Pero esta última transformación había sido la más humillante. ¡Era decoración de cuarto de bebé! Un monstruo legendario, temido a lo largo de los tiempos… colgando encima de una cuna. El mago que lo maldijo hacía milenios, debía de estar retorciéndose de la risa en su tumba. De dueño y señor de los cielos… a coger polvo en las estanterías.
Personalmente creía que el hechicero se había pasado un poco ¿Milenios de esclavitud por unas pocas vacas tostaditas? Vale… más de unas pocas. Y alguna oveja. Lo de perro había sido una equivocación ¡tenía demasiado pelo! Ni tan siquiera se había comido a ningún humano. Sabían fatal y tenían poca carne.
Un día se encontraba él, la mar de tranquilo disfrutando de un buen banquete en mitad de unos pastos, con el relajante ruido de fondo de los pastores huyendo y al siguiente… al siguiente era un objeto. Un objeto con nombre, eso sí. Como dragón nunca había tenido nombre, no lo necesitaba ya que en su especie se comunicaban telepáticamente. La boca únicamente les servía para comer, escupir fuego y rugir para asustar a las presas. Los nombres era una invención de los humanos, que solían estar limitados dentro de sus cráneos y necesitaban clasificar lo que estaba fuera. Y el mago no era distinto de ellos a pesar de su poder. “Alexander”, le había llamado. Según la lengua antigua, significaba “protector de hombres”. Y esa había pasado a ser su función. Un talismán. Un amuleto contra los Bakrits, los demonios que se alimentaban de la magia que se les escapaba a los niños en sueños y les provocaban pesadillas. Parecía mentira que los humanos no hubiesen enseñado a sus crías a controlar su magia desde que nacían. La mayoría se hacían adultos, envejecían y morían sin saber de los poderes que residían en ellos. Y todo esto no había hecho más que empeorar desde que los grandes hechiceros habían desaparecido. Se conservaban algunas líneas de sangre en las que la magia era más fuerte, pero hasta estos desconocían su legado. Y aquí estaba él. Un vestigio del pasado, atrapado en una maldición, condenado a vivir por siempre protegiendo a unos seres que desconocían hasta de su existencia.
Su sino era saltar de generación en generación. Había ocasiones en que conservaba la misma forma durante mucho tiempo como un legado familiar; pero siempre ocurría un accidente, un robo o simplemente lo cambiaban de ubicación y entonces… la maldición entraba en acción y le daba una nueva forma, acorde al dormitorio de los descendientes del mago que tenía que proteger en esa época. Nadie se extrañaba nunca. Era parte del hechizo.
Esta vez le había tocado ser un peluche. Qué se le iba a hacer. Tendría que acostumbrarse. Pero llevaba demasiados años bajo esa forma. En la generación anterior había habido un solo Heredero y se había hecho a la idea que -teniendo en cuenta los hábitos reproductores de los humanos en la actualidad…- le quedaban al menos unos 30 años bajo esa forma. Pero los 30 habían pasado, los cuarenta también. Y no había sucesor. Al final, un día había aparecido un niño en la cuna. ¡Ya era hora! Hacía demasiado tiempo que para lo único que servía era para acumular polvo.
Y otra vez era hijo único –por el momento al menos-. Menos faena para él. Había noches, cuando aún se estilaban las familias numerosas, que no le daba tiempo ni a posar las garras un solo instante. Esta vez no sería tan difícil. Aunque en ocasiones anhelaba esas casas en las que unas generaciones convivían con otras y a veces los sobrinos eran mayores que los tíos. Al menos no tenía tiempo de aburrirse hasta la locura, como le pasaba en los últimos años.
Un gimoteo le llamó la atención. Bajo él, un bebé enfundado en pijama azul abría y cerraba los puñitos al tiempo que deslizaba las piernas sobre la sábana.
“Trabajo. ¡Por fin!”. Imaginó que flexionaba los músculos y saltó hacia la cuna. En su imaginación desplegó las alas correosas y… en su imaginación se quedó. Seguía siendo un peluche. ¿Habría perdido la práctica? Volvió a intentarlo. Y otra vez. Nada. No pasaba nada. Aprisionado entre las barras de madera, el niño se debatía lastimeramente. Podía ver como a su alrededor se congregaban unas sombras informes. Nunca había llegado a saber qué eran exactamente los Bakrits, no tenían forma ni personalidad. Ni sufrían ni sentían placer. Simplemente existían, pero tenían algún tipo alerta que les hacía acudir cuando un niño dormía. La mayor parte de los adultos con los años solía desarrollar un caparazón psíquico que les impedía acercarse, pero los más pequeños estaban indefensos.
¡No podía ser! Tantos años de inactividad, tantas noches en vela ansiando un poco acción. ¿Y ahora no era capaz de reaccionar? Le salivaban las fauces de anticipación. Esos Bakrits se veían deliciosos, tan oscuritos y ondulantes.
Durante varios minutos intentó pasar al plano astral, sin éxito. Aquí lo único que crecía era su frustración, él seguía siendo una miniatura adorable. ¡Maldito el mago y su puñetero sentido del humor!
Impotente, contempló como la cuna casi desaparecía bajo esas masas de opaca gelatina incorpórea. Mientras tanto, los gemidos desesperados fueron incrementando su frecuencia hasta que un alarido especialmente fuerte hizo que se encendieran las luces del pasillo y acudieran los adultos.
“¡Ya era hora! Vaya manera de dormir. Parece mentira que sean primerizos. La mayoría se pasa meses sin pegar ni ojo”, pensó.
En el momento en que se abrieron los ojos llorosos, las sombras se fueron desvaneciendo ante la hambrienta irritación de Alejandro.
Esa noche no volvieron. Pero sí la siguiente. Y a la otra. Pasaron casi dos semanas durante las cuales las pesadillas poblaban sus horas de oscuridad, y también las de luz. Cada vez que los agobiados padres conseguían que conciliara el sueño, sus ojos de cristal contemplaban como los artífices de su tormento reptaban hacia el bebé.
Y él no podía hacer nada.
No sabía por qué, pero el interruptor que le permitía recuperar durante unos instantes su verdadera forma espectral, no funcionaba. Y no abundaban los electricistas de lo oculto. Estaba atrapado en un cuerpo blandito y suave, mientras que era testigo impotente de un banquete sin fin paseándose impunemente ante sus fauces abiertas. Deprimente.
Aunque el banquete se lo estaban dando los Bakrits a costa de la tortura de la indefensa oveja, digo… niño. Siempre había pensado que tenía más en común con los demonios depredadores –dejando a parte el tema de su carencia de inteligencia- que con sus presas humanas; pero el macabro espectáculo estaba consiguiendo quitarle el apetito. En realidad nunca se había dado cuenta de lo indefensos que estaban esos cachorros, ya que ni siquiera sus padres eran capaces de ver lo que les amenazaba. ¿Dónde estaba ahí la diversión de la caza?
De la cuna subían los gorjeos alegres de un cuerpecito sacudiendo un juguete contra la barandilla de la cuna. “Eso tiene que doler”, pensó con solidaridad peluchil. “Pero al menos ahora no llora”.
Los juegos pronto lo agotaron, por lo que se quedó dormido con la cabeza apoyada contra los barrotes y los brazos colgando fuera.
Una sonrisa divertida brotó del dragón. Únicamente los niños eran capaces de semejantes proezas. Sonrisa que pronto se borró al surgir los cazadores de la nada.
“Ah, no. Eso no”, pensó molesto. Ahí estaban otra vez esos parásitos oportunistas.
Esta vez el gimoteo atemorizado del bebé resonó en sus oídos como el chirrido de unas garras sobre el hielo, en comparación a sus risas de anteriores.
La tensión recorrió su cuerpo y una furia asesina le hizo salivar. “¡Cómo que se llamaba Alejandro que esta vez no se quedaba sin comer!”. Imaginó que flexionaba los músculos y saltó hacia la cuna. El mobil colgante del que formaba parte, se sacudió casi imperceptiblemente y comenzó a oscilar con suavidad. “¡Libre!” No se lo podía creer. Embriagado por la sensación, voló en su cuerpo incorpóreo alrededor de la habitación. Cuando estaba a punto de salir por la ventana, un gemido sordo le hizo volverse. Es verdad, era hora de trabajar.
El rugido que brotó de su boca hizo que las masas que rodeaban el lecho se agitaran como los flanes oscuros a los que se parecían y empezaran a alejarse. El dragón voló a ras del suelo y fue tragándose todos los Bakrits que se pusieron en su camino, hasta que no quedó ninguno. Triunfante, se inclinó sobre la cuna y contempló orgulloso como las lágrimas se secaban en la carita y el pijama dejaba de agitarse.
-¿Sabes una cosa?
El susurro en su nuca hizo que saltara hasta el techo del susto y se agarra a él con las garras.
-¿Tú?
-¿Sabes una cosa?
-¡Tú!
Furioso, saltó con los colmillos preparados hacia la garganta del mago que lo había maldecido hace tanto tiempo. Para su estupefacción lo atravesó.
-Sólo soy un hechizo atado a ti que ha conservado su poder hasta este momento, no puedes hacerme daño. ¿Sabes una cosa?
-¿Qué gruñó? –mientras pensaba como conseguir vengarse de esa figura-.
-El niño es adoptado.
-¿Y qué?
-Que no es descendiente mío. Aunque sí que la magia corre por sus venas.
-¿Qué? –la estupefacción lo hizo derrumbarse con las patas abiertas sobre el suelo, como una alfombra de dragón-.
-Que no es mi Heredero de sangre. Por eso has roto tu hechizo. Has salido a defender a un niño normal. No uno al que te obligase mi magia.
-Pero…
-Ese era mi castigo. Que no fueras libre hasta aprender que no siempre es divertido atacar a los más débiles.
La sorpresa le impedía moverse. ¿Qué iba a hacer ahora?
-Hay varias opciones. No puedo devolverte tu cuerpo porque los dragones no existís en este tiempo. La mayoría de tu especie migró hacia otras dimensiones. Si quieres puedo crearte un puente para reunirte con ellos.
-¿Y los niños? –murmuró desconcertado-. ¿Y los Bakrits?
-Tendrán que aprender a defenderse solos, como han hecho el resto de los que no descendían de mi.
Alejandro reflexionó durante unos minutos y después le expuso su plan al fantasma del mago.
-Quiero volver con los de mi especie. Quiero ese puente. Pero quiero que poder abrirlo cuando quiera. Que en la casa de todos los niños que posean magia, haya una imagen de dragón a la que poder acceder cuando aparezcan los Bakrits.
Esta vez fue el turno del mago, de quedar totalmente estupefacto.
-De verdad… Es muy amable por tu parte.
-No es eso –sonrió maliciosamente el dragón-. Los Bakrits son más sabrosos que las ovejas e igual de tontos.
Alejandro era un dragón. Uno antiguo, fiero y sabio. Con escamas verdes por todo el alargado cuerpo, desde el hocico hasta la punta de la cola. De grandes y profundos ojos negros. Y dos pequeñas alas en el lomo, que para lo que le servían…
Llevaba siglos sin cruzar los cielos aterrorizando el ganado, y mucho más sin utilizar su fuego para hacerse una buena barbacoa. Complicado hacer ninguna de las cosas cuando eres un peluche. Un suave y dulce muñeco de metro y medio de largo ¡Deprimente! Se había convertido en la vergüenza de su especie.
No siempre había sido un peluche. Había ido evolucionando con los años. Una estatua de esmeraldas y rubíes. Una escultura de mármol. Una colorida pieza de cerámica. Un muñeco articulado de madera… Y mil cosas más. Pero siempre un adorno, un juguete. Pero esta última transformación había sido la más humillante. ¡Era decoración de cuarto de bebé! Un monstruo legendario, temido a lo largo de los tiempos… colgando encima de una cuna. El mago que lo maldijo hacía milenios, debía de estar retorciéndose de la risa en su tumba. De dueño y señor de los cielos… a coger polvo en las estanterías.
Personalmente creía que el hechicero se había pasado un poco ¿Milenios de esclavitud por unas pocas vacas tostaditas? Vale… más de unas pocas. Y alguna oveja. Lo de perro había sido una equivocación ¡tenía demasiado pelo! Ni tan siquiera se había comido a ningún humano. Sabían fatal y tenían poca carne.
Un día se encontraba él, la mar de tranquilo disfrutando de un buen banquete en mitad de unos pastos, con el relajante ruido de fondo de los pastores huyendo y al siguiente… al siguiente era un objeto. Un objeto con nombre, eso sí. Como dragón nunca había tenido nombre, no lo necesitaba ya que en su especie se comunicaban telepáticamente. La boca únicamente les servía para comer, escupir fuego y rugir para asustar a las presas. Los nombres era una invención de los humanos, que solían estar limitados dentro de sus cráneos y necesitaban clasificar lo que estaba fuera. Y el mago no era distinto de ellos a pesar de su poder. “Alexander”, le había llamado. Según la lengua antigua, significaba “protector de hombres”. Y esa había pasado a ser su función. Un talismán. Un amuleto contra los Bakrits, los demonios que se alimentaban de la magia que se les escapaba a los niños en sueños y les provocaban pesadillas. Parecía mentira que los humanos no hubiesen enseñado a sus crías a controlar su magia desde que nacían. La mayoría se hacían adultos, envejecían y morían sin saber de los poderes que residían en ellos. Y todo esto no había hecho más que empeorar desde que los grandes hechiceros habían desaparecido. Se conservaban algunas líneas de sangre en las que la magia era más fuerte, pero hasta estos desconocían su legado. Y aquí estaba él. Un vestigio del pasado, atrapado en una maldición, condenado a vivir por siempre protegiendo a unos seres que desconocían hasta de su existencia.
Su sino era saltar de generación en generación. Había ocasiones en que conservaba la misma forma durante mucho tiempo como un legado familiar; pero siempre ocurría un accidente, un robo o simplemente lo cambiaban de ubicación y entonces… la maldición entraba en acción y le daba una nueva forma, acorde al dormitorio de los descendientes del mago que tenía que proteger en esa época. Nadie se extrañaba nunca. Era parte del hechizo.
Esta vez le había tocado ser un peluche. Qué se le iba a hacer. Tendría que acostumbrarse. Pero llevaba demasiados años bajo esa forma. En la generación anterior había habido un solo Heredero y se había hecho a la idea que -teniendo en cuenta los hábitos reproductores de los humanos en la actualidad…- le quedaban al menos unos 30 años bajo esa forma. Pero los 30 habían pasado, los cuarenta también. Y no había sucesor. Al final, un día había aparecido un niño en la cuna. ¡Ya era hora! Hacía demasiado tiempo que para lo único que servía era para acumular polvo.
Y otra vez era hijo único –por el momento al menos-. Menos faena para él. Había noches, cuando aún se estilaban las familias numerosas, que no le daba tiempo ni a posar las garras un solo instante. Esta vez no sería tan difícil. Aunque en ocasiones anhelaba esas casas en las que unas generaciones convivían con otras y a veces los sobrinos eran mayores que los tíos. Al menos no tenía tiempo de aburrirse hasta la locura, como le pasaba en los últimos años.
Un gimoteo le llamó la atención. Bajo él, un bebé enfundado en pijama azul abría y cerraba los puñitos al tiempo que deslizaba las piernas sobre la sábana.
“Trabajo. ¡Por fin!”. Imaginó que flexionaba los músculos y saltó hacia la cuna. En su imaginación desplegó las alas correosas y… en su imaginación se quedó. Seguía siendo un peluche. ¿Habría perdido la práctica? Volvió a intentarlo. Y otra vez. Nada. No pasaba nada. Aprisionado entre las barras de madera, el niño se debatía lastimeramente. Podía ver como a su alrededor se congregaban unas sombras informes. Nunca había llegado a saber qué eran exactamente los Bakrits, no tenían forma ni personalidad. Ni sufrían ni sentían placer. Simplemente existían, pero tenían algún tipo alerta que les hacía acudir cuando un niño dormía. La mayor parte de los adultos con los años solía desarrollar un caparazón psíquico que les impedía acercarse, pero los más pequeños estaban indefensos.
¡No podía ser! Tantos años de inactividad, tantas noches en vela ansiando un poco acción. ¿Y ahora no era capaz de reaccionar? Le salivaban las fauces de anticipación. Esos Bakrits se veían deliciosos, tan oscuritos y ondulantes.
Durante varios minutos intentó pasar al plano astral, sin éxito. Aquí lo único que crecía era su frustración, él seguía siendo una miniatura adorable. ¡Maldito el mago y su puñetero sentido del humor!
Impotente, contempló como la cuna casi desaparecía bajo esas masas de opaca gelatina incorpórea. Mientras tanto, los gemidos desesperados fueron incrementando su frecuencia hasta que un alarido especialmente fuerte hizo que se encendieran las luces del pasillo y acudieran los adultos.
“¡Ya era hora! Vaya manera de dormir. Parece mentira que sean primerizos. La mayoría se pasa meses sin pegar ni ojo”, pensó.
En el momento en que se abrieron los ojos llorosos, las sombras se fueron desvaneciendo ante la hambrienta irritación de Alejandro.
Esa noche no volvieron. Pero sí la siguiente. Y a la otra. Pasaron casi dos semanas durante las cuales las pesadillas poblaban sus horas de oscuridad, y también las de luz. Cada vez que los agobiados padres conseguían que conciliara el sueño, sus ojos de cristal contemplaban como los artífices de su tormento reptaban hacia el bebé.
Y él no podía hacer nada.
No sabía por qué, pero el interruptor que le permitía recuperar durante unos instantes su verdadera forma espectral, no funcionaba. Y no abundaban los electricistas de lo oculto. Estaba atrapado en un cuerpo blandito y suave, mientras que era testigo impotente de un banquete sin fin paseándose impunemente ante sus fauces abiertas. Deprimente.
Aunque el banquete se lo estaban dando los Bakrits a costa de la tortura de la indefensa oveja, digo… niño. Siempre había pensado que tenía más en común con los demonios depredadores –dejando a parte el tema de su carencia de inteligencia- que con sus presas humanas; pero el macabro espectáculo estaba consiguiendo quitarle el apetito. En realidad nunca se había dado cuenta de lo indefensos que estaban esos cachorros, ya que ni siquiera sus padres eran capaces de ver lo que les amenazaba. ¿Dónde estaba ahí la diversión de la caza?
De la cuna subían los gorjeos alegres de un cuerpecito sacudiendo un juguete contra la barandilla de la cuna. “Eso tiene que doler”, pensó con solidaridad peluchil. “Pero al menos ahora no llora”.
Los juegos pronto lo agotaron, por lo que se quedó dormido con la cabeza apoyada contra los barrotes y los brazos colgando fuera.
Una sonrisa divertida brotó del dragón. Únicamente los niños eran capaces de semejantes proezas. Sonrisa que pronto se borró al surgir los cazadores de la nada.
“Ah, no. Eso no”, pensó molesto. Ahí estaban otra vez esos parásitos oportunistas.
Esta vez el gimoteo atemorizado del bebé resonó en sus oídos como el chirrido de unas garras sobre el hielo, en comparación a sus risas de anteriores.
La tensión recorrió su cuerpo y una furia asesina le hizo salivar. “¡Cómo que se llamaba Alejandro que esta vez no se quedaba sin comer!”. Imaginó que flexionaba los músculos y saltó hacia la cuna. El mobil colgante del que formaba parte, se sacudió casi imperceptiblemente y comenzó a oscilar con suavidad. “¡Libre!” No se lo podía creer. Embriagado por la sensación, voló en su cuerpo incorpóreo alrededor de la habitación. Cuando estaba a punto de salir por la ventana, un gemido sordo le hizo volverse. Es verdad, era hora de trabajar.
El rugido que brotó de su boca hizo que las masas que rodeaban el lecho se agitaran como los flanes oscuros a los que se parecían y empezaran a alejarse. El dragón voló a ras del suelo y fue tragándose todos los Bakrits que se pusieron en su camino, hasta que no quedó ninguno. Triunfante, se inclinó sobre la cuna y contempló orgulloso como las lágrimas se secaban en la carita y el pijama dejaba de agitarse.
-¿Sabes una cosa?
El susurro en su nuca hizo que saltara hasta el techo del susto y se agarra a él con las garras.
-¿Tú?
-¿Sabes una cosa?
-¡Tú!
Furioso, saltó con los colmillos preparados hacia la garganta del mago que lo había maldecido hace tanto tiempo. Para su estupefacción lo atravesó.
-Sólo soy un hechizo atado a ti que ha conservado su poder hasta este momento, no puedes hacerme daño. ¿Sabes una cosa?
-¿Qué gruñó? –mientras pensaba como conseguir vengarse de esa figura-.
-El niño es adoptado.
-¿Y qué?
-Que no es descendiente mío. Aunque sí que la magia corre por sus venas.
-¿Qué? –la estupefacción lo hizo derrumbarse con las patas abiertas sobre el suelo, como una alfombra de dragón-.
-Que no es mi Heredero de sangre. Por eso has roto tu hechizo. Has salido a defender a un niño normal. No uno al que te obligase mi magia.
-Pero…
-Ese era mi castigo. Que no fueras libre hasta aprender que no siempre es divertido atacar a los más débiles.
La sorpresa le impedía moverse. ¿Qué iba a hacer ahora?
-Hay varias opciones. No puedo devolverte tu cuerpo porque los dragones no existís en este tiempo. La mayoría de tu especie migró hacia otras dimensiones. Si quieres puedo crearte un puente para reunirte con ellos.
-¿Y los niños? –murmuró desconcertado-. ¿Y los Bakrits?
-Tendrán que aprender a defenderse solos, como han hecho el resto de los que no descendían de mi.
Alejandro reflexionó durante unos minutos y después le expuso su plan al fantasma del mago.
-Quiero volver con los de mi especie. Quiero ese puente. Pero quiero que poder abrirlo cuando quiera. Que en la casa de todos los niños que posean magia, haya una imagen de dragón a la que poder acceder cuando aparezcan los Bakrits.
Esta vez fue el turno del mago, de quedar totalmente estupefacto.
-De verdad… Es muy amable por tu parte.
-No es eso –sonrió maliciosamente el dragón-. Los Bakrits son más sabrosos que las ovejas e igual de tontos.