I Negra: On every street - Cronopio77
Publicado: 13 Oct 2009 13:55
La mujer se asomó a la ventana. Vestía un albornoz. El pelo húmedo se movió con el viento; las hebras rubias se enredaron con los mechones castaños.
El comisario tomó los prismáticos y la miró. Estudió sus ojos; le parecieron verdes, uno menos abierto que el otro. Desvió la mirada y después, con los ojos desnudos, la orientó hacia el edificio. Reflexionó. La mujer se volvió y quedó de perfil. La enfocó de nuevo y se fijó en su busto; los pechos, que se insinuaban bajo el albornoz, eran pequeños y bien formados.
Se guardó los gemelos y permaneció unos instantes de pie, con las manos en los bolsillos. Jugueteó con las llaves de casa. Miró otra vez a la mujer, que seguía junto a la ventana; desde la distancia sólo pudo apreciar su figura delgada y su cabello enmarañado. Por fin se encaminó al edificio y llamó al timbre. Tardaron unos segundos en abrir.
La chica se apartó y dejó pasar al comisario. Al fondo del vestíbulo apareció, caminando deprisa, una mujer mayor, que sonreía.
—Buenas noches, señor comisario —exclamó la mujer, abriendo los brazos—. Hacía tiempo que no le veíamos por aquí. ¿Tal vez anda buscando algo especial?
El comisario se demoró unos instantes en responder. No se había quitado la gabardina.
—Quiero ver a la nueva —dijo al fin, con voz seca, contundente.
—¿A cuál de las nuevas? —respondió la mujer, sin perder la sonrisa—. Han llegado tres chicas durante los últimos días. Son búlgaras. Cariñosas y solícitas. Aún no tienen la suficiente soltura para mantener una conversación, pero usted es un hombre reservado y ellas comprenden todo lo necesario.
—La nueva —repitió el comisario—. Acabo de verla por la ventana, en el segundo piso, en la habitación de la derecha.
—En el segundo piso... —meditó la mujer—... ¡Ah, Irina! Una chica estupenda: la mejor. Seguro que le gustará.
La mujer se dirigió al interfono y dio una orden. El comisario aguardó, aún sin quitarse la gabardina. Una de las chicas le sonrió; él permaneció impasible. Tanteó las llaves de casa, en el bolsillo derecho del pantalón. Otra chica pasó a su lado y lo observó con curiosidad. El comisario bajó la mirada, sacó la mano del bolsillo y cruzó los brazos. Había un reloj en la pared, junto a las escaleras; su tictac resonaba en el silencio. Nerviosamente, volvió a introducir la mano en el bolsillo y se topó con el tacto frío del metal; la retiró de inmediato. La mujer continuaba, impertérrita y sonriente, junto al interfono. La sala permanecía oscura e inhóspita. El tictac restallaba, metálico. Era tarde.
—¡Aquí la tiene! —exclamó al fin la mujer.
Irina se exhibió con una sonrisa tímida y sugerente. Dio una vuelta completa; pestañeó; se acarició la parte superior de los brazos; se quedó al fin mirándole, con los párpados entornados, uno un poco más que el otro. El comisario comprobó que sus ojos eran azules.
—No es ella —dijo.
—¿No le interesa, entonces? —preguntó la mujer. Irina continuaba mirándole sin perder la sonrisa, con sus tímidos ojos azules y sus párpados entrecerrados.
—No... por ahora —concedió el comisario—. Buenas noches.
Salió y se encaminó al bar. Entró, saludó y se dirigió al reservado.
—¿Lo de siempre? —preguntó el camarero.
Apenas unos instantes después, el comisario bebió un trago de whisky y miró hacia el pasillo; el prostíbulo estaba al otro lado de la calle. Volvió la cabeza y bebió un poco más. La sala era angosta, opresiva; un ventanuco, con la pintura ajada y el cristal esmerilado, daba a un patio interior; la luz de la bombilla era fría y escasa; los muebles, oscuros, grasientos y desvencijados. El comisario sacó una cajita del bolsillo de la gabardina. Extendió la droga sobre una servilleta y la aspiró con ayuda de un pequeño trozo de papel. A continuación terminó el whisky de un trago.
La cerradura resonó y las bisagras chirriaron. Una luz azulada y centelleante provenía del salón; se oían rugir motores y voces amenazantes. El comisario dejó la gabardina en el perchero y entró.
—¿Vas a cenar? —preguntó una voz femenina, procedente del sofá.
—No —contestó el comisario y continuó caminando hacia el pasillo.
—Luis quiere que le lleves al fútbol —el comisario se detuvo, pero no se volvió hacia la voz femenina; sólo atisbó las luces centelleantes de la televisión—. Dice que el partido del miércoles es muy importante y que le prometiste...
El comisario gruñó y continuó su camino. Había un balón en el pasillo. Pasó junto a una puerta entornada; oyó las respiraciones acompasadas de los niños. Aceleró y se encerró en el baño. Allí, el sonido de la cisterna ocultó por un momento las afectadas voces violentas que provenían del salón. El comisario respiró hondo e, inclinado sobre el lavabo, dejó correr el agua. Cuando cerró el grifo, las voces volvieron a emerger. El comisario suspiró, cruzó el pasillo y entró en el dormitorio. Sin encender la luz, se desnudó y se metió en la cama. Los números verdes del radio-despertador refulgían en la penumbra. Seguía oyendo la televisión.
El viento mece la melena: la ondea fresca, entremezclándose las hebras rubias con los mechones castaños; se encrespa, se revuelve, cubre su rostro como si la brisa acabara de acrecentarse para juguetear, salaz, con su cabello. La mira desde la otra acera; se recrea en sus ojos verdes, en sus párpados entrecerrados e insinuantes, el izquierdo más entornado que el derecho, que le incitan a cruzar la calle, a estirar los brazos hacia ella, a adelantar la mano hasta fundirse con el tacto tierno y arrebatador de su rostro. Ella se gira, sonríe y termina de guiñar el ojo, conminándole a seguirla, a introducirse con ella en el edificio azul de cornisas blancas. Su vestido es corto y también blanco; el amplio escote insinúa la voluptuosidad de sus senos pequeños pero firmes y bien formados, como los de una lolita que se mostrara en su esplendor, pícara e inocente, con la translúcida tela blanca cubriéndole apenas el torso y la parte superior de los muslos. Camina hacia ella, que se vuelve y gesticula.
«Ven».
La sigue y cruzan juntos la puerta. En el vestíbulo refulge la luz del día, deslumbrante, ubicua. La brisa se vuelve a acrecentar, le levanta la corta falda y deja a la vista los ribetes de la lencería negra, que, ahora se da cuenta, se aprecia, insinuante, bajo la tersa tela blanca del vestido. Ella continúa volviéndose, mostrándose de perfil, guiñándole el ojo.
Él la sigue por el pasillo largo e iluminado por la luz del día, que, cálida y sugerente, procede de todas partes. Pero las armas continúan allí, expuestas en la vitrina en la que debería exhibirse la cristalería de gala, y ella las ignora con el mismo gesto inocente y confianzudo que utiliza para conminarle a seguirla hasta el deslumbrante final del pasillo.
Sonó el teléfono. El comisario se estiró en la cama; no había nadie al otro lado. Una luz tenue y grisácea se entremetía por los orificios de la persiana. Sintió un pinchazo agudo en la cabeza y cerró violentamente los ojos. El teléfono, estridente, continuaba sonando. Estiró la mano y el cenicero cayó al suelo; el golpe explotó y retumbó dentro de su cabeza. El comisario se movió bruscamente y descolgó. Gruñendo, se incorporó para coger el auricular.
—Señor comisario, han encontrado el cuerpo de una mujer —oyó al otro lado—. Por sus rasgos, diría que es búlgara o rumana. Una prostituta, seguramente —la voz, grave, muy masculina, se interrumpió durante unos segundos; luego, volvió a restallar—. Una de esas chicas que traen engañada.
El comisario colgó el teléfono y, gruñendo de nuevo, se levantó. Percibió el silencio de la casa. Se arregló y tomó dos analgésicos. Al poco rato estaba en la calle y, unos segundos después, en la orilla del río, junto al resto de su equipo.
—Venga, le estábamos esperando.
Unos metros más allá, cubierto por una manta gris, se encontraba el cuerpo. En silencio, moviéndose muy despacio, el comisario lo descubrió. El cabello estaba mojado; algunas hebras rubias se enredaban entre los mechones castaños. Varias contusiones destacaban en el rostro, una de ellas muy cerca del ojo derecho. Los pechos, pequeños y redondeados, estaban descubiertos. Bajo ellos, también se veían rastros de golpes.
—No sabemos si la arrojaron al río desnuda o si la corriente le arrancó la ropa. Cuando realicen la autopsia averiguaremos si abusaron de ella.
El comisario se inclinó y le abrió uno de los ojos. Era verde.
—¿Tenía los ojos abiertos o cerrados?
El hombre que le acompañaba dudó.
—¿Los tenía abiertos o cerrados? —insistió el comisario.
—Creo que... abiertos.
—¿Abiertos? —exclamó el comisario—. ¿Y por qué cojones se los habéis cerrado? —estalló a continuación—. ¿Por qué se los habéis cerrado? —repitió, a voz en grito.
—Fue el juez —balbuceó el hombre—. Examinó el cuerpo y debió de cerrarle los ojos.
El comisario se llevó la mano a la frente, aspiró con fuerza y examinó de nuevo el rostro de la mujer. Luego miró a su alrededor y, tras una breve reflexión, volvió a hablar.
—¿Cómo los tenía?
—¿El qué?
—¡Los ojos! ¿Estaban abiertos de par en par? ¿Entreabiertos? ¿Uno más cerrado que el otro? —preguntó, gritando.
—No... no lo sé —balbuceó el hombre—... no me fijé... no creí que fuera importante.
—¡Es importante! —rugió el comisario—. ¡Todo es importante! ¡No se puede rellenar un informe con “no lo sé”!
—Sí señor... la próxima vez...
El comisario echó un último vistazo al cadáver y se alejó hacia el coche. Una vez en su despacho, se recostó en el sillón.
Lo mira desde el sofá. Está tendida, las piernas, cuyo nacimiento se entrevé bajo la sutil tela blanca, estiradas sobre los almohadones también blancos. Sonríe; se encoge y se estira de nuevo; sostiene el rostro insinuante con la mano izquierda, el codo apoyado en el sofá; los ojos verdes brillan a la clara luz de la mañana; el sol recorre su cuerpo, suave y terso, como una fina sábana que lo cubriese para ensalzar su figura.
«¿No tienes miedo?» pregunta él. Desde su sillón, ve la vitrina con las armas. Hay casquillos vacíos desperdigados sobre la mesita de centro.
«¿Por qué habría de tenerlo? Uno es dueño de sus miedos, de sus alegrías y de sus sufrimientos. Nadie puede atemorizarnos, si no queremos.»
Se incorpora y se quita la blusa; sus pechos, pequeños y redondos se adivinan bajo la ribeteada tela del sostén. Se baja lentamente la falda; su sexo queda cubierto tan sólo por un pequeño triángulo de color negro; un antojo oscuro se pierde bajo la tela. Él se levanta, estirando el brazo derecho, acercándose poco a poco para recorrer, con el dedo índice, el antojo: muy despacio, demorándose aún más bajo la tela que lo cubre casi por completo. Es un tatuaje: la silueta de una mujer cuyas piernas emergen de los ribetes negros, o tal vez una voluptuosa sirena de insinuante figura.
«¿No crees que eres tú quien tiene miedo?» dice ella y comienza a masajearle el cuello, los omóplatos, la espalda.
—No la violaron —dijo el forense—. Ya estaba muerta cuando la arrojaron al río. El golpe en la cabeza resultó letal. Debieron de propinárselo con un objeto muy contundente.
—¿Alguna pista sobre su identidad?
—Ni la menor idea. No hemos hallado documentación; ni siquiera una prenda de ropa. Sólo tenemos un indicio: un tatuaje en la región púbica.
El comisario asintió y se dirigió a su despacho. Se armó y dio orden de que le siguieran. No tardaron en llegar al edificio azul de cornisas blancas.
Entraron. El comisario atravesó el portal tras los dos policías.
Se apostaron junto a la puerta número cuatro. Uno de los agentes se apoyó en ella para escuchar. El piso estaba en completo silencio; también el resto del edificio, como si nadie lo habitara.
El comisario hurgó en la cerradura, que no tardó en ceder. Entraron con las pistolas en las manos. Los dos agentes marchaban delante.
El vestíbulo estaba oscuro; tras cerrar la puerta quedaron sumidos en la penumbra. Avanzaron. Sus pasos rompían el silencio. El comisario cerraba el grupo, sosteniendo el arma con las dos manos.
Entraron en el salón. La tarde caía y apenas entraba luz por las ventanas. Esperaron. El comisario ordenó que no utilizaran las linternas.
Ya acostumbrados a la penumbra, examinaron la habitación. Parecía un salón normal: mesa, sillas, sofá, aparador y un mueble para la televisión. El comisario se fijó en él. A la derecha del dvd había una portezuela cerrada. Se agachó, la abrió y, ahora sí, la iluminó con un destello de la linterna. Vio la caja y se la señaló a los agentes.
Continuó con la inspección. Recorrió el pasillo y cruzó una puerta que encontró a la derecha. Se halló en un dormitorio. Había una gran cama de matrimonio con un llamativo cabecero; también una cómoda y un armario empotrado.
Se demoró en esa habitación. En el silencio, resonaban los trabajos de los agentes. También oyó cerrarse las puertas de un coche.
Vaciló. Unos segundos después, agarró con fuerza la pistola y se aproximó a la ventana. Le pareció ver que tres hombres entraban en el portal. Permaneció inmóvil durante unos instantes. Respiró. Se concentró en los sonidos. Los agentes seguían trabajando; sus herramientas repercutían. Escuchó el ruido firme y metálico del ascensor. Caminó hacia la puerta del dormitorio y se detuvo junto a ella. Dudó. Los policías continuaban, impertérritos, con su trabajo. Escuchó el taconeo seco de unas botas de cowboy. Arma en mano, avanzó hasta el pasillo. Oyó el sonido de la caja al abrirse; uno de los agentes lo celebró. El comisario se quedó junto a la puerta que daba acceso al salón. Oyó accionarse la cerradura; la puerta de la vivienda se abrió. Se pegó contra la pared. Los agentes trataron de reaccionar. El sonido firme de las botas llegó hasta el salón. Se escucharon dos disparos.
Hubo un instante de silencio. El comisario aguantó la respiración. Se encendió la luz; su escondite estaba en la penumbra. Oyó el taconeo dirigirse hacia la caja. Se concentró. No escuchó más pasos. Habían cometido un error.
De un salto entró en el salón y disparó cinco balas. Los dos secuaces cayeron al suelo. El comisario avanzó. Vio cuatro cuerpos rodeados de sangre. El capo reculó; sus tacones resonaron en el silencio. Trató de agarrar la pistola, pero el comisario le encañonó. Cerca de él, desperdigadas sobre el suelo, vio varias fotografías de la mujer asesinada.
—Se suicidó —dijo el capo, con voz firme—. Se lanzó bajo el coche y del golpe fue a parar al río.
El comisario disparó su última bala. El capo se llevó la mano al pecho y se derrumbó. Cayó sobre las fotografías de la mujer de melena castaña, hebras rubias y ojos verdes.
En la calle hacía frío. Las ráfagas de viento alzaban los deshechos diseminados sobre la acera. El comisario caminó para alejarse del edificio azul de cornisas blancas. Tres cuartos de hora después estaba en su barrio.
Era una noche oscura, sin luna. Le pareció oír, lejano, el estallido de los fuegos artificiales. Otros agentes habrían empezado ya a levantar los cinco cadáveres. Miró el reloj; las fiestas empezaban esa misma noche. Pasaba gente sonriente a su alrededor: una familia con dos niños; un grupo de adolescentes con bolsas del supermercado; una pareja acaramelada. El caso estaba cerrado. Oyó la música, lejana: tres acordes rápidos que se alternaban. Metió las manos en los bolsillos y sintió el tacto glacial de las llaves de casa. Petardos y explosiones pirotécnicas resonaban a lo lejos. Suspiró. Se subió el cuello de la gabardina y aceleró. En la comisaría se estaría mencionando una vez más su nombre, sinónimo de victoria. Volvió a oír la música: los mismos acordes se repetían una y otra vez, eterna, inevitablemente.
Desde el vestíbulo llegaba la luz del salón.
—¡Papá, papá! —oyó gritar nada más cerrar la puerta.
Colgó la gabardina en el perchero y avanzó. En el salón, la niña dormitaba en brazos de su madre.
—¡Papá, papá! —Luis le tiraba de la manga, tratando de atraer su atención. Había un balón a sus pies.
Tras dejar a la niña sobre el sofá, su mujer se levantó. Su rostro denotaba cansancio, hastío.
—Hay que llevar a Clara al dentista —dijo—. La semana que viene no hay colegio...
El comisario trató de avanzar hacia el pasillo.
—¡Papá, papá!
Luis trataba de retenerlo, tirándole de la manga.
—... y yo no puedo más, no puedo más.
—¡Papá, papá!
Esforzándose, el comisario logró abandonar el salón y alcanzar el dormitorio.
Ella le aguarda al otro lado de la calle. Lo mira con sus luminosos ojos verdes, uno más entrecerrado que el otro; la melena castaña, con mechas rubias, se enreda con el viento, cubriéndole y descubriéndole el rostro. Él cruza la calle respondiendo a su ademán, lo que la hace sonreír y volverse para entrar en el edificio blanco, con grandes balaustradas en los balcones.
Están en un gran dormitorio y ella se echa sobre la cama. Lanza al aire los zapatos y, voluptuosamente, se despoja del ceñido vestido blanco.
«Eres tú el que tiene miedo» le dice, con voz sugerente, en susurros.
El comisario, de pie frente a la cama, la mira; observa su gesto seductor con el dedo índice, la sonrisa insinuante que muestra mientras se estira e inclina un poco el cuello.
«Te pierden los pormenores. No son más que elementos de ambientación; no deberías fijarte tanto en ellos. Lo importante es el conjunto; los pequeños detalles sólo sirven para hacerlo más real, más vívido» dice, y con la mano derecha desliza un poco la tela ribeteada de la braga y muestra un fragmento de piel inmaculadamente blanco.
La chica subió a la plataforma. Allí la esperaba un hombre, que le recorrió el cuerpo con las manos. Ella se contoneó y, cerrando los ojos, le ofreció los labios. Después se volvió y movió la cabeza al son de la música atronadora; su melena castaña, con mechas rubias, se revolvió, salvaje, sobre su rostro. Se oyeron gritos en la pista.
El comisario pidió una copa y examinó de lejos a la chica de la plataforma. A continuación caminó hacia ella.
El comisario tomó los prismáticos y la miró. Estudió sus ojos; le parecieron verdes, uno menos abierto que el otro. Desvió la mirada y después, con los ojos desnudos, la orientó hacia el edificio. Reflexionó. La mujer se volvió y quedó de perfil. La enfocó de nuevo y se fijó en su busto; los pechos, que se insinuaban bajo el albornoz, eran pequeños y bien formados.
Se guardó los gemelos y permaneció unos instantes de pie, con las manos en los bolsillos. Jugueteó con las llaves de casa. Miró otra vez a la mujer, que seguía junto a la ventana; desde la distancia sólo pudo apreciar su figura delgada y su cabello enmarañado. Por fin se encaminó al edificio y llamó al timbre. Tardaron unos segundos en abrir.
La chica se apartó y dejó pasar al comisario. Al fondo del vestíbulo apareció, caminando deprisa, una mujer mayor, que sonreía.
—Buenas noches, señor comisario —exclamó la mujer, abriendo los brazos—. Hacía tiempo que no le veíamos por aquí. ¿Tal vez anda buscando algo especial?
El comisario se demoró unos instantes en responder. No se había quitado la gabardina.
—Quiero ver a la nueva —dijo al fin, con voz seca, contundente.
—¿A cuál de las nuevas? —respondió la mujer, sin perder la sonrisa—. Han llegado tres chicas durante los últimos días. Son búlgaras. Cariñosas y solícitas. Aún no tienen la suficiente soltura para mantener una conversación, pero usted es un hombre reservado y ellas comprenden todo lo necesario.
—La nueva —repitió el comisario—. Acabo de verla por la ventana, en el segundo piso, en la habitación de la derecha.
—En el segundo piso... —meditó la mujer—... ¡Ah, Irina! Una chica estupenda: la mejor. Seguro que le gustará.
La mujer se dirigió al interfono y dio una orden. El comisario aguardó, aún sin quitarse la gabardina. Una de las chicas le sonrió; él permaneció impasible. Tanteó las llaves de casa, en el bolsillo derecho del pantalón. Otra chica pasó a su lado y lo observó con curiosidad. El comisario bajó la mirada, sacó la mano del bolsillo y cruzó los brazos. Había un reloj en la pared, junto a las escaleras; su tictac resonaba en el silencio. Nerviosamente, volvió a introducir la mano en el bolsillo y se topó con el tacto frío del metal; la retiró de inmediato. La mujer continuaba, impertérrita y sonriente, junto al interfono. La sala permanecía oscura e inhóspita. El tictac restallaba, metálico. Era tarde.
—¡Aquí la tiene! —exclamó al fin la mujer.
Irina se exhibió con una sonrisa tímida y sugerente. Dio una vuelta completa; pestañeó; se acarició la parte superior de los brazos; se quedó al fin mirándole, con los párpados entornados, uno un poco más que el otro. El comisario comprobó que sus ojos eran azules.
—No es ella —dijo.
—¿No le interesa, entonces? —preguntó la mujer. Irina continuaba mirándole sin perder la sonrisa, con sus tímidos ojos azules y sus párpados entrecerrados.
—No... por ahora —concedió el comisario—. Buenas noches.
Salió y se encaminó al bar. Entró, saludó y se dirigió al reservado.
—¿Lo de siempre? —preguntó el camarero.
Apenas unos instantes después, el comisario bebió un trago de whisky y miró hacia el pasillo; el prostíbulo estaba al otro lado de la calle. Volvió la cabeza y bebió un poco más. La sala era angosta, opresiva; un ventanuco, con la pintura ajada y el cristal esmerilado, daba a un patio interior; la luz de la bombilla era fría y escasa; los muebles, oscuros, grasientos y desvencijados. El comisario sacó una cajita del bolsillo de la gabardina. Extendió la droga sobre una servilleta y la aspiró con ayuda de un pequeño trozo de papel. A continuación terminó el whisky de un trago.
La cerradura resonó y las bisagras chirriaron. Una luz azulada y centelleante provenía del salón; se oían rugir motores y voces amenazantes. El comisario dejó la gabardina en el perchero y entró.
—¿Vas a cenar? —preguntó una voz femenina, procedente del sofá.
—No —contestó el comisario y continuó caminando hacia el pasillo.
—Luis quiere que le lleves al fútbol —el comisario se detuvo, pero no se volvió hacia la voz femenina; sólo atisbó las luces centelleantes de la televisión—. Dice que el partido del miércoles es muy importante y que le prometiste...
El comisario gruñó y continuó su camino. Había un balón en el pasillo. Pasó junto a una puerta entornada; oyó las respiraciones acompasadas de los niños. Aceleró y se encerró en el baño. Allí, el sonido de la cisterna ocultó por un momento las afectadas voces violentas que provenían del salón. El comisario respiró hondo e, inclinado sobre el lavabo, dejó correr el agua. Cuando cerró el grifo, las voces volvieron a emerger. El comisario suspiró, cruzó el pasillo y entró en el dormitorio. Sin encender la luz, se desnudó y se metió en la cama. Los números verdes del radio-despertador refulgían en la penumbra. Seguía oyendo la televisión.
El viento mece la melena: la ondea fresca, entremezclándose las hebras rubias con los mechones castaños; se encrespa, se revuelve, cubre su rostro como si la brisa acabara de acrecentarse para juguetear, salaz, con su cabello. La mira desde la otra acera; se recrea en sus ojos verdes, en sus párpados entrecerrados e insinuantes, el izquierdo más entornado que el derecho, que le incitan a cruzar la calle, a estirar los brazos hacia ella, a adelantar la mano hasta fundirse con el tacto tierno y arrebatador de su rostro. Ella se gira, sonríe y termina de guiñar el ojo, conminándole a seguirla, a introducirse con ella en el edificio azul de cornisas blancas. Su vestido es corto y también blanco; el amplio escote insinúa la voluptuosidad de sus senos pequeños pero firmes y bien formados, como los de una lolita que se mostrara en su esplendor, pícara e inocente, con la translúcida tela blanca cubriéndole apenas el torso y la parte superior de los muslos. Camina hacia ella, que se vuelve y gesticula.
«Ven».
La sigue y cruzan juntos la puerta. En el vestíbulo refulge la luz del día, deslumbrante, ubicua. La brisa se vuelve a acrecentar, le levanta la corta falda y deja a la vista los ribetes de la lencería negra, que, ahora se da cuenta, se aprecia, insinuante, bajo la tersa tela blanca del vestido. Ella continúa volviéndose, mostrándose de perfil, guiñándole el ojo.
Él la sigue por el pasillo largo e iluminado por la luz del día, que, cálida y sugerente, procede de todas partes. Pero las armas continúan allí, expuestas en la vitrina en la que debería exhibirse la cristalería de gala, y ella las ignora con el mismo gesto inocente y confianzudo que utiliza para conminarle a seguirla hasta el deslumbrante final del pasillo.
Sonó el teléfono. El comisario se estiró en la cama; no había nadie al otro lado. Una luz tenue y grisácea se entremetía por los orificios de la persiana. Sintió un pinchazo agudo en la cabeza y cerró violentamente los ojos. El teléfono, estridente, continuaba sonando. Estiró la mano y el cenicero cayó al suelo; el golpe explotó y retumbó dentro de su cabeza. El comisario se movió bruscamente y descolgó. Gruñendo, se incorporó para coger el auricular.
—Señor comisario, han encontrado el cuerpo de una mujer —oyó al otro lado—. Por sus rasgos, diría que es búlgara o rumana. Una prostituta, seguramente —la voz, grave, muy masculina, se interrumpió durante unos segundos; luego, volvió a restallar—. Una de esas chicas que traen engañada.
El comisario colgó el teléfono y, gruñendo de nuevo, se levantó. Percibió el silencio de la casa. Se arregló y tomó dos analgésicos. Al poco rato estaba en la calle y, unos segundos después, en la orilla del río, junto al resto de su equipo.
—Venga, le estábamos esperando.
Unos metros más allá, cubierto por una manta gris, se encontraba el cuerpo. En silencio, moviéndose muy despacio, el comisario lo descubrió. El cabello estaba mojado; algunas hebras rubias se enredaban entre los mechones castaños. Varias contusiones destacaban en el rostro, una de ellas muy cerca del ojo derecho. Los pechos, pequeños y redondeados, estaban descubiertos. Bajo ellos, también se veían rastros de golpes.
—No sabemos si la arrojaron al río desnuda o si la corriente le arrancó la ropa. Cuando realicen la autopsia averiguaremos si abusaron de ella.
El comisario se inclinó y le abrió uno de los ojos. Era verde.
—¿Tenía los ojos abiertos o cerrados?
El hombre que le acompañaba dudó.
—¿Los tenía abiertos o cerrados? —insistió el comisario.
—Creo que... abiertos.
—¿Abiertos? —exclamó el comisario—. ¿Y por qué cojones se los habéis cerrado? —estalló a continuación—. ¿Por qué se los habéis cerrado? —repitió, a voz en grito.
—Fue el juez —balbuceó el hombre—. Examinó el cuerpo y debió de cerrarle los ojos.
El comisario se llevó la mano a la frente, aspiró con fuerza y examinó de nuevo el rostro de la mujer. Luego miró a su alrededor y, tras una breve reflexión, volvió a hablar.
—¿Cómo los tenía?
—¿El qué?
—¡Los ojos! ¿Estaban abiertos de par en par? ¿Entreabiertos? ¿Uno más cerrado que el otro? —preguntó, gritando.
—No... no lo sé —balbuceó el hombre—... no me fijé... no creí que fuera importante.
—¡Es importante! —rugió el comisario—. ¡Todo es importante! ¡No se puede rellenar un informe con “no lo sé”!
—Sí señor... la próxima vez...
El comisario echó un último vistazo al cadáver y se alejó hacia el coche. Una vez en su despacho, se recostó en el sillón.
Lo mira desde el sofá. Está tendida, las piernas, cuyo nacimiento se entrevé bajo la sutil tela blanca, estiradas sobre los almohadones también blancos. Sonríe; se encoge y se estira de nuevo; sostiene el rostro insinuante con la mano izquierda, el codo apoyado en el sofá; los ojos verdes brillan a la clara luz de la mañana; el sol recorre su cuerpo, suave y terso, como una fina sábana que lo cubriese para ensalzar su figura.
«¿No tienes miedo?» pregunta él. Desde su sillón, ve la vitrina con las armas. Hay casquillos vacíos desperdigados sobre la mesita de centro.
«¿Por qué habría de tenerlo? Uno es dueño de sus miedos, de sus alegrías y de sus sufrimientos. Nadie puede atemorizarnos, si no queremos.»
Se incorpora y se quita la blusa; sus pechos, pequeños y redondos se adivinan bajo la ribeteada tela del sostén. Se baja lentamente la falda; su sexo queda cubierto tan sólo por un pequeño triángulo de color negro; un antojo oscuro se pierde bajo la tela. Él se levanta, estirando el brazo derecho, acercándose poco a poco para recorrer, con el dedo índice, el antojo: muy despacio, demorándose aún más bajo la tela que lo cubre casi por completo. Es un tatuaje: la silueta de una mujer cuyas piernas emergen de los ribetes negros, o tal vez una voluptuosa sirena de insinuante figura.
«¿No crees que eres tú quien tiene miedo?» dice ella y comienza a masajearle el cuello, los omóplatos, la espalda.
—No la violaron —dijo el forense—. Ya estaba muerta cuando la arrojaron al río. El golpe en la cabeza resultó letal. Debieron de propinárselo con un objeto muy contundente.
—¿Alguna pista sobre su identidad?
—Ni la menor idea. No hemos hallado documentación; ni siquiera una prenda de ropa. Sólo tenemos un indicio: un tatuaje en la región púbica.
El comisario asintió y se dirigió a su despacho. Se armó y dio orden de que le siguieran. No tardaron en llegar al edificio azul de cornisas blancas.
Entraron. El comisario atravesó el portal tras los dos policías.
Se apostaron junto a la puerta número cuatro. Uno de los agentes se apoyó en ella para escuchar. El piso estaba en completo silencio; también el resto del edificio, como si nadie lo habitara.
El comisario hurgó en la cerradura, que no tardó en ceder. Entraron con las pistolas en las manos. Los dos agentes marchaban delante.
El vestíbulo estaba oscuro; tras cerrar la puerta quedaron sumidos en la penumbra. Avanzaron. Sus pasos rompían el silencio. El comisario cerraba el grupo, sosteniendo el arma con las dos manos.
Entraron en el salón. La tarde caía y apenas entraba luz por las ventanas. Esperaron. El comisario ordenó que no utilizaran las linternas.
Ya acostumbrados a la penumbra, examinaron la habitación. Parecía un salón normal: mesa, sillas, sofá, aparador y un mueble para la televisión. El comisario se fijó en él. A la derecha del dvd había una portezuela cerrada. Se agachó, la abrió y, ahora sí, la iluminó con un destello de la linterna. Vio la caja y se la señaló a los agentes.
Continuó con la inspección. Recorrió el pasillo y cruzó una puerta que encontró a la derecha. Se halló en un dormitorio. Había una gran cama de matrimonio con un llamativo cabecero; también una cómoda y un armario empotrado.
Se demoró en esa habitación. En el silencio, resonaban los trabajos de los agentes. También oyó cerrarse las puertas de un coche.
Vaciló. Unos segundos después, agarró con fuerza la pistola y se aproximó a la ventana. Le pareció ver que tres hombres entraban en el portal. Permaneció inmóvil durante unos instantes. Respiró. Se concentró en los sonidos. Los agentes seguían trabajando; sus herramientas repercutían. Escuchó el ruido firme y metálico del ascensor. Caminó hacia la puerta del dormitorio y se detuvo junto a ella. Dudó. Los policías continuaban, impertérritos, con su trabajo. Escuchó el taconeo seco de unas botas de cowboy. Arma en mano, avanzó hasta el pasillo. Oyó el sonido de la caja al abrirse; uno de los agentes lo celebró. El comisario se quedó junto a la puerta que daba acceso al salón. Oyó accionarse la cerradura; la puerta de la vivienda se abrió. Se pegó contra la pared. Los agentes trataron de reaccionar. El sonido firme de las botas llegó hasta el salón. Se escucharon dos disparos.
Hubo un instante de silencio. El comisario aguantó la respiración. Se encendió la luz; su escondite estaba en la penumbra. Oyó el taconeo dirigirse hacia la caja. Se concentró. No escuchó más pasos. Habían cometido un error.
De un salto entró en el salón y disparó cinco balas. Los dos secuaces cayeron al suelo. El comisario avanzó. Vio cuatro cuerpos rodeados de sangre. El capo reculó; sus tacones resonaron en el silencio. Trató de agarrar la pistola, pero el comisario le encañonó. Cerca de él, desperdigadas sobre el suelo, vio varias fotografías de la mujer asesinada.
—Se suicidó —dijo el capo, con voz firme—. Se lanzó bajo el coche y del golpe fue a parar al río.
El comisario disparó su última bala. El capo se llevó la mano al pecho y se derrumbó. Cayó sobre las fotografías de la mujer de melena castaña, hebras rubias y ojos verdes.
En la calle hacía frío. Las ráfagas de viento alzaban los deshechos diseminados sobre la acera. El comisario caminó para alejarse del edificio azul de cornisas blancas. Tres cuartos de hora después estaba en su barrio.
Era una noche oscura, sin luna. Le pareció oír, lejano, el estallido de los fuegos artificiales. Otros agentes habrían empezado ya a levantar los cinco cadáveres. Miró el reloj; las fiestas empezaban esa misma noche. Pasaba gente sonriente a su alrededor: una familia con dos niños; un grupo de adolescentes con bolsas del supermercado; una pareja acaramelada. El caso estaba cerrado. Oyó la música, lejana: tres acordes rápidos que se alternaban. Metió las manos en los bolsillos y sintió el tacto glacial de las llaves de casa. Petardos y explosiones pirotécnicas resonaban a lo lejos. Suspiró. Se subió el cuello de la gabardina y aceleró. En la comisaría se estaría mencionando una vez más su nombre, sinónimo de victoria. Volvió a oír la música: los mismos acordes se repetían una y otra vez, eterna, inevitablemente.
Desde el vestíbulo llegaba la luz del salón.
—¡Papá, papá! —oyó gritar nada más cerrar la puerta.
Colgó la gabardina en el perchero y avanzó. En el salón, la niña dormitaba en brazos de su madre.
—¡Papá, papá! —Luis le tiraba de la manga, tratando de atraer su atención. Había un balón a sus pies.
Tras dejar a la niña sobre el sofá, su mujer se levantó. Su rostro denotaba cansancio, hastío.
—Hay que llevar a Clara al dentista —dijo—. La semana que viene no hay colegio...
El comisario trató de avanzar hacia el pasillo.
—¡Papá, papá!
Luis trataba de retenerlo, tirándole de la manga.
—... y yo no puedo más, no puedo más.
—¡Papá, papá!
Esforzándose, el comisario logró abandonar el salón y alcanzar el dormitorio.
Ella le aguarda al otro lado de la calle. Lo mira con sus luminosos ojos verdes, uno más entrecerrado que el otro; la melena castaña, con mechas rubias, se enreda con el viento, cubriéndole y descubriéndole el rostro. Él cruza la calle respondiendo a su ademán, lo que la hace sonreír y volverse para entrar en el edificio blanco, con grandes balaustradas en los balcones.
Están en un gran dormitorio y ella se echa sobre la cama. Lanza al aire los zapatos y, voluptuosamente, se despoja del ceñido vestido blanco.
«Eres tú el que tiene miedo» le dice, con voz sugerente, en susurros.
El comisario, de pie frente a la cama, la mira; observa su gesto seductor con el dedo índice, la sonrisa insinuante que muestra mientras se estira e inclina un poco el cuello.
«Te pierden los pormenores. No son más que elementos de ambientación; no deberías fijarte tanto en ellos. Lo importante es el conjunto; los pequeños detalles sólo sirven para hacerlo más real, más vívido» dice, y con la mano derecha desliza un poco la tela ribeteada de la braga y muestra un fragmento de piel inmaculadamente blanco.
La chica subió a la plataforma. Allí la esperaba un hombre, que le recorrió el cuerpo con las manos. Ella se contoneó y, cerrando los ojos, le ofreció los labios. Después se volvió y movió la cabeza al son de la música atronadora; su melena castaña, con mechas rubias, se revolvió, salvaje, sobre su rostro. Se oyeron gritos en la pista.
El comisario pidió una copa y examinó de lejos a la chica de la plataforma. A continuación caminó hacia ella.