CRI: Reencuentro - Meiko (Finalista Jurado)
Publicado: 09 Oct 2011 16:57
Reencuentro
Ha pasado mucho tiempo desde la última vez tuve noticias tuyas. Ya no creía que podría hablarte de nuevo, descargar lo que aún guarda el pecho. ¿Recuerdas la cadencia de nuestros pasos cuando hollaban plazas y mentideros? Era cuando sólo el instante presente contaba, cuando ignorábamos que estábamos fabricando recuerdos. Aún me queda en la memoria el perfil de la sierra desdibujado tras el campanario del pueblo, el fresco olor de romero y el obcecado nudo en el estómago cuando sentía tu aliento.
Todo empezó aquel día, creo que ya era invierno. Estaba oscureciendo pese a la hora temprana, aunque no notaba el frío ni el relente de la naciente luna. Tan abstraída estaba. El agua de la fuente corría en un frágil hilo, despacio, mientras se llenaba la vasija. Pocas nubes de lluvia habían traído los vientos otoñales aquel año. Nos vimos y nos hablamos, no recuerdo el motivo de aquella conversación primera. Tampoco las palabras, poca importancia tenían. Fue sólo un comienzo, un encuentro como otro cualquiera, casual y monótono, que dio lugar a otros tantos.
Durante años crecimos juntos, fuimos amigos. Claro, que en según qué ocasiones podíamos parecer sólo conocidos a causa del santo mandamiento de guardar las apariencias. Sobre todo después de aquella noche de San Juan en la que fuiste a saltar la hoguera con el Algarrobo, y dicen que acabasteis saltando la tapia del Gallo y robándole dos pollos. Y así salió luego aquello de cuando fuiste monaguillo y el párroco tenía que esconder las dádivas y el vino. O unos meses después, cuando decían los rumores que llevaste a la Jabata a la pradera, y que volvió con el pelo revuelto y el vestido verdeado de hierba. No voy a preguntarte lo que hay de cierto, ¡ha pasado tanto tiempo! Y es que en nuestra villa uno criaba fama más deprisa que gallinas o terneros, y crecía ésta con más fuerza que los espárragos trigueros. Mas todo eso no nos influyó. Fuera cual fuera el viento que soplara siempre nos hallaba con los ánimos unidos y las manos entrelazadas.
Así transcurrían los años de nuestra juventud primera, aquella que nunca retorna, aquella que al evocarla nos transforma casi en poetas. Ellos nos observaban siempre. ¿Recuerdas sus ojos fríos, los reproches mudos que colgaban del filo de sus pestañas? Y el odio. Sembraron campos enteros para nosotros, para que tu casa y la mía siempre tuvieran entre ellas muros de piedras hostiles con escabrosas aristas. Pero tras los días de desdichas y disimulos venían siempre las noches con los brazos abiertos, el corazón henchido y las redentoras lágrimas. Sí, me refiero a aquellas noches oscuras en las que bajaba por el balcón, con la falda recogida, hasta la vera del río; cuando tú me contabas cuentos y yo engarzaba la madrugada con versos. Debió ser por aquel entonces cuando nos miramos de otro modo y nos volvimos a descubrir, ¿lo recuerdas? Y cuando no nos amparaba la sombra porque la ocasión no era lícita –ya sabes, cuando el tío Perico hacía ronda por la verja verde, o mis hermanos se quedaban al sereno junto a la huerta-, entonces aún quedaba la gloriosa mañana, los paseos al amanecer por la orilla del pantano cuando el pueblo aún no había despertado. Aquellas auroras eran sólo nuestras, cuando el sol empezaba a asomarse y se reflejaba risueño en el agua engastando en el valle perlas de pura luz. Después volvíamos a casa, siempre por caminos diferentes, antes de que notaran la ausencia.
Y así estaban las cosas cuando llegó aquel verano del año de Nuestro Señor mil novecientos cincuenta y siete. Yo lloraba una noche la pena de ocultarnos, de no poder, como los pájaros, alzar el vuelo sobre los campos. Había que aclararlo todo, conseguir su aprobación, ser felices. Claro, dijiste, se acabaron las sombras y los amaneceres furtivos, las miradas a escondidas, las mentiras compartidas y el crujir de los balcones, tantas veces descendidos y escalados.
La tarde de la romería del Santo llegaste para hablar con mi padre hacia las cuatro. Me había costado mucho convencerle para que te recibiera en casa, pero para mí era muy importante su aprobación. Sus reservas debían ser aún por aquella vieja rencilla de la bisabuela Antonia con tu tío abuelo el Perulero por la linde de la finca de cerezos, aquel año en que el rey se casó con la inglesa. O a lo mejor por aquello que contaban de que frecuentabas la taberna del Moreno, y que eras medio tahúr medio buhonero, sin un oficio serio. Yo no sabía si era del todo verdad, ya sabes del gusto por la exageración de nuestra tierra natal, pero poco me importaba entonces. Pensaba que, en todo caso, sería una fase transitoria. A mi padre sí le importaba, que te pidió por condición una casa cuidada y un sueldo, que poco valía, dejada como estaba, la granja de tu abuelo. Te dijo que también podrías reconducirla, explotarla de nuevo.
Aquella noche bajé a la ribera con el corazón en un puño. Fue cuando me contaste la historia de la vanidad de la luna, y la de la pequeña estrella que sentías tuya. Fue cuando disfrazaste lo temporal de eterno, cuando creía que nada habría más allá de tu enredado cabello. ¿Recuerdas las promesas compartidas, la emoción del pecho? Hasta el murmullo de las hojas parecía cómplice nuestro. Tú juraste, yo también. Debiendo ser un momento dulce, nos amargó los labios. Acaso ya sabíamos entonces que nos mentíamos, acaso veíamos el fracaso tras las palabras de ánimo. No digo que no nos quisiéramos, del sentimiento nunca he dudado, pero a veces las preferencias cambian y trastocan los afectos.
Así ocurrió con tu prioridad, que pasó a ser la hija del boticario, Marisa la Aldeana. Su padre no pedía nada para casarla, sino que por el contrario cuanto podía daba. Acaso ya ni lo esperaba, no sé si por el tamaño de su silueta, y la imaginaba siempre mocita y sola. La botica no marchaba nada mal, y a ti sólo te quedaba la pequeña cabaña junto al pinar, ésa que se caía de vieja. Fue entonces cuando se supo que la granja se la habías malvendido al Moreno, o quién sabe, se rumoreaba en el mercado de abastos que igual la perdiste en el juego.
Seguías viniendo a mi balcón, aunque yo cerraba los postigos. Pese a todo acabé abriendo una noche, me venció mi curiosidad innata. Quería saber qué podías decirme. Preguntaste si mantendría mi promesa de esperarte hasta que pudieras hacerte cargo de una casa. ¿Cómo podría estando la Aldeana en medio? ¿Qué había de tu promesa de trabajar honradamente? Tú decías que ella no importaba, que no la amabas. Que era tu medio y tu forma de obtener caudal. Sí, te casarías con ella, ¡no había otro remedio! Bien sabía yo que mi padre no cedería de buen grado, y que tú no valías para el trabajo que había en el pueblo. Pero mira, decías, andando el tiempo te pondré una casita blanca y hermosa en la dehesa, con árboles frutales y hasta un pequeño huerto. Que pagarías todos los gastos, y que allí subirías cada día por el sendero, dejando para la Aldeana, a cambio del uso de su dinero, el derecho a compartir noches y lecho, ¡pero sólo por cumplimiento! Porque el lecho de los amantes, el de los enamorados, el auténtico, ése sólo estaría en la casita blanca, enmarcado por mis sábanas y trenzado por mi pelo.
Pudiste haberme pedido que me escapara contigo, que nos casáramos sin la bendición paterna, y hubiera accedido sin pestañear. Hubiera bajado en ese mismo momento con lo puesto aunque más tarde lamentara la premura de la decisión y mis hermanos me hubieran llevado a casa de los cabellos. Pero aquella era la propuesta más ilógica que había oído. Aun así, siempre se te dio bien la oratoria y, por un instante, venciste mi recelo. No sé por qué en un momento dado acepté la insensata oferta. ¿De verdad pensabas que funcionaría? En cuanto a mí, ¿sabía ya entonces que te mentía? ¿Lo dije acaso en ese momento creyéndolo? Ya ni lo sé ni lo recuerdo. Pero lo que aquella noche pareció quedar así arreglado se tradujo a los pocos días en mi marcha a Madrid, sin despedida ni aviso alguno. Yo no quise ir a servir, como la hija del Marcelo, así que fui a vivir a casa de la tía Lucía, la que tenía un colmado cerca del centro, y allí empecé a trabajar ese mismo verano. Mi padre estuvo de acuerdo.
Me he reprochado muchas veces no haberme despedido de ti, no haberte dicho nada, mas nunca creí que aquella separación fuera definitiva. También he lamentado no haberte propuesto yo el paso por la vicaría sin el consentimiento familiar, y por tanto sin capital, aunque sólo fuera por saber qué hubieras respondido y si hubieras aceptado aquello de “contigo, pan y cebolla”. Aunque imagino que no. No coincidían en nada nuestros pareceres, acaso era el sino, la fatalidad, igual que el musgo no es enebro ni da naranjas el peral. Por otra parte, me pudo el orgullo y por eso no preguntaba nunca a los familiares que venían de allí cómo estabas. No quería que pensaran que te añoraba o que te tenía ni el más mínimo afecto. Aun así, un año después, supe -por la hija del Marcelo- que habías dejado a la Aldeana con la boda anunciada y te habías marchado del pueblo.
Durante muchas semanas renació en mí el recuerdo con más fuerza, y yo sola me inventé una historia en la que tú, acaso, habrías venido a Madrid a buscarme, con el alma desamparada y el corazón aún enamorado. Aunque sabía que no podía ser así, y que el tiempo transcurrido hablaba y hasta clamaba bien alto lo absurdo de mi simulada historia. Yo misma no albergaba ya aquella devoción por ti, aunque siempre te he recordado con cariño. Pero pese a eso jugaba a buscarte e inventarte en cada calle, tras cada esquina, y tan febril imaginación tenía que hasta me pareció verte de azul vestido y subido a un tranvía. ¿O eras tú de verdad? Ahora no puedo evitar sonreír al recordar la ansiedad de mi alma entonces.
Nunca te guardé rencor, ni siquiera cuando sólo pasaban días de lo ocurrido. Solía preguntarme si tú también me habrías perdonado a mí, si me recordarías sin resentimiento. Imaginaba conversaciones ficticias que se desarrollaban siempre durante un nuevo encuentro casual, cruzando la calle o yendo a trabajar. Componía en mi mente las palabras que diríamos, las explicaciones que nos daríamos. Aunque nunca sucedió nada parecido. Y, andando el tiempo, seguí con mi vida y fui feliz. No te olvidé, pero te relegué a ese rincón de la memoria que no por estar escondido, o por ser menos frecuentado, deja de ser querido, entrañable y venerado.
¿Recuerdas cuando, aún siendo casi unos niños, saltábamos las tapias para despojar ciruelos? Y luego, algo más mayores, vinieron los bailes en la plaza, y las romerías desde el valle hasta el cerro del monasterio. Más tarde empezaron a llover castigos y prohibiciones, y comenzó el incesante tránsito nocturno por verjas y balcones. No, no hay nada que debamos explicarnos, no hay lugar para el recelo. Contigo lo del primer amor es poco, circunstancial y hasta pequeño. Contigo fue todo: la juventud, las risas, la comprensión, los juegos. No había para mí más mundo que el nuestro.
Hasta hace un par de días, sin embargo, nada había vuelto a saber de ti. Sigo teniendo amistad con Carmen, la hija del Marcelo, y por ella supe que estabas en el pueblo, que te habían traído tus hijos. Tal vez querían saber cómo era tu lugar de nacimiento, o acaso cumplían una petición tuya porque, en el fondo, todo este tiempo pasado te habrá llamado la tierra. A ella se lo contó por teléfono la Aldeana, que se casó –pese a lo que todos pensaban- con el Gallo, el de los pollos; tuvo hijos, y ahora tiene muchos nietos, no sé si lo sabías. Así supe que estabas aquí, y ya ves que corriendo he venido a verte, o al menos todo lo deprisa que he podido. Espero que hayas sido feliz todo este tiempo, para qué entrar en detalles, no quiero saberlos. Yo sólo quiero saber, si es que acaso aún puedo, si he sido yo para ti un poco de lo que tú has sido. Si he estado en tu mente como tú prendido de la mía, aunque sea sólo como un alfiler pequeño rodeado de otros muchos más grandes, más coloridos y refulgentes.
Quizás ya es tarde para buscar respuestas, ¿acaso escuchas? No sé si puedes oírme, si me sientes al otro lado de esta piedra helada. Ya sólo hay silencio. Sólo silba el viento y susurra débil la tierra que rodea tu cuerpo. ¿De qué sirven ahora, ahora que ya no hay nada, todas las remembranzas difusas de las épocas pasadas? Acaso esta reminiscencia es el tributo que te rinde mi alma desde esta vejez que tantas veces anhelamos compartir, y acaso sólo es el lodazal en el que vuelvo a inventar y a imaginar lo ocurrido por amor a mi propio pasado, a mi juventud perdida, y no al auténtico tú, ése que entonces eras y sentías, y que ya sólo yaces por siempre dormido.
Ha pasado mucho tiempo desde la última vez tuve noticias tuyas. Ya no creía que podría hablarte de nuevo, descargar lo que aún guarda el pecho. ¿Recuerdas la cadencia de nuestros pasos cuando hollaban plazas y mentideros? Era cuando sólo el instante presente contaba, cuando ignorábamos que estábamos fabricando recuerdos. Aún me queda en la memoria el perfil de la sierra desdibujado tras el campanario del pueblo, el fresco olor de romero y el obcecado nudo en el estómago cuando sentía tu aliento.
Todo empezó aquel día, creo que ya era invierno. Estaba oscureciendo pese a la hora temprana, aunque no notaba el frío ni el relente de la naciente luna. Tan abstraída estaba. El agua de la fuente corría en un frágil hilo, despacio, mientras se llenaba la vasija. Pocas nubes de lluvia habían traído los vientos otoñales aquel año. Nos vimos y nos hablamos, no recuerdo el motivo de aquella conversación primera. Tampoco las palabras, poca importancia tenían. Fue sólo un comienzo, un encuentro como otro cualquiera, casual y monótono, que dio lugar a otros tantos.
Durante años crecimos juntos, fuimos amigos. Claro, que en según qué ocasiones podíamos parecer sólo conocidos a causa del santo mandamiento de guardar las apariencias. Sobre todo después de aquella noche de San Juan en la que fuiste a saltar la hoguera con el Algarrobo, y dicen que acabasteis saltando la tapia del Gallo y robándole dos pollos. Y así salió luego aquello de cuando fuiste monaguillo y el párroco tenía que esconder las dádivas y el vino. O unos meses después, cuando decían los rumores que llevaste a la Jabata a la pradera, y que volvió con el pelo revuelto y el vestido verdeado de hierba. No voy a preguntarte lo que hay de cierto, ¡ha pasado tanto tiempo! Y es que en nuestra villa uno criaba fama más deprisa que gallinas o terneros, y crecía ésta con más fuerza que los espárragos trigueros. Mas todo eso no nos influyó. Fuera cual fuera el viento que soplara siempre nos hallaba con los ánimos unidos y las manos entrelazadas.
Así transcurrían los años de nuestra juventud primera, aquella que nunca retorna, aquella que al evocarla nos transforma casi en poetas. Ellos nos observaban siempre. ¿Recuerdas sus ojos fríos, los reproches mudos que colgaban del filo de sus pestañas? Y el odio. Sembraron campos enteros para nosotros, para que tu casa y la mía siempre tuvieran entre ellas muros de piedras hostiles con escabrosas aristas. Pero tras los días de desdichas y disimulos venían siempre las noches con los brazos abiertos, el corazón henchido y las redentoras lágrimas. Sí, me refiero a aquellas noches oscuras en las que bajaba por el balcón, con la falda recogida, hasta la vera del río; cuando tú me contabas cuentos y yo engarzaba la madrugada con versos. Debió ser por aquel entonces cuando nos miramos de otro modo y nos volvimos a descubrir, ¿lo recuerdas? Y cuando no nos amparaba la sombra porque la ocasión no era lícita –ya sabes, cuando el tío Perico hacía ronda por la verja verde, o mis hermanos se quedaban al sereno junto a la huerta-, entonces aún quedaba la gloriosa mañana, los paseos al amanecer por la orilla del pantano cuando el pueblo aún no había despertado. Aquellas auroras eran sólo nuestras, cuando el sol empezaba a asomarse y se reflejaba risueño en el agua engastando en el valle perlas de pura luz. Después volvíamos a casa, siempre por caminos diferentes, antes de que notaran la ausencia.
Y así estaban las cosas cuando llegó aquel verano del año de Nuestro Señor mil novecientos cincuenta y siete. Yo lloraba una noche la pena de ocultarnos, de no poder, como los pájaros, alzar el vuelo sobre los campos. Había que aclararlo todo, conseguir su aprobación, ser felices. Claro, dijiste, se acabaron las sombras y los amaneceres furtivos, las miradas a escondidas, las mentiras compartidas y el crujir de los balcones, tantas veces descendidos y escalados.
La tarde de la romería del Santo llegaste para hablar con mi padre hacia las cuatro. Me había costado mucho convencerle para que te recibiera en casa, pero para mí era muy importante su aprobación. Sus reservas debían ser aún por aquella vieja rencilla de la bisabuela Antonia con tu tío abuelo el Perulero por la linde de la finca de cerezos, aquel año en que el rey se casó con la inglesa. O a lo mejor por aquello que contaban de que frecuentabas la taberna del Moreno, y que eras medio tahúr medio buhonero, sin un oficio serio. Yo no sabía si era del todo verdad, ya sabes del gusto por la exageración de nuestra tierra natal, pero poco me importaba entonces. Pensaba que, en todo caso, sería una fase transitoria. A mi padre sí le importaba, que te pidió por condición una casa cuidada y un sueldo, que poco valía, dejada como estaba, la granja de tu abuelo. Te dijo que también podrías reconducirla, explotarla de nuevo.
Aquella noche bajé a la ribera con el corazón en un puño. Fue cuando me contaste la historia de la vanidad de la luna, y la de la pequeña estrella que sentías tuya. Fue cuando disfrazaste lo temporal de eterno, cuando creía que nada habría más allá de tu enredado cabello. ¿Recuerdas las promesas compartidas, la emoción del pecho? Hasta el murmullo de las hojas parecía cómplice nuestro. Tú juraste, yo también. Debiendo ser un momento dulce, nos amargó los labios. Acaso ya sabíamos entonces que nos mentíamos, acaso veíamos el fracaso tras las palabras de ánimo. No digo que no nos quisiéramos, del sentimiento nunca he dudado, pero a veces las preferencias cambian y trastocan los afectos.
Así ocurrió con tu prioridad, que pasó a ser la hija del boticario, Marisa la Aldeana. Su padre no pedía nada para casarla, sino que por el contrario cuanto podía daba. Acaso ya ni lo esperaba, no sé si por el tamaño de su silueta, y la imaginaba siempre mocita y sola. La botica no marchaba nada mal, y a ti sólo te quedaba la pequeña cabaña junto al pinar, ésa que se caía de vieja. Fue entonces cuando se supo que la granja se la habías malvendido al Moreno, o quién sabe, se rumoreaba en el mercado de abastos que igual la perdiste en el juego.
Seguías viniendo a mi balcón, aunque yo cerraba los postigos. Pese a todo acabé abriendo una noche, me venció mi curiosidad innata. Quería saber qué podías decirme. Preguntaste si mantendría mi promesa de esperarte hasta que pudieras hacerte cargo de una casa. ¿Cómo podría estando la Aldeana en medio? ¿Qué había de tu promesa de trabajar honradamente? Tú decías que ella no importaba, que no la amabas. Que era tu medio y tu forma de obtener caudal. Sí, te casarías con ella, ¡no había otro remedio! Bien sabía yo que mi padre no cedería de buen grado, y que tú no valías para el trabajo que había en el pueblo. Pero mira, decías, andando el tiempo te pondré una casita blanca y hermosa en la dehesa, con árboles frutales y hasta un pequeño huerto. Que pagarías todos los gastos, y que allí subirías cada día por el sendero, dejando para la Aldeana, a cambio del uso de su dinero, el derecho a compartir noches y lecho, ¡pero sólo por cumplimiento! Porque el lecho de los amantes, el de los enamorados, el auténtico, ése sólo estaría en la casita blanca, enmarcado por mis sábanas y trenzado por mi pelo.
Pudiste haberme pedido que me escapara contigo, que nos casáramos sin la bendición paterna, y hubiera accedido sin pestañear. Hubiera bajado en ese mismo momento con lo puesto aunque más tarde lamentara la premura de la decisión y mis hermanos me hubieran llevado a casa de los cabellos. Pero aquella era la propuesta más ilógica que había oído. Aun así, siempre se te dio bien la oratoria y, por un instante, venciste mi recelo. No sé por qué en un momento dado acepté la insensata oferta. ¿De verdad pensabas que funcionaría? En cuanto a mí, ¿sabía ya entonces que te mentía? ¿Lo dije acaso en ese momento creyéndolo? Ya ni lo sé ni lo recuerdo. Pero lo que aquella noche pareció quedar así arreglado se tradujo a los pocos días en mi marcha a Madrid, sin despedida ni aviso alguno. Yo no quise ir a servir, como la hija del Marcelo, así que fui a vivir a casa de la tía Lucía, la que tenía un colmado cerca del centro, y allí empecé a trabajar ese mismo verano. Mi padre estuvo de acuerdo.
Me he reprochado muchas veces no haberme despedido de ti, no haberte dicho nada, mas nunca creí que aquella separación fuera definitiva. También he lamentado no haberte propuesto yo el paso por la vicaría sin el consentimiento familiar, y por tanto sin capital, aunque sólo fuera por saber qué hubieras respondido y si hubieras aceptado aquello de “contigo, pan y cebolla”. Aunque imagino que no. No coincidían en nada nuestros pareceres, acaso era el sino, la fatalidad, igual que el musgo no es enebro ni da naranjas el peral. Por otra parte, me pudo el orgullo y por eso no preguntaba nunca a los familiares que venían de allí cómo estabas. No quería que pensaran que te añoraba o que te tenía ni el más mínimo afecto. Aun así, un año después, supe -por la hija del Marcelo- que habías dejado a la Aldeana con la boda anunciada y te habías marchado del pueblo.
Durante muchas semanas renació en mí el recuerdo con más fuerza, y yo sola me inventé una historia en la que tú, acaso, habrías venido a Madrid a buscarme, con el alma desamparada y el corazón aún enamorado. Aunque sabía que no podía ser así, y que el tiempo transcurrido hablaba y hasta clamaba bien alto lo absurdo de mi simulada historia. Yo misma no albergaba ya aquella devoción por ti, aunque siempre te he recordado con cariño. Pero pese a eso jugaba a buscarte e inventarte en cada calle, tras cada esquina, y tan febril imaginación tenía que hasta me pareció verte de azul vestido y subido a un tranvía. ¿O eras tú de verdad? Ahora no puedo evitar sonreír al recordar la ansiedad de mi alma entonces.
Nunca te guardé rencor, ni siquiera cuando sólo pasaban días de lo ocurrido. Solía preguntarme si tú también me habrías perdonado a mí, si me recordarías sin resentimiento. Imaginaba conversaciones ficticias que se desarrollaban siempre durante un nuevo encuentro casual, cruzando la calle o yendo a trabajar. Componía en mi mente las palabras que diríamos, las explicaciones que nos daríamos. Aunque nunca sucedió nada parecido. Y, andando el tiempo, seguí con mi vida y fui feliz. No te olvidé, pero te relegué a ese rincón de la memoria que no por estar escondido, o por ser menos frecuentado, deja de ser querido, entrañable y venerado.
¿Recuerdas cuando, aún siendo casi unos niños, saltábamos las tapias para despojar ciruelos? Y luego, algo más mayores, vinieron los bailes en la plaza, y las romerías desde el valle hasta el cerro del monasterio. Más tarde empezaron a llover castigos y prohibiciones, y comenzó el incesante tránsito nocturno por verjas y balcones. No, no hay nada que debamos explicarnos, no hay lugar para el recelo. Contigo lo del primer amor es poco, circunstancial y hasta pequeño. Contigo fue todo: la juventud, las risas, la comprensión, los juegos. No había para mí más mundo que el nuestro.
Hasta hace un par de días, sin embargo, nada había vuelto a saber de ti. Sigo teniendo amistad con Carmen, la hija del Marcelo, y por ella supe que estabas en el pueblo, que te habían traído tus hijos. Tal vez querían saber cómo era tu lugar de nacimiento, o acaso cumplían una petición tuya porque, en el fondo, todo este tiempo pasado te habrá llamado la tierra. A ella se lo contó por teléfono la Aldeana, que se casó –pese a lo que todos pensaban- con el Gallo, el de los pollos; tuvo hijos, y ahora tiene muchos nietos, no sé si lo sabías. Así supe que estabas aquí, y ya ves que corriendo he venido a verte, o al menos todo lo deprisa que he podido. Espero que hayas sido feliz todo este tiempo, para qué entrar en detalles, no quiero saberlos. Yo sólo quiero saber, si es que acaso aún puedo, si he sido yo para ti un poco de lo que tú has sido. Si he estado en tu mente como tú prendido de la mía, aunque sea sólo como un alfiler pequeño rodeado de otros muchos más grandes, más coloridos y refulgentes.
Quizás ya es tarde para buscar respuestas, ¿acaso escuchas? No sé si puedes oírme, si me sientes al otro lado de esta piedra helada. Ya sólo hay silencio. Sólo silba el viento y susurra débil la tierra que rodea tu cuerpo. ¿De qué sirven ahora, ahora que ya no hay nada, todas las remembranzas difusas de las épocas pasadas? Acaso esta reminiscencia es el tributo que te rinde mi alma desde esta vejez que tantas veces anhelamos compartir, y acaso sólo es el lodazal en el que vuelvo a inventar y a imaginar lo ocurrido por amor a mi propio pasado, a mi juventud perdida, y no al auténtico tú, ése que entonces eras y sentías, y que ya sólo yaces por siempre dormido.