CRI: Sensaciones ascendentes -Desierto
Publicado: 09 Oct 2011 17:00
Sensaciones Ascendentes
No se lo termina de creer. A pesar de estar viéndola allí mismo, frente a él, en la penumbra que los aísla ligeramente de los que abarrotan el local. A ella no parece que le incomode estar a una distancia mucho más corta de lo que pueda considerarse familiar. No se lo termina de creer, no. Quizá es por eso que retrasa el paso definitivo y se reprime.
Todavía no; todavía no es el momento.
Ella le habla al oído, un poco empujada por el volumen de la música, no está tan alta en realidad, y un poco por esa marea de los bares de última copa que te arrastra desde los brazos y las tripas y las miradas. Ella le habla pero él no puede comprender sus palabras. Toda la fuerza de sus sentidos se concentra en ese perfume poderoso, en ese aroma denso a hembra que le entra por la nariz, por los poros de la piel y por las yemas de sus dedos, que apenas se atreven a acariciar su espalda mientras le habla, refrenándose en el impulso que le grita que la abrace y la acerque hasta él.
A medida que pasan los minutos enredados en aquel abrazo que no llega a ser, los últimos restos de alcohol se disipan de su mente. Se libra así del peso de la lengua y es invadido por una corriente de alegría simple, viva, por esa euforia suave y lenta que queda tras las copas cuando el cielo comienza a clarear. En ese momento vuelve a estar allí donde nunca soñó regresar, en el campo de trigo de una noche de verano, en el pajar del tío Armando o en el tejado del chalet del vecino, vacío de tejas, con los cimientos y las vigas desnudas que todavía no han terminado de levantar; en aquellos paisajes propios de una edad en la que uno se adentraba en los misterios de la vida adulta sin dejar de contemplar el mundo con los ojos dilatados de un niño, en aquellos escenarios de primer beso y de primer cigarro, de canciones entonadas a media voz sobre los acordes rasgados por una guitarra reparada a fuerza de pasión y deseo y poco más.
La había conocido en aquella época de magia y desenfreno, cuando todo sabe mejor y todo está todavía por descubrir. Sus caminos se cruzaron por un breve instante, pero la imagen de ella se le había quedado clavada en la memoria y en el alma, en ese recóndito lugar de la mente que sólo despierta ante determinados olores.
Nunca la había llegado a olvidar. Y ahora volvía a estar frente a él, mucho más presente de lo que hubiera estado nadie jamás. Tan sólo con su mirada y el roce de su aliento sobre su cuello, siente que su piel estalla en una descarga de deseo desmedido, desproporcionado y mágico en su propia agresiva inmensidad.
Vuelve a estar allí en el instante preciso, ése inmediatamente anterior a saborear por primera vez los labios de ella, en ese momento exacto en el que ya adivinaba que esa vez era la vez, que era cierto, que ya no había marcha atrás.
No lo soporta más y se lanza. Entrecierra los ojos para no mostrar el miedo que palpita en su pecho hasta impedirle escuchar el mundo que le rodea y se adelanta apenas unos centímetros, los centímetros justos para romper con toda fachada de cordialidad, que ponen por fin las cartas sobre la mesa. Es el salto al vacío, el paso final que ya exige una respuesta que no se da nunca con palabras.
No hay nada como ese momento, como ese vértigo que recorre la espalda hasta la garganta y las rodillas antes de sentir en la boca su sí o su no. El momento en el que sabes que ya has jugado tus cartas y sueltas el volante para salir volando o para estrellarte contra la pared.
Hubiese sido demasiado cruel por parte del destino que ella no hubiera aceptado después de haberla puesto de nuevo en su camino. Ella abre la boca sólo un poco y su aliento le llena los pulmones con un calor poderoso y antiguo.
No dicen nada más. Se van hasta su casa agarrados de la mano, con naturalidad, como si lo hubieran estado haciendo durante años. Entran en aquel piso diminuto en que ella vive y no dejan ya que nada los distraiga. Ni música, ni bebidas ni adornos innecesarios. Tan sólo se permiten encender una vela para poder contemplar en silencio la maravilla de su piel desvelándose al ritmo de las caricias.
Están allí, él y ella, sin nada que ocultar debajo de la ropa o las tapaderas, pues ambos se habían conocido bien. No es necesario pretender aparentar ser quien no se es en esas circunstancias. Cada lunar, cada arruga, cada rincón más terso y rosado es parte de lo que podían haber imaginado en sueños locos de años atrás.
A cada minuto, a cada beso, él se va sintiendo más sorprendido y confundido por lo que late dentro de si. Se ha encontrado con aquel regalo del destino y ahora no sabe cómo comportarse ante él. En un primer momento había pensado en disfrutar de aquella llama y seguir su camino, pero su coraza de seductor preciso y osado está ahora derritiéndose ante la evidencia de que él no ha tenido nada que hacer, de que sólo esa energía misteriosa que algunos llaman azar ha permitido que se encontrara con ella tantos años después y estén ahora así, enredados y confundidos.
La sienta sobre él y se adentra en ella. Sin prisa, atento a su reacción en cada vibración de sus músculos. Ella reacciona arqueando la espalda y respira profundamente, llenando el cuarto de una niebla de deseo que queda flotando a su alrededor como un vapor mágico. Despacio, acompasa sus movimientos a los de ella con naturalidad, sin llegar a permitir que su cabeza ordene la situación, sin llegar a sentir en ningún momento que tenga que reprimir la propia necesidad de ritmo.
Es una amante generosa y exuberante. Suspira y gime con pasión sobre su oído sin llegar al teatro de esas exageradas que pueden llegar a reprimirte en un ataque de risa.
A medida que ella va dando a entender que se acerca ese momento álgido, la sombra de un miedo antiguo aparece en su mente, el temor a que después de todo aquello al final no sea más que un tanto de lo mismo, pero… de repente, siente cómo la fuerza que ella le comunica apaga sin más su mente y su voluntad. Sin saber por qué con ella sí, se deja llevar hacia dónde le conduce.
No necesita convocar a ningún fantasma etéreo de su imaginación, no requiere de ningún ejercicio de memoria lasciva. Simplemente, aquella marea que corre por la espalda de ella le arrastra consigo por una pendiente que se desborda directamente en la inmensidad de un orgasmo que le recorre de los pies a la cabeza en un temblor agónico en el que, por un momento, todo lo demás deja de existir.
Luego se ve allí, tumbado boca arriba, sorprendido por la propia intensidad de sus sensaciones, por la abrumadora concupiscencia de su respiración y de la presencia que late a su lado con la misma cadencia, con el mismo pulso.
Un calor nuevo y poderoso explota en sus entrañas y sube hasta prender en su pecho, aferrando el corazón con tal fuerza que casi le corta la respiración. Entonces, una lágrima sola de pura vida concentrada asoma a sus ojos y, sin llegar a caer, se disuelve en el aire húmedo que les rodeaba.
Será amor –se dice a sí mismo, demasiado confundido como para reconocerlo de inmediato y demasiado agitado para que pueda ser de otro modo.
Será amor…
No se lo termina de creer. A pesar de estar viéndola allí mismo, frente a él, en la penumbra que los aísla ligeramente de los que abarrotan el local. A ella no parece que le incomode estar a una distancia mucho más corta de lo que pueda considerarse familiar. No se lo termina de creer, no. Quizá es por eso que retrasa el paso definitivo y se reprime.
Todavía no; todavía no es el momento.
Ella le habla al oído, un poco empujada por el volumen de la música, no está tan alta en realidad, y un poco por esa marea de los bares de última copa que te arrastra desde los brazos y las tripas y las miradas. Ella le habla pero él no puede comprender sus palabras. Toda la fuerza de sus sentidos se concentra en ese perfume poderoso, en ese aroma denso a hembra que le entra por la nariz, por los poros de la piel y por las yemas de sus dedos, que apenas se atreven a acariciar su espalda mientras le habla, refrenándose en el impulso que le grita que la abrace y la acerque hasta él.
A medida que pasan los minutos enredados en aquel abrazo que no llega a ser, los últimos restos de alcohol se disipan de su mente. Se libra así del peso de la lengua y es invadido por una corriente de alegría simple, viva, por esa euforia suave y lenta que queda tras las copas cuando el cielo comienza a clarear. En ese momento vuelve a estar allí donde nunca soñó regresar, en el campo de trigo de una noche de verano, en el pajar del tío Armando o en el tejado del chalet del vecino, vacío de tejas, con los cimientos y las vigas desnudas que todavía no han terminado de levantar; en aquellos paisajes propios de una edad en la que uno se adentraba en los misterios de la vida adulta sin dejar de contemplar el mundo con los ojos dilatados de un niño, en aquellos escenarios de primer beso y de primer cigarro, de canciones entonadas a media voz sobre los acordes rasgados por una guitarra reparada a fuerza de pasión y deseo y poco más.
La había conocido en aquella época de magia y desenfreno, cuando todo sabe mejor y todo está todavía por descubrir. Sus caminos se cruzaron por un breve instante, pero la imagen de ella se le había quedado clavada en la memoria y en el alma, en ese recóndito lugar de la mente que sólo despierta ante determinados olores.
Nunca la había llegado a olvidar. Y ahora volvía a estar frente a él, mucho más presente de lo que hubiera estado nadie jamás. Tan sólo con su mirada y el roce de su aliento sobre su cuello, siente que su piel estalla en una descarga de deseo desmedido, desproporcionado y mágico en su propia agresiva inmensidad.
Vuelve a estar allí en el instante preciso, ése inmediatamente anterior a saborear por primera vez los labios de ella, en ese momento exacto en el que ya adivinaba que esa vez era la vez, que era cierto, que ya no había marcha atrás.
No lo soporta más y se lanza. Entrecierra los ojos para no mostrar el miedo que palpita en su pecho hasta impedirle escuchar el mundo que le rodea y se adelanta apenas unos centímetros, los centímetros justos para romper con toda fachada de cordialidad, que ponen por fin las cartas sobre la mesa. Es el salto al vacío, el paso final que ya exige una respuesta que no se da nunca con palabras.
No hay nada como ese momento, como ese vértigo que recorre la espalda hasta la garganta y las rodillas antes de sentir en la boca su sí o su no. El momento en el que sabes que ya has jugado tus cartas y sueltas el volante para salir volando o para estrellarte contra la pared.
Hubiese sido demasiado cruel por parte del destino que ella no hubiera aceptado después de haberla puesto de nuevo en su camino. Ella abre la boca sólo un poco y su aliento le llena los pulmones con un calor poderoso y antiguo.
No dicen nada más. Se van hasta su casa agarrados de la mano, con naturalidad, como si lo hubieran estado haciendo durante años. Entran en aquel piso diminuto en que ella vive y no dejan ya que nada los distraiga. Ni música, ni bebidas ni adornos innecesarios. Tan sólo se permiten encender una vela para poder contemplar en silencio la maravilla de su piel desvelándose al ritmo de las caricias.
Están allí, él y ella, sin nada que ocultar debajo de la ropa o las tapaderas, pues ambos se habían conocido bien. No es necesario pretender aparentar ser quien no se es en esas circunstancias. Cada lunar, cada arruga, cada rincón más terso y rosado es parte de lo que podían haber imaginado en sueños locos de años atrás.
A cada minuto, a cada beso, él se va sintiendo más sorprendido y confundido por lo que late dentro de si. Se ha encontrado con aquel regalo del destino y ahora no sabe cómo comportarse ante él. En un primer momento había pensado en disfrutar de aquella llama y seguir su camino, pero su coraza de seductor preciso y osado está ahora derritiéndose ante la evidencia de que él no ha tenido nada que hacer, de que sólo esa energía misteriosa que algunos llaman azar ha permitido que se encontrara con ella tantos años después y estén ahora así, enredados y confundidos.
La sienta sobre él y se adentra en ella. Sin prisa, atento a su reacción en cada vibración de sus músculos. Ella reacciona arqueando la espalda y respira profundamente, llenando el cuarto de una niebla de deseo que queda flotando a su alrededor como un vapor mágico. Despacio, acompasa sus movimientos a los de ella con naturalidad, sin llegar a permitir que su cabeza ordene la situación, sin llegar a sentir en ningún momento que tenga que reprimir la propia necesidad de ritmo.
Es una amante generosa y exuberante. Suspira y gime con pasión sobre su oído sin llegar al teatro de esas exageradas que pueden llegar a reprimirte en un ataque de risa.
A medida que ella va dando a entender que se acerca ese momento álgido, la sombra de un miedo antiguo aparece en su mente, el temor a que después de todo aquello al final no sea más que un tanto de lo mismo, pero… de repente, siente cómo la fuerza que ella le comunica apaga sin más su mente y su voluntad. Sin saber por qué con ella sí, se deja llevar hacia dónde le conduce.
No necesita convocar a ningún fantasma etéreo de su imaginación, no requiere de ningún ejercicio de memoria lasciva. Simplemente, aquella marea que corre por la espalda de ella le arrastra consigo por una pendiente que se desborda directamente en la inmensidad de un orgasmo que le recorre de los pies a la cabeza en un temblor agónico en el que, por un momento, todo lo demás deja de existir.
Luego se ve allí, tumbado boca arriba, sorprendido por la propia intensidad de sus sensaciones, por la abrumadora concupiscencia de su respiración y de la presencia que late a su lado con la misma cadencia, con el mismo pulso.
Un calor nuevo y poderoso explota en sus entrañas y sube hasta prender en su pecho, aferrando el corazón con tal fuerza que casi le corta la respiración. Entonces, una lágrima sola de pura vida concentrada asoma a sus ojos y, sin llegar a caer, se disuelve en el aire húmedo que les rodeaba.
Será amor –se dice a sí mismo, demasiado confundido como para reconocerlo de inmediato y demasiado agitado para que pueda ser de otro modo.
Será amor…