CPVII: Cristina (3º jurado) - El ultimo
Publicado: 12 Abr 2012 15:42
Cristina
La pasión de Cristina por la fotografía empezó el día en el que, en aquel puesto de feria, su padre le regaló una cámara de fotos de juguete. Cristina tenía entonces unos cinco años y la cámara de fotos era una de ésas de juguete de las que al pulsar un botón salía disparada del fingido objetivo la cara de un payaso para “asustar” a la persona a la cual estaba “fotografiando”. Lógicamente, el primer destinatario de la broma fue su propio padre.
La fotografía nunca fue algo ajeno a Cristina, pues su padre, fotógrafo aficionado, tenía su casa llena de carretes, cámaras, papel de revelado, lentes, cubetas y botellas de extraños líquidos. Su padre utilizaba el pequeño cuarto de baño de casa como cuarto oscuro, donde se metía con todos aquellos aparatos y dentro de la bañera, en pequeñas cubetas rectangulares, mezclaba líquidos para obtener así las copias de los negativos. Cristina, aunque no entendía muy bien todo aquel proceso, sabía perfectamente que hasta que su padre no le diera permiso no se podía pasar. Muchas veces se olvidaba, lo que provocaba la correspondiente bronca.
Su primera cámara de verdad se la regalaron al cumplir los diez años y era de funciones muy limitadas. Unas palancas en el objetivo, que era fijo, permitían elegir entre soleado y nublado y entre paisajes y primeros planos. Todo ello mostrado con sus correspondientes dibujos que cambiaban según la posición de dichas palancas. Y, a partir de ahí, la semilla plantada por aquella primera cámara de fotos de juguete y abonada por el ambiente que había en su casa, fue creciendo hasta hacer que Cristina se convirtiera en fotógrafa profesional. Contar la vida de Cristina es contar la historia de la fotografía desde principios de los 80 hasta ahora.
***
Daniel fue, desde muy pequeño, un niño diferente. No le gustaba hablar con nadie, no salía a jugar a la calle y ni siquiera tenía un amigo. Sus padres, preocupados por su comportamiento lo llevaron a varios psicólogos, pedagogos y logopedas, pero ninguno supo ver nada anormal en su cabeza, a parte de lo extraño de su comportamiento para la edad que tenía. Sus notas en el colegio no eran malas, al contrario, eran bastante buenas. No es que Daniel no hablara, no era eso; Daniel podía hablar perfectamente; lo que pasa es que, normalmente, cuando lo hacía parecía como si sus palabras viniesen de otra parte fuera de su cabeza; palabras que salían por la boca de Daniel sólo cuando era estrictamente necesario y que parecían formadas lejos, muy lejos de donde él se encontraba físicamente.
Todos aquellos test, pruebas y análisis a los que se veía sometido eran completamente inútiles, y eso Daniel lo sabía porque era consciente de lo que le pasaba. De hecho, él mismo había decidido ser así. En una de las innumerables visitas al logopeda, éste, un hombre de pelo canoso que usaba lentes de pinza, le pidió que escogiera un libro de los que tenía en la consulta y leyera un fragmento. Daniel escogió “Las aventuras de Tom Sawyer” y leyó con tal pasión que tanto sus padres como el doctor pudieron sentir en su propia piel las salpicaduras del agua del Mississippi. Pero cuando terminó de leer y le preguntaron que le había parecido la historia, Daniel volvió a ser el de siempre y contestó con ambigüedades y monosílabos.
Donde Daniel era verdaderamente feliz era en su habitación rodeado de todos su libros y tebeos, llenos de aventuras y de personajes magníficos que eran los que le hacían sentir miedo, pasión, alegría y pena. Cuando Daniel leía aquellas historias notaba como se le pelaban las manos al descender por una cuerda con el pirata Sandokán, como se le clavaba la mirada de asesino cuando lo descubría junto a Sherlock Holmes o como la adrenalina recorría su cuerpo al escapar en el último momento de una explosión al lado de Tintín.
La voz de Daniel parecía venir de muy lejos porque él realmente estaba siempre en otro mundo, en ese mundo lleno de personajes magníficos que él conocía tan bien.
***
Una mañana, como casi todas las mañanas, Cristina llevó a Álvaro, su hijo, su única preocupación y alegría, a la guardería y se dirigió a su pequeño estudio de fotografía. La época de las comuniones acababa de terminar y necesitaba relajarse un poco de todo aquel agobio. Malditas comuniones, pensaba, pero es lo que le daba de comer; así que, aunque no le gustara, tenía que pasar por el aro.
Con lo que en realidad disfrutaba era con la fotografía artística. Con esas fotografías que se preparaban a conciencia y en las que había que probar varias veces con la exposición, el tiempo y el ángulo precisos y esperar al momento exacto en el que la luz fuera la óptima para hacer la fotografía y que saliera tal y como ella la había imaginado antes. Y con intención de hacer una de esas fotografías preparó la bolsa con las cámaras, los carretes, trípode, objetivos, filtros… consulto el parte meteorológico en internet: “Soleado” y se dispuso a salir hacia el monte.
Viajó por caminos de montaña hasta que llegó a un lugar que en una ocasión le pareció interesante para fotografiar: un viejo roble, una casa de labranza, un camino,… Observó la escena desde varios ángulos e hizo varias fotografías desde cada uno de ellos utilizando distintos objetivos y filtros y variando ligeramente en cada una la sensibilidad y el tiempo de exposición hasta que terminó el carrete.
Al llegar al estudio, en el cuarto oscuro, se dispuso para revelar. Actualmente, todo el mundo prefiere las cámaras digitales, pero Cristina sabía que, aunque así se obtenían resultados más seguros, el placer de revelar una foto era incomparable al de editarlas en un ordenador. Una vez tuvo el negativo a punto, lo puso en la ampliadora junto con una hoja de papel de fotografía; cuando la impresión estuvo hecha, pasó el papel al líquido revelador. La imagen fue apareciendo lentamente y al ver Cristina lo que estaba apareciendo sobre el papel tuvo que dar un paso hacia atrás. Algo raro pasaba. Lo que aparecía en aquella hoja no era la fotografía que ella había tomado. En ella se podía ver un camino bordeando una casa y un árbol en primer plano, pero no eran ni la casa, ni el árbol ni el camino que ella, un rato antes, había fotografiado.
***
Los padres de un Daniel, ahora ya adolescente, conociendo la afición de su hijo por los libros, intentaron inútilmente que se relacionara con gente de sus mismos gustos. Hay que decir que Daniel lo intentó, de verdad que lo intentó, pero a él no le interesaba hablar de libros, él sólo quería leer y conocer a más y más protagonistas.
A medida que se fue haciendo adulto, su actitud no cambió con la edad. Sus personajes, sus amigos, siguieron dejando su poso en la conciencia de Daniel como el polvo que se acumula en los muebles de una vieja casa abandonada. Su paso por el instituto y por la universidad se limitaron a ir a las clases y hacer los exámenes. Quería terminar con todo aquello lo antes posible y poder aprovechar el tiempo que los estudios le quitaban para enfrascarse en sus libros. Todo aquello no era más que tiempo perdido en algo que no le iba a reportar más que los héroes de aquellas magníficas historias que le aguardaban entre las páginas de sus novelas.
Buscó un trabajo que le supusiera el menor tiempo posible, una casa apartada donde vivir y empezó a añadir a su librería cada libro que podía comprar. Gastaba cada céntimo que podía en libros y si tenía que comer poco o incluso dejar de comer porque el dinero no le llegaba para adquirir un nuevo libro, incluso los que no podía.
En su casa, los libros se amontonaban en todas partes: por las estanterías, por el suelo, en la bañera, en el horno… cualquier rincón que uno pueda imaginarse dentro de una casa, Daniel lo tenía lleno de libros y cuando ya no le quedó espacio para más, cuando tenía tantos libros que era incapaz de encontrar su propia cama y tenía habitaciones tan llenas que era imposible entrar en ellas, Daniel vendió sus viejos muebles y así mató dos pájaros de un tiro: Tener más espacio para libros y algo de dinero para comprarlos. Los propios libros le servían de mesa, de silla o de un precario somier que sostenía un desgastado colchón sobre el que dormía. Al final, acumular libros se convirtió para Daniel en algo vital, en algo que lo dominaba por completo hasta el punto de sentir que nunca tenía los suficientes y de llegar incluso a robarlos.
***
Ana comprobó el negativo. Parecía estar bien, pero ya no estaba segura. Aquella deformidad en la imagen no se debía, al parecer, a un defecto del negativo. Hizo otra copia y el resultado volvió a ser otra imagen distinta de la anterior. Asustada, Cristina dejó el estudio y fue a recoger a Álvaro a la guardería. Quizás sólo fuera el cansancio o el calor, puede que la concentración en la disolución del revelado o la temperatura de los líquidos no fueran las correctas, quien sabe. Necesitaba despejarse.
Llegó a la guardería y preguntó a la profesora por su hijo. La profesora puso cara de no haberla visto en toda su vida. Cristina, aún más asustada, volvió a preguntar por su hijo. Cuando la monitora le contestó que allí no había ningún niño así y que ni siquiera la conocía a ella, empezó a respirar con dificultad y tuvo que apoyarse en la pared para no caerse.
Iría a casa lo más rápido que pudiese, cogería una de las fotos de Álvaro que tenía sobre la mesilla y se la traería a la monitora. Pero cuando llegó no encontró la fotografía; es más, no encontró rastro de su hijo. Ni sus juguetes, ni su cuna, ni su ropa en el armario. Nada. Era como si Álvaro no hubiese existido nunca.
***
El hecho de que Daniel almacenara tantos libros no se debía sólo al mero placer de tenerlos, no estaba obsesionado con los libros en sí, sino con las historias que contenían y, por encima de todo, con sus personajes. Leía cada párrafo, cada palabra. Necesitaba de todos aquellos libros no por el gusto de acumular más y más páginas, sino por lo que éstas contenían.
Y así, con todas aquellas vidas metidas en su cabeza, Daniel no necesitaba a nadie real. En su mente conversaba con aventureros, inventores, descubridores, asesinos o doctores. Y cuando ninguno de aquellos héroes se ajustaba a lo que él quería, entonces se los inventaba. Si necesitaba un amigo con quien reír, se lo imaginaba; si lo que le faltaba era una explicación, inventaba un maestro; y si lo que quería era un amor lo inventaba. Cada uno con todo lujo de detalles: les daba un aspecto físico, un nombre, un hogar, una vida completa.
Y así fue como imaginó a Cristina.
***
Cristina salió corriendo de su casa y se dirigió de nuevo a la guardería. Al llegar su respiración se volvió entrecortada y sonora pues donde debía de estar la guardería no había más que un simple edificio. Sus manos temblaban. Dio varias vueltas por si se había equivocado de calle, aunque sabía perfectamente que no había sido así.
¿Se estaba volviendo loca? Quizás se lo había inventado todo, quizás no tuviera ningún hijo. Pero lo recordaba con tanto detalle que era imposible. Pensó en las fotografías que tenía en el estudio. Quizás pudiera encontrar una explicación a todo aquello. De un volantazo dio media vuelta y se dirigió hacia allí.
De una estantería comenzó a sacar cajas repletas de sobres que contenían cada uno varias fotografías. Los tenía ordenados por fechas. De las más recientes hacia atrás fue buscando una en la que apareciera Álvaro. Sabía que alguna tendría que haber y aun así fue incapaz de encontrar ninguna. Sobre a sobre, caja por caja, fue vaciando la estantería hasta que el suelo estaba sumido en un caos multicolor de imágenes, brillos y reflejos.
Exhausta se dejó caer sobre aquel completo desorden, cogió al azar una de aquellas imágenes y la observó detenidamente intentando recordar cuándo la había hecho, dónde,… le fue imposible. Lo intentó con otra, con otra más y con varias; y en todas obtuvo el mismo resultado. ¿Cómo podía recordar un hijo que no sabía si tenía y no detalles de las fotografías que tenía delante?
Cogió una última fotografía y la observó detenidamente. No sabría decir si era por los nervios, el miedo, el cansancio o la ansiedad, pero aquella fotografía o más bien la imagen que contenía parecía desvanecerse lentamente ante sus ojos, desenfocarse poco a poco hasta desaparecer en una bruma.
***
En la mente de Daniel, Cristina simbolizaba el amor inalcanzable, un amor juvenil no correspondido, un amor platónico al que le daría la mejor vida que nadie se pudiera imaginar. Podría haberse imaginado fácilmente junto a ella, viviendo una vida feliz; pero era consciente de que Cristina sería más alegre sin él, sin un viejo como él. Se la imagino soltera, soltera pero madre ¿qué mayor felicidad para una mujer que un hijo? Le daría un empleo propio con la mezcla exacta de profesión y arte, la fotografía era lo ideal, y un carácter abierto y alegre. Y sería feliz, completamente feliz.
Durante mucho tiempo todo fue perfecto, hasta que los años empezaron a repercutir en la mente de Daniel.
***
Cristina fue al aseo y se hecho agua en la cara y apoyándose con ambas manos en el lavabo alzó la vista y miró su reflejo en el espejo. Se vio a si misma… a sí misma cuando tenía veinticinco años y no con los casi cuarenta con los que contaba ahora. De un puñetazo lleno de frustración rompió el espejo y en cada uno de los mil pedazos que estallaron se podía ver una imagen distinta de ella.
Salió a la calle. Ahora todo le parecía distinto. La gente, los edificios, el cielo… Todo era diferente a como ella recordaba. Intentó volver a casa. No pudo. No recordaba donde estaba. Era como si toda su vida se fuera desvaneciendo lentamente y ella no pudiera hacer nada. No podía hacer nada. Ya ni siquiera podía recordar como había empezado todo, no podía recordar ni como había llegado hasta allí. Su única realidad era el presente, lo que estaba viendo ahora. Pero aquella realidad no era la suya, era como estar en un mundo diferente, que parecía al suyo, pero que no lo era.
***
Empezaron siendo pequeños detalles: No poder recordar donde había dejado algo, tener que releer varias veces una página, salir a la calle sin zapatos,… pero poco a poco se creó en la mente de Daniel una herida imposible de cicatrizar por la que se iban escurriendo sus recuerdos, sus personajes, su vida. En su cabeza se fueron mezclando las historias hasta tal punto que ya no podía distinguir a que mundo pertenecía cada una. Sus personajes fueron desapareciendo, tornándose invisibles a medida que aquella grieta se iba haciendo mayor, hasta que dejaban de existir. Algunos se esfumaron en un instante, otros se fueron desvaneciendo más lentamente.
Al principio fue consciente de lo que le estaba pasando y se esforzaba al máximo intentando que todos aquellos recuerdos se quedasen fijos en su cabeza, pero fue imposible. Y llegó el día en que su mente se convirtió en un lugar vacío, en el que en un heroico esfuerzo logró dedicarle su último pensamiento a Cristina.
***
Cristina se miró las manos. Ella también estaba desapareciendo, al igual que todo lo que la rodeaba. Había algo que la impulsaba a caminar calle arriba, como una fuerza que tiraba de ella y a la que era imposible resistirse. Caminó hasta salir de la ciudad y se encontró en un lugar en el que nunca había estado, frente a una descuidada casa con aspecto de abandonada. Se volvió a mirar las manos, ahora ya podía incluso ver a través de ellas. Se asustó. Quizás en aquella casa estaba la respuesta a todo aquello.
Entró en la casa y cientos, puede que miles de libros la rodearon. Tuvo que tirar varios para poder pasar; y cuando consiguió abrirse camino, al fondo vio algo, a alguien. Era un viejo decrépito con la mirada apagada. Cristina no supo si estaba vivo o muerto. Más que una persona parecía un muñeco, materia vacía. Cristina se quedó mirando a aquel viejo, y más concretamente sus ojos, y en lo más profundo de aquella mirada, pude ver su vida como en una pantalla en la que se iban proyectando diapositivas una tras otra.
Y cuando la última de aquellas diapositivas, en la que se vio ella misma mirando los ojos del viejo, se proyectó, Cristina desapareció definitivamente.
La pasión de Cristina por la fotografía empezó el día en el que, en aquel puesto de feria, su padre le regaló una cámara de fotos de juguete. Cristina tenía entonces unos cinco años y la cámara de fotos era una de ésas de juguete de las que al pulsar un botón salía disparada del fingido objetivo la cara de un payaso para “asustar” a la persona a la cual estaba “fotografiando”. Lógicamente, el primer destinatario de la broma fue su propio padre.
La fotografía nunca fue algo ajeno a Cristina, pues su padre, fotógrafo aficionado, tenía su casa llena de carretes, cámaras, papel de revelado, lentes, cubetas y botellas de extraños líquidos. Su padre utilizaba el pequeño cuarto de baño de casa como cuarto oscuro, donde se metía con todos aquellos aparatos y dentro de la bañera, en pequeñas cubetas rectangulares, mezclaba líquidos para obtener así las copias de los negativos. Cristina, aunque no entendía muy bien todo aquel proceso, sabía perfectamente que hasta que su padre no le diera permiso no se podía pasar. Muchas veces se olvidaba, lo que provocaba la correspondiente bronca.
Su primera cámara de verdad se la regalaron al cumplir los diez años y era de funciones muy limitadas. Unas palancas en el objetivo, que era fijo, permitían elegir entre soleado y nublado y entre paisajes y primeros planos. Todo ello mostrado con sus correspondientes dibujos que cambiaban según la posición de dichas palancas. Y, a partir de ahí, la semilla plantada por aquella primera cámara de fotos de juguete y abonada por el ambiente que había en su casa, fue creciendo hasta hacer que Cristina se convirtiera en fotógrafa profesional. Contar la vida de Cristina es contar la historia de la fotografía desde principios de los 80 hasta ahora.
***
Daniel fue, desde muy pequeño, un niño diferente. No le gustaba hablar con nadie, no salía a jugar a la calle y ni siquiera tenía un amigo. Sus padres, preocupados por su comportamiento lo llevaron a varios psicólogos, pedagogos y logopedas, pero ninguno supo ver nada anormal en su cabeza, a parte de lo extraño de su comportamiento para la edad que tenía. Sus notas en el colegio no eran malas, al contrario, eran bastante buenas. No es que Daniel no hablara, no era eso; Daniel podía hablar perfectamente; lo que pasa es que, normalmente, cuando lo hacía parecía como si sus palabras viniesen de otra parte fuera de su cabeza; palabras que salían por la boca de Daniel sólo cuando era estrictamente necesario y que parecían formadas lejos, muy lejos de donde él se encontraba físicamente.
Todos aquellos test, pruebas y análisis a los que se veía sometido eran completamente inútiles, y eso Daniel lo sabía porque era consciente de lo que le pasaba. De hecho, él mismo había decidido ser así. En una de las innumerables visitas al logopeda, éste, un hombre de pelo canoso que usaba lentes de pinza, le pidió que escogiera un libro de los que tenía en la consulta y leyera un fragmento. Daniel escogió “Las aventuras de Tom Sawyer” y leyó con tal pasión que tanto sus padres como el doctor pudieron sentir en su propia piel las salpicaduras del agua del Mississippi. Pero cuando terminó de leer y le preguntaron que le había parecido la historia, Daniel volvió a ser el de siempre y contestó con ambigüedades y monosílabos.
Donde Daniel era verdaderamente feliz era en su habitación rodeado de todos su libros y tebeos, llenos de aventuras y de personajes magníficos que eran los que le hacían sentir miedo, pasión, alegría y pena. Cuando Daniel leía aquellas historias notaba como se le pelaban las manos al descender por una cuerda con el pirata Sandokán, como se le clavaba la mirada de asesino cuando lo descubría junto a Sherlock Holmes o como la adrenalina recorría su cuerpo al escapar en el último momento de una explosión al lado de Tintín.
La voz de Daniel parecía venir de muy lejos porque él realmente estaba siempre en otro mundo, en ese mundo lleno de personajes magníficos que él conocía tan bien.
***
Una mañana, como casi todas las mañanas, Cristina llevó a Álvaro, su hijo, su única preocupación y alegría, a la guardería y se dirigió a su pequeño estudio de fotografía. La época de las comuniones acababa de terminar y necesitaba relajarse un poco de todo aquel agobio. Malditas comuniones, pensaba, pero es lo que le daba de comer; así que, aunque no le gustara, tenía que pasar por el aro.
Con lo que en realidad disfrutaba era con la fotografía artística. Con esas fotografías que se preparaban a conciencia y en las que había que probar varias veces con la exposición, el tiempo y el ángulo precisos y esperar al momento exacto en el que la luz fuera la óptima para hacer la fotografía y que saliera tal y como ella la había imaginado antes. Y con intención de hacer una de esas fotografías preparó la bolsa con las cámaras, los carretes, trípode, objetivos, filtros… consulto el parte meteorológico en internet: “Soleado” y se dispuso a salir hacia el monte.
Viajó por caminos de montaña hasta que llegó a un lugar que en una ocasión le pareció interesante para fotografiar: un viejo roble, una casa de labranza, un camino,… Observó la escena desde varios ángulos e hizo varias fotografías desde cada uno de ellos utilizando distintos objetivos y filtros y variando ligeramente en cada una la sensibilidad y el tiempo de exposición hasta que terminó el carrete.
Al llegar al estudio, en el cuarto oscuro, se dispuso para revelar. Actualmente, todo el mundo prefiere las cámaras digitales, pero Cristina sabía que, aunque así se obtenían resultados más seguros, el placer de revelar una foto era incomparable al de editarlas en un ordenador. Una vez tuvo el negativo a punto, lo puso en la ampliadora junto con una hoja de papel de fotografía; cuando la impresión estuvo hecha, pasó el papel al líquido revelador. La imagen fue apareciendo lentamente y al ver Cristina lo que estaba apareciendo sobre el papel tuvo que dar un paso hacia atrás. Algo raro pasaba. Lo que aparecía en aquella hoja no era la fotografía que ella había tomado. En ella se podía ver un camino bordeando una casa y un árbol en primer plano, pero no eran ni la casa, ni el árbol ni el camino que ella, un rato antes, había fotografiado.
***
Los padres de un Daniel, ahora ya adolescente, conociendo la afición de su hijo por los libros, intentaron inútilmente que se relacionara con gente de sus mismos gustos. Hay que decir que Daniel lo intentó, de verdad que lo intentó, pero a él no le interesaba hablar de libros, él sólo quería leer y conocer a más y más protagonistas.
A medida que se fue haciendo adulto, su actitud no cambió con la edad. Sus personajes, sus amigos, siguieron dejando su poso en la conciencia de Daniel como el polvo que se acumula en los muebles de una vieja casa abandonada. Su paso por el instituto y por la universidad se limitaron a ir a las clases y hacer los exámenes. Quería terminar con todo aquello lo antes posible y poder aprovechar el tiempo que los estudios le quitaban para enfrascarse en sus libros. Todo aquello no era más que tiempo perdido en algo que no le iba a reportar más que los héroes de aquellas magníficas historias que le aguardaban entre las páginas de sus novelas.
Buscó un trabajo que le supusiera el menor tiempo posible, una casa apartada donde vivir y empezó a añadir a su librería cada libro que podía comprar. Gastaba cada céntimo que podía en libros y si tenía que comer poco o incluso dejar de comer porque el dinero no le llegaba para adquirir un nuevo libro, incluso los que no podía.
En su casa, los libros se amontonaban en todas partes: por las estanterías, por el suelo, en la bañera, en el horno… cualquier rincón que uno pueda imaginarse dentro de una casa, Daniel lo tenía lleno de libros y cuando ya no le quedó espacio para más, cuando tenía tantos libros que era incapaz de encontrar su propia cama y tenía habitaciones tan llenas que era imposible entrar en ellas, Daniel vendió sus viejos muebles y así mató dos pájaros de un tiro: Tener más espacio para libros y algo de dinero para comprarlos. Los propios libros le servían de mesa, de silla o de un precario somier que sostenía un desgastado colchón sobre el que dormía. Al final, acumular libros se convirtió para Daniel en algo vital, en algo que lo dominaba por completo hasta el punto de sentir que nunca tenía los suficientes y de llegar incluso a robarlos.
***
Ana comprobó el negativo. Parecía estar bien, pero ya no estaba segura. Aquella deformidad en la imagen no se debía, al parecer, a un defecto del negativo. Hizo otra copia y el resultado volvió a ser otra imagen distinta de la anterior. Asustada, Cristina dejó el estudio y fue a recoger a Álvaro a la guardería. Quizás sólo fuera el cansancio o el calor, puede que la concentración en la disolución del revelado o la temperatura de los líquidos no fueran las correctas, quien sabe. Necesitaba despejarse.
Llegó a la guardería y preguntó a la profesora por su hijo. La profesora puso cara de no haberla visto en toda su vida. Cristina, aún más asustada, volvió a preguntar por su hijo. Cuando la monitora le contestó que allí no había ningún niño así y que ni siquiera la conocía a ella, empezó a respirar con dificultad y tuvo que apoyarse en la pared para no caerse.
Iría a casa lo más rápido que pudiese, cogería una de las fotos de Álvaro que tenía sobre la mesilla y se la traería a la monitora. Pero cuando llegó no encontró la fotografía; es más, no encontró rastro de su hijo. Ni sus juguetes, ni su cuna, ni su ropa en el armario. Nada. Era como si Álvaro no hubiese existido nunca.
***
El hecho de que Daniel almacenara tantos libros no se debía sólo al mero placer de tenerlos, no estaba obsesionado con los libros en sí, sino con las historias que contenían y, por encima de todo, con sus personajes. Leía cada párrafo, cada palabra. Necesitaba de todos aquellos libros no por el gusto de acumular más y más páginas, sino por lo que éstas contenían.
Y así, con todas aquellas vidas metidas en su cabeza, Daniel no necesitaba a nadie real. En su mente conversaba con aventureros, inventores, descubridores, asesinos o doctores. Y cuando ninguno de aquellos héroes se ajustaba a lo que él quería, entonces se los inventaba. Si necesitaba un amigo con quien reír, se lo imaginaba; si lo que le faltaba era una explicación, inventaba un maestro; y si lo que quería era un amor lo inventaba. Cada uno con todo lujo de detalles: les daba un aspecto físico, un nombre, un hogar, una vida completa.
Y así fue como imaginó a Cristina.
***
Cristina salió corriendo de su casa y se dirigió de nuevo a la guardería. Al llegar su respiración se volvió entrecortada y sonora pues donde debía de estar la guardería no había más que un simple edificio. Sus manos temblaban. Dio varias vueltas por si se había equivocado de calle, aunque sabía perfectamente que no había sido así.
¿Se estaba volviendo loca? Quizás se lo había inventado todo, quizás no tuviera ningún hijo. Pero lo recordaba con tanto detalle que era imposible. Pensó en las fotografías que tenía en el estudio. Quizás pudiera encontrar una explicación a todo aquello. De un volantazo dio media vuelta y se dirigió hacia allí.
De una estantería comenzó a sacar cajas repletas de sobres que contenían cada uno varias fotografías. Los tenía ordenados por fechas. De las más recientes hacia atrás fue buscando una en la que apareciera Álvaro. Sabía que alguna tendría que haber y aun así fue incapaz de encontrar ninguna. Sobre a sobre, caja por caja, fue vaciando la estantería hasta que el suelo estaba sumido en un caos multicolor de imágenes, brillos y reflejos.
Exhausta se dejó caer sobre aquel completo desorden, cogió al azar una de aquellas imágenes y la observó detenidamente intentando recordar cuándo la había hecho, dónde,… le fue imposible. Lo intentó con otra, con otra más y con varias; y en todas obtuvo el mismo resultado. ¿Cómo podía recordar un hijo que no sabía si tenía y no detalles de las fotografías que tenía delante?
Cogió una última fotografía y la observó detenidamente. No sabría decir si era por los nervios, el miedo, el cansancio o la ansiedad, pero aquella fotografía o más bien la imagen que contenía parecía desvanecerse lentamente ante sus ojos, desenfocarse poco a poco hasta desaparecer en una bruma.
***
En la mente de Daniel, Cristina simbolizaba el amor inalcanzable, un amor juvenil no correspondido, un amor platónico al que le daría la mejor vida que nadie se pudiera imaginar. Podría haberse imaginado fácilmente junto a ella, viviendo una vida feliz; pero era consciente de que Cristina sería más alegre sin él, sin un viejo como él. Se la imagino soltera, soltera pero madre ¿qué mayor felicidad para una mujer que un hijo? Le daría un empleo propio con la mezcla exacta de profesión y arte, la fotografía era lo ideal, y un carácter abierto y alegre. Y sería feliz, completamente feliz.
Durante mucho tiempo todo fue perfecto, hasta que los años empezaron a repercutir en la mente de Daniel.
***
Cristina fue al aseo y se hecho agua en la cara y apoyándose con ambas manos en el lavabo alzó la vista y miró su reflejo en el espejo. Se vio a si misma… a sí misma cuando tenía veinticinco años y no con los casi cuarenta con los que contaba ahora. De un puñetazo lleno de frustración rompió el espejo y en cada uno de los mil pedazos que estallaron se podía ver una imagen distinta de ella.
Salió a la calle. Ahora todo le parecía distinto. La gente, los edificios, el cielo… Todo era diferente a como ella recordaba. Intentó volver a casa. No pudo. No recordaba donde estaba. Era como si toda su vida se fuera desvaneciendo lentamente y ella no pudiera hacer nada. No podía hacer nada. Ya ni siquiera podía recordar como había empezado todo, no podía recordar ni como había llegado hasta allí. Su única realidad era el presente, lo que estaba viendo ahora. Pero aquella realidad no era la suya, era como estar en un mundo diferente, que parecía al suyo, pero que no lo era.
***
Empezaron siendo pequeños detalles: No poder recordar donde había dejado algo, tener que releer varias veces una página, salir a la calle sin zapatos,… pero poco a poco se creó en la mente de Daniel una herida imposible de cicatrizar por la que se iban escurriendo sus recuerdos, sus personajes, su vida. En su cabeza se fueron mezclando las historias hasta tal punto que ya no podía distinguir a que mundo pertenecía cada una. Sus personajes fueron desapareciendo, tornándose invisibles a medida que aquella grieta se iba haciendo mayor, hasta que dejaban de existir. Algunos se esfumaron en un instante, otros se fueron desvaneciendo más lentamente.
Al principio fue consciente de lo que le estaba pasando y se esforzaba al máximo intentando que todos aquellos recuerdos se quedasen fijos en su cabeza, pero fue imposible. Y llegó el día en que su mente se convirtió en un lugar vacío, en el que en un heroico esfuerzo logró dedicarle su último pensamiento a Cristina.
***
Cristina se miró las manos. Ella también estaba desapareciendo, al igual que todo lo que la rodeaba. Había algo que la impulsaba a caminar calle arriba, como una fuerza que tiraba de ella y a la que era imposible resistirse. Caminó hasta salir de la ciudad y se encontró en un lugar en el que nunca había estado, frente a una descuidada casa con aspecto de abandonada. Se volvió a mirar las manos, ahora ya podía incluso ver a través de ellas. Se asustó. Quizás en aquella casa estaba la respuesta a todo aquello.
Entró en la casa y cientos, puede que miles de libros la rodearon. Tuvo que tirar varios para poder pasar; y cuando consiguió abrirse camino, al fondo vio algo, a alguien. Era un viejo decrépito con la mirada apagada. Cristina no supo si estaba vivo o muerto. Más que una persona parecía un muñeco, materia vacía. Cristina se quedó mirando a aquel viejo, y más concretamente sus ojos, y en lo más profundo de aquella mirada, pude ver su vida como en una pantalla en la que se iban proyectando diapositivas una tras otra.
Y cuando la última de aquellas diapositivas, en la que se vio ella misma mirando los ojos del viejo, se proyectó, Cristina desapareció definitivamente.