Cambios en la sociedad
Publicado: 14 Oct 2012 12:16
CAMBIOS EN LA SOCIEDAD
Martín Welch Robertson llevaba veintitrés años trabajando en la misma empresa. Su vida se componía de una inevitable y preciada rutina, tan ordenada y predecible como la de los otros tres mil millones de ciudadanos que habitaban el planeta.
En el año 3.082 la gran mayoría de población vivía en ciudades. Pequeños núcleos urbanos enclavados en lugares privilegiados. Rodeados de naturaleza o centros de producción sostenibles. Un paraíso terrenal, un mundo armónico y perfecto.
Las guerras había pasado, el hambre había pasado El SIDA, el cáncer, el párkinson… habían pasado.
El hombre, en una sociedad global, había logrado sobreponerse a todos estos males. Lamentablemente, no había logrado idear un sistema que pudiera sustituir al mayor de todos ellos: la política.
Martín W. Robertson se declaraba neutral en casi todos los asuntos que tuvieran que ver con ella. A sus 45 años no había muestras en su rostro ni en su aspecto en general que pudieran hacer sospechar de excesos en la juventud. La expresión de su cara, su piel tersa y su mirada franca le eximían de toda sospecha de escándalo, conducta impropia o codicia.
Era anodino como el que más.
Leía los libros que aprobaba el Comité de Ética Moral. Acudía al dentista una vez cada seis meses para blanquear su sonrisa. El fisioterapeuta le sometía a regulares controles de estrés muscular y el médico le suministraba las inyecciones propias de la terapia genética destinada a evitar infartos, aneurismas, cánceres y otros males. Martín formaba parte del quince por cien de la población que contestaba a casi todo: No Sabe/No Contesta.
¿Qué le parece el control de la natalidad basado en la selección de embriones?
No sabe, no contesta.
¿Qué opina del programa de limpieza de las ciudades?
No sabe, no contesta.
¿Cree que el gobierno trata de encubrir que hay gente conviviendo con los desperdicios de nuestra sociedad? ¿Ha oído alguna vez la palabra “suburbio”?
No sabe, no contesta.
Pero en el fondo de su alma, Martín sí tenía mucho que decir. Puede que no supiera hacerlo, que no encontrara las palabras adecuadas, pero su espíritu altruista le espoleaba para que se alzara en rebeldía.
Su empresa se encargaba de programar los contenidos que se vertían en Intercanal. La única televisión interactiva en funcionamiento en todo el globo.
Intercanal procedía de una fusión entre el viejo Internet y la más alta tecnología neuronal. Intercanal permitía no sólo conectarse a los usuarios, sino descargarse más de un millón de billones de contenidos audiovisuales y sensitivos. Todos ellos diseñados y aprobados por la empresa en la que trabajaba Martín.
- ¿Están listas las escaletas de los Noticulturales del expresionismo?
La pelirroja que se había asomado a su despacho se llamaba Nayara y era una preciosidad. Piernas interminables, falda de tubo gris marengo, sonrisa de diosa cautivadora. Martín tuvo que esforzarse para recordar lo que estaba pensando antes de su entrada.
¡Ah, sí, la rebelión! ¡La fantasía de ser un motor de cambio!
- Por supuesto –contestó sumiso-, aquí tienes. Todo en orden.
- Ha llegado un telefax para ti, Martín –dijo de pronto Nayara-, tiene el sello de la planta 8, sección A. Será mejor que te des prisa en recogerlo.
El pánico se adueñó de él.
Lo saben, se dijo.
- ¿Me has oído?
- Sí.
Aquello no podía ser una buena señal. Nadie subía a la planta 8. En verdad era el piso ochenta, situado por encima de los niveles C1, C2, C3, B sub. 1, B sub. 2 y B3.
En el piso setenta y nueve estaba la sección B3. Era la planta encargada del reclutamiento y la formación de los aspirantes a trabajar en la empresa. Todas las demás plantas diseñaban, grababan, establecían y programaban contenidos para Intercanal.
Incluso los despidos, por muy fulminantes que fueran, se llevaban a cabo desde la B3.
Pero que te llamaran desde la sección A, de la planta octogésima, vulgarmente conocida como planta 8, no podía ser buena señal.
Sólo una vez antes habían llamado a un empleado a esa planta. Un trabajador de nivel 5, diseñador de programas de cocina. Y jamás volvió a saberse de él. En veinte años, ni rastro. Se rumoreaba que se lo había llevado la policía por algún asunto turbio.
Martín tragó saliva con esfuerzo.
- ¿Te encuentras bien? –preguntó Nayara-, tienes mala cara.
- Sí –titubeó Martín-, estoy… estoy bien. No te preocupes. Serán los efectos de la terapia genética. Este mes es contra las enfermedades neuronales. Me dijeron que podía encontrarme un poco…
- ¿Ausente?
Martín sonrió.
- Tú lo has dicho.
- No te olvides –le recordó Nayara-, el telefax es urgente. Ya me contarás de qué se trata. ¡Espero que no te hayas metido en ningún lío!
Nayara era una mujer muy hermosa. Pícara e ingenua a la par. De encontrarse en otras circunstancias, seguramente Martín la habría invitado a cenar. Pero no podía hacerlo. Temía que pudiera descubrir su oscuro secreto.
Algo que probablemente la policía ya sabía.
*******
Ocurrió el pasado viernes, al salir de la empresa. Las calles estaban vacías y el sol arrancaba destellos naranjas a la cúpula que protegía la ciudad. La cúpula era un invento reciente, instalado hacía menos de cinco años. Su función principal era la de controlar el tiempo atmosférico, para que fuera el adecuado en relación con los eventos del día.
Así, desde hacía años, siempre nevaba en las fiestas de invierno y lucía el sol cuando la moda de verano llegaba a las boutiques.
El gobierno pensó que de este modo sería más rentable la vida en las ciudades.
Cuando Martín enfiló la calle hacia el elevador que habría de devolverle su vehículo (almacenado bajo tierra junto con los de los otros trescientos empleados de su planta), oyó un ruido extraño. Se dio la vuelta sorprendido y soslayó el movimiento de algo –quizá un animal- que huían por un callejón.
Cruzó la calle movido por la curiosidad y cuando se acercó a lo que pensaba sería un gato abandonado, descubrió con horror y asombro que se trataba de una persona.
Unos ojos verdes y felinos le miraban asustados. La muchacha no tendría más de quince años y estaba totalmente cubierta de basura. Vestía harapos, calzaba al menos tres pares de medias rotas de distinto color, y su pelo caía en mechones llenos de grasa sobre su rostro.
- Hola…
A pesar de haber empleado el tono más amable y tranquilizador que supo, la joven desgarró el silencio con un grito y casi de inmediato un chico algo más mayor que ella apareció ante Martín empuñando lo que parecía ser un bate de beisbol.
A punto estuvo de darle en la cabeza pero, afortunadamente, el programador lo evitó.
- ¡Apártate de ella! –gritó el muchacho.
Más tarde se enteraría de que su nombre era Louise.
Y el de la joven que lo acompañaba, Mensiel.
- ¡Calmaos los dos! ¡No quiero haceros daño!
- Por favor, no llame a la policía –dijo la joven.
Martín había metido una mano en su bolsillo y en ese instante buscaba su teléfono móvil, un auricular minúsculo que al colocarse sobre la oreja ofrecía la opción de llamar a cualquier persona con una simple orden vocal.
- ¡Por favor…! –repitió la chica.
- Está bien –dijo Martín, levantando las manos en un gesto conciliador-, pero tendréis que decirme quiénes sois y qué hacéis aquí. ¿Dónde están vuestros padres?
- Somos mayores de edad-dijo el chico-, yo me llamo Louise, tengo veintitrés años. Y ella es mi hermana, Mensiel. Tiene dieciocho.
- Ya, y yo veinticuatro –contestó Martín agriamente-, o me decís la verdad o llamo ahora mismo a la policí..
- ¡No, no lo haga! –le interrumpió la joven.
Lo cierto era que ofrecían un aspecto desastroso. Famélicos, con los pómulos hundidos, la piel blanquecina y sucia. Sólo en sus ojos brillaba la energía y fuerzas propias de la juventud.
- Somos del suburbio.
- ¿Del suburbio? ¿Qué suburbio?
- El que la gente de tu ciudad se empeña en ignorar –respondió Louise.
- Se llega a través de las alcantarillas, tienes que ir hacia la zona del sudeste donde…
Una mirada reprobatoria hizo enmudecer a la chica.
- Continúa, ¿qué ibas a decir?, ¿la zona sudeste dónde…?
- Oye, ¡esto no es asunto tuyo! –atajó Louise -, déjanos en paz. Sólo queremos desaparecer.
- Pues antes de hacerlo será mejor que comáis algo y os lavéis un poco.
Ambos le miraron desconcertados.
- Mi casa está cerca –les explicó Martín-. A apenas cuatro manzanas. Si queréis podéis descansar allí un rato.
- ¡Está mintiendo! –exclamó Louise-, ¡no le hagas caso! Debe ser un traficante de órganos o un ladrón. Seguro que nos lleva a la comisaría…
- ¿En qué quedamos? –replicó Martín-, si soy un ladrón no debería llevaros a la comisaría…
Louise le dirigió una mirada tan dura como como glacial.
- Estoy cansada –dijo Mensiel-, y tengo mucha hambre.
- De acuerdo, ¡pero no soltaré mi bate!
Estaban tan asustados que Martín comprendió que no eran unos delincuentes al uso. Al menos no pertenecían al rango de infractores de la ley comunes. Ya no quedaba delincuencia en las ciudades, apenas unos cuantos robos informáticos cometidos por ladrones de cuello blanco, es decir, personas con traje que pasaban desapercibidas entre las demás.
Llegaron al piso cuando el sol se hundía en el horizonte. Una vivienda media de ciento ocho metros cuadrados. La amplitud y el lujo de las casas iba en función a la posición social y el empleo. Martín, un programador con tanta experiencia en Intercanal y tantos años de servicio se consideraba un “empleado de nivel eficiente 6”, es decir, la mitad dentro de la escala de “solvencia y rentabilidad” ideada por el gobierno años atrás. Cuanto más cualificado estabas y mejor hacías tu trabajo, mejores bienes te ofrecía el Estado mundial.
Un trabajador de clase 3, por ejemplo, jamás habría podido soñar con aquella vivienda. Pero Martín sí tenía acceso a ella y a otras muchas cosas propias de su posición.
Nada más llegar, los huéspedes contemplaron boquiabiertos la casa.
- ¿Todo este espacio es sólo para ti?
Martín asintió mientras introducía en el ordenador el programa “vuelta al hogar” que consistía en que la máquina preparaba un baño, adecuaba la temperatura ambiente al gusto del anfitrión y daba órdenes al robot de cocina para tener listo un tentempié en menos de quince minutos. Sándwiches de foie-gras, de jamón y queso y de un embutido similar al pavo.
Sólo que esta vez no fue Martín quien disfruto de todos estos placeres cotidianos, sino Mensiel y el joven Louise.
- No temáis nada, aquí estáis a salvo –les aseguró el programador.
Una vez duchados, cambiados de ropa y más tranquilos, comieron todo cuanto se les ofreció sin poder creer aún que su anfitrión dispusiera de esas maravillas tecnológicas a diario.
- ¿Qué es eso de que vivís en el suburbio? –les preguntó el programador, horas después, cuando ya se había establecido una mínima confianza y Louise había soltado por fin el bate de beisbol que lo acompañaba a todos lados.
- El suburbio es la zona de la ciudad que el Estado intenta borrar del mapa –dijo-, mi hermana y yo acabamos allí después de rechazar el programa básico de aprendizaje urbano.
Martín conocía el programa, un tipo de la planta C2 lo había diseñado. No paraba de alardear de ello.
- ¿Rechazar el programa? –le preguntó-, ¿cómo es posible? Nadie rechaza el programa.
Mensiel acabó de tragar su sándwich, casi sin masticar engulló el último bocado, y se adelantó a su hermano en contestar:
- Mucha gente de los orfanatos rechaza el programa. Y también de los niños recogidos en hospitales. No se sabe bien el porqué. Pero si lo rechazas, estás perdido –hizo una pausa. De pronto se puso a llorar desconsoladamente-, ¡a mi hermano y a mí querían operarnos! Decían que era para hacernos más “útiles” a la sociedad.
Louise la abrazó con fuerza.
- Por eso huimos –dijo-, al igual que muchos otros. La gente que no es “apta” para vivir en estas ciudades, se arrastra como una rata por debajo de ellas. ¡Pero nadie lo sabe! Muy pocos de los que rechazan el programa logran escapar antes de que les operen y los vuelvan unos esclavos sin voluntad. Nuestra existencia pone en duda el sistema y su aparente perfección. Cada vez que alguien ha intentado contarlo… ha desaparecido.
- ¡Pero eso es terrible! –se escandalizó Martín-, si es verdad lo que me cuentas… ¡hay que denunciarlo!
Mensiel le obsequió una triste mirada.
- ¿A quién? Será como ir a quejarse a un juez de la condena que él mismo ha elegido imponer a un reo. No nos harán caso.
- Y todo esto, ¿sólo porque rechazasteis el programa?
- Sí, por eso intentamos acceder a Intercanal. Tú empresa es la encargada de diseñar los programas de aprendizaje. Enseña a los futuros políticos, moldea las mentes de miles de millones de personas. Si pudiéramos cambiar los programas de aprendizaje, quizá… las cosas mejorarían. Para todos. Es decir, estoy seguro de que en todas las ciudades del mundo existen “suburbios” parecidos.
Martín se puse en pie y caminó caviloso por el salón.
- Esto es un asunto muy serio –dijo-, necesito unos días para pensarlo.
Les ofreció su casa, mas en cuanto salió de ella al día siguiente para trabajar supo que no volvería a verlos.
Y así fue.
Los chicos habían desaparecido.
Aquella visita inesperada era el secreto de Martín. Un secreto tan peligroso que ponía en peligro la hegemonía del sistema de gobierno mundial. Una brecha en la armonía perfecta de la sociedad que los programas de Intercanal transmitían al mundo.
- Tengo que hacer algo –se dijo.
Pero el lunes siguiente, antes de poder hablar con nadie, llegó el telefax.
De entre todas las teorías que se le ocurrían a Martín para explicar la llegada de aquel documento desde las más altas esferas, la de ser encerrado por conspiración o condenado a desaparecer de la faz del globo a causa de haber descubierto la verdad eran las que cobraban mayor fuerza.
Nunca se había preguntado qué ocurría con todos aquellos maleantes que la policía retiraba de la circulación. No había pena de muerte dese hacía varios siglos, pero que existía mano dura era algo que nadie dudaba.
¿Los reciclarían como recambios de órganos?
¿Les provocaban un coma cerebral para el resto de sus días?
Martín estaba cada vez más asustado. ¡Y pensar que era su empresa la que modelaba la mente de los habitantes del mundo! Él era en parte responsable.
Demoró cuanto pudo el momento, pero a su regreso del café de media mañana no tuvo más remedio que abrir el correo.
Persónese inmediatamente en el despacho 405, sección A.
Fmdo: W.S. Marcus.
Era su fin. Una orden directa del presidente sólo podía significar que el asunto era lo bastante feo como para saltarse el orden burocrático habitual. El telefax no había pasado por ninguna otra mano, si bien los rumores correrían por toda la empresa.
Martín se puso en pie, abandonó el despacho y tomó el ascensor hacia la planta octogésima, cabizbajo como el prisionero que recorre el camino hacia el cadalso. Durante el breve trayecto tuvo tiempo de recordar la mirada asustada de Mensiel y la rabia, fruto del miedo, que reflejaba el rostro de su hermano Louise. A esas horas, estarían encarcelados o algo peor.
Fuera como fuere, no podría cambiar las cosas. Formaba parte de un sistema. Un engranaje más del gobierno mundial. Y si una pieza no funcionaba bien, y era detectado ese error, se subsanaba con el repuesto correspondiente, y punto. Nadie le echaría de menos si desaparecía. No tenía familia –el apego estaba mal visto en la nueva sociedad- y a sus amigos les valdría cualquier excusa para justificar su desaparición. Un nuevo puesto en Mindlands, o un proyecto en las tierras heladas del norte, tanto daba.
Gruesas gotas de sudor empapaban su frente. Al salir del ascensor, sin darle tiempo a enjugárselas, un hombre con un traje gris le estaba esperando. Pertenecía a la directiva, de eso no cabía duda, pero ¿qué hacía allí?
- Debo escoltarle hasta el despacho 405.
Martín asintió. Ojalá hubiera podido cambiar las cosas. Ojalá aquellos muchachos se hubieran topado con un hombre más importante y no un mero programador que acataba las órdenes de otros.
William S. Marcus le recibió con gesto severo y los brazos cruzados sobre el pecho.
- Martín –dijo.
Él intentó hablar, pero tenía la boca seca. Se humedeció los labios y carraspeó.
- Señor presidente –dijo al fin.
-Dado lo delicado de este asunto –comenzó su interlocutor-, quería ser yo quien te lo dijera, personalmente. Sé que te esperan años duros de soledad y trabajo, pero lo que has hecho tiene necesariamente que tener una consecuencia…
- Yo… -comenzó débilmente Martín.
- … enhorabuena. Tu esfuerzo y tu servicio durante todo este tiempo te han hecho merecedor de mi puesto.
Tardó unos instantes en asimilar aquellas palabras.
- ¿Perdón?
- No te acuerdas de mí, ¿verdad? Mi nombre completo es William Stregler Marcus. Antes era empleado de Intercanal, en un puesto similar al tuyo, trabajaba en programas de cocina. Era un diseñador de nivel 5. La empresa siempre selecciona trabajadores de nivel 5 al 7, con una larga carrera profesional, para este puesto. Tu integridad y tu dedicación, unidas a tu diplomacia y fidelidad, han hecho que la junta de accionistas de la sociedad y la directiva al completo apoyen tu ascenso. Serás el máximo responsable de los contenidos en adelante.
Su rostro se distendió en una amplia sonrisa:
- Eres nuestro nuevo presidente.
Y así fue, en el año 3.082 de la Nueva Era, como empezó el cambio.
FIN.
Martín Welch Robertson llevaba veintitrés años trabajando en la misma empresa. Su vida se componía de una inevitable y preciada rutina, tan ordenada y predecible como la de los otros tres mil millones de ciudadanos que habitaban el planeta.
En el año 3.082 la gran mayoría de población vivía en ciudades. Pequeños núcleos urbanos enclavados en lugares privilegiados. Rodeados de naturaleza o centros de producción sostenibles. Un paraíso terrenal, un mundo armónico y perfecto.
Las guerras había pasado, el hambre había pasado El SIDA, el cáncer, el párkinson… habían pasado.
El hombre, en una sociedad global, había logrado sobreponerse a todos estos males. Lamentablemente, no había logrado idear un sistema que pudiera sustituir al mayor de todos ellos: la política.
Martín W. Robertson se declaraba neutral en casi todos los asuntos que tuvieran que ver con ella. A sus 45 años no había muestras en su rostro ni en su aspecto en general que pudieran hacer sospechar de excesos en la juventud. La expresión de su cara, su piel tersa y su mirada franca le eximían de toda sospecha de escándalo, conducta impropia o codicia.
Era anodino como el que más.
Leía los libros que aprobaba el Comité de Ética Moral. Acudía al dentista una vez cada seis meses para blanquear su sonrisa. El fisioterapeuta le sometía a regulares controles de estrés muscular y el médico le suministraba las inyecciones propias de la terapia genética destinada a evitar infartos, aneurismas, cánceres y otros males. Martín formaba parte del quince por cien de la población que contestaba a casi todo: No Sabe/No Contesta.
¿Qué le parece el control de la natalidad basado en la selección de embriones?
No sabe, no contesta.
¿Qué opina del programa de limpieza de las ciudades?
No sabe, no contesta.
¿Cree que el gobierno trata de encubrir que hay gente conviviendo con los desperdicios de nuestra sociedad? ¿Ha oído alguna vez la palabra “suburbio”?
No sabe, no contesta.
Pero en el fondo de su alma, Martín sí tenía mucho que decir. Puede que no supiera hacerlo, que no encontrara las palabras adecuadas, pero su espíritu altruista le espoleaba para que se alzara en rebeldía.
Su empresa se encargaba de programar los contenidos que se vertían en Intercanal. La única televisión interactiva en funcionamiento en todo el globo.
Intercanal procedía de una fusión entre el viejo Internet y la más alta tecnología neuronal. Intercanal permitía no sólo conectarse a los usuarios, sino descargarse más de un millón de billones de contenidos audiovisuales y sensitivos. Todos ellos diseñados y aprobados por la empresa en la que trabajaba Martín.
- ¿Están listas las escaletas de los Noticulturales del expresionismo?
La pelirroja que se había asomado a su despacho se llamaba Nayara y era una preciosidad. Piernas interminables, falda de tubo gris marengo, sonrisa de diosa cautivadora. Martín tuvo que esforzarse para recordar lo que estaba pensando antes de su entrada.
¡Ah, sí, la rebelión! ¡La fantasía de ser un motor de cambio!
- Por supuesto –contestó sumiso-, aquí tienes. Todo en orden.
- Ha llegado un telefax para ti, Martín –dijo de pronto Nayara-, tiene el sello de la planta 8, sección A. Será mejor que te des prisa en recogerlo.
El pánico se adueñó de él.
Lo saben, se dijo.
- ¿Me has oído?
- Sí.
Aquello no podía ser una buena señal. Nadie subía a la planta 8. En verdad era el piso ochenta, situado por encima de los niveles C1, C2, C3, B sub. 1, B sub. 2 y B3.
En el piso setenta y nueve estaba la sección B3. Era la planta encargada del reclutamiento y la formación de los aspirantes a trabajar en la empresa. Todas las demás plantas diseñaban, grababan, establecían y programaban contenidos para Intercanal.
Incluso los despidos, por muy fulminantes que fueran, se llevaban a cabo desde la B3.
Pero que te llamaran desde la sección A, de la planta octogésima, vulgarmente conocida como planta 8, no podía ser buena señal.
Sólo una vez antes habían llamado a un empleado a esa planta. Un trabajador de nivel 5, diseñador de programas de cocina. Y jamás volvió a saberse de él. En veinte años, ni rastro. Se rumoreaba que se lo había llevado la policía por algún asunto turbio.
Martín tragó saliva con esfuerzo.
- ¿Te encuentras bien? –preguntó Nayara-, tienes mala cara.
- Sí –titubeó Martín-, estoy… estoy bien. No te preocupes. Serán los efectos de la terapia genética. Este mes es contra las enfermedades neuronales. Me dijeron que podía encontrarme un poco…
- ¿Ausente?
Martín sonrió.
- Tú lo has dicho.
- No te olvides –le recordó Nayara-, el telefax es urgente. Ya me contarás de qué se trata. ¡Espero que no te hayas metido en ningún lío!
Nayara era una mujer muy hermosa. Pícara e ingenua a la par. De encontrarse en otras circunstancias, seguramente Martín la habría invitado a cenar. Pero no podía hacerlo. Temía que pudiera descubrir su oscuro secreto.
Algo que probablemente la policía ya sabía.
*******
Ocurrió el pasado viernes, al salir de la empresa. Las calles estaban vacías y el sol arrancaba destellos naranjas a la cúpula que protegía la ciudad. La cúpula era un invento reciente, instalado hacía menos de cinco años. Su función principal era la de controlar el tiempo atmosférico, para que fuera el adecuado en relación con los eventos del día.
Así, desde hacía años, siempre nevaba en las fiestas de invierno y lucía el sol cuando la moda de verano llegaba a las boutiques.
El gobierno pensó que de este modo sería más rentable la vida en las ciudades.
Cuando Martín enfiló la calle hacia el elevador que habría de devolverle su vehículo (almacenado bajo tierra junto con los de los otros trescientos empleados de su planta), oyó un ruido extraño. Se dio la vuelta sorprendido y soslayó el movimiento de algo –quizá un animal- que huían por un callejón.
Cruzó la calle movido por la curiosidad y cuando se acercó a lo que pensaba sería un gato abandonado, descubrió con horror y asombro que se trataba de una persona.
Unos ojos verdes y felinos le miraban asustados. La muchacha no tendría más de quince años y estaba totalmente cubierta de basura. Vestía harapos, calzaba al menos tres pares de medias rotas de distinto color, y su pelo caía en mechones llenos de grasa sobre su rostro.
- Hola…
A pesar de haber empleado el tono más amable y tranquilizador que supo, la joven desgarró el silencio con un grito y casi de inmediato un chico algo más mayor que ella apareció ante Martín empuñando lo que parecía ser un bate de beisbol.
A punto estuvo de darle en la cabeza pero, afortunadamente, el programador lo evitó.
- ¡Apártate de ella! –gritó el muchacho.
Más tarde se enteraría de que su nombre era Louise.
Y el de la joven que lo acompañaba, Mensiel.
- ¡Calmaos los dos! ¡No quiero haceros daño!
- Por favor, no llame a la policía –dijo la joven.
Martín había metido una mano en su bolsillo y en ese instante buscaba su teléfono móvil, un auricular minúsculo que al colocarse sobre la oreja ofrecía la opción de llamar a cualquier persona con una simple orden vocal.
- ¡Por favor…! –repitió la chica.
- Está bien –dijo Martín, levantando las manos en un gesto conciliador-, pero tendréis que decirme quiénes sois y qué hacéis aquí. ¿Dónde están vuestros padres?
- Somos mayores de edad-dijo el chico-, yo me llamo Louise, tengo veintitrés años. Y ella es mi hermana, Mensiel. Tiene dieciocho.
- Ya, y yo veinticuatro –contestó Martín agriamente-, o me decís la verdad o llamo ahora mismo a la policí..
- ¡No, no lo haga! –le interrumpió la joven.
Lo cierto era que ofrecían un aspecto desastroso. Famélicos, con los pómulos hundidos, la piel blanquecina y sucia. Sólo en sus ojos brillaba la energía y fuerzas propias de la juventud.
- Somos del suburbio.
- ¿Del suburbio? ¿Qué suburbio?
- El que la gente de tu ciudad se empeña en ignorar –respondió Louise.
- Se llega a través de las alcantarillas, tienes que ir hacia la zona del sudeste donde…
Una mirada reprobatoria hizo enmudecer a la chica.
- Continúa, ¿qué ibas a decir?, ¿la zona sudeste dónde…?
- Oye, ¡esto no es asunto tuyo! –atajó Louise -, déjanos en paz. Sólo queremos desaparecer.
- Pues antes de hacerlo será mejor que comáis algo y os lavéis un poco.
Ambos le miraron desconcertados.
- Mi casa está cerca –les explicó Martín-. A apenas cuatro manzanas. Si queréis podéis descansar allí un rato.
- ¡Está mintiendo! –exclamó Louise-, ¡no le hagas caso! Debe ser un traficante de órganos o un ladrón. Seguro que nos lleva a la comisaría…
- ¿En qué quedamos? –replicó Martín-, si soy un ladrón no debería llevaros a la comisaría…
Louise le dirigió una mirada tan dura como como glacial.
- Estoy cansada –dijo Mensiel-, y tengo mucha hambre.
- De acuerdo, ¡pero no soltaré mi bate!
Estaban tan asustados que Martín comprendió que no eran unos delincuentes al uso. Al menos no pertenecían al rango de infractores de la ley comunes. Ya no quedaba delincuencia en las ciudades, apenas unos cuantos robos informáticos cometidos por ladrones de cuello blanco, es decir, personas con traje que pasaban desapercibidas entre las demás.
Llegaron al piso cuando el sol se hundía en el horizonte. Una vivienda media de ciento ocho metros cuadrados. La amplitud y el lujo de las casas iba en función a la posición social y el empleo. Martín, un programador con tanta experiencia en Intercanal y tantos años de servicio se consideraba un “empleado de nivel eficiente 6”, es decir, la mitad dentro de la escala de “solvencia y rentabilidad” ideada por el gobierno años atrás. Cuanto más cualificado estabas y mejor hacías tu trabajo, mejores bienes te ofrecía el Estado mundial.
Un trabajador de clase 3, por ejemplo, jamás habría podido soñar con aquella vivienda. Pero Martín sí tenía acceso a ella y a otras muchas cosas propias de su posición.
Nada más llegar, los huéspedes contemplaron boquiabiertos la casa.
- ¿Todo este espacio es sólo para ti?
Martín asintió mientras introducía en el ordenador el programa “vuelta al hogar” que consistía en que la máquina preparaba un baño, adecuaba la temperatura ambiente al gusto del anfitrión y daba órdenes al robot de cocina para tener listo un tentempié en menos de quince minutos. Sándwiches de foie-gras, de jamón y queso y de un embutido similar al pavo.
Sólo que esta vez no fue Martín quien disfruto de todos estos placeres cotidianos, sino Mensiel y el joven Louise.
- No temáis nada, aquí estáis a salvo –les aseguró el programador.
Una vez duchados, cambiados de ropa y más tranquilos, comieron todo cuanto se les ofreció sin poder creer aún que su anfitrión dispusiera de esas maravillas tecnológicas a diario.
- ¿Qué es eso de que vivís en el suburbio? –les preguntó el programador, horas después, cuando ya se había establecido una mínima confianza y Louise había soltado por fin el bate de beisbol que lo acompañaba a todos lados.
- El suburbio es la zona de la ciudad que el Estado intenta borrar del mapa –dijo-, mi hermana y yo acabamos allí después de rechazar el programa básico de aprendizaje urbano.
Martín conocía el programa, un tipo de la planta C2 lo había diseñado. No paraba de alardear de ello.
- ¿Rechazar el programa? –le preguntó-, ¿cómo es posible? Nadie rechaza el programa.
Mensiel acabó de tragar su sándwich, casi sin masticar engulló el último bocado, y se adelantó a su hermano en contestar:
- Mucha gente de los orfanatos rechaza el programa. Y también de los niños recogidos en hospitales. No se sabe bien el porqué. Pero si lo rechazas, estás perdido –hizo una pausa. De pronto se puso a llorar desconsoladamente-, ¡a mi hermano y a mí querían operarnos! Decían que era para hacernos más “útiles” a la sociedad.
Louise la abrazó con fuerza.
- Por eso huimos –dijo-, al igual que muchos otros. La gente que no es “apta” para vivir en estas ciudades, se arrastra como una rata por debajo de ellas. ¡Pero nadie lo sabe! Muy pocos de los que rechazan el programa logran escapar antes de que les operen y los vuelvan unos esclavos sin voluntad. Nuestra existencia pone en duda el sistema y su aparente perfección. Cada vez que alguien ha intentado contarlo… ha desaparecido.
- ¡Pero eso es terrible! –se escandalizó Martín-, si es verdad lo que me cuentas… ¡hay que denunciarlo!
Mensiel le obsequió una triste mirada.
- ¿A quién? Será como ir a quejarse a un juez de la condena que él mismo ha elegido imponer a un reo. No nos harán caso.
- Y todo esto, ¿sólo porque rechazasteis el programa?
- Sí, por eso intentamos acceder a Intercanal. Tú empresa es la encargada de diseñar los programas de aprendizaje. Enseña a los futuros políticos, moldea las mentes de miles de millones de personas. Si pudiéramos cambiar los programas de aprendizaje, quizá… las cosas mejorarían. Para todos. Es decir, estoy seguro de que en todas las ciudades del mundo existen “suburbios” parecidos.
Martín se puse en pie y caminó caviloso por el salón.
- Esto es un asunto muy serio –dijo-, necesito unos días para pensarlo.
Les ofreció su casa, mas en cuanto salió de ella al día siguiente para trabajar supo que no volvería a verlos.
Y así fue.
Los chicos habían desaparecido.
Aquella visita inesperada era el secreto de Martín. Un secreto tan peligroso que ponía en peligro la hegemonía del sistema de gobierno mundial. Una brecha en la armonía perfecta de la sociedad que los programas de Intercanal transmitían al mundo.
- Tengo que hacer algo –se dijo.
Pero el lunes siguiente, antes de poder hablar con nadie, llegó el telefax.
De entre todas las teorías que se le ocurrían a Martín para explicar la llegada de aquel documento desde las más altas esferas, la de ser encerrado por conspiración o condenado a desaparecer de la faz del globo a causa de haber descubierto la verdad eran las que cobraban mayor fuerza.
Nunca se había preguntado qué ocurría con todos aquellos maleantes que la policía retiraba de la circulación. No había pena de muerte dese hacía varios siglos, pero que existía mano dura era algo que nadie dudaba.
¿Los reciclarían como recambios de órganos?
¿Les provocaban un coma cerebral para el resto de sus días?
Martín estaba cada vez más asustado. ¡Y pensar que era su empresa la que modelaba la mente de los habitantes del mundo! Él era en parte responsable.
Demoró cuanto pudo el momento, pero a su regreso del café de media mañana no tuvo más remedio que abrir el correo.
Persónese inmediatamente en el despacho 405, sección A.
Fmdo: W.S. Marcus.
Era su fin. Una orden directa del presidente sólo podía significar que el asunto era lo bastante feo como para saltarse el orden burocrático habitual. El telefax no había pasado por ninguna otra mano, si bien los rumores correrían por toda la empresa.
Martín se puso en pie, abandonó el despacho y tomó el ascensor hacia la planta octogésima, cabizbajo como el prisionero que recorre el camino hacia el cadalso. Durante el breve trayecto tuvo tiempo de recordar la mirada asustada de Mensiel y la rabia, fruto del miedo, que reflejaba el rostro de su hermano Louise. A esas horas, estarían encarcelados o algo peor.
Fuera como fuere, no podría cambiar las cosas. Formaba parte de un sistema. Un engranaje más del gobierno mundial. Y si una pieza no funcionaba bien, y era detectado ese error, se subsanaba con el repuesto correspondiente, y punto. Nadie le echaría de menos si desaparecía. No tenía familia –el apego estaba mal visto en la nueva sociedad- y a sus amigos les valdría cualquier excusa para justificar su desaparición. Un nuevo puesto en Mindlands, o un proyecto en las tierras heladas del norte, tanto daba.
Gruesas gotas de sudor empapaban su frente. Al salir del ascensor, sin darle tiempo a enjugárselas, un hombre con un traje gris le estaba esperando. Pertenecía a la directiva, de eso no cabía duda, pero ¿qué hacía allí?
- Debo escoltarle hasta el despacho 405.
Martín asintió. Ojalá hubiera podido cambiar las cosas. Ojalá aquellos muchachos se hubieran topado con un hombre más importante y no un mero programador que acataba las órdenes de otros.
William S. Marcus le recibió con gesto severo y los brazos cruzados sobre el pecho.
- Martín –dijo.
Él intentó hablar, pero tenía la boca seca. Se humedeció los labios y carraspeó.
- Señor presidente –dijo al fin.
-Dado lo delicado de este asunto –comenzó su interlocutor-, quería ser yo quien te lo dijera, personalmente. Sé que te esperan años duros de soledad y trabajo, pero lo que has hecho tiene necesariamente que tener una consecuencia…
- Yo… -comenzó débilmente Martín.
- … enhorabuena. Tu esfuerzo y tu servicio durante todo este tiempo te han hecho merecedor de mi puesto.
Tardó unos instantes en asimilar aquellas palabras.
- ¿Perdón?
- No te acuerdas de mí, ¿verdad? Mi nombre completo es William Stregler Marcus. Antes era empleado de Intercanal, en un puesto similar al tuyo, trabajaba en programas de cocina. Era un diseñador de nivel 5. La empresa siempre selecciona trabajadores de nivel 5 al 7, con una larga carrera profesional, para este puesto. Tu integridad y tu dedicación, unidas a tu diplomacia y fidelidad, han hecho que la junta de accionistas de la sociedad y la directiva al completo apoyen tu ascenso. Serás el máximo responsable de los contenidos en adelante.
Su rostro se distendió en una amplia sonrisa:
- Eres nuestro nuevo presidente.
Y así fue, en el año 3.082 de la Nueva Era, como empezó el cambio.
FIN.