De cuando el carbón era verde y daba sombra - jilguero
Publicado: 14 Oct 2012 12:16
De cuando el carbón era verde y daba sombra
Veo a los dos jóvenes, cogidos de la mano, caminando hacia la desolación. Pero solo escucho la voz de ella. El maestro tenía razón. Ahora lo sé. Yo soy el otro, el nonato. Y desde este palpitante mar de aguas cálidas, rodeado de la roja noche que ya agoniza, me propongo recordar mis días, llenos de verdor, niebla y hollín, en Noigas, un pueblecito minero del norte de Iberia...
He sido niño otras muchas veces, pero ninguna de mis infancias ha dejado en mí una huella tan hermosa, al tiempo que tan triste, como la que me dejó mi niñez en el valle del Nelsos. Un río de aguas cristalinas hasta llegar a Noigas, pero que se vuelven oscuras y untuosas una vez han rebasado las balsas de la mina. Una garganta de la que escapar no es posible porque los caminos se desvanecen cuando lo hace la niebla. Una cuenca minera donde morir bajo la piedra y en la noche forma parte de la propia vida. Y a escasos metros de los negruzcos tesos que dan sombra a Pozo Travieso el yacimiento del que viven todos en Noigas, nacieron ellos, en una casa desvencijada y polvorienta, indistinguible de cualquier otra del pueblo. Hijos y nietos de mineros: él, el rampero que se tragó la tierra cuando solo tenía catorce años y las uñas ya ennegrecidas; ella, su hermana mayor, la muchacha de los ojos blancos como dos balcones abiertos a la nada y la voz pequeña.
Cuando él era muy niño, de aquel mundo de raíces y topos, de aquel laberinto de túneles en el que el viento nunca entraba, su padre le trajo un carbón como regalo de cumpleaños. Le explicó que, si lo miraba con fijeza, más allá de su brillante superficie, descubriría un frondoso bosque lleno de animales salvajes. Porque, antes que trozo de carbón, aquello había sido un helecho gigante a cuya sombra descansaban los lagartos y en cuyas ramas se posaban enormes libélulas. Un regalo traído justo la víspera de que la sirena de la mina sonara, su padre se convirtiera en el recuerdo de los besos que ya no recibía y el niño perdiera la sonrisa. Pasaron los años y, como el resto de los adolescentes del valle, comenzó a bajar a la mina con el miedo como eterno compañero, mas también arrastrado por un impulso parecido a la esperanza. Bajaba, pues, ilusionado, como si buscara descubrir cada día un nuevo silencio en medio de las tinieblas. Un muchacho con una infancia gris y solitaria, que había crecido sin otra compañía que la de su hermana y al que, sin embargo, la sangre le corría por las venas con un murmullo parecido a la risa.
El día de su desaparición, el rampero se hallaba paleando carbón en una galería del nivel ocho, el más profundo e insalubre de todos. Hubo un temblor de tierra, sonó la alarma y el resto de los mineros acudieron al refugio de emergencia, pero el joven no lo hizo. Pasado el peligro, fueron en su busca y, pese a que en el nivel ocho no había ningún desperfecto, el muchacho había desaparecido sin dejar rastro. Entretanto, arriba, al notar que la tierra temblaba, la hermana se quedó muy quieta, expectante. Luego, en cuanto la sirena de la mina avisó, lanzó un terrible alarido y comenzó a correr en dirección a Pozo Travieso. Pero antes de llegar a la boca de la mina se detuvo en seco y sus ojos se convirtieron en dos balcones mirando a la nada: estaba teniendo una visión. Las lágrimas corrieron raudas por su rostro, pero ni siquiera ella misma supo si eran de alegría, porque su hermano se había librado por fin de la mina, o de pena, porque se había quedado sin su compañía.
Cuando contó lo que había visto, afirmando que su hermano estaba vivo, solo que atrapado en una inmensa burbuja de aire, donde la tierra se entremezclaba con el agua y había multitud de árboles y animales gigantescos, nadie la creyó. Lo único, el maestro de Noigas que comentó en la taberna que la descripción de la niña no le sonaba del todo fantasiosa, puesto que coincidía en parte con lo que él les enseñaba en la escuela sobre el periodo carbonífero. Lógicamente, a sus iletrados paisanos aquello les sonó a música celestial, si bien empezaron a difundir por el pueblo el rumor de que la muchacha había visto a su hermano vivo, en el interior de una cueva muy antigua que había bajo el nivel ocho de la mina. Y mientras su visión era pábulo de murmuraciones, la muchacha le fue perdiendo el gusto a las palabras y su voz se fue volviendo cada vez más pequeña.
Pasaron los meses y, estando el pueblo en fiesta, también ella desapareció. Los últimos en verla afirmaron que caminaba en medio de la niebla en dirección a Pozo Travieso. Convencida de que su hermano no estaba muerto, la joven debía haber bajado a la mina a buscarlo y quizás luego ya no fue capaz de dar con la salida. Como la vez anterior, rastrearon a fondo todas las galerías, especialmente las del nivel ocho, y no encontraron ni rastro de la muchacha. Por extraño que parezca, la noticia se escapó del valle, abriéndose paso entre la niebla, y llegó hasta la mismísima Vetusta. El propietario de Pozo Travieso tuvo miedo de que las autoridades dieran crédito a aquella patraña, de que había dos jóvenes vivos atrapados en una cueva bajo el suelo de su mina, y eso pudiera ir en detrimento de la explotación, por lo que contrató a unos técnicos especialistas en detectar heterogeneidades sedimentarias, como las temidas bolsadas de grisú. Transportaron hasta Noigas una moderna ecosonda, un sismómetro, un gravímetro y otros muchos artilugios, todos ellos de última generación, con el propósito de auscultar el corazón de la tierra. Y por unos días, los ancianos del pueblo, los escasos supervivientes del carbón, dejaron de dormitar al sol de sus recuerdos mineros y se convirtieron en vigilantes recelosos de lo que hacían los técnicos.
Las mediciones científicas corroboraron la existencia de una discontinuidad en la estructura del terreno debajo del nivel ocho de la mina. Las gráficas dibujadas por los diferentes instrumentos sugerían la presencia de una gran bolsada de gas que, de acuerdo con su hipotética composición similar a la de una atmósfera terrestre enriquecida con oxígeno, no se podía descartar que fuera compatible con la vida. Pero estaba a demasiada profundidad y no había ninguna posibilidad de llegar hasta ella y tomar muestras para confirmar tan aventurada suposición. Y por la misma causa, no resultaba verosímil que los desaparecidos se hallaran en su interior. Con todo, hubo un sesudo científico, a la sazón catedrático de física en la Universidad de Vetusta, cuya vanidad le llevó a explicar la incomprensible desaparición de los niños mineros como fruto de un dislate espaciotemporal oculto en el subsuelo de Pozo Travieso. Estaba muy en boga la teoría M y el sabio de provincias no quiso ser menos, anunciando el descubrimiento de un nuevo tipo de micro agujero de gusano. Una cuerda cerrada, libre en el interior de la litosfera, cuya pulsátil vibración calmaba de vez en cuando el caos de las partículas, creando una ranura de paso entre los túneles de la mina y la misteriosa burbuja del subsuelo. Que el origen de la bolsada fuera de una época más o menos remota, en opinión del físico, era un detalle menor.
Mas el sesudo de Vetusta no fue el único en elaborar una teoría para explicar la desaparición de los niños en el interior de Pozo Travieso. Porque, cuando en algunas de las neblinosas mañanas de Noigas, desde la ventana de la escuela, intuíamos en la bocamina la sombra de la muchacha desaparecida, una mezcla de miedo, incertidumbre y curiosidad hacía que nos revolviéramos inquietos en los asientos. Y en cuanto el maestro notaba nuestro desasosiego, se ponía en pie, se dirigía al armario del fondo de la clase y sacaba de su interior el mural de La Historia de la Tierra, donde estaban representadas todas las vicisitudes sufridas por los continentes desde millones de años atrás. A continuación, lo colgaba en la pizarra, aunque no sé muy bien con qué intención, puesto que de inmediato se colocaba justo delante del panel, cerraba los ojos y nos invitaba a que también nosotros lo hiciéramos, argumentando que no había mejores ojos para ver las cosas que los de la imaginación. Y una vez todos habíamos dejado atrás la neblinosa mañana tal cual ahora yo he hecho con la roja noche que me envuelve, con voz emocionada y campanuda, y un vocabulario que no siempre conocíamos bien, el maestro nos hacía viajar a lugares tan remotos y fascinantes que, por unos minutos, nos olvidábamos de la negritud sin esperanza que era nuestro futuro en Noigas.
Imaginaos, niños, que hemos viajado en el tiempo hasta hace 300 millones de años y que, a vista de pájaro, contemplamos la superficie de la Tierra. ¡Mirad, mirad la telúrica danza de las tres hijas parricidas de Rodinia! Armórica, la más pequeña y revoltosa de las tres, se está curvando para acoplarse con Laurasia, que con sus sensuales entrantes y salientes la atrae. Ya se han tocado y, al hacerlo, ¡fijaos cómo tiembla el suelo de la Tierra! Las compuertas del cielo se han abierto y una lluvia generosa está cayendo. Una lluvia que no cesará hasta que la superficie de las siamesas se vuelva verde y exuberante. Estamos en el trópico, en un ambiente cálido y húmedo. Prolifera la vida vegetal. La atmósfera se vuelve rica en oxígeno y todos los seres vivos crecen con desmesura. ¡Atentos, niños, ahí está el carbón que dentro de poco vuestras manos sacaran de Pozo Travieso! ¿No lo reconocéis? Todavía es verde y da sombra, pero muy pronto quedará sepultado bajo tierra y se volverá negro como una noche sin luna…Pero no os olvidéis que, entretanto, al sur, muy al sur, sobre el gélido y desolado casquete polar en que se ha convertido Gondguana, el mayor de los vástagos de la desmembrada Rodinia, el viento no para de soplar y, al colarse entre las oquedades del hielo, se convierte en un lamento. Es Gondguana que se siente sola y abandonada. El fondo del océano la escucha y, compadecido de su soledad, hace un ímprobo esfuerzo para acercarla a sus dos hermanas tropicales. Hunde el borde de su manto y comienza a deslizarlo bajo el de las siamesas. Las distancias se acortan y, por falta de espacio, las superficies se repliegan, especialmente la de la diminuta Armórica, que ha quedado aprisionada entre sus grandullonas hermanas. Y allí, en el corazón de la naciente Pangea, atrapadas entre los convulsos pliegues de la que fue Armórica, descubriremos ya las primeras semillas del granero de Eón, dios del tiempo eterno y de la prosperidad, con las que dentro de 500 millones de años es decir, 200 millones de años a partir de ahora, aclara el maestro para evitar cualquier confusión tiene planeado reverdecer la yerma Amasia. Los propágulos se enraizarán poco a poco y, un buen puñado de milenios después, la superficie de la Tierra recobrará la vistosidad y el verdor que nunca debió perder. Y entre la amplia variedad de criaturas que, emergidas del subsuelo, pronto empezarán a pulular sobre la desértica superficie de Amasia, sin duda estará también ella, la mirada fija en lontananza, una sonrisa en los labios y las manos apoyadas en el vientre. Se aclarará, por fin, su adormecida garganta y, con una voz que ya nunca más será pequeña, la nueva Eva entonará una nana al hombre nuevo, al todavía nonato Homo sapiens sempervirens... Sí, niños, las semillas que devolverán entonces el esplendor a nuestro ya devastado planeta serán precisamente de cuando el carbón era aún verde y daba sombra a gigantescas criaturas...
Ahora ya no tengo la menor duda. Soy el otro, el todavía nonato. Pero también el que asistió al incierto nacimiento del Vaalbará, sobre cuya superficie vieron la luz las primeras bacterias. Luego caminé por la gélida Rodinia y dejé mis huellas en algunas de sus altas cumbres. Tampoco me perdí el malogrado parto de Pannotia. Ni la alegría de las tres hermanas cuando se fundieron en estrecho abrazo para convertirse en la joven y convulsa Pangea, sobre cuya superficie, miles de años después, cabalgaría a lomos de mi inseparable dinosaurio. Y más tarde, cuando Pangea, ya desertificada, se escindió de nuevo, ambos elegimos quedarnos en Iberia, a cuyas playas más septentrionales acudíamos a ver los amaneceres de luna llena. Mi compañero murió pronto y, huyendo de mi soledad, acabé en Noigas. Después ocurrió la gran catástrofe nuclear en cadena y la superficie del planeta se volvió monótona y oscura. Mi padre decidió, entonces, que me cobijara en las entrañas de la tierra, en este oasis de verdor y prosperidad. Nada más llegar, los reconocí. Eran los dos hermanos desaparecidos en el interior de Pozo Travieso. Esos de los que nos solía hablar el maestro en las neblinosas mañanas de Noigas. Él, el rampero al que la sangre le corría por las venas con un murmullo parecido a la risa; ella, la muchacha de los ojos blancos como dos balcones mirando a la nada y la voz pequeña. Hemos compartido tiempos de bonanza y ociosidad, viviendo como privilegiados en este arcano paraíso -de cuando el carbón era verde y daba sombra, que diría el maestro de Noigas-. Pero, tal como desde siempre tenía dispuesto mi padre, ese tiempo de solaz ya se acabó.
Veo de nuevo a los dos jóvenes que, con las manos entrelazadas, avanzan ya por la yerma superficie de Amasia. Y mientras ellos caminan hacia la nueva Tierra Prometida, yo, acunado aún en este palpitante mar de aguas cálidas, en medio de esta noche roja que ya agoniza, al fin sé quien soy. El maestro tenía razón: el arrullo de su canto acaba de despertar mi consciencia. Yo soy el otro, el nonato: ¡el hijo de Eón!
Morir bajo la piedra
y en la noche
es demasiado
para una sola muerte.
(de E. R.)
Veo a los dos jóvenes, cogidos de la mano, caminando hacia la desolación. Pero solo escucho la voz de ella. El maestro tenía razón. Ahora lo sé. Yo soy el otro, el nonato. Y desde este palpitante mar de aguas cálidas, rodeado de la roja noche que ya agoniza, me propongo recordar mis días, llenos de verdor, niebla y hollín, en Noigas, un pueblecito minero del norte de Iberia...
He sido niño otras muchas veces, pero ninguna de mis infancias ha dejado en mí una huella tan hermosa, al tiempo que tan triste, como la que me dejó mi niñez en el valle del Nelsos. Un río de aguas cristalinas hasta llegar a Noigas, pero que se vuelven oscuras y untuosas una vez han rebasado las balsas de la mina. Una garganta de la que escapar no es posible porque los caminos se desvanecen cuando lo hace la niebla. Una cuenca minera donde morir bajo la piedra y en la noche forma parte de la propia vida. Y a escasos metros de los negruzcos tesos que dan sombra a Pozo Travieso el yacimiento del que viven todos en Noigas, nacieron ellos, en una casa desvencijada y polvorienta, indistinguible de cualquier otra del pueblo. Hijos y nietos de mineros: él, el rampero que se tragó la tierra cuando solo tenía catorce años y las uñas ya ennegrecidas; ella, su hermana mayor, la muchacha de los ojos blancos como dos balcones abiertos a la nada y la voz pequeña.
Cuando él era muy niño, de aquel mundo de raíces y topos, de aquel laberinto de túneles en el que el viento nunca entraba, su padre le trajo un carbón como regalo de cumpleaños. Le explicó que, si lo miraba con fijeza, más allá de su brillante superficie, descubriría un frondoso bosque lleno de animales salvajes. Porque, antes que trozo de carbón, aquello había sido un helecho gigante a cuya sombra descansaban los lagartos y en cuyas ramas se posaban enormes libélulas. Un regalo traído justo la víspera de que la sirena de la mina sonara, su padre se convirtiera en el recuerdo de los besos que ya no recibía y el niño perdiera la sonrisa. Pasaron los años y, como el resto de los adolescentes del valle, comenzó a bajar a la mina con el miedo como eterno compañero, mas también arrastrado por un impulso parecido a la esperanza. Bajaba, pues, ilusionado, como si buscara descubrir cada día un nuevo silencio en medio de las tinieblas. Un muchacho con una infancia gris y solitaria, que había crecido sin otra compañía que la de su hermana y al que, sin embargo, la sangre le corría por las venas con un murmullo parecido a la risa.
El día de su desaparición, el rampero se hallaba paleando carbón en una galería del nivel ocho, el más profundo e insalubre de todos. Hubo un temblor de tierra, sonó la alarma y el resto de los mineros acudieron al refugio de emergencia, pero el joven no lo hizo. Pasado el peligro, fueron en su busca y, pese a que en el nivel ocho no había ningún desperfecto, el muchacho había desaparecido sin dejar rastro. Entretanto, arriba, al notar que la tierra temblaba, la hermana se quedó muy quieta, expectante. Luego, en cuanto la sirena de la mina avisó, lanzó un terrible alarido y comenzó a correr en dirección a Pozo Travieso. Pero antes de llegar a la boca de la mina se detuvo en seco y sus ojos se convirtieron en dos balcones mirando a la nada: estaba teniendo una visión. Las lágrimas corrieron raudas por su rostro, pero ni siquiera ella misma supo si eran de alegría, porque su hermano se había librado por fin de la mina, o de pena, porque se había quedado sin su compañía.
Cuando contó lo que había visto, afirmando que su hermano estaba vivo, solo que atrapado en una inmensa burbuja de aire, donde la tierra se entremezclaba con el agua y había multitud de árboles y animales gigantescos, nadie la creyó. Lo único, el maestro de Noigas que comentó en la taberna que la descripción de la niña no le sonaba del todo fantasiosa, puesto que coincidía en parte con lo que él les enseñaba en la escuela sobre el periodo carbonífero. Lógicamente, a sus iletrados paisanos aquello les sonó a música celestial, si bien empezaron a difundir por el pueblo el rumor de que la muchacha había visto a su hermano vivo, en el interior de una cueva muy antigua que había bajo el nivel ocho de la mina. Y mientras su visión era pábulo de murmuraciones, la muchacha le fue perdiendo el gusto a las palabras y su voz se fue volviendo cada vez más pequeña.
Pasaron los meses y, estando el pueblo en fiesta, también ella desapareció. Los últimos en verla afirmaron que caminaba en medio de la niebla en dirección a Pozo Travieso. Convencida de que su hermano no estaba muerto, la joven debía haber bajado a la mina a buscarlo y quizás luego ya no fue capaz de dar con la salida. Como la vez anterior, rastrearon a fondo todas las galerías, especialmente las del nivel ocho, y no encontraron ni rastro de la muchacha. Por extraño que parezca, la noticia se escapó del valle, abriéndose paso entre la niebla, y llegó hasta la mismísima Vetusta. El propietario de Pozo Travieso tuvo miedo de que las autoridades dieran crédito a aquella patraña, de que había dos jóvenes vivos atrapados en una cueva bajo el suelo de su mina, y eso pudiera ir en detrimento de la explotación, por lo que contrató a unos técnicos especialistas en detectar heterogeneidades sedimentarias, como las temidas bolsadas de grisú. Transportaron hasta Noigas una moderna ecosonda, un sismómetro, un gravímetro y otros muchos artilugios, todos ellos de última generación, con el propósito de auscultar el corazón de la tierra. Y por unos días, los ancianos del pueblo, los escasos supervivientes del carbón, dejaron de dormitar al sol de sus recuerdos mineros y se convirtieron en vigilantes recelosos de lo que hacían los técnicos.
Las mediciones científicas corroboraron la existencia de una discontinuidad en la estructura del terreno debajo del nivel ocho de la mina. Las gráficas dibujadas por los diferentes instrumentos sugerían la presencia de una gran bolsada de gas que, de acuerdo con su hipotética composición similar a la de una atmósfera terrestre enriquecida con oxígeno, no se podía descartar que fuera compatible con la vida. Pero estaba a demasiada profundidad y no había ninguna posibilidad de llegar hasta ella y tomar muestras para confirmar tan aventurada suposición. Y por la misma causa, no resultaba verosímil que los desaparecidos se hallaran en su interior. Con todo, hubo un sesudo científico, a la sazón catedrático de física en la Universidad de Vetusta, cuya vanidad le llevó a explicar la incomprensible desaparición de los niños mineros como fruto de un dislate espaciotemporal oculto en el subsuelo de Pozo Travieso. Estaba muy en boga la teoría M y el sabio de provincias no quiso ser menos, anunciando el descubrimiento de un nuevo tipo de micro agujero de gusano. Una cuerda cerrada, libre en el interior de la litosfera, cuya pulsátil vibración calmaba de vez en cuando el caos de las partículas, creando una ranura de paso entre los túneles de la mina y la misteriosa burbuja del subsuelo. Que el origen de la bolsada fuera de una época más o menos remota, en opinión del físico, era un detalle menor.
Mas el sesudo de Vetusta no fue el único en elaborar una teoría para explicar la desaparición de los niños en el interior de Pozo Travieso. Porque, cuando en algunas de las neblinosas mañanas de Noigas, desde la ventana de la escuela, intuíamos en la bocamina la sombra de la muchacha desaparecida, una mezcla de miedo, incertidumbre y curiosidad hacía que nos revolviéramos inquietos en los asientos. Y en cuanto el maestro notaba nuestro desasosiego, se ponía en pie, se dirigía al armario del fondo de la clase y sacaba de su interior el mural de La Historia de la Tierra, donde estaban representadas todas las vicisitudes sufridas por los continentes desde millones de años atrás. A continuación, lo colgaba en la pizarra, aunque no sé muy bien con qué intención, puesto que de inmediato se colocaba justo delante del panel, cerraba los ojos y nos invitaba a que también nosotros lo hiciéramos, argumentando que no había mejores ojos para ver las cosas que los de la imaginación. Y una vez todos habíamos dejado atrás la neblinosa mañana tal cual ahora yo he hecho con la roja noche que me envuelve, con voz emocionada y campanuda, y un vocabulario que no siempre conocíamos bien, el maestro nos hacía viajar a lugares tan remotos y fascinantes que, por unos minutos, nos olvidábamos de la negritud sin esperanza que era nuestro futuro en Noigas.
Imaginaos, niños, que hemos viajado en el tiempo hasta hace 300 millones de años y que, a vista de pájaro, contemplamos la superficie de la Tierra. ¡Mirad, mirad la telúrica danza de las tres hijas parricidas de Rodinia! Armórica, la más pequeña y revoltosa de las tres, se está curvando para acoplarse con Laurasia, que con sus sensuales entrantes y salientes la atrae. Ya se han tocado y, al hacerlo, ¡fijaos cómo tiembla el suelo de la Tierra! Las compuertas del cielo se han abierto y una lluvia generosa está cayendo. Una lluvia que no cesará hasta que la superficie de las siamesas se vuelva verde y exuberante. Estamos en el trópico, en un ambiente cálido y húmedo. Prolifera la vida vegetal. La atmósfera se vuelve rica en oxígeno y todos los seres vivos crecen con desmesura. ¡Atentos, niños, ahí está el carbón que dentro de poco vuestras manos sacaran de Pozo Travieso! ¿No lo reconocéis? Todavía es verde y da sombra, pero muy pronto quedará sepultado bajo tierra y se volverá negro como una noche sin luna…Pero no os olvidéis que, entretanto, al sur, muy al sur, sobre el gélido y desolado casquete polar en que se ha convertido Gondguana, el mayor de los vástagos de la desmembrada Rodinia, el viento no para de soplar y, al colarse entre las oquedades del hielo, se convierte en un lamento. Es Gondguana que se siente sola y abandonada. El fondo del océano la escucha y, compadecido de su soledad, hace un ímprobo esfuerzo para acercarla a sus dos hermanas tropicales. Hunde el borde de su manto y comienza a deslizarlo bajo el de las siamesas. Las distancias se acortan y, por falta de espacio, las superficies se repliegan, especialmente la de la diminuta Armórica, que ha quedado aprisionada entre sus grandullonas hermanas. Y allí, en el corazón de la naciente Pangea, atrapadas entre los convulsos pliegues de la que fue Armórica, descubriremos ya las primeras semillas del granero de Eón, dios del tiempo eterno y de la prosperidad, con las que dentro de 500 millones de años es decir, 200 millones de años a partir de ahora, aclara el maestro para evitar cualquier confusión tiene planeado reverdecer la yerma Amasia. Los propágulos se enraizarán poco a poco y, un buen puñado de milenios después, la superficie de la Tierra recobrará la vistosidad y el verdor que nunca debió perder. Y entre la amplia variedad de criaturas que, emergidas del subsuelo, pronto empezarán a pulular sobre la desértica superficie de Amasia, sin duda estará también ella, la mirada fija en lontananza, una sonrisa en los labios y las manos apoyadas en el vientre. Se aclarará, por fin, su adormecida garganta y, con una voz que ya nunca más será pequeña, la nueva Eva entonará una nana al hombre nuevo, al todavía nonato Homo sapiens sempervirens... Sí, niños, las semillas que devolverán entonces el esplendor a nuestro ya devastado planeta serán precisamente de cuando el carbón era aún verde y daba sombra a gigantescas criaturas...
Ahora ya no tengo la menor duda. Soy el otro, el todavía nonato. Pero también el que asistió al incierto nacimiento del Vaalbará, sobre cuya superficie vieron la luz las primeras bacterias. Luego caminé por la gélida Rodinia y dejé mis huellas en algunas de sus altas cumbres. Tampoco me perdí el malogrado parto de Pannotia. Ni la alegría de las tres hermanas cuando se fundieron en estrecho abrazo para convertirse en la joven y convulsa Pangea, sobre cuya superficie, miles de años después, cabalgaría a lomos de mi inseparable dinosaurio. Y más tarde, cuando Pangea, ya desertificada, se escindió de nuevo, ambos elegimos quedarnos en Iberia, a cuyas playas más septentrionales acudíamos a ver los amaneceres de luna llena. Mi compañero murió pronto y, huyendo de mi soledad, acabé en Noigas. Después ocurrió la gran catástrofe nuclear en cadena y la superficie del planeta se volvió monótona y oscura. Mi padre decidió, entonces, que me cobijara en las entrañas de la tierra, en este oasis de verdor y prosperidad. Nada más llegar, los reconocí. Eran los dos hermanos desaparecidos en el interior de Pozo Travieso. Esos de los que nos solía hablar el maestro en las neblinosas mañanas de Noigas. Él, el rampero al que la sangre le corría por las venas con un murmullo parecido a la risa; ella, la muchacha de los ojos blancos como dos balcones mirando a la nada y la voz pequeña. Hemos compartido tiempos de bonanza y ociosidad, viviendo como privilegiados en este arcano paraíso -de cuando el carbón era verde y daba sombra, que diría el maestro de Noigas-. Pero, tal como desde siempre tenía dispuesto mi padre, ese tiempo de solaz ya se acabó.
Veo de nuevo a los dos jóvenes que, con las manos entrelazadas, avanzan ya por la yerma superficie de Amasia. Y mientras ellos caminan hacia la nueva Tierra Prometida, yo, acunado aún en este palpitante mar de aguas cálidas, en medio de esta noche roja que ya agoniza, al fin sé quien soy. El maestro tenía razón: el arrullo de su canto acaba de despertar mi consciencia. Yo soy el otro, el nonato: ¡el hijo de Eón!
Morir bajo la piedra
y en la noche
es demasiado
para una sola muerte.
(de E. R.)