Un presente mejor - Tanisfer
Publicado: 14 Oct 2012 21:47
Un presente mejor
Derek Kinghaw era un hombre con mala suerte. Lo sabían sus hijos, su mujer, sus amigos y los pocos compañeros del laboratorio que todavía se atrevían a hablarle. Lo habían sabido sus propios padres, incluso antes del día de su nacimiento, y durante toda su infancia sus hermanos se habían empeñado en recordarle, una y otra vez, que ellos también lo sabían. Lo sabían todos excepto él mismo. Lo sabía, en fin, cualquiera que le conociera y pronto, muy a su pesar, también habría de saberlo el mundo entero.
A lo largo de la historia siempre han existido extraños personajes a los que, como a Derek, la Fortuna parece haberles vuelto el rostro. Seres malditos por los dioses cuyos continuos reveses acaban influyendo para siempre en toda la humanidad. El curioso cúmulo de infortunios que acarreara la derrota de Napoleón en Waterloo; la muerte caricaturesca que sufriera Federico I sobre el final de su campaña; y, por sobre todas las cosas, el misterioso veneno que sofocó los sueños de gloria de Alejandro, son, justamente, claros ejemplos de cómo la desgracia de un simple ser humano puede cambiar las vidas de cientos de millones.
Sin embargo, y pese a ello, Derek estaba a punto de demostrar que su mala suerte superaba a todas las precedentes.
Sus intenciones siempre habían sido buenas, claro está, y sus ideales nunca habían dejado de ser altruistas. Era un ser filántropo, generoso y desinteresado, virtudes estas que ninguno de los pocos biógrafos que han quedado con vida pudo negar jamás; pero cada acción que realizaba, cada empresa que acometía, cada camino que se trazaba acababa, invariablemente, por conducir al fracaso. Vitam regit fortuna, non sapientia, como decía el antiguo Cicerón.
Derek era también un científico brillante, un lector pertinaz, un consumado historiador y un matemático de primera y, como tal, descreía de todo cuanto su razón no podía explicar. Cada vez que alguien se atrevía a mencionar la posibilidad de que hubiera nacido bajo el influjo de alguna mala estrella él, cartesiano y estoico como era, se limitaba a encogerse de hombros y esbozaba una irritante sonrisita de condescendencia.
En cierto modo, y por muy inteligente que fuera, su impertérrita adoración por el racionalismo a ultranza le impedía darse cuenta del extraño modo en que el destino parecía ensañarse con cada uno de sus proyectos. Era, en fin, la clase de hombre que Hobbes tenía en mente al momento de emitir su sentencia inmortal: Homo Hominis Lupus.
A pesar de esto, y en su defensa, debemos decir que también había contribuido en su sino trágico el siglo que le tocara en suerte.
Corría el año 2175, la carrera espacial acababa de culminar en tragedia y el mundo tal como alguna vez había sido conocido se hundía en una espiral de autodestrucción. O, para ser más precisos, se estaba yendo a la mismísima mierda.
La guerra entre el Entente Oriental y la Confederación de Estados Independientes del Sud se encontraba en un punto muerto. Miles de refugiados morían todos los días por culpa del hacinamiento, las enfermedades y los odios raciales; y, mientras tanto, las fuerzas especiales de la República Anglosajona que hubieran podido resolverlo todo con su mera presencia, desoían los pedidos de quienes ansiaban la paz, sin decidirse a intervenir en la contienda. Al cónsul de este gobierno, según decían las malas lenguas, no le importaban ni lo más mínimo cuántas vidas humanas se perdieran siempre y cuando él pudiera sacar tajada.
Además, como bien sostenían las corrientes más obcecadas, vidas humanas eran justamente lo que sobraban desde hacía más de un siglo, y quizás aquella guerra que involucraba a medio planeta pudiera combatir el hambre con más eficacia que los cultivos de altura y el ganado genéticamente modificado.
Como buen ciudadano anglosajón que era Derek Kinghaw permanecía ajeno a las revueltas, la xenofobia y las matanzas étnicas. Sin embargo, sus sentimientos altruistas le impedían guardar silencio ante aquel orden antinatural de las cosas y, en secreto, comenzó a elucubrar el modo de poner fin a todo aquello.
Su prodigiosa inteligencia, como ya hemos dicho, bordeaba el límite de lo sobrenatural. Los grandes aportes que había realizado a los campos de la física teórica y experimental le habían valido el reconocimiento del mundo entero, y a sus escasos treinta años un sinfín de posibilidades se abría en torno suyo. Hiciera lo que hiciera, comentaban por lo bajo sus colegas, la historia le recordaría; aunque, claro está, ninguno podía prever el amargo guión que el destino le tenía preparado; un papel que en nada tenía que envidiar al del propio Edipo.
El hombre tiene mil planes para uno mismo; el azar sólo uno.
De cualquier modo era tal su brillantez que, tras largos meses de esfuerzo, logró lo que ninguno antes que él: fabricar un dispositivo que le permitiera viajar en el tiempo.
Los fundamentos físicos que le habían permitido desarrollar aquella extraña máquina son demasiado largos y complejos como para exponerlos aquí, pero basta con saber que luego de un par de intentos frustrados, y unos cuantos ratones que jamás regresaron a sus jaulas, dio con el mecanismo que le permitía acelerar el desplazamiento de los fotones con una velocidad mayor a la de la luz.
La máquina, aunque pareciera extraño, tenía forma de reloj pulsera, y era capaz de trasladarlo a cualquier punto de la corriente espacio—temporal que él eligiera.
Llegó entonces el momento de decir cómo aplicar aquel espectacular descubrimiento para beneficio de toda la humanidad.
Tras mucho meditarlo, y mientras las noticias holográficas del mundo hablaban del recrudecimiento de los combates, su vena historiadora lo llevó a pensar que modificando uno o dos sucesos del pasado podría llegar a alterar el actual, y horroroso, estado de las cosas.
Hacia allí fue entonces, y su primera parada coincidió con el año 44 antes de Cristo.
Era la noche del decimocuarto día de Martius, y en aquel momento Julio Cesar, autoproclamado Dictador Vitalicio, regresaba a su casa rodeado por lo más selecto de su guardia personal.
Antes de partir Derek se había vestido con los ropajes de la época, y sin mucho pensarlo se cruzó en el camino del vencedor de los galos.
—Cesar, ten cuidado —le advirtió en un perfecto latín fruto de varios días de prácticas—. Los Idus de Marzo serán tu perdición. Brutus planea asesinarte…
El líder de los romanos le oyó, de eso Derek estaba seguro, pero siguió caminando sin hacer ningún caso de sus palabras.
Al día siguiente amaneció soleado. Derek había pasado la noche bebiendo vino aguado en una taberna de mala muerte donde se juntaban prostitutas y estibadores, y sus reflejos aquel día no estaban muy agudizados.
Con pasos temblorosos se acercó al gigantesco edificio del foro, y allí esperó en silencio. La mañana avanzaba lentamente, y el perfume de los hornos al ponerse en marcha se entremezclaba con el nauseabundo olor de las cloacas de la ciudad sometiendo a prueba incluso a los estómagos más resistentes. Todo en aquel lugar, pensó Derek cabizbajo, hedía a muerte.
De repente los vítores del pueblo le advirtieron que algo sucedía. Con la mente aun entumecida por el alcohol y los movimientos torpes de aquel que experimenta por primera vez la resaca, el dulce regalo de Baco, alzó la cabeza y vio que Julio Cesar se acercaba a él enfundado en su toga de Sumo Pontífice.
—Los idus de Marzo ya han llegado. —Le dijo el vencedor de Pompeyo sonriendo de un modo extraño.
—Si —contestó con tristeza Derek—, pero aun no han terminado. —Y se quedó viendo con semblante resignado como Bruto y los demás se llevaban a Cesar hacia su destino final.
Lo que Derek no podía saber es que Julio Cesar, atemorizado por su súbita aparición nocturna y sus engañosas palabras de vidente, se había desprendido de su guardia personal ordenándole que vigilaran todos y cada uno de los pasos de aquel extraño personaje.
Con lo cual, en conclusión, Derek tuvo que asistir impotente al espectáculo del asesinato de quien hubiera podido ser el máximo gobernante del mundo, sin poder hacer nada para evitarlo.
En el momento mismo en que Cesar cayó al suelo cubierto de rojas puñaladas y pronunció su famosa frase: “Tu quoque, Brute, filii mei!”, nuestro viajero temporal decidió que ya había visto suficiente, y accionando con pesar el mecanismo que llevaba en su muñeca regresó al tiempo presente.
Su segundo intento fue aún más espectacular que el primero. Durante varios días se informó de todo lo referido al viaje de Cristóbal Colón y, con una paciencia digna de mejor causa, aprendió los principios básicos de la navegación.
Esta vez el año elegido para su salto temporal fue 1492, y disfrazado de época decidió aparecerse a bordo de La Pinta.
Su plan era tan sencillo como eficaz: aprovechar un descuido de la tripulación para sabotear el barco de modo tal que este se hundiera o, al menos, debiera regresar al Viejo Continente, evitando así el descubrimiento del Nuevo Mundo.
Sin embargo, lo más atractivo de la desgracia es que siempre inventa algo nuevo y, una vez más, su mala suerte dijo presente. En contra de todo lo previsto los soldados de Pinzón lo sorprendieron in fraganti, mientras trataba de realizar un boquete en la sentina.
Salvó su vida, pero de milagro. Dijo llamarse Rodrigo de Triana y, tras un juicio sumario, lo despojaron de todas sus pertenencias, incluido aquel pequeño reloj de pulsera que le permitía desplazarse por el continuo espacio—temporal, y lo confinaron en el poste más alto del barco. Su única esperanza de salvar el pellejo, le dijeron, residía en ser el primero en descubrir las tierras de la India.
Largos días pasó el pobre Derek encadenado al nido de cuervos, sufriendo las inclemencias del tiempo y padeciendo los tormentos que le provocaban el hambre y la sed hasta que por fin, durante la mañana fría y ventosa del 13 de octubre, nuestro infortunado viajero temporal atisbó su salvación.
—¡Tierra! ¡Tierra a la vista! –gritó desesperado en un español por demás rudimentario.
Cuando lo desataron Derek aprovechó la inmensa batahola que había provocado su anuncio para recuperar sus posesiones y retornar al año 2175 en el cual, por muy mal que fueran las cosas, todos sabían que la Tierra era redonda y el no bañarse a diario estaba socialmente condenado.
Pese a ser alguien con tanta mala fortuna Derek tenía un tesón de hierro, y lejos de darse por vencido con sus anteriores fracasos comenzó a planificar el tercer viaje.
El primero, reflexionó con la lógica de quien ha leído a Aristóteles, tenía por objeto perpetuar a César en el poder, evitando así la transformación de Octavio en Augusto y el inicio del imperio romano. Si Julio Cesar no moría asesinado, había reflexionado Derek, jamás se produciría la batalla de Accio y, tras la muerte por vejez del dictador, las gloriosas instituciones de la República Romana estarían más o menos salvaguardadas.
Con su segundo viaje, en cambio, había intentado ir mucho más allá, suponiendo que si impedía el descubrimiento de América las tres grandes potencias de su siglo jamás podrían formarse. Después de todo, según la teoría del Caos el simple aleteo de una mariposa era capaz de producir los tsunamis más aterradores.
Fallidos sus dos primeros intentos nuestro viajero temporal decidió jugársela a por todas en su tercer salto, se incitó a sí mismo con aquella ya clásica frase de Virgilio: Audentes Fortuna Iuvat, y transportó su materia al Viejo Sur, pocos años antes de que estallara la Guerra de la Secesión estadounidense.
Allí, con paciencia de hormiga, estableció los lazos necesarios para crear una logia cuya misión principal era el asesinato del futuro presidente Abraham Lincoln. “Si la guerra nunca ocurría”, había reflexionado previamente, “los yankees no podrían hacerse con el poder; Estados Unidos de América permanecería dividida y jamás se convertiría en la potencia que una vez había llegado a ser y, tres siglos después, la Republica Anglosajona fenecería incluso antes de nacer.”
La idea, a priori, era tan buena como las anteriores, pero una vez más no contaba con el oscuro sino que parecía perseguirlo.
Pocos días antes de que el atentado se concretara uno de los confabulados fue metido en la cárcel por un disturbio en una taberna y allí, con la cobardía propia de quienes planifican un crimen a traición, confesó todo cuanto habían estado planeando.
Al enterarse de esto la logia se disolvió con más prisas incluso que al formarse y Derek, curado de espanto por su experiencia anterior, no se demoró ni un segundo de más en accionar el interruptor que lo trasladó nuevamente a su tiempo presente.
El hecho de que algunos años más tarde John Wilkes Booth, hijo de uno de los confederados reclutados por Derek, pusiera en práctica el plan que su padre trazara tiempo atrás y asesinara a Lincoln durante una función de teatro fue, sin lugar a dudas, una amarga burla del destino.
De cualquier modo, y empero a esto, el caso es que Derek retornó al año 2175 decepcionado profundamente con sus devaneos temporales.
El pasado, comprobó con amarga desilusión, permanecía siempre inalterable. Hiciera lo que hiciera no lograba alterar el curso de la historia.
Sin embargo, y como ya hemos dicho, Derek era un hombre perseverante. De hecho, en él se aunaban esas extrañas virtudes de constancia, empeño y obstinación que habían llevado a sujetos como Aníbal o Wellington a hacerse un lugar propio entre las páginas de la Historia.
“Ya que no puedo afectar los acontecimientos del pasado”, pensó mientras se bebía una copa de aquel vino al que se había vuelto aficionado tras su paso por Roma, “viajaré al futuro, observaré el rumbo que ha tomado el mundo y cuando regrese veré de qué modo se puede evitar el amargo mañana que, seguramente, habrá de tocarnos en suerte”.
Súbitamente animado por esta decisión configuró su dispositivo temporal de modo tal que le permitiera saltarse cien años en el tiempo, e inició su cuarto y último viaje.
El paisaje con el que se encontró a su llegada era francamente desolador. Ni siquiera sus previsiones más amargas lo habían preparado para aquel triste espectáculo.
La ciudad entera de Nueva York se había transformado en un cementerio viviente y, como luego habría de comprobar en las semanas subsiguientes, el mismo camino habían seguido todas las grandes metrópolis del continente.
Desconcertado y abatido por este hallazgo, inició un lento peregrinaje por aquel mundo destruido, y en su camino observó cosas que lo dejaron sin aliento.
Fuera a donde fuera todo parecía haberse convertido en un interminable erial desértico. Los edificios se encontraban derruidos, las granjas y los campos quemados y la tierra misma parecía haber muerto para siempre. Los vientos salvajes barrían el suelo, arrastrando consigo pequeños escombros, la rojiza luz del cielo iluminaba la tierra, y el calor era insoportable. Aquí y allá se podía ver estructuras devastadas, fragmentos de chatarra consumidos por el óxido y pequeñas bandas de maleantes que se dedicaban a robar, matar y violar a cuanto ser se les cruzara por delante.
En un curioso golpe de suerte, impropio en él, su camino se cruzó con el de una pequeña tribu que se escondía en lo más profundo de una cueva.
Tras lograr ganarse su confianza fueron ellos los que le contaron como el mundo había acabado por hundirse en aquella espantosa degradación.
Todo había comenzado, le dijo la anciana del pequeño clan, con la gran peste. Una enfermedad terrible que mataba a cuatro de cada cinco personas y había diezmado la población de todos los continentes. Los gobiernos se habían visto impotentes para frenar el avance de este extraño virus y pronto la violencia, la delincuencia y la anarquía se habían adueñado de las calles.
El por qué algunos sobrevivieron era un misterio que jamás nadie logró explicar. Lo más probable era que fueran portadores también ellos de la epidemia pero, por un extraño azar de sus células y sus combinaciones genéticas, ésta no lograba afectarles.
Entre los supervivientes los más inteligentes y precavidos huyeron al campo, y los que no se disputaron durante años el control de las ahora abandonadas calles, desatando así un verdadero reinado de terror que mostraba hasta que punto era capaz de mancillarse la raza humana.
A éstos la anciana los llamaba con el nombre de “carroñeros”, y cada vez que se acordaba de ellos el terror le hacía temblar la voz y las lágrimas afloraban en su rostro.
Fueron varios días los que nuestro viajero temporal se quedó al lado de aquellos proscriptos, aprendiendo más de sus costumbres y tratando de asimilar el por qué de su situación actual y ellos, cándidos e ingenuos, le dejaron hacer. De haber sabido sobre el sino trágico que acechaba a Derek sin lugar a dudas lo hubieran echado sin mayores contemplaciones.
Una oscura noche de invierno, mientras el frío y la niebla se filtraban por las entradas de la cueva, una partida de carroñeros descubrió su posición y tomó por asalto el refugio.
Los hombres de la tribu poco y nada pudieron hacer para defenderse de aquellos salvajes mejor armados y acostumbrados a la violencia y, en su gran mayoría, fueron rápidamente asesinados.
Éstos fueron los que tuvieron suerte; los que no fueron atados y encadenados en torno a grandes piras y debieron contemplar lo que aquellos infames bárbaros hacían con sus mujeres.
Derek mismo fue atrapado y puesto en fila con los demás, pero en un descuido de sus carceleros logró zafarse de sus ataduras y accionar el mecanismo que llevaba en su muñeca.
Sin embargo no fue lo suficientemente rápido. Uno de los tantos carroñeros que esperaban su turno para divertirse con las doncellas de la tribu, vio por el rabillo del ojo lo que nuestro viajero temporal hacía y se abalanzó sobre él, revolcándose ambos en un combate cuerpo a cuerpo sobre el ensangrentado suelo.
Derek escupió sangre. “Esto no me puede estar pasando”, se dijo a si mismo mientras luchaba por su vida. “No es justo, maldita sea, no es nada justo”, pero la existencia desde la gran peste era cualquier cosa menos justa.
Aquel fue el momento preciso en que nuestro viajero del tiempo comprendió, con el fatalismo de Diderot, que verdaderamente el destino parecía haberse ensañado con él.
Finalmente, y casi por casualidad, Derek consiguió sacarse de encima a aquel salvaje y su máquina de tiempo lo regresó nuevamente al año 2175.
Lo primero que hizo al regresar fue vomitar todo cuanto llevaba en el estómago y luego, algo más calmado, se echó a llorar con el recuerdo aun muy vívido de todo cuanto había visto.
Largas horas estuvo haciendo catarsis, hasta que finalmente comprendió que sus lágrimas eran inútiles. Desolado y deprimido se dirigió al baño para darse una ducha de aire que lo despojara de la mala experiencia vivida y, al contemplarse en el espejo, el pánico invadió su mente: un tenue hilillo de sangre le resbalaba por el cuello allí donde el carroñero lo había mordido.
Consternado se fregó rápidamente con un desinfectante y se embutió cuantas pastillas de antibióticos encontró a su paso, sin embargo ya era demasiado tarde. “Yo he hecho lo que he podido”, se dijo a sí mismo en sus horas finales emulando a Quevedo, “Fortuna lo que ha querido”.
Y es que Derek Kinghaw era, como ya hemos dicho, un hombre con mala suerte. Lo sabían sus hijos, su mujer, sus amigos y los pocos compañeros del laboratorio que todavía se atrevían a hablarle. Lo habían sabido sus propios padres, incluso antes del día de su nacimiento, y durante toda su infancia sus hermanos se habían empeñado en recordarle, una y otra vez, que ellos también lo sabían. Lo sabían todos y, sobre el final, lo supo él mismo. Lo sabía, en fin, cualquiera que le conociera y en aquel mismo instante comenzó a comprenderlo el mundo entero.
Cinco días luego de su muerte el gobierno de la Republica Anglosajona decretaba la emergencia médica y, apenas una semana más tarde, la pandemia ya se había extendido por todo el mundo. Cuatro de cada cinco personas morían todos los días, y pronto la mecha del caos prendió fuego en la sociedad.
En tan sólo seis meses la humanidad había sido extinguida casi por completo y los escasos sobrevivientes se entregaban a las más perversas depravaciones.
El nombre de Derek pasó a la historia como el culpable del mayor genocidio de todos los tiempos; se compusieron canciones donde se le maldecía, se contaron historias acerca de su maldad sin nombre y, en menos tiempo de lo que se tarda en derribar un imperio, de su sueño de un presente mejor no quedó ni el recuerdo.
Los hombres, dijo alguna vez Eduard Morike, guían su coche hacia donde les place, pero entre las ruedas gira insensiblemente la pelota que han querido esquivar, y en este sentido nuestro viajero del tiempo no era la excepción.
No importaba lo que Derek hiciera, ni lo que pensara o soñara, porque, al fin y al cabo, durante toda su vida no había sido otra cosa que un ser humano maldecido por la mala suerte.
Derek Kinghaw era un hombre con mala suerte. Lo sabían sus hijos, su mujer, sus amigos y los pocos compañeros del laboratorio que todavía se atrevían a hablarle. Lo habían sabido sus propios padres, incluso antes del día de su nacimiento, y durante toda su infancia sus hermanos se habían empeñado en recordarle, una y otra vez, que ellos también lo sabían. Lo sabían todos excepto él mismo. Lo sabía, en fin, cualquiera que le conociera y pronto, muy a su pesar, también habría de saberlo el mundo entero.
A lo largo de la historia siempre han existido extraños personajes a los que, como a Derek, la Fortuna parece haberles vuelto el rostro. Seres malditos por los dioses cuyos continuos reveses acaban influyendo para siempre en toda la humanidad. El curioso cúmulo de infortunios que acarreara la derrota de Napoleón en Waterloo; la muerte caricaturesca que sufriera Federico I sobre el final de su campaña; y, por sobre todas las cosas, el misterioso veneno que sofocó los sueños de gloria de Alejandro, son, justamente, claros ejemplos de cómo la desgracia de un simple ser humano puede cambiar las vidas de cientos de millones.
Sin embargo, y pese a ello, Derek estaba a punto de demostrar que su mala suerte superaba a todas las precedentes.
Sus intenciones siempre habían sido buenas, claro está, y sus ideales nunca habían dejado de ser altruistas. Era un ser filántropo, generoso y desinteresado, virtudes estas que ninguno de los pocos biógrafos que han quedado con vida pudo negar jamás; pero cada acción que realizaba, cada empresa que acometía, cada camino que se trazaba acababa, invariablemente, por conducir al fracaso. Vitam regit fortuna, non sapientia, como decía el antiguo Cicerón.
Derek era también un científico brillante, un lector pertinaz, un consumado historiador y un matemático de primera y, como tal, descreía de todo cuanto su razón no podía explicar. Cada vez que alguien se atrevía a mencionar la posibilidad de que hubiera nacido bajo el influjo de alguna mala estrella él, cartesiano y estoico como era, se limitaba a encogerse de hombros y esbozaba una irritante sonrisita de condescendencia.
En cierto modo, y por muy inteligente que fuera, su impertérrita adoración por el racionalismo a ultranza le impedía darse cuenta del extraño modo en que el destino parecía ensañarse con cada uno de sus proyectos. Era, en fin, la clase de hombre que Hobbes tenía en mente al momento de emitir su sentencia inmortal: Homo Hominis Lupus.
A pesar de esto, y en su defensa, debemos decir que también había contribuido en su sino trágico el siglo que le tocara en suerte.
Corría el año 2175, la carrera espacial acababa de culminar en tragedia y el mundo tal como alguna vez había sido conocido se hundía en una espiral de autodestrucción. O, para ser más precisos, se estaba yendo a la mismísima mierda.
La guerra entre el Entente Oriental y la Confederación de Estados Independientes del Sud se encontraba en un punto muerto. Miles de refugiados morían todos los días por culpa del hacinamiento, las enfermedades y los odios raciales; y, mientras tanto, las fuerzas especiales de la República Anglosajona que hubieran podido resolverlo todo con su mera presencia, desoían los pedidos de quienes ansiaban la paz, sin decidirse a intervenir en la contienda. Al cónsul de este gobierno, según decían las malas lenguas, no le importaban ni lo más mínimo cuántas vidas humanas se perdieran siempre y cuando él pudiera sacar tajada.
Además, como bien sostenían las corrientes más obcecadas, vidas humanas eran justamente lo que sobraban desde hacía más de un siglo, y quizás aquella guerra que involucraba a medio planeta pudiera combatir el hambre con más eficacia que los cultivos de altura y el ganado genéticamente modificado.
Como buen ciudadano anglosajón que era Derek Kinghaw permanecía ajeno a las revueltas, la xenofobia y las matanzas étnicas. Sin embargo, sus sentimientos altruistas le impedían guardar silencio ante aquel orden antinatural de las cosas y, en secreto, comenzó a elucubrar el modo de poner fin a todo aquello.
Su prodigiosa inteligencia, como ya hemos dicho, bordeaba el límite de lo sobrenatural. Los grandes aportes que había realizado a los campos de la física teórica y experimental le habían valido el reconocimiento del mundo entero, y a sus escasos treinta años un sinfín de posibilidades se abría en torno suyo. Hiciera lo que hiciera, comentaban por lo bajo sus colegas, la historia le recordaría; aunque, claro está, ninguno podía prever el amargo guión que el destino le tenía preparado; un papel que en nada tenía que envidiar al del propio Edipo.
El hombre tiene mil planes para uno mismo; el azar sólo uno.
De cualquier modo era tal su brillantez que, tras largos meses de esfuerzo, logró lo que ninguno antes que él: fabricar un dispositivo que le permitiera viajar en el tiempo.
Los fundamentos físicos que le habían permitido desarrollar aquella extraña máquina son demasiado largos y complejos como para exponerlos aquí, pero basta con saber que luego de un par de intentos frustrados, y unos cuantos ratones que jamás regresaron a sus jaulas, dio con el mecanismo que le permitía acelerar el desplazamiento de los fotones con una velocidad mayor a la de la luz.
La máquina, aunque pareciera extraño, tenía forma de reloj pulsera, y era capaz de trasladarlo a cualquier punto de la corriente espacio—temporal que él eligiera.
Llegó entonces el momento de decir cómo aplicar aquel espectacular descubrimiento para beneficio de toda la humanidad.
Tras mucho meditarlo, y mientras las noticias holográficas del mundo hablaban del recrudecimiento de los combates, su vena historiadora lo llevó a pensar que modificando uno o dos sucesos del pasado podría llegar a alterar el actual, y horroroso, estado de las cosas.
Hacia allí fue entonces, y su primera parada coincidió con el año 44 antes de Cristo.
Era la noche del decimocuarto día de Martius, y en aquel momento Julio Cesar, autoproclamado Dictador Vitalicio, regresaba a su casa rodeado por lo más selecto de su guardia personal.
Antes de partir Derek se había vestido con los ropajes de la época, y sin mucho pensarlo se cruzó en el camino del vencedor de los galos.
—Cesar, ten cuidado —le advirtió en un perfecto latín fruto de varios días de prácticas—. Los Idus de Marzo serán tu perdición. Brutus planea asesinarte…
El líder de los romanos le oyó, de eso Derek estaba seguro, pero siguió caminando sin hacer ningún caso de sus palabras.
Al día siguiente amaneció soleado. Derek había pasado la noche bebiendo vino aguado en una taberna de mala muerte donde se juntaban prostitutas y estibadores, y sus reflejos aquel día no estaban muy agudizados.
Con pasos temblorosos se acercó al gigantesco edificio del foro, y allí esperó en silencio. La mañana avanzaba lentamente, y el perfume de los hornos al ponerse en marcha se entremezclaba con el nauseabundo olor de las cloacas de la ciudad sometiendo a prueba incluso a los estómagos más resistentes. Todo en aquel lugar, pensó Derek cabizbajo, hedía a muerte.
De repente los vítores del pueblo le advirtieron que algo sucedía. Con la mente aun entumecida por el alcohol y los movimientos torpes de aquel que experimenta por primera vez la resaca, el dulce regalo de Baco, alzó la cabeza y vio que Julio Cesar se acercaba a él enfundado en su toga de Sumo Pontífice.
—Los idus de Marzo ya han llegado. —Le dijo el vencedor de Pompeyo sonriendo de un modo extraño.
—Si —contestó con tristeza Derek—, pero aun no han terminado. —Y se quedó viendo con semblante resignado como Bruto y los demás se llevaban a Cesar hacia su destino final.
Lo que Derek no podía saber es que Julio Cesar, atemorizado por su súbita aparición nocturna y sus engañosas palabras de vidente, se había desprendido de su guardia personal ordenándole que vigilaran todos y cada uno de los pasos de aquel extraño personaje.
Con lo cual, en conclusión, Derek tuvo que asistir impotente al espectáculo del asesinato de quien hubiera podido ser el máximo gobernante del mundo, sin poder hacer nada para evitarlo.
En el momento mismo en que Cesar cayó al suelo cubierto de rojas puñaladas y pronunció su famosa frase: “Tu quoque, Brute, filii mei!”, nuestro viajero temporal decidió que ya había visto suficiente, y accionando con pesar el mecanismo que llevaba en su muñeca regresó al tiempo presente.
Su segundo intento fue aún más espectacular que el primero. Durante varios días se informó de todo lo referido al viaje de Cristóbal Colón y, con una paciencia digna de mejor causa, aprendió los principios básicos de la navegación.
Esta vez el año elegido para su salto temporal fue 1492, y disfrazado de época decidió aparecerse a bordo de La Pinta.
Su plan era tan sencillo como eficaz: aprovechar un descuido de la tripulación para sabotear el barco de modo tal que este se hundiera o, al menos, debiera regresar al Viejo Continente, evitando así el descubrimiento del Nuevo Mundo.
Sin embargo, lo más atractivo de la desgracia es que siempre inventa algo nuevo y, una vez más, su mala suerte dijo presente. En contra de todo lo previsto los soldados de Pinzón lo sorprendieron in fraganti, mientras trataba de realizar un boquete en la sentina.
Salvó su vida, pero de milagro. Dijo llamarse Rodrigo de Triana y, tras un juicio sumario, lo despojaron de todas sus pertenencias, incluido aquel pequeño reloj de pulsera que le permitía desplazarse por el continuo espacio—temporal, y lo confinaron en el poste más alto del barco. Su única esperanza de salvar el pellejo, le dijeron, residía en ser el primero en descubrir las tierras de la India.
Largos días pasó el pobre Derek encadenado al nido de cuervos, sufriendo las inclemencias del tiempo y padeciendo los tormentos que le provocaban el hambre y la sed hasta que por fin, durante la mañana fría y ventosa del 13 de octubre, nuestro infortunado viajero temporal atisbó su salvación.
—¡Tierra! ¡Tierra a la vista! –gritó desesperado en un español por demás rudimentario.
Cuando lo desataron Derek aprovechó la inmensa batahola que había provocado su anuncio para recuperar sus posesiones y retornar al año 2175 en el cual, por muy mal que fueran las cosas, todos sabían que la Tierra era redonda y el no bañarse a diario estaba socialmente condenado.
Pese a ser alguien con tanta mala fortuna Derek tenía un tesón de hierro, y lejos de darse por vencido con sus anteriores fracasos comenzó a planificar el tercer viaje.
El primero, reflexionó con la lógica de quien ha leído a Aristóteles, tenía por objeto perpetuar a César en el poder, evitando así la transformación de Octavio en Augusto y el inicio del imperio romano. Si Julio Cesar no moría asesinado, había reflexionado Derek, jamás se produciría la batalla de Accio y, tras la muerte por vejez del dictador, las gloriosas instituciones de la República Romana estarían más o menos salvaguardadas.
Con su segundo viaje, en cambio, había intentado ir mucho más allá, suponiendo que si impedía el descubrimiento de América las tres grandes potencias de su siglo jamás podrían formarse. Después de todo, según la teoría del Caos el simple aleteo de una mariposa era capaz de producir los tsunamis más aterradores.
Fallidos sus dos primeros intentos nuestro viajero temporal decidió jugársela a por todas en su tercer salto, se incitó a sí mismo con aquella ya clásica frase de Virgilio: Audentes Fortuna Iuvat, y transportó su materia al Viejo Sur, pocos años antes de que estallara la Guerra de la Secesión estadounidense.
Allí, con paciencia de hormiga, estableció los lazos necesarios para crear una logia cuya misión principal era el asesinato del futuro presidente Abraham Lincoln. “Si la guerra nunca ocurría”, había reflexionado previamente, “los yankees no podrían hacerse con el poder; Estados Unidos de América permanecería dividida y jamás se convertiría en la potencia que una vez había llegado a ser y, tres siglos después, la Republica Anglosajona fenecería incluso antes de nacer.”
La idea, a priori, era tan buena como las anteriores, pero una vez más no contaba con el oscuro sino que parecía perseguirlo.
Pocos días antes de que el atentado se concretara uno de los confabulados fue metido en la cárcel por un disturbio en una taberna y allí, con la cobardía propia de quienes planifican un crimen a traición, confesó todo cuanto habían estado planeando.
Al enterarse de esto la logia se disolvió con más prisas incluso que al formarse y Derek, curado de espanto por su experiencia anterior, no se demoró ni un segundo de más en accionar el interruptor que lo trasladó nuevamente a su tiempo presente.
El hecho de que algunos años más tarde John Wilkes Booth, hijo de uno de los confederados reclutados por Derek, pusiera en práctica el plan que su padre trazara tiempo atrás y asesinara a Lincoln durante una función de teatro fue, sin lugar a dudas, una amarga burla del destino.
De cualquier modo, y empero a esto, el caso es que Derek retornó al año 2175 decepcionado profundamente con sus devaneos temporales.
El pasado, comprobó con amarga desilusión, permanecía siempre inalterable. Hiciera lo que hiciera no lograba alterar el curso de la historia.
Sin embargo, y como ya hemos dicho, Derek era un hombre perseverante. De hecho, en él se aunaban esas extrañas virtudes de constancia, empeño y obstinación que habían llevado a sujetos como Aníbal o Wellington a hacerse un lugar propio entre las páginas de la Historia.
“Ya que no puedo afectar los acontecimientos del pasado”, pensó mientras se bebía una copa de aquel vino al que se había vuelto aficionado tras su paso por Roma, “viajaré al futuro, observaré el rumbo que ha tomado el mundo y cuando regrese veré de qué modo se puede evitar el amargo mañana que, seguramente, habrá de tocarnos en suerte”.
Súbitamente animado por esta decisión configuró su dispositivo temporal de modo tal que le permitiera saltarse cien años en el tiempo, e inició su cuarto y último viaje.
El paisaje con el que se encontró a su llegada era francamente desolador. Ni siquiera sus previsiones más amargas lo habían preparado para aquel triste espectáculo.
La ciudad entera de Nueva York se había transformado en un cementerio viviente y, como luego habría de comprobar en las semanas subsiguientes, el mismo camino habían seguido todas las grandes metrópolis del continente.
Desconcertado y abatido por este hallazgo, inició un lento peregrinaje por aquel mundo destruido, y en su camino observó cosas que lo dejaron sin aliento.
Fuera a donde fuera todo parecía haberse convertido en un interminable erial desértico. Los edificios se encontraban derruidos, las granjas y los campos quemados y la tierra misma parecía haber muerto para siempre. Los vientos salvajes barrían el suelo, arrastrando consigo pequeños escombros, la rojiza luz del cielo iluminaba la tierra, y el calor era insoportable. Aquí y allá se podía ver estructuras devastadas, fragmentos de chatarra consumidos por el óxido y pequeñas bandas de maleantes que se dedicaban a robar, matar y violar a cuanto ser se les cruzara por delante.
En un curioso golpe de suerte, impropio en él, su camino se cruzó con el de una pequeña tribu que se escondía en lo más profundo de una cueva.
Tras lograr ganarse su confianza fueron ellos los que le contaron como el mundo había acabado por hundirse en aquella espantosa degradación.
Todo había comenzado, le dijo la anciana del pequeño clan, con la gran peste. Una enfermedad terrible que mataba a cuatro de cada cinco personas y había diezmado la población de todos los continentes. Los gobiernos se habían visto impotentes para frenar el avance de este extraño virus y pronto la violencia, la delincuencia y la anarquía se habían adueñado de las calles.
El por qué algunos sobrevivieron era un misterio que jamás nadie logró explicar. Lo más probable era que fueran portadores también ellos de la epidemia pero, por un extraño azar de sus células y sus combinaciones genéticas, ésta no lograba afectarles.
Entre los supervivientes los más inteligentes y precavidos huyeron al campo, y los que no se disputaron durante años el control de las ahora abandonadas calles, desatando así un verdadero reinado de terror que mostraba hasta que punto era capaz de mancillarse la raza humana.
A éstos la anciana los llamaba con el nombre de “carroñeros”, y cada vez que se acordaba de ellos el terror le hacía temblar la voz y las lágrimas afloraban en su rostro.
Fueron varios días los que nuestro viajero temporal se quedó al lado de aquellos proscriptos, aprendiendo más de sus costumbres y tratando de asimilar el por qué de su situación actual y ellos, cándidos e ingenuos, le dejaron hacer. De haber sabido sobre el sino trágico que acechaba a Derek sin lugar a dudas lo hubieran echado sin mayores contemplaciones.
Una oscura noche de invierno, mientras el frío y la niebla se filtraban por las entradas de la cueva, una partida de carroñeros descubrió su posición y tomó por asalto el refugio.
Los hombres de la tribu poco y nada pudieron hacer para defenderse de aquellos salvajes mejor armados y acostumbrados a la violencia y, en su gran mayoría, fueron rápidamente asesinados.
Éstos fueron los que tuvieron suerte; los que no fueron atados y encadenados en torno a grandes piras y debieron contemplar lo que aquellos infames bárbaros hacían con sus mujeres.
Derek mismo fue atrapado y puesto en fila con los demás, pero en un descuido de sus carceleros logró zafarse de sus ataduras y accionar el mecanismo que llevaba en su muñeca.
Sin embargo no fue lo suficientemente rápido. Uno de los tantos carroñeros que esperaban su turno para divertirse con las doncellas de la tribu, vio por el rabillo del ojo lo que nuestro viajero temporal hacía y se abalanzó sobre él, revolcándose ambos en un combate cuerpo a cuerpo sobre el ensangrentado suelo.
Derek escupió sangre. “Esto no me puede estar pasando”, se dijo a si mismo mientras luchaba por su vida. “No es justo, maldita sea, no es nada justo”, pero la existencia desde la gran peste era cualquier cosa menos justa.
Aquel fue el momento preciso en que nuestro viajero del tiempo comprendió, con el fatalismo de Diderot, que verdaderamente el destino parecía haberse ensañado con él.
Finalmente, y casi por casualidad, Derek consiguió sacarse de encima a aquel salvaje y su máquina de tiempo lo regresó nuevamente al año 2175.
Lo primero que hizo al regresar fue vomitar todo cuanto llevaba en el estómago y luego, algo más calmado, se echó a llorar con el recuerdo aun muy vívido de todo cuanto había visto.
Largas horas estuvo haciendo catarsis, hasta que finalmente comprendió que sus lágrimas eran inútiles. Desolado y deprimido se dirigió al baño para darse una ducha de aire que lo despojara de la mala experiencia vivida y, al contemplarse en el espejo, el pánico invadió su mente: un tenue hilillo de sangre le resbalaba por el cuello allí donde el carroñero lo había mordido.
Consternado se fregó rápidamente con un desinfectante y se embutió cuantas pastillas de antibióticos encontró a su paso, sin embargo ya era demasiado tarde. “Yo he hecho lo que he podido”, se dijo a sí mismo en sus horas finales emulando a Quevedo, “Fortuna lo que ha querido”.
Y es que Derek Kinghaw era, como ya hemos dicho, un hombre con mala suerte. Lo sabían sus hijos, su mujer, sus amigos y los pocos compañeros del laboratorio que todavía se atrevían a hablarle. Lo habían sabido sus propios padres, incluso antes del día de su nacimiento, y durante toda su infancia sus hermanos se habían empeñado en recordarle, una y otra vez, que ellos también lo sabían. Lo sabían todos y, sobre el final, lo supo él mismo. Lo sabía, en fin, cualquiera que le conociera y en aquel mismo instante comenzó a comprenderlo el mundo entero.
Cinco días luego de su muerte el gobierno de la Republica Anglosajona decretaba la emergencia médica y, apenas una semana más tarde, la pandemia ya se había extendido por todo el mundo. Cuatro de cada cinco personas morían todos los días, y pronto la mecha del caos prendió fuego en la sociedad.
En tan sólo seis meses la humanidad había sido extinguida casi por completo y los escasos sobrevivientes se entregaban a las más perversas depravaciones.
El nombre de Derek pasó a la historia como el culpable del mayor genocidio de todos los tiempos; se compusieron canciones donde se le maldecía, se contaron historias acerca de su maldad sin nombre y, en menos tiempo de lo que se tarda en derribar un imperio, de su sueño de un presente mejor no quedó ni el recuerdo.
Los hombres, dijo alguna vez Eduard Morike, guían su coche hacia donde les place, pero entre las ruedas gira insensiblemente la pelota que han querido esquivar, y en este sentido nuestro viajero del tiempo no era la excepción.
No importaba lo que Derek hiciera, ni lo que pensara o soñara, porque, al fin y al cabo, durante toda su vida no había sido otra cosa que un ser humano maldecido por la mala suerte.