CN1 - Todo el mundo escucha al señor Grincher - Bagrar
Publicado: 15 Dic 2012 17:44
TODO EL MUNDO ESCUCHA AL SEÑOR GRINCHER
Park Avenue es una calle diferente, tan especial que su verdadero encanto florece
exclusivamente durante las fiestas navideñas, como los rosales en primavera o la lluvia
en abril. El resto del año sus casas, su asfalto y sus vecinos se parecen a cualquier otra
calle. Coches aparcados en doble fila, peatones cruzando en rojo, basura tirada al lado
del contenedor o heces de perros esperando una víctima adecuada. Vaya, lo típico. Sin
embargo en navidad todo esto desaparece para mostrar el verdadero espíritu navideño
de los vecinos residentes en la calle Park Avenue.
La gente que vive allí da lo mejor de si mismo cuando se acercan fechas tan señaladas.
Cada uno adorna su hogar con luces de colores, serpentinas plateadas, simpáticos
muñecos y otros motivos navideños tan típicos en la época. Esos hogares dejan su
sencillez aparcada y pasan a convertirse en palacios ostentosos de un día para otro.
Los generadores se ocultan bajo el canto de largos villancicos, la nieve artificial tiñe
el césped de las casas hasta el último día y Park Avenue se convierte en un gigantesco
diorama de paisajes nórdicamente festivos. Tan magnífico es el espectáculo que familias
enteras se desplazan hasta allí para contemplar la luz de la calle en un ritual que se
repite desde hace ya muchos años. Niños y niñas de tempranas edades se amontonan
inocentes para ver un año más los abetos decorados con luces y estrellas, suplicando que
no desenchufen la corriente hasta muy pasada la medianoche. Los vecinos, orgullosos
de sus obras, se toman al pie de la letra las peticiones de sus admiradores y les inundan
con toda la parafernalia correspondiente. Se inauguran mercadillos donde se venden a
módicos precios cachivaches y postales de recuerdo. La parroquia del vecindario ofrece
día si y día también cantos de coral en medio de la calle a cambio de una limosna.
Entonan los rezos con ilusión y entusiasmo, una costumbre que dura desde que se puso
la primera bombilla, formando un círculo de armonía y fe cristiana. No es de extrañar
que ante tanto derroche Park Avenue fuera conocida y mencionada durante muchos
años. Y se enorgullecen por ello. Sin embargo, hacía tiempo que su gloria ya no era
noticia. Hacía tiempo que la gente se había acostumbrado a sus luces y lo excepcional
había pasado a ser simplemente algo habitual.
Un buen día, hacia finales de un caluroso mes de mayo, coincidió la llegada de dos
nuevos vecinos en el barrio. Había un dicho conocido que decía algo así como: “Un
extraño es un invitado, dos una invasión”. Ese dicho, a priori tan inocente, reflejaba
a la perfección el espíritu conservador del barrio. Los recién llegados no se conocían
entre si y no conocían a su vez a los vecinos, quienes siempre eran reacios a las
novedades. El primero compró la casa situada al principio de la avenida, un humilde
hogar con malas hierbas creciendo en su jardín y dos pisos de vieja construcción con
sus correspondientes ventanas rotas. Se trataba de una casa mal considerada, muchas
veces amenazada de ser derruida por su deterioro. Algunos se reafirmaban en su idea
que se trataba de un nido de ratas foco de infecciones. No obstante, de un día para
el otro fue comprada y ocupada por alguien. Nadie había visto al nuevo vecino y ni
siquiera conocían su nombre. Solo escuchaban el incesante martilleo tras las paredes de
su casa, un olor a barniz lo suficientemente penetrante para tumbar al caniche rosado de
la señora Carringher, y el rasgar de una afilada sierra que daba buena cuenta de varios
tablones de madera. Así pasaron los meses sin que nadie supiera nada del nuevo vecino,
enfrascado en sus reformas, y pronto la gente rumoreó acerca de su identidad y su
pasado.
El otro recién llegado había comprado a su vez una de las mejores casas de la calle, una
construcción digna de la burguesía asalariada de la zona. Sus ventanales eran conocidos
por su fina construcción referente del siglo XIX. El nuevo dueño parecía un hombre
culto, preocupado por conservar el patrimonio histórico de la zona. El césped estaba
perfectamente cortado y la fisonomía que había dejado al hogar era aplaudido por todos.
Pronto el señor Grincher se hizo amigo de todo el vecindado. Era un tipo abierto a la
conversación, generoso en su riqueza y participativo en los asuntos de la comunidad.
Obtuvo la gratitud de los vecinos, organizó magníficos banquetes donde todo el mundo
estaba invitado y colaboró como el que más en la parroquia de la zona, tres puertas más
arriba. Así pasó el año hasta que llegaron las tan esperadas fiestas navideñas.
Ese año el vecindado se había preparado más que nunca para la ocasión. El señor
Grincher se había descubierto como un hombre con grandes ideas y muchísima
iniciativa. Se involucró de inmediato en los festejos del barrio. Así su entusiasmo y
su franca devoción les había animado a superarse como nunca lo habían hecho. Les
motivó para que la luz de Park Avenue brillara en el cielo con tal fuerza que se pudiera
observar desde la luna. Todos acogieron el acontecimiento con gran entusiasmo y
dieron lo mejor de si mismos. Sus casas fueron decoradas con más ostentación si cabe
que en años anteriores, pintaron las fachadas con vivos colores, plantaron los abetos
más altos que encontraron y subieron el volumen de los altavoces lo suficiente para que
los villancicos se escucharan desde otros barrios. El padre Sebastian había animado a su
diócesis a memorizar nuevas canciones, y cantaban efusivamente en medio de la calle
para expectación de todos los allí congregados. La navidad había llegado un año más en
Park Avenue.
Ríos de familias se acercaban a la recién engalanada avenida para contemplar el
brillo de sus decoraciones. Los vecinos sonreían pletóricos por el enorme éxito de la
convocatoria. Bryan y su esposa Lucille se cogían de la mano, de pie en el portal de
su casa, a la espera de saludar a los primeros visitantes con sus sonrisas de marfil. Se
habían vestido con sus mejores galas, collar de perlas con incrustaciones de oro blanco,
tacones altos de charol y dos horas de peluquería ella. Su marido se limitaba al sobrio
pero siempre resultón traje oscuro y corbata de fina seda. El viejo Frank aprovechaba
como cada año para vender sus latas de conserva casera al módico precio de cinco
dólares la unidad. Por la compra de dos latas regalaba una postal de felicitaciones.
Grechel, Susanne y Christopher abrían las puertas de sus respectivas casas para que los
turistas contemplaran sus magníficos rosales a cambio de una escueta propina. De esta
forma compraron el primer año un olivo, el segundo un cactus y así hasta formar un
auténtico jardín botánico. Estaban convencidos que volverían a salir en las portadas de
los periódicos, volverían a ser mencionados en los medios de comunicación y servirían
de admirable ejemplo para el resto del país. Vendría más gente que nunca y sus nombres
serían recordados. Sin embargo su ilusión se truncó en lo que duró un suspiro por algo
tan sorprendente como inesperado.
La atención de los niños, de los padres que acompañaban a los niños y de los abuelos
que acompañaban tanto a los padres como a los niños fue desviada hacia la primera
casa de la calle, la misma casa cuyo vecino había permanecido en el anonimato durante
casi todo el año. En todas aquellas semanas de forzado aislamiento se había dedicado
exclusivamente a reformar su morada desde los cimientos hasta el tejado. El resultado
de tanto trabajo resultó magnífico, fuera de lo común. No era una casa excesivamente
recargada, a diferencia del resto de hogares. Apenas un árbol navideño decorado con
motivos caseros, cuatro o cinco luces sencillas pero llamativas y un delicioso olor
mezcla de chocolate, avellanas y turrón. En medio del pequeño jardín se encontraba un
anciano de aspecto vigoroso, escondido tras una barba canosa que ocupaba su rostro
bermejo y una barriga que era testigo protegido de la buena vida. Por supuesto, y seguro
que muchos de ustedes ya han acertado, iba vestido con el clásico abrigo de Santa Claus
sin olvidarnos de un saco colgado a su espalda repleto de caramelos. Era el centro de
atención de todas las miradas, la gente se amontonaba para ver la decoración de aquel
entrañable hogar y el dueño les respondía con contagiosas carcajadas. Todos aplaudían
excepto sus propios vecinos.
- ¡Feliz navidad! – gritaba el anciano con una muestra de agradable simpatía que
atrapaba irremediablemente a los allí congregados. - ¡Ou, ou, ou! – reía sin complejos
en franca sonrisa.
Fue una magnífica sorpresa y una gran atracción para los turistas que se acercaban
desde todo el país para ver el espectáculo de Park Avenue. Muchos hablaron del
nuevo vecino y corrió la voz como corre el fuego encima de la pólvora. El disgusto
de la inauguración caló hondo entre los vecinos. No se esperaban ser ignorados de
semejante forma y mucho menos por aquella ruina de casa. Pocos turistas se fijaron en
sus decoraciones, y todos los piropos siempre iban dedicados al nuevo vecino, el mismo
cuyo nombre desconocían. Así terminó el gran día de la inauguración.
Al día siguiente el vecindario se despertó con una agridulce sorpresa. Esa noche había
nevado copiosamente, lo que dibujaba una postal navideña magnífica para la ocasión.
Sin embargo, a ojos de los vecinos la nieve parecía decorar con mayor belleza la casa
del anciano dejando al resto con el recuerdo de algún que otro desperfecto. El tejado
del extravagante anciano se perfilaba con mayor detalle, la nieve se amontonaba en
pequeños huecos y su característico brillo ofrecía azulados reflejos en la distancia. En
cambio a la mayoría de los vecinos la nevada había ofrecido un trato menos amable.
Más de una teja se había hecho añicos, algunas entradas permanecían obstruidas y
muchas luces habían dejado de funcionar. Los vecinos dedicaron el día entero a reparar
los desperfectos antes que llegara la noche y volviera el espectáculo navideño. En sus
rostros se respiraba cierta contrariedad.
La sorpresa de los primeros días fue superada por una enorme expectación. La gente
se detenía en la primera casa atraídos por el boca a boca de los que acudieron el día
anterior o simplemente porque era lo primero que se encontraban a su paso. No dejaban
de sonreír mientras el anciano, ataviado nuevamente con el abrigo rojo y blanco, les
ofrecía a los más pequeños caramelos y a los más mayores sonrisas. Los vecinos
apretaban los dientes para adentro, rabiosos por la escasa atención que recibían sus
escaparates. Trataban en vano de llamar la atención de los transeúntes con cantos
forzados, felicitaciones vacías y promesas estériles pero todo el mundo quería saludar al
anciano. Poco a poco murmuraban acerca de aquel desconocido que les estaba robando
el protagonismo. Las fiestas siempre habían sido suyas y pelearían por conservar lo
que les pertenecía. Así cuando terminó la noche de aquella tercera jornada muchos se
pusieron manos a la obra en mejorar sus decoraciones. Querían llamar la atención de
los visitantes, marginar al extranjero y ser ellos los protagonistas. Así plantaron abetos
más altos, mucho más altos, con un verde intenso, mucho más intenso e irrompibles,
porque eran de plástico flexible. Añadieron generadores mucho más potentes y ruidosos
y cambiaron las bombillas por otras mucho más intensas para poder dar una luz mucho
más llamativa. Pusieron el volumen de los altavoces más alto, tan alto que chirriaba.
Adornaron sus entradas con muñecos de nieve prefabricados, mil veces más llamativos
que los tradicionales pero sin alma que enseñar. Así estuvieron aguardando el encendido
navideño de la cuarta noche a la espera de poner las cosas en su sitio.
Los súbditos del padre Sebastian cantaban efusivamente, ataviados con llamativas
túnicas para que se les viera de lejos y agarrados en un lazo cristiano que predicaba
el amor y el perdón. Sin embargo, la mirada del padre Sebastian y del resto de los
miembros de la coral no se desviaba ni por un segundo de la casa del anciano. Fruncían
el ceño con desconfianza. Aguardaban el momento de encender las luces, el momento
mágico de cada día. Sería entonces cuando comprobarían los resultados de su particular
duelo con el anciano de la casa vieja.
Muchos vecinos se fregaban las manos no por el frío sino por el deseo de ver como
aquel extraño que ni siquiera se había presentado era ninguneado. Encendieron
finalmente el interruptor general y la calle Park Avenue quedó bañada por un halo de
luz que dejaba ciego a los desafortunados paseantes. Muchos se llevaron las manos a
los ojos improvisando una apañada visera. Otros simplemente los cerraron. Todos les
dieron la espalda. Allí cerca, en la entrada de la calle seguía el humilde hogar mostrando
su sencilla pero auténtica decoración. La gente suspiraba ante el júbilo del anciano
que no dejaba de saludar. Pero la respuesta fue mayúscula cuando se distinguió tras
una montaña de regalos el ronroneo nada más y nada menos que de un auténtico reno.
Con su suave pelaje de tonos amarillos, marrones y grises, era toda una atracción. Sus
enormes cuernos impresionaban a la vez que le daban un aspecto de ser mitológico. El
animal recibía las caricias de los más pequeños y aguantaba sus tirones con inusitada
paciencia. A su lado aguardaba a ser remolcado un trineo cargado de regalos.
- ¡Feliz navidad! ¡Feliz navidad! – soltaba el anciano al ritmo del tintineo de una
pequeña campana. - ¡Ou, ou, ou! - Los niños gritaban de júbilo y danzaban a su
alrededor mientras no dejaba de reír.
El amable anciano repartía obsequios a los más pequeños a cambios de promesas
tan inocentes como que se portaran bien o que estudiaran mucho. La gente aplaudía
eufórica. Los padres asentían satisfechos por ver a sus hijos tan contentos. Las madres
parpadeaban en un nudo de nostalgia por recuperar, aunque fuera a través de sus
retoños, la infantil ilusión de unos días tan señalados.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Los vecinos de Park Avenue no estaban dispuestos
a seguir tolerando ese intrusismo tan descarado. Tantas noches seguidas puestos en
evidencia por un foráneo eran demasiadas. Se juntaron en asamblea y cada uno expuso
su malestar. Los Mathesson protestaban por la excelente ubicación del anciano, y
exigían cerrar la calle y abrir un nuevo acceso. Su petición fue desestimada por falta
de tiempo. Los Rothfuss exigieron que la compañía eléctrica le cortara la luz por
contaminación lumínica. Mientras el viejo pagara las cuotas nada sucedería. Gritos,
quejas, maldiciones e improperios dibujaban una sala de juntas llena de tensión.
Muchos parecían dispuestos a retirar sus adornos en señal de protesta. Los Colleman
ya habían sustituido el cartel de “felices fiestas” por el de “cuidado con el perro”.
Otros daban por terminada la navidad en un quince de diciembre. Finalmente, cuando
todos se iban para casa sin mayor respuesta que el desahogo el señor Grincher tomó
la palabra. Su oratoria era magnífica, su talante digno de mención, desprendía carisma
por todas partes y soltaba las verdades que todos querían oír. Al principio fueron
asentimientos, luego aplausos y terminaron con gritos de victoria. Tenían un líder en el
que apoyarse. Ya estaban preparados para salir a la acción. En otras palabras, todo el
mundo escuchaba al señor Grincher.
Tenían que trabajar rápido y de forma contundente. Ese era el momento, más que nunca,
de demostrar que eran una comunidad unida. La navidad estaba cerca y no podían
permitirse perder más protagonismo ya no solo por parte de los turistas y curiosos, sino
de la prensa que ya empezaba a hacerse eco de la noticia. Actuaban de día, pues por la
noche la casa del anciano siempre permanecía con mucha actividad. Unos pocos, los
más aguerridos, entraron con sigilo en el jardín del anciano y vaciaron un saco entero
de sal sobre la nieve. Luego cortaron los pocos cables que daban iluminación al hogar y
pusieron fosfato en las raíces de donde crecía el abeto. Otros se aventuraron a orinar en
el porche de la casa, en los márgenes e incluso en el buzón, mientras algunos vigilaban
desde el otro lado de la calle.
- ¿Estás seguro que esto ahuyentará al viejo? – preguntó el señor Ocklahm, hombre
capaz de lo peor e incapaz de lo mejor.
- Tan seguro como que ese hombre no merece ser de nuestro barrio – contestó a su vez
el señor Colleman mientras se subía la cremallera de los pantalones.
El optimismo que imperaba entre los vecinos no iba acorde con lo que vieron. La noche
siguiente la casa del anciano seguía iluminada a pesar de no disponer de corriente
eléctrica. Una hilera de velas y antorchas daba luz y calor tanto a la casa como al
jardín, y así se creaba un ambiente reconfortante y placentero. La nieve no se había
derretido, ni mucho menos. Al parecer una fuerte nevada de última hora había vuelto
a teñir el jardín de blanco. La envidia mordía el temple de los vecinos, pero animados
nuevamente por el señor Grincher, regresaron una vez más a sabotear la casa del
anciano. Todo el mundo escuchaba al señor Grincher.
Echaron sal al jardín por segunda vez (esta vez tres sacos), talaron el árbol, rompieron
las vallas e incluso envenenaron al inofensivo reno. Ni siquiera sus ojos oscuros,
redondos como los botones de un abrigo frenaron el ímpetu de aquellos desalmados.
Su último gemido antes de yacer dormido para siempre fue el broche de oro a una tarea
infame. Orinaron, vomitaron y defecaron. Dejaron sonoras pintadas en las paredes con
insultos e improperios. Quebraron ventanas con las piedras de los caminos y dejaron
cumplidas amenazas en el buzón. No sirvió de nada.
- ¿No cree usted que quizás nos estemos extralimitando? – preguntaba la señora
Ferguson vestida con su blusa rosa pastel y su falda larga hasta los tobillos de moda
anticuada.
- No flaquee, querida. El señor Grincher, que para estas cosas ha demostrado ser muy
competente, sabe lo que hace. Paciencia – le espetaba la señora Rouse, esposa de lunes a
viernes con su marido y amante los fines de semana con el señor Ocklahm.
La crispación esta vez era total entre los vecinos. El odio hacia el anciano se había
transformado hasta tal punto que muchos se habían vuelto irreconocibles. Algunos hacía
días que no se habían afeitado, como el señor Conrad, otros tenían los ojos enrojecidos
por noches sin dormir, como el señor Francis. Más de uno trataba de aplacar su locura
con sendas botellas medio llenas medio vacías. Solo el señor Grincher mostraba un
aspecto pulcro y decente. Se dirigió al rebaño con autoridad y suficiencia. Ni siquiera el
padre Sebastian se atrevió a interrumpirlo. Muchos doblaron su voluntad ante el orador,
otros pestañeaban en evidentes tics nerviosos. Todos guardaban silencio incapaces
de protestar sus palabras. Incluso en ese momento todo el mundo escuchó al señor
Grincher. El anciano debía morir.
La sentencia de su líder fue recibida no sin temor. Alguien había comentado que quizás
se hubieran pasado con lo del reno, pero al no existir consecuencia alguna (por extraño
que pareciese) olvidaron pronto el asunto. Sin embargo una cosa era envenenar a una
bestia, y otra asesinar a un hombre. El orador acalló las advertencias de esa inmensa
minoría con frases dulces y egocéntricas, golpeando donde más les dolía también.
El ego de hombres como el señor Gulliver o el señor Ocklahm fue herido por culpa
de aquel anciano, y su hombría entredicha. Mujeres como la señora Fletcher o la
señora Rouse vieron su codicia despertar ante una supuesta fama inesperada y la bien
reconocida autoridad que supuestamente ejercían como señoras de la casa. A los niños
no se les permitía opinar.
- ¡Yo lo haré! – se ofreció ante la mirada atónita de su mujer el señor Holland.
Eligieron a un grupo de tres hombres, los que reunían las mejores capacidades físicas.
Estaban dispuestos a llevar a cabo la misión. Incluso el cura de la parroquia dio su visto
bueno alegando que era voluntad de Dios desterrar a los paganos. El señor Grincher se
mantuvo al margen, esperando pacientemente detrás del púlpito.
Entraron por la puerta trasera. El señor Holland, un hombre cuarentón con una vida
gris y una esposa difuminada en los quehaceres del hogar, era el más entusiasta en
llevar a cabo el asesinato. Su vida era muy aburrida y lo que iba a hacer rompía con
todos sus esquemas de forma extraordinaria. Reconocía sentirse irremediablemente
excitado. A su lado y un paso atrás de distancia observaba con ojos de hiena hambrienta
el señor Garred, un policía retirado incapaz de sostener su revólver sin notar el temblor
de su enfermedad degenerativa. Y finalmente, agazapado por el miedo y la duda se
encontraba el valiente del vecindario, superado por las circunstancias, un héroe de la
televisión, un famoso de segunda fila que atendía al nombre de Rocco.
La vivienda por dentro era mucho más espaciosa de lo que jamás el señor Holland
habría aventurado a pensar. Según parecía el anciano se dedicó durante el año a derribar
paredes para obtener un salón enorme. Allí se amontonaban infinidad de regalos,
todos en sus cajas y debidamente envueltos en su papel decorativo. Una chimenea
se levantaba encendida hasta el piso de arriba. Su calor impregnaba toda la casa.
Realmente se estaba muy a gusto allí adentro. Garred miró hacia el piso de arriba.
Las escaleras se levantaban invitando a acceder a lo que debían ser las habitaciones.
Fue entonces cuando escucharon el ronquido del anciano tras una puerta, un ronquido
reconfortante, el típico ronquido de alguien que había trabajado duro y era merecedor de
un buen reposo. Trataron de no hacer el menor ruido, aunque Rocco estaba convencido
que ni siquiera un terremoto lo despertaría.
El señor Holland detuvo a su grupo con un movimiento seco de su brazo. Por unos
segundos se sintió como lo que quería ser. Le excitaba la autoridad, el liderazgo, y se
regocijaba en ello. Ante la ocasión bien merecía poner para su tropa el típico rostro de
un sargento chusquero. Algo le había llamado la atención. En el segundo piso, aparte
de la habitación del anciano existían otras cinco estancias, todas ellas con la puerta
abierta y con luz en su interior. Se acercó despacio, muy despacio, con la intención
de averiguar que había allí dentro. Su sorpresa fue mayúscula cuando pudo contar
un total de doce niños de corta edad durmiendo plácidamente. Iban vestidos como si
fueran duendecillos, y todos lanzaban al aire los mismos ronquidos de adulto. A decir
verdad se le pasó por la cabeza durante unos segundos que aquel anciano no estaba del
todo cuerdo. Un gordo rechoncho, un reno y su trineo, montañas de regalos y ahora un
ejército de duendes. ¿Acaso se creía alguien salido de un cuento?
Sintió un cosquilleo en su espalda. Era el ansia por matar que llamaba a su puerta. Había
venido hasta aquí con una misión y la llevaría a cabo. Los vecinos de Park Avenue
recuperarían su navidad y él sería considerado todo un héroe. No estaba dispuesto a
decepcionar a su mujer. Ordenó a Garred y Rocco que se armaran con los cuchillos y
con todo el valor que encontraran. Si era necesario les prestaría parte de su valor. A
él le sobraba. Ellos se encargarían de los niños. El anciano era un premio demasiado
suculento para que el señor Holland tratara de rechazarlo.
Esa noche la casa situada en el número uno de la calle Park Avenue quedó teñida
de sangre. Sangre salpicada en el suelo, en las sábanas y en las paredes. Sangre que
dibujaba extrañas siluetas donde la imaginación reflejaba gritos de castigo. Sangre que
ahogó los gritos de los niños, ocultó el reflejo de sus pálidas muecas en los espejos y
tapizó los regalos que aguardaban ser entregados. Sangre, sangre y más sangre. Una
familia de inocentes murió bajo su techo cruelmente asesinada por unos psicópatas
sanguinarios y su cómplice vecindario. Decenas y decenas de vecinos rodeaban la
casa con la intención de privar la llegada no solo de los curiosos, sino también de la
ambulancia y demás servicios médicos. Como un cinturón humano aislaron el lugar
del crimen para que el escuadrón de la muerte trabajara si ninguna molestia. Allí afuera
estaban todos. Los Mathesson, los Colleman, los Rothfuss y los Smiller, pero también
los Stevenson, los Fraghel y los Ramírez. Nadie llamó, nadie pidió auxilio. Lentamente
el anciano murió desangrado en su cama de lana. Sus nietos murieron de idéntica forma,
así como el reno y el abeto. Y llegó un nuevo amanecer.
El nerviosismo en la sala de juntas estaba marcado por un imborrable sentimiento
de culpa. El valiente Rocco no dejaba de advertir a toda la comitiva que serían
descubiertos, que tan macabro asesinato no podía ser oculto por mucho más tiempo.
El policía retirado al que todos llamaban Garred aseguraba que era imposible detener
a todo un vecindario, que buscarían un cabeza de turco, el primer curioso que se
atreviese a asomar la cabeza y todo quedaría solucionado. El cura de la parroquia
invocó el perdón de Dios no para ellos, simples instrumentos de la justicia divina, sino
para el codicioso y pagano anciano y su séquito de infieles. Sin embargo solo ellos
parecían adaptarse, a su manera, a la nueva situación. La culpabilidad arrasaba el alma
y el espíritu de todos los vecinos, acobardados y conscientes de formar parte de un
asesinato. Hablaban entre ellos, algunos ni siquiera se atrevían a levantar la mirada.
Entonces reclamaron la presencia de aquel que les había incitado a cometer semejante
locura, el mismo al que habían escuchado y obedecido ciegamente. Lo buscaron por
todas partes sin éxito mientras trataban de averiguar los motivos por los cuales le habían
hecho caso. Parecía que se le había llevado el viento lejos de sus casas, escondido
en el fondo de las alcantarillas o en lo más alto del campanario. Gritaban su nombre,
desesperados por encontrar al salvador. ¡Grincher, Grincher! Nadie obtuvo éxito.
Los turistas, extranjeros y demás gente de paso llegaban una nueva noche para ver
las luces. Era el día señalado, el más importante del año. Era navidad. Sus rostros se
desencajaron cuando descubrieron que la casa del anciano permanecía en un estado
ruinoso. Muchos buscaron respuestas, empujados por la decepción de sus hijos.
Otros trataban de comprender que había sucedido. La mayoría lloraban por la pena
de perder un sueño olvidado, un recuerdo de infancia que se había desvanecido tan
fugazmente como regresó. Pronto las miradas se desviaron a las casas próximas.
Los vecinos de Park Avenue se sintieron interrogados y eso no les gustó. Entonces
llegaron las sospechas y con ellas más preguntas. La duda asomó en el vecindario y
todos se encerraron en sus casas. Era cuestión de tiempo que alguno de esos curiosos
atara cabos y llamara a la policía. Entonces investigarían y conocerían la aterradora
verdad. Su hermoso barrio dejaría de ser hermoso y su fama dejaría de ser admirada.
La desesperación derrotó los corazones de cada uno de esos asesinos. El señor Holland,
Garred y Rocco, pero también el matrimonio Rothfuss, los Mathesson y los Smiller.
Incluso aquel que se había mostrado tan enérgico ahora flaqueaba en medio del llanto.
¿Y el señor Grincher? ¿Dónde se encontraba el señor Grincher?, se preguntaba todo el
vecindario. No fue hasta después de un largo tiempo que a alguien se le ocurrió suprimir
las dos últimas letras de su nombre para reconocer su verdadera identidad. Lo siguiente
fue relacionar su nombre con el anciano que habían matado y se dieron cuenta que
ambos personajes parecían mantener una estrecha relación más propia de los cuentos
que de la vida cotidiana. Un cuento solo terrible por su final. Un final que ellos habían
inventado. En realidad lo que habían hecho era mucho más terrible que un asesinato. Se
habían cargado la navidad. Para siempre.
Park Avenue es una calle diferente, tan especial que su verdadero encanto florece
exclusivamente durante las fiestas navideñas, como los rosales en primavera o la lluvia
en abril. El resto del año sus casas, su asfalto y sus vecinos se parecen a cualquier otra
calle. Coches aparcados en doble fila, peatones cruzando en rojo, basura tirada al lado
del contenedor o heces de perros esperando una víctima adecuada. Vaya, lo típico. Sin
embargo en navidad todo esto desaparece para mostrar el verdadero espíritu navideño
de los vecinos residentes en la calle Park Avenue.
La gente que vive allí da lo mejor de si mismo cuando se acercan fechas tan señaladas.
Cada uno adorna su hogar con luces de colores, serpentinas plateadas, simpáticos
muñecos y otros motivos navideños tan típicos en la época. Esos hogares dejan su
sencillez aparcada y pasan a convertirse en palacios ostentosos de un día para otro.
Los generadores se ocultan bajo el canto de largos villancicos, la nieve artificial tiñe
el césped de las casas hasta el último día y Park Avenue se convierte en un gigantesco
diorama de paisajes nórdicamente festivos. Tan magnífico es el espectáculo que familias
enteras se desplazan hasta allí para contemplar la luz de la calle en un ritual que se
repite desde hace ya muchos años. Niños y niñas de tempranas edades se amontonan
inocentes para ver un año más los abetos decorados con luces y estrellas, suplicando que
no desenchufen la corriente hasta muy pasada la medianoche. Los vecinos, orgullosos
de sus obras, se toman al pie de la letra las peticiones de sus admiradores y les inundan
con toda la parafernalia correspondiente. Se inauguran mercadillos donde se venden a
módicos precios cachivaches y postales de recuerdo. La parroquia del vecindario ofrece
día si y día también cantos de coral en medio de la calle a cambio de una limosna.
Entonan los rezos con ilusión y entusiasmo, una costumbre que dura desde que se puso
la primera bombilla, formando un círculo de armonía y fe cristiana. No es de extrañar
que ante tanto derroche Park Avenue fuera conocida y mencionada durante muchos
años. Y se enorgullecen por ello. Sin embargo, hacía tiempo que su gloria ya no era
noticia. Hacía tiempo que la gente se había acostumbrado a sus luces y lo excepcional
había pasado a ser simplemente algo habitual.
Un buen día, hacia finales de un caluroso mes de mayo, coincidió la llegada de dos
nuevos vecinos en el barrio. Había un dicho conocido que decía algo así como: “Un
extraño es un invitado, dos una invasión”. Ese dicho, a priori tan inocente, reflejaba
a la perfección el espíritu conservador del barrio. Los recién llegados no se conocían
entre si y no conocían a su vez a los vecinos, quienes siempre eran reacios a las
novedades. El primero compró la casa situada al principio de la avenida, un humilde
hogar con malas hierbas creciendo en su jardín y dos pisos de vieja construcción con
sus correspondientes ventanas rotas. Se trataba de una casa mal considerada, muchas
veces amenazada de ser derruida por su deterioro. Algunos se reafirmaban en su idea
que se trataba de un nido de ratas foco de infecciones. No obstante, de un día para
el otro fue comprada y ocupada por alguien. Nadie había visto al nuevo vecino y ni
siquiera conocían su nombre. Solo escuchaban el incesante martilleo tras las paredes de
su casa, un olor a barniz lo suficientemente penetrante para tumbar al caniche rosado de
la señora Carringher, y el rasgar de una afilada sierra que daba buena cuenta de varios
tablones de madera. Así pasaron los meses sin que nadie supiera nada del nuevo vecino,
enfrascado en sus reformas, y pronto la gente rumoreó acerca de su identidad y su
pasado.
El otro recién llegado había comprado a su vez una de las mejores casas de la calle, una
construcción digna de la burguesía asalariada de la zona. Sus ventanales eran conocidos
por su fina construcción referente del siglo XIX. El nuevo dueño parecía un hombre
culto, preocupado por conservar el patrimonio histórico de la zona. El césped estaba
perfectamente cortado y la fisonomía que había dejado al hogar era aplaudido por todos.
Pronto el señor Grincher se hizo amigo de todo el vecindado. Era un tipo abierto a la
conversación, generoso en su riqueza y participativo en los asuntos de la comunidad.
Obtuvo la gratitud de los vecinos, organizó magníficos banquetes donde todo el mundo
estaba invitado y colaboró como el que más en la parroquia de la zona, tres puertas más
arriba. Así pasó el año hasta que llegaron las tan esperadas fiestas navideñas.
Ese año el vecindado se había preparado más que nunca para la ocasión. El señor
Grincher se había descubierto como un hombre con grandes ideas y muchísima
iniciativa. Se involucró de inmediato en los festejos del barrio. Así su entusiasmo y
su franca devoción les había animado a superarse como nunca lo habían hecho. Les
motivó para que la luz de Park Avenue brillara en el cielo con tal fuerza que se pudiera
observar desde la luna. Todos acogieron el acontecimiento con gran entusiasmo y
dieron lo mejor de si mismos. Sus casas fueron decoradas con más ostentación si cabe
que en años anteriores, pintaron las fachadas con vivos colores, plantaron los abetos
más altos que encontraron y subieron el volumen de los altavoces lo suficiente para que
los villancicos se escucharan desde otros barrios. El padre Sebastian había animado a su
diócesis a memorizar nuevas canciones, y cantaban efusivamente en medio de la calle
para expectación de todos los allí congregados. La navidad había llegado un año más en
Park Avenue.
Ríos de familias se acercaban a la recién engalanada avenida para contemplar el
brillo de sus decoraciones. Los vecinos sonreían pletóricos por el enorme éxito de la
convocatoria. Bryan y su esposa Lucille se cogían de la mano, de pie en el portal de
su casa, a la espera de saludar a los primeros visitantes con sus sonrisas de marfil. Se
habían vestido con sus mejores galas, collar de perlas con incrustaciones de oro blanco,
tacones altos de charol y dos horas de peluquería ella. Su marido se limitaba al sobrio
pero siempre resultón traje oscuro y corbata de fina seda. El viejo Frank aprovechaba
como cada año para vender sus latas de conserva casera al módico precio de cinco
dólares la unidad. Por la compra de dos latas regalaba una postal de felicitaciones.
Grechel, Susanne y Christopher abrían las puertas de sus respectivas casas para que los
turistas contemplaran sus magníficos rosales a cambio de una escueta propina. De esta
forma compraron el primer año un olivo, el segundo un cactus y así hasta formar un
auténtico jardín botánico. Estaban convencidos que volverían a salir en las portadas de
los periódicos, volverían a ser mencionados en los medios de comunicación y servirían
de admirable ejemplo para el resto del país. Vendría más gente que nunca y sus nombres
serían recordados. Sin embargo su ilusión se truncó en lo que duró un suspiro por algo
tan sorprendente como inesperado.
La atención de los niños, de los padres que acompañaban a los niños y de los abuelos
que acompañaban tanto a los padres como a los niños fue desviada hacia la primera
casa de la calle, la misma casa cuyo vecino había permanecido en el anonimato durante
casi todo el año. En todas aquellas semanas de forzado aislamiento se había dedicado
exclusivamente a reformar su morada desde los cimientos hasta el tejado. El resultado
de tanto trabajo resultó magnífico, fuera de lo común. No era una casa excesivamente
recargada, a diferencia del resto de hogares. Apenas un árbol navideño decorado con
motivos caseros, cuatro o cinco luces sencillas pero llamativas y un delicioso olor
mezcla de chocolate, avellanas y turrón. En medio del pequeño jardín se encontraba un
anciano de aspecto vigoroso, escondido tras una barba canosa que ocupaba su rostro
bermejo y una barriga que era testigo protegido de la buena vida. Por supuesto, y seguro
que muchos de ustedes ya han acertado, iba vestido con el clásico abrigo de Santa Claus
sin olvidarnos de un saco colgado a su espalda repleto de caramelos. Era el centro de
atención de todas las miradas, la gente se amontonaba para ver la decoración de aquel
entrañable hogar y el dueño les respondía con contagiosas carcajadas. Todos aplaudían
excepto sus propios vecinos.
- ¡Feliz navidad! – gritaba el anciano con una muestra de agradable simpatía que
atrapaba irremediablemente a los allí congregados. - ¡Ou, ou, ou! – reía sin complejos
en franca sonrisa.
Fue una magnífica sorpresa y una gran atracción para los turistas que se acercaban
desde todo el país para ver el espectáculo de Park Avenue. Muchos hablaron del
nuevo vecino y corrió la voz como corre el fuego encima de la pólvora. El disgusto
de la inauguración caló hondo entre los vecinos. No se esperaban ser ignorados de
semejante forma y mucho menos por aquella ruina de casa. Pocos turistas se fijaron en
sus decoraciones, y todos los piropos siempre iban dedicados al nuevo vecino, el mismo
cuyo nombre desconocían. Así terminó el gran día de la inauguración.
Al día siguiente el vecindario se despertó con una agridulce sorpresa. Esa noche había
nevado copiosamente, lo que dibujaba una postal navideña magnífica para la ocasión.
Sin embargo, a ojos de los vecinos la nieve parecía decorar con mayor belleza la casa
del anciano dejando al resto con el recuerdo de algún que otro desperfecto. El tejado
del extravagante anciano se perfilaba con mayor detalle, la nieve se amontonaba en
pequeños huecos y su característico brillo ofrecía azulados reflejos en la distancia. En
cambio a la mayoría de los vecinos la nevada había ofrecido un trato menos amable.
Más de una teja se había hecho añicos, algunas entradas permanecían obstruidas y
muchas luces habían dejado de funcionar. Los vecinos dedicaron el día entero a reparar
los desperfectos antes que llegara la noche y volviera el espectáculo navideño. En sus
rostros se respiraba cierta contrariedad.
La sorpresa de los primeros días fue superada por una enorme expectación. La gente
se detenía en la primera casa atraídos por el boca a boca de los que acudieron el día
anterior o simplemente porque era lo primero que se encontraban a su paso. No dejaban
de sonreír mientras el anciano, ataviado nuevamente con el abrigo rojo y blanco, les
ofrecía a los más pequeños caramelos y a los más mayores sonrisas. Los vecinos
apretaban los dientes para adentro, rabiosos por la escasa atención que recibían sus
escaparates. Trataban en vano de llamar la atención de los transeúntes con cantos
forzados, felicitaciones vacías y promesas estériles pero todo el mundo quería saludar al
anciano. Poco a poco murmuraban acerca de aquel desconocido que les estaba robando
el protagonismo. Las fiestas siempre habían sido suyas y pelearían por conservar lo
que les pertenecía. Así cuando terminó la noche de aquella tercera jornada muchos se
pusieron manos a la obra en mejorar sus decoraciones. Querían llamar la atención de
los visitantes, marginar al extranjero y ser ellos los protagonistas. Así plantaron abetos
más altos, mucho más altos, con un verde intenso, mucho más intenso e irrompibles,
porque eran de plástico flexible. Añadieron generadores mucho más potentes y ruidosos
y cambiaron las bombillas por otras mucho más intensas para poder dar una luz mucho
más llamativa. Pusieron el volumen de los altavoces más alto, tan alto que chirriaba.
Adornaron sus entradas con muñecos de nieve prefabricados, mil veces más llamativos
que los tradicionales pero sin alma que enseñar. Así estuvieron aguardando el encendido
navideño de la cuarta noche a la espera de poner las cosas en su sitio.
Los súbditos del padre Sebastian cantaban efusivamente, ataviados con llamativas
túnicas para que se les viera de lejos y agarrados en un lazo cristiano que predicaba
el amor y el perdón. Sin embargo, la mirada del padre Sebastian y del resto de los
miembros de la coral no se desviaba ni por un segundo de la casa del anciano. Fruncían
el ceño con desconfianza. Aguardaban el momento de encender las luces, el momento
mágico de cada día. Sería entonces cuando comprobarían los resultados de su particular
duelo con el anciano de la casa vieja.
Muchos vecinos se fregaban las manos no por el frío sino por el deseo de ver como
aquel extraño que ni siquiera se había presentado era ninguneado. Encendieron
finalmente el interruptor general y la calle Park Avenue quedó bañada por un halo de
luz que dejaba ciego a los desafortunados paseantes. Muchos se llevaron las manos a
los ojos improvisando una apañada visera. Otros simplemente los cerraron. Todos les
dieron la espalda. Allí cerca, en la entrada de la calle seguía el humilde hogar mostrando
su sencilla pero auténtica decoración. La gente suspiraba ante el júbilo del anciano
que no dejaba de saludar. Pero la respuesta fue mayúscula cuando se distinguió tras
una montaña de regalos el ronroneo nada más y nada menos que de un auténtico reno.
Con su suave pelaje de tonos amarillos, marrones y grises, era toda una atracción. Sus
enormes cuernos impresionaban a la vez que le daban un aspecto de ser mitológico. El
animal recibía las caricias de los más pequeños y aguantaba sus tirones con inusitada
paciencia. A su lado aguardaba a ser remolcado un trineo cargado de regalos.
- ¡Feliz navidad! ¡Feliz navidad! – soltaba el anciano al ritmo del tintineo de una
pequeña campana. - ¡Ou, ou, ou! - Los niños gritaban de júbilo y danzaban a su
alrededor mientras no dejaba de reír.
El amable anciano repartía obsequios a los más pequeños a cambios de promesas
tan inocentes como que se portaran bien o que estudiaran mucho. La gente aplaudía
eufórica. Los padres asentían satisfechos por ver a sus hijos tan contentos. Las madres
parpadeaban en un nudo de nostalgia por recuperar, aunque fuera a través de sus
retoños, la infantil ilusión de unos días tan señalados.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Los vecinos de Park Avenue no estaban dispuestos
a seguir tolerando ese intrusismo tan descarado. Tantas noches seguidas puestos en
evidencia por un foráneo eran demasiadas. Se juntaron en asamblea y cada uno expuso
su malestar. Los Mathesson protestaban por la excelente ubicación del anciano, y
exigían cerrar la calle y abrir un nuevo acceso. Su petición fue desestimada por falta
de tiempo. Los Rothfuss exigieron que la compañía eléctrica le cortara la luz por
contaminación lumínica. Mientras el viejo pagara las cuotas nada sucedería. Gritos,
quejas, maldiciones e improperios dibujaban una sala de juntas llena de tensión.
Muchos parecían dispuestos a retirar sus adornos en señal de protesta. Los Colleman
ya habían sustituido el cartel de “felices fiestas” por el de “cuidado con el perro”.
Otros daban por terminada la navidad en un quince de diciembre. Finalmente, cuando
todos se iban para casa sin mayor respuesta que el desahogo el señor Grincher tomó
la palabra. Su oratoria era magnífica, su talante digno de mención, desprendía carisma
por todas partes y soltaba las verdades que todos querían oír. Al principio fueron
asentimientos, luego aplausos y terminaron con gritos de victoria. Tenían un líder en el
que apoyarse. Ya estaban preparados para salir a la acción. En otras palabras, todo el
mundo escuchaba al señor Grincher.
Tenían que trabajar rápido y de forma contundente. Ese era el momento, más que nunca,
de demostrar que eran una comunidad unida. La navidad estaba cerca y no podían
permitirse perder más protagonismo ya no solo por parte de los turistas y curiosos, sino
de la prensa que ya empezaba a hacerse eco de la noticia. Actuaban de día, pues por la
noche la casa del anciano siempre permanecía con mucha actividad. Unos pocos, los
más aguerridos, entraron con sigilo en el jardín del anciano y vaciaron un saco entero
de sal sobre la nieve. Luego cortaron los pocos cables que daban iluminación al hogar y
pusieron fosfato en las raíces de donde crecía el abeto. Otros se aventuraron a orinar en
el porche de la casa, en los márgenes e incluso en el buzón, mientras algunos vigilaban
desde el otro lado de la calle.
- ¿Estás seguro que esto ahuyentará al viejo? – preguntó el señor Ocklahm, hombre
capaz de lo peor e incapaz de lo mejor.
- Tan seguro como que ese hombre no merece ser de nuestro barrio – contestó a su vez
el señor Colleman mientras se subía la cremallera de los pantalones.
El optimismo que imperaba entre los vecinos no iba acorde con lo que vieron. La noche
siguiente la casa del anciano seguía iluminada a pesar de no disponer de corriente
eléctrica. Una hilera de velas y antorchas daba luz y calor tanto a la casa como al
jardín, y así se creaba un ambiente reconfortante y placentero. La nieve no se había
derretido, ni mucho menos. Al parecer una fuerte nevada de última hora había vuelto
a teñir el jardín de blanco. La envidia mordía el temple de los vecinos, pero animados
nuevamente por el señor Grincher, regresaron una vez más a sabotear la casa del
anciano. Todo el mundo escuchaba al señor Grincher.
Echaron sal al jardín por segunda vez (esta vez tres sacos), talaron el árbol, rompieron
las vallas e incluso envenenaron al inofensivo reno. Ni siquiera sus ojos oscuros,
redondos como los botones de un abrigo frenaron el ímpetu de aquellos desalmados.
Su último gemido antes de yacer dormido para siempre fue el broche de oro a una tarea
infame. Orinaron, vomitaron y defecaron. Dejaron sonoras pintadas en las paredes con
insultos e improperios. Quebraron ventanas con las piedras de los caminos y dejaron
cumplidas amenazas en el buzón. No sirvió de nada.
- ¿No cree usted que quizás nos estemos extralimitando? – preguntaba la señora
Ferguson vestida con su blusa rosa pastel y su falda larga hasta los tobillos de moda
anticuada.
- No flaquee, querida. El señor Grincher, que para estas cosas ha demostrado ser muy
competente, sabe lo que hace. Paciencia – le espetaba la señora Rouse, esposa de lunes a
viernes con su marido y amante los fines de semana con el señor Ocklahm.
La crispación esta vez era total entre los vecinos. El odio hacia el anciano se había
transformado hasta tal punto que muchos se habían vuelto irreconocibles. Algunos hacía
días que no se habían afeitado, como el señor Conrad, otros tenían los ojos enrojecidos
por noches sin dormir, como el señor Francis. Más de uno trataba de aplacar su locura
con sendas botellas medio llenas medio vacías. Solo el señor Grincher mostraba un
aspecto pulcro y decente. Se dirigió al rebaño con autoridad y suficiencia. Ni siquiera el
padre Sebastian se atrevió a interrumpirlo. Muchos doblaron su voluntad ante el orador,
otros pestañeaban en evidentes tics nerviosos. Todos guardaban silencio incapaces
de protestar sus palabras. Incluso en ese momento todo el mundo escuchó al señor
Grincher. El anciano debía morir.
La sentencia de su líder fue recibida no sin temor. Alguien había comentado que quizás
se hubieran pasado con lo del reno, pero al no existir consecuencia alguna (por extraño
que pareciese) olvidaron pronto el asunto. Sin embargo una cosa era envenenar a una
bestia, y otra asesinar a un hombre. El orador acalló las advertencias de esa inmensa
minoría con frases dulces y egocéntricas, golpeando donde más les dolía también.
El ego de hombres como el señor Gulliver o el señor Ocklahm fue herido por culpa
de aquel anciano, y su hombría entredicha. Mujeres como la señora Fletcher o la
señora Rouse vieron su codicia despertar ante una supuesta fama inesperada y la bien
reconocida autoridad que supuestamente ejercían como señoras de la casa. A los niños
no se les permitía opinar.
- ¡Yo lo haré! – se ofreció ante la mirada atónita de su mujer el señor Holland.
Eligieron a un grupo de tres hombres, los que reunían las mejores capacidades físicas.
Estaban dispuestos a llevar a cabo la misión. Incluso el cura de la parroquia dio su visto
bueno alegando que era voluntad de Dios desterrar a los paganos. El señor Grincher se
mantuvo al margen, esperando pacientemente detrás del púlpito.
Entraron por la puerta trasera. El señor Holland, un hombre cuarentón con una vida
gris y una esposa difuminada en los quehaceres del hogar, era el más entusiasta en
llevar a cabo el asesinato. Su vida era muy aburrida y lo que iba a hacer rompía con
todos sus esquemas de forma extraordinaria. Reconocía sentirse irremediablemente
excitado. A su lado y un paso atrás de distancia observaba con ojos de hiena hambrienta
el señor Garred, un policía retirado incapaz de sostener su revólver sin notar el temblor
de su enfermedad degenerativa. Y finalmente, agazapado por el miedo y la duda se
encontraba el valiente del vecindario, superado por las circunstancias, un héroe de la
televisión, un famoso de segunda fila que atendía al nombre de Rocco.
La vivienda por dentro era mucho más espaciosa de lo que jamás el señor Holland
habría aventurado a pensar. Según parecía el anciano se dedicó durante el año a derribar
paredes para obtener un salón enorme. Allí se amontonaban infinidad de regalos,
todos en sus cajas y debidamente envueltos en su papel decorativo. Una chimenea
se levantaba encendida hasta el piso de arriba. Su calor impregnaba toda la casa.
Realmente se estaba muy a gusto allí adentro. Garred miró hacia el piso de arriba.
Las escaleras se levantaban invitando a acceder a lo que debían ser las habitaciones.
Fue entonces cuando escucharon el ronquido del anciano tras una puerta, un ronquido
reconfortante, el típico ronquido de alguien que había trabajado duro y era merecedor de
un buen reposo. Trataron de no hacer el menor ruido, aunque Rocco estaba convencido
que ni siquiera un terremoto lo despertaría.
El señor Holland detuvo a su grupo con un movimiento seco de su brazo. Por unos
segundos se sintió como lo que quería ser. Le excitaba la autoridad, el liderazgo, y se
regocijaba en ello. Ante la ocasión bien merecía poner para su tropa el típico rostro de
un sargento chusquero. Algo le había llamado la atención. En el segundo piso, aparte
de la habitación del anciano existían otras cinco estancias, todas ellas con la puerta
abierta y con luz en su interior. Se acercó despacio, muy despacio, con la intención
de averiguar que había allí dentro. Su sorpresa fue mayúscula cuando pudo contar
un total de doce niños de corta edad durmiendo plácidamente. Iban vestidos como si
fueran duendecillos, y todos lanzaban al aire los mismos ronquidos de adulto. A decir
verdad se le pasó por la cabeza durante unos segundos que aquel anciano no estaba del
todo cuerdo. Un gordo rechoncho, un reno y su trineo, montañas de regalos y ahora un
ejército de duendes. ¿Acaso se creía alguien salido de un cuento?
Sintió un cosquilleo en su espalda. Era el ansia por matar que llamaba a su puerta. Había
venido hasta aquí con una misión y la llevaría a cabo. Los vecinos de Park Avenue
recuperarían su navidad y él sería considerado todo un héroe. No estaba dispuesto a
decepcionar a su mujer. Ordenó a Garred y Rocco que se armaran con los cuchillos y
con todo el valor que encontraran. Si era necesario les prestaría parte de su valor. A
él le sobraba. Ellos se encargarían de los niños. El anciano era un premio demasiado
suculento para que el señor Holland tratara de rechazarlo.
Esa noche la casa situada en el número uno de la calle Park Avenue quedó teñida
de sangre. Sangre salpicada en el suelo, en las sábanas y en las paredes. Sangre que
dibujaba extrañas siluetas donde la imaginación reflejaba gritos de castigo. Sangre que
ahogó los gritos de los niños, ocultó el reflejo de sus pálidas muecas en los espejos y
tapizó los regalos que aguardaban ser entregados. Sangre, sangre y más sangre. Una
familia de inocentes murió bajo su techo cruelmente asesinada por unos psicópatas
sanguinarios y su cómplice vecindario. Decenas y decenas de vecinos rodeaban la
casa con la intención de privar la llegada no solo de los curiosos, sino también de la
ambulancia y demás servicios médicos. Como un cinturón humano aislaron el lugar
del crimen para que el escuadrón de la muerte trabajara si ninguna molestia. Allí afuera
estaban todos. Los Mathesson, los Colleman, los Rothfuss y los Smiller, pero también
los Stevenson, los Fraghel y los Ramírez. Nadie llamó, nadie pidió auxilio. Lentamente
el anciano murió desangrado en su cama de lana. Sus nietos murieron de idéntica forma,
así como el reno y el abeto. Y llegó un nuevo amanecer.
El nerviosismo en la sala de juntas estaba marcado por un imborrable sentimiento
de culpa. El valiente Rocco no dejaba de advertir a toda la comitiva que serían
descubiertos, que tan macabro asesinato no podía ser oculto por mucho más tiempo.
El policía retirado al que todos llamaban Garred aseguraba que era imposible detener
a todo un vecindario, que buscarían un cabeza de turco, el primer curioso que se
atreviese a asomar la cabeza y todo quedaría solucionado. El cura de la parroquia
invocó el perdón de Dios no para ellos, simples instrumentos de la justicia divina, sino
para el codicioso y pagano anciano y su séquito de infieles. Sin embargo solo ellos
parecían adaptarse, a su manera, a la nueva situación. La culpabilidad arrasaba el alma
y el espíritu de todos los vecinos, acobardados y conscientes de formar parte de un
asesinato. Hablaban entre ellos, algunos ni siquiera se atrevían a levantar la mirada.
Entonces reclamaron la presencia de aquel que les había incitado a cometer semejante
locura, el mismo al que habían escuchado y obedecido ciegamente. Lo buscaron por
todas partes sin éxito mientras trataban de averiguar los motivos por los cuales le habían
hecho caso. Parecía que se le había llevado el viento lejos de sus casas, escondido
en el fondo de las alcantarillas o en lo más alto del campanario. Gritaban su nombre,
desesperados por encontrar al salvador. ¡Grincher, Grincher! Nadie obtuvo éxito.
Los turistas, extranjeros y demás gente de paso llegaban una nueva noche para ver
las luces. Era el día señalado, el más importante del año. Era navidad. Sus rostros se
desencajaron cuando descubrieron que la casa del anciano permanecía en un estado
ruinoso. Muchos buscaron respuestas, empujados por la decepción de sus hijos.
Otros trataban de comprender que había sucedido. La mayoría lloraban por la pena
de perder un sueño olvidado, un recuerdo de infancia que se había desvanecido tan
fugazmente como regresó. Pronto las miradas se desviaron a las casas próximas.
Los vecinos de Park Avenue se sintieron interrogados y eso no les gustó. Entonces
llegaron las sospechas y con ellas más preguntas. La duda asomó en el vecindario y
todos se encerraron en sus casas. Era cuestión de tiempo que alguno de esos curiosos
atara cabos y llamara a la policía. Entonces investigarían y conocerían la aterradora
verdad. Su hermoso barrio dejaría de ser hermoso y su fama dejaría de ser admirada.
La desesperación derrotó los corazones de cada uno de esos asesinos. El señor Holland,
Garred y Rocco, pero también el matrimonio Rothfuss, los Mathesson y los Smiller.
Incluso aquel que se había mostrado tan enérgico ahora flaqueaba en medio del llanto.
¿Y el señor Grincher? ¿Dónde se encontraba el señor Grincher?, se preguntaba todo el
vecindario. No fue hasta después de un largo tiempo que a alguien se le ocurrió suprimir
las dos últimas letras de su nombre para reconocer su verdadera identidad. Lo siguiente
fue relacionar su nombre con el anciano que habían matado y se dieron cuenta que
ambos personajes parecían mantener una estrecha relación más propia de los cuentos
que de la vida cotidiana. Un cuento solo terrible por su final. Un final que ellos habían
inventado. En realidad lo que habían hecho era mucho más terrible que un asesinato. Se
habían cargado la navidad. Para siempre.