CPVIII Santa Marta - Elultimo
Publicado: 14 Abr 2013 21:48
SANTA MARTA
Santa Marta es un pequeño pueblo situado a orillas del Mediterráneo de poco más de ciento cincuenta habitantes. A él se llega a través de una estrecha y mal asfaltada carretera comarcal llena de curvas cerradas y baches por la que es imposible pasar de cuarenta con el coche. Sus casitas de adobe y piedra, de fachadas color blanco inmaculado y sus balcones llenos de macetas le dan al pueblo el aspecto fresco, limpio y tranquilo de un pueblo mediterráneo.
Situado en la loma de un monte, Santa Marta cuenta con un pequeño muelle pesquero y una ermita en lo alto a la que se llega por un camino que va bordeando la montaña y que solo se abre en ocasiones especiales como el día de la patrona. La construcción más alta con que cuenta Santa Marta es el campanario de la iglesia, igualmente blanca, que está dedicada, lógicamente, a Santa Marta quien es, lógicamente, la patrona del pueblo. Ubicada en la plaza junto al Ayuntamiento, un antiguo edificio de dos plantas, privilegiado por ser uno de los tres edificios del pueblo que cuenta con antena de televisión, junto con el bar (aunque llamarlo solo bar se queda corto, ya que también sirve para celebraciones, reuniones sociales, festejos, exposiciones, actos culturales, conciertos y, en definitiva, para cualquier acto en el que sea necesario reunir a más de una veintena de personas) y la casa de don Pablo, el rico del pueblo y el único de más de sesenta años que ha ido al extranjero. Don Pablo hizo su fortuna casándose con una señora inglesa, muy, muy rica (y también muy, muy vieja) que, casualmente, murió pocos meses después, heredando él toda su fortuna o, al menos, la que le quedaba después de años de lujuria y despilfarro en los que se habían permitido el lujo hasta de tener… ¡dos coches!
En Santa Marta, no se sabe muy bien por qué don Pablo, teniendo tanto dinero como tenía y que podría comprarse una casa en la capital, había vuelto al pueblo. Él dice que es porque como en casa no se está en ningún sitio, pero el hecho de que, aparte de la antena de televisión, el único lujo que se había concedido era comprarse un reproductor de DVD y el no menor lujo que el poder permitirse no tener que trabajar, hace sospechar a las malas lenguas que el dinero lo había vuelto loco, que lo tenía todo en su casa metido en bolsas de basura y que se pasa las noches contando hasta el último céntimo. Otros más ingenuos, sin ningún fundamento, piensan que es un hombre despreocupado al que le gusta vivir en el pueblo de forma sencilla.
Jacinto, el único policía que hay en el pueblo, un hombre de treinta y cinco años, calvo desde los diecisiete, ciento veinte kilos de puro sebo, asmático, paticorto y al que se le supone un retraso mental, es tan incapaz de cuidar del pueblo como de sí mismo. La mayor suerte de Jacinto es que en Santa Marta el único delincuente reconocido (pero no demostrado) es Eustaquio, cuyo crimen más aterrador se supone que fue cuando cometió allanamiento de morada, destrucción de la propiedad ajena y homicidio en primer grado con nocturnidad, alevosía, premeditación y hambre, pues Eustaquio, el gato de Cristina, la maestra, se había colado en casa de doña Isabel y se había zampado su canario. Jacinto es sobrino de don Agustín, el alcalde (hecho este completamente circunstancial que no tuvo nada que ver en que Jacinto fuera nombrado policía de Santa Marta) fruto de una relación esporádica entre la hermana de este y un alemán que, perdido por los intrincados caminos que surcan la región, había llegado una tarde al pueblo buscando ayuda, a lo que la hermana de don Agustín, a la que no había hombre que se acercara, no pudo negarse y lo acogió en su casa durante esa noche. A la mañana siguiente Hans, que así es como se llamaba el alemán, había desaparecido y muchos creyeron que lo habían soñado todo (sí, en Santa Marta sucede a veces esto: misteriosamente, varias personas sueñan lo mismo la misma noche), pero nueve meses después apareció la hermana de don Agustín con un bebé en brazos. Que fuera gordo, rubio, que su nombre se pareciera al de aquel alemán y que su primera palabra fuera «bier» no hizo sospechar nada a nadie.
Cristina, la maestra, es una mujer con una cabellera tan negra y lisa, una cara tan afable, una piel tan fina, unos ojos verdes tan luminosos, unas piernas tan largas, una sonrisa tan luminosa, unos andares tan delicados, un culo tan duro y prieto y unos pechos tan redondos y firmes que, a sus veintitrés años, ningún hombre en el pueblo duda de su inteligencia ni de su capacidad como maestra. Cristina da clases a los cinco niños de menos de doce años que hay en Santa Marta. Es una chica dulce y cariñosa con los niños cuando están en clase, aparte de educada, simpática y muy agradable, con la que todas las madres están encantadas por el trato que da a sus hijos.
Don Pablo, el rico, y don Agustín, el alcalde, son muy amigos y junto con don Gustavo, el intelectual, y don Roberto, el médico, forman una pandilla que se ha mantenido unida desde hace ya más de treinta años por unos fuertes lazos afectivos y por el hecho de que cada vez que tocan elecciones municipales, don Roberto le firma a don Agustín un parte de baja y ya se sabe en el pueblo que si el alcalde está enfermo no se le puede echar, pues eso le supondría un disgusto que podría agravar su situación, hecho este que le venía muy bien a don Gustavo porque, al ser más inteligente que don Agustín podía manejarlo a su antojo o, mejor dicho, al antojo del dinero de don Pablo, al cual el alcalde le hacía la vista gorda a la hora de pagar los impuestos y de concederle licencias municipales a cambio de que le dejara ganar una manos al mus en las partidas de los domingos.
Don Roberto tiene la consulta en la segunda planta del Ayuntamiento. En el pueblo se le conoce, aparte de como un gran doctor (la mayoría tampoco conocen otro), como un gran amante de la vida en familia, los largos paseos por el campo, la pesca, la comida sana y un gran conocedor de las «medicinas alternativas» (es decir, las que no se venden en la farmacia), por lo que muchos en el pueblo iban a pedirle consejo a su consulta y a que les prescribiera alguna de esas hierbas, pastillas o polvos. Es hermano de doña Isabel, la mujer más anciana de Santa Marta, de la que se sabe que nunca ha estado con un hombre, nunca ha dicho una mala palabra y nunca ha tenido un mal pensamiento. Nacida un Domingo de Resurrección, desde que hizo la primera comunión no ha faltado a misa ni domingo ni fiesta de guardar. Ni siquiera cuando cogió tuberculosis y el doctor le dijo que tenía que guardar cama, ni siquiera cuando se juzgó a Eustaquio (al que, por cierto, tuvieron que absolver por falta de pruebas) por haberse comido su canario o ni siquiera durante los bombardeos de la guerra y fue ella sola a la iglesia (ya que la gente prefería tener un alma sucia en un cuerpo entero que una pura en uno hecho pedazos) donde sentada en su banco de la primera fila fue capaz de recrear una misa entera en tiempo real, con sus tiempos, sus pausas y sus oraciones y hasta con un sermón de tres horas incluido. Vive en una casita un poco separada del pueblo a la que se llega a través de un camino de guijarros color teja bordeado por piedrecitas de color blanco y unos arbustos que en verano dan unas flores muy pequeñas de color amarillo y violeta. La casa es pequeña, con un jazmín a la entrada que en verano hace las delicias con su olor y que forma un techo natural bajo el cual se encuentra un pequeño jardín donde doña Isabel cuida de sus rosales, margaritas, geranios y otras plantas, todas de bellísimas flores. La parte trasera de la casa consta de un pequeño huerto en el que crece un manzano y donde doña Isabel cultiva tomates, lechugas, cebollas y unas plantas bastante feas que su hermano le regaló un día y que no sabe porque, pero cada vez que quema las hojas secas no puede dejar de sonreír. El pequeño huerto está vigilado por un espantapájaros que, en realidad, era la figura del Cristo, de más de dos metros de altura y ciento cincuenta kilos de peso que había desaparecido de la iglesia hacía unos meses y que en Santa Marta muchos lo vieron una noche andando por las calles del pueblo hasta la casa de doña Isabel y establecerse allí.
La única persona en el pueblo que no ha nacido aquí es Juan, el dueño del bar. El rumor general en Santa Marta es que Juan es un músico venido a menos por haberse pasado al arte experimental y que había llegado al pueblo en busca de la paz espiritual y la inspiración perdida. Rumor fundamentado más por su pelo largo, sus gafas redondas de vieja y su pinta de hippie pasado de moda, que por el hecho de que Juan llegara con una guitarra en una mano y que lo primero que dijera fuese que era un músico venido a menos por haberse pasado al arte experimental y que había llegado a Santa Marta en busca de la paz espiritual y la inspiración perdida. Muy amigo de don Roberto, al que años más tarde le dedicaría una canción, compartía con él muchas aficiones y ambos pasaban largos ratos discutiendo sobre temas tan trascendentales como el diseño, la química o las tortillas de setas.
Don Francisco, el cura, vive en un pequeño apartamento acondicionado para tal menester dentro de la propia iglesia de Santa Marta. De vida humilde y sencilla, se levanta cada día a las seis y media de la mañana, reza sus oraciones matinales y después de tomar en el bar un sencillo desayuno a base de huevos fritos con beicon, salchichas, patatas asadas, carajillo, tostadas con mantequilla y mermelada, zumo de naranja recién exprimido y una copita de anís, vuelve a la iglesia para preparar la misa. Pacientemente, prepara el cáliz, mira que queden suficientes hostias y las coloca en un platillo, pone el mantel blanco sobre el altar, se sirve una copita de anís, enciende unas velas, comprueba que quede vino, abre el misal por la página correspondiente al sermón del día, se sirve otra copita de anís, limpia un poco el polvo a los santos, se viste con el alba, la estola y la casulla, reza un padrenuestro y un par de avemarías y espera que vayan llegando los fieles. Si la espera en muy larga y tiene que servirse una copa más de anís, ese día la misa se ameniza con acompañamiento de guitarra.
Por una misteriosa razón que nadie ha logrado descifrar, en Santa Marta no hay ninguna «Marta». Algunos dicen que es por superstición otros porque desde hace más de diez años que no nace una mujer en el pueblo y llamar Marta a un niño, pues como que no es de muy buen gusto. Por eso don Agustín, hace unos días, hizo leer a Jacinto un bando con una nueva ordenanza municipal en la que se instaba a todo hombre y mujer fértil del pueblo a procrear niñas a las que tendrían que llamar de ese modo (Jacinto no, claro, sino Marta). Cuando después de repetir el bando unas siete veces sin que nadie le hiciera el menor caso le prestaba atención, Jacinto decidió que él sería el padre de esa niña y fue corriendo a buscarla. A buscarla… buscarla… ¿dónde? Así que fue a preguntarle a doña Isabel, pensando que una señora tan anciana tenía que saber de esas cosas. Resultado: un ojo morado. Su siguiente opción fue don Francisco. Un cura tenía por necesidad entender de hijos. Error. Desesperanzado porque su búsqueda no daba frutos decidió, en un último intento, hablar con don Gustavo, el intelectual, quien mediante unos complejos diagramas con formas de abejitas y florecitas hizo entender a Jacinto que tanto los niños como las niñas los tenían las mujeres, igual que su madre lo tuvo a él (en ese momento un oscuro pensamiento cruzó la cabeza de Jacinto, gracias a dios que le pilló despistado y pasó inadvertido). Ahora tenía claro que lo que necesitaba era una mujer, así que fue de nuevo a visitar a doña Isabel y le propuso tener una hija. Resultado: un ojo doblemente morado.
Como estaba claro que algo fallaba en las explicaciones de don Gustavo, Jacinto hizo una visita a su tío, quien le explicó que para tener un hijo con una mujer primero tenía que cortejarla. Después tuvo que explicarle que cortejar a una mujer consistía en hacer que se sintiera atraída por él. Después lo mandó a la iglesia para que encendiera una vela… o mejor dos. Y después, viendo que ni un milagro podía hacer que una mujer se enamorara de su sobrino, decidió ir en busca de Cristina para convencerla con amables amenazas de echarla del pueblo de que tuviera una niña con Jacinto. La encontró en el bar, en el que don Roberto y Juan, que mantenían una de sus animadas discusiones, viendo las intenciones de don Agustín, decidieron intervenir, aunque ya demasiado tarde puesto que Cristina había aceptado pasar una tarde con Jacinto, solo una noche y ninguna más, en la que pasaría todo lo que tuviera que pasar.
De esa forma, don Agustín lo dispuso todo para que la tarde en cuestión no fallara nada. Pidió a don Roberto el historial clínico de Cristina para saber cuál era su momento más fértil, a Juan que compusiera una canción romántica especial para la ocasión, a don Francisco que hiciera replicar las campanas, a don Pablo su casona para esa tarde, a doña Isabel pidió flores de su huerto,… hasta que por fin llegamos a hoy, a la tarde en la que todo tiene que suceder. La tarde en la que Jacinto y Cristina, encerrados en una de las alcobas de la casa de don Pablo, se disponen a hacer el amor (él por necesidad, ella por obligación) sobre una cama cubierta por las flores de doña Isabel y con la música de Juan sonando de fondo. Todo es perfecto. Don Agustín lo ha organizado todo de tal forma que nada puede salir mal, ha considerado hasta el último detalle… ¿o no? Lo que va a pasar esta tarde en esta habitación solamente lo sabremos tres; y uno por vergüenza, otra por respeto y el último porque es un gato, nadie dirá nada jamás. De una cosa estoy seguro: dentro de nueve meses nadie escuchará llantos de madrugada… Cristina es exclusivamente para mí.
Santa Marta es un pequeño pueblo situado a orillas del Mediterráneo de poco más de ciento cincuenta habitantes. A él se llega a través de una estrecha y mal asfaltada carretera comarcal llena de curvas cerradas y baches por la que es imposible pasar de cuarenta con el coche. Sus casitas de adobe y piedra, de fachadas color blanco inmaculado y sus balcones llenos de macetas le dan al pueblo el aspecto fresco, limpio y tranquilo de un pueblo mediterráneo.
Situado en la loma de un monte, Santa Marta cuenta con un pequeño muelle pesquero y una ermita en lo alto a la que se llega por un camino que va bordeando la montaña y que solo se abre en ocasiones especiales como el día de la patrona. La construcción más alta con que cuenta Santa Marta es el campanario de la iglesia, igualmente blanca, que está dedicada, lógicamente, a Santa Marta quien es, lógicamente, la patrona del pueblo. Ubicada en la plaza junto al Ayuntamiento, un antiguo edificio de dos plantas, privilegiado por ser uno de los tres edificios del pueblo que cuenta con antena de televisión, junto con el bar (aunque llamarlo solo bar se queda corto, ya que también sirve para celebraciones, reuniones sociales, festejos, exposiciones, actos culturales, conciertos y, en definitiva, para cualquier acto en el que sea necesario reunir a más de una veintena de personas) y la casa de don Pablo, el rico del pueblo y el único de más de sesenta años que ha ido al extranjero. Don Pablo hizo su fortuna casándose con una señora inglesa, muy, muy rica (y también muy, muy vieja) que, casualmente, murió pocos meses después, heredando él toda su fortuna o, al menos, la que le quedaba después de años de lujuria y despilfarro en los que se habían permitido el lujo hasta de tener… ¡dos coches!
En Santa Marta, no se sabe muy bien por qué don Pablo, teniendo tanto dinero como tenía y que podría comprarse una casa en la capital, había vuelto al pueblo. Él dice que es porque como en casa no se está en ningún sitio, pero el hecho de que, aparte de la antena de televisión, el único lujo que se había concedido era comprarse un reproductor de DVD y el no menor lujo que el poder permitirse no tener que trabajar, hace sospechar a las malas lenguas que el dinero lo había vuelto loco, que lo tenía todo en su casa metido en bolsas de basura y que se pasa las noches contando hasta el último céntimo. Otros más ingenuos, sin ningún fundamento, piensan que es un hombre despreocupado al que le gusta vivir en el pueblo de forma sencilla.
Jacinto, el único policía que hay en el pueblo, un hombre de treinta y cinco años, calvo desde los diecisiete, ciento veinte kilos de puro sebo, asmático, paticorto y al que se le supone un retraso mental, es tan incapaz de cuidar del pueblo como de sí mismo. La mayor suerte de Jacinto es que en Santa Marta el único delincuente reconocido (pero no demostrado) es Eustaquio, cuyo crimen más aterrador se supone que fue cuando cometió allanamiento de morada, destrucción de la propiedad ajena y homicidio en primer grado con nocturnidad, alevosía, premeditación y hambre, pues Eustaquio, el gato de Cristina, la maestra, se había colado en casa de doña Isabel y se había zampado su canario. Jacinto es sobrino de don Agustín, el alcalde (hecho este completamente circunstancial que no tuvo nada que ver en que Jacinto fuera nombrado policía de Santa Marta) fruto de una relación esporádica entre la hermana de este y un alemán que, perdido por los intrincados caminos que surcan la región, había llegado una tarde al pueblo buscando ayuda, a lo que la hermana de don Agustín, a la que no había hombre que se acercara, no pudo negarse y lo acogió en su casa durante esa noche. A la mañana siguiente Hans, que así es como se llamaba el alemán, había desaparecido y muchos creyeron que lo habían soñado todo (sí, en Santa Marta sucede a veces esto: misteriosamente, varias personas sueñan lo mismo la misma noche), pero nueve meses después apareció la hermana de don Agustín con un bebé en brazos. Que fuera gordo, rubio, que su nombre se pareciera al de aquel alemán y que su primera palabra fuera «bier» no hizo sospechar nada a nadie.
Cristina, la maestra, es una mujer con una cabellera tan negra y lisa, una cara tan afable, una piel tan fina, unos ojos verdes tan luminosos, unas piernas tan largas, una sonrisa tan luminosa, unos andares tan delicados, un culo tan duro y prieto y unos pechos tan redondos y firmes que, a sus veintitrés años, ningún hombre en el pueblo duda de su inteligencia ni de su capacidad como maestra. Cristina da clases a los cinco niños de menos de doce años que hay en Santa Marta. Es una chica dulce y cariñosa con los niños cuando están en clase, aparte de educada, simpática y muy agradable, con la que todas las madres están encantadas por el trato que da a sus hijos.
Don Pablo, el rico, y don Agustín, el alcalde, son muy amigos y junto con don Gustavo, el intelectual, y don Roberto, el médico, forman una pandilla que se ha mantenido unida desde hace ya más de treinta años por unos fuertes lazos afectivos y por el hecho de que cada vez que tocan elecciones municipales, don Roberto le firma a don Agustín un parte de baja y ya se sabe en el pueblo que si el alcalde está enfermo no se le puede echar, pues eso le supondría un disgusto que podría agravar su situación, hecho este que le venía muy bien a don Gustavo porque, al ser más inteligente que don Agustín podía manejarlo a su antojo o, mejor dicho, al antojo del dinero de don Pablo, al cual el alcalde le hacía la vista gorda a la hora de pagar los impuestos y de concederle licencias municipales a cambio de que le dejara ganar una manos al mus en las partidas de los domingos.
Don Roberto tiene la consulta en la segunda planta del Ayuntamiento. En el pueblo se le conoce, aparte de como un gran doctor (la mayoría tampoco conocen otro), como un gran amante de la vida en familia, los largos paseos por el campo, la pesca, la comida sana y un gran conocedor de las «medicinas alternativas» (es decir, las que no se venden en la farmacia), por lo que muchos en el pueblo iban a pedirle consejo a su consulta y a que les prescribiera alguna de esas hierbas, pastillas o polvos. Es hermano de doña Isabel, la mujer más anciana de Santa Marta, de la que se sabe que nunca ha estado con un hombre, nunca ha dicho una mala palabra y nunca ha tenido un mal pensamiento. Nacida un Domingo de Resurrección, desde que hizo la primera comunión no ha faltado a misa ni domingo ni fiesta de guardar. Ni siquiera cuando cogió tuberculosis y el doctor le dijo que tenía que guardar cama, ni siquiera cuando se juzgó a Eustaquio (al que, por cierto, tuvieron que absolver por falta de pruebas) por haberse comido su canario o ni siquiera durante los bombardeos de la guerra y fue ella sola a la iglesia (ya que la gente prefería tener un alma sucia en un cuerpo entero que una pura en uno hecho pedazos) donde sentada en su banco de la primera fila fue capaz de recrear una misa entera en tiempo real, con sus tiempos, sus pausas y sus oraciones y hasta con un sermón de tres horas incluido. Vive en una casita un poco separada del pueblo a la que se llega a través de un camino de guijarros color teja bordeado por piedrecitas de color blanco y unos arbustos que en verano dan unas flores muy pequeñas de color amarillo y violeta. La casa es pequeña, con un jazmín a la entrada que en verano hace las delicias con su olor y que forma un techo natural bajo el cual se encuentra un pequeño jardín donde doña Isabel cuida de sus rosales, margaritas, geranios y otras plantas, todas de bellísimas flores. La parte trasera de la casa consta de un pequeño huerto en el que crece un manzano y donde doña Isabel cultiva tomates, lechugas, cebollas y unas plantas bastante feas que su hermano le regaló un día y que no sabe porque, pero cada vez que quema las hojas secas no puede dejar de sonreír. El pequeño huerto está vigilado por un espantapájaros que, en realidad, era la figura del Cristo, de más de dos metros de altura y ciento cincuenta kilos de peso que había desaparecido de la iglesia hacía unos meses y que en Santa Marta muchos lo vieron una noche andando por las calles del pueblo hasta la casa de doña Isabel y establecerse allí.
La única persona en el pueblo que no ha nacido aquí es Juan, el dueño del bar. El rumor general en Santa Marta es que Juan es un músico venido a menos por haberse pasado al arte experimental y que había llegado al pueblo en busca de la paz espiritual y la inspiración perdida. Rumor fundamentado más por su pelo largo, sus gafas redondas de vieja y su pinta de hippie pasado de moda, que por el hecho de que Juan llegara con una guitarra en una mano y que lo primero que dijera fuese que era un músico venido a menos por haberse pasado al arte experimental y que había llegado a Santa Marta en busca de la paz espiritual y la inspiración perdida. Muy amigo de don Roberto, al que años más tarde le dedicaría una canción, compartía con él muchas aficiones y ambos pasaban largos ratos discutiendo sobre temas tan trascendentales como el diseño, la química o las tortillas de setas.
Don Francisco, el cura, vive en un pequeño apartamento acondicionado para tal menester dentro de la propia iglesia de Santa Marta. De vida humilde y sencilla, se levanta cada día a las seis y media de la mañana, reza sus oraciones matinales y después de tomar en el bar un sencillo desayuno a base de huevos fritos con beicon, salchichas, patatas asadas, carajillo, tostadas con mantequilla y mermelada, zumo de naranja recién exprimido y una copita de anís, vuelve a la iglesia para preparar la misa. Pacientemente, prepara el cáliz, mira que queden suficientes hostias y las coloca en un platillo, pone el mantel blanco sobre el altar, se sirve una copita de anís, enciende unas velas, comprueba que quede vino, abre el misal por la página correspondiente al sermón del día, se sirve otra copita de anís, limpia un poco el polvo a los santos, se viste con el alba, la estola y la casulla, reza un padrenuestro y un par de avemarías y espera que vayan llegando los fieles. Si la espera en muy larga y tiene que servirse una copa más de anís, ese día la misa se ameniza con acompañamiento de guitarra.
Por una misteriosa razón que nadie ha logrado descifrar, en Santa Marta no hay ninguna «Marta». Algunos dicen que es por superstición otros porque desde hace más de diez años que no nace una mujer en el pueblo y llamar Marta a un niño, pues como que no es de muy buen gusto. Por eso don Agustín, hace unos días, hizo leer a Jacinto un bando con una nueva ordenanza municipal en la que se instaba a todo hombre y mujer fértil del pueblo a procrear niñas a las que tendrían que llamar de ese modo (Jacinto no, claro, sino Marta). Cuando después de repetir el bando unas siete veces sin que nadie le hiciera el menor caso le prestaba atención, Jacinto decidió que él sería el padre de esa niña y fue corriendo a buscarla. A buscarla… buscarla… ¿dónde? Así que fue a preguntarle a doña Isabel, pensando que una señora tan anciana tenía que saber de esas cosas. Resultado: un ojo morado. Su siguiente opción fue don Francisco. Un cura tenía por necesidad entender de hijos. Error. Desesperanzado porque su búsqueda no daba frutos decidió, en un último intento, hablar con don Gustavo, el intelectual, quien mediante unos complejos diagramas con formas de abejitas y florecitas hizo entender a Jacinto que tanto los niños como las niñas los tenían las mujeres, igual que su madre lo tuvo a él (en ese momento un oscuro pensamiento cruzó la cabeza de Jacinto, gracias a dios que le pilló despistado y pasó inadvertido). Ahora tenía claro que lo que necesitaba era una mujer, así que fue de nuevo a visitar a doña Isabel y le propuso tener una hija. Resultado: un ojo doblemente morado.
Como estaba claro que algo fallaba en las explicaciones de don Gustavo, Jacinto hizo una visita a su tío, quien le explicó que para tener un hijo con una mujer primero tenía que cortejarla. Después tuvo que explicarle que cortejar a una mujer consistía en hacer que se sintiera atraída por él. Después lo mandó a la iglesia para que encendiera una vela… o mejor dos. Y después, viendo que ni un milagro podía hacer que una mujer se enamorara de su sobrino, decidió ir en busca de Cristina para convencerla con amables amenazas de echarla del pueblo de que tuviera una niña con Jacinto. La encontró en el bar, en el que don Roberto y Juan, que mantenían una de sus animadas discusiones, viendo las intenciones de don Agustín, decidieron intervenir, aunque ya demasiado tarde puesto que Cristina había aceptado pasar una tarde con Jacinto, solo una noche y ninguna más, en la que pasaría todo lo que tuviera que pasar.
De esa forma, don Agustín lo dispuso todo para que la tarde en cuestión no fallara nada. Pidió a don Roberto el historial clínico de Cristina para saber cuál era su momento más fértil, a Juan que compusiera una canción romántica especial para la ocasión, a don Francisco que hiciera replicar las campanas, a don Pablo su casona para esa tarde, a doña Isabel pidió flores de su huerto,… hasta que por fin llegamos a hoy, a la tarde en la que todo tiene que suceder. La tarde en la que Jacinto y Cristina, encerrados en una de las alcobas de la casa de don Pablo, se disponen a hacer el amor (él por necesidad, ella por obligación) sobre una cama cubierta por las flores de doña Isabel y con la música de Juan sonando de fondo. Todo es perfecto. Don Agustín lo ha organizado todo de tal forma que nada puede salir mal, ha considerado hasta el último detalle… ¿o no? Lo que va a pasar esta tarde en esta habitación solamente lo sabremos tres; y uno por vergüenza, otra por respeto y el último porque es un gato, nadie dirá nada jamás. De una cosa estoy seguro: dentro de nueve meses nadie escuchará llantos de madrugada… Cristina es exclusivamente para mí.