CPVIII El tazón - Topito
Publicado: 18 Abr 2013 18:32
El tazón
Los objetos de Enrico continúan en la casa tal y como los dejó pocos días antes de su muerte. Por un lado, sus posesiones más íntimas, que se disponen limpias y ordenadas en el interior de los cajones. Por otro, sus pertenencias más banales, que continúan visibles sobre mesas y estantes. Objetos despojados de su uso doméstico, posesiones convertidas en idolatradas reliquias, pertenencias relegadas al sustento de peculiares costumbres. Un conjunto de enseres, en definitiva, evocados al recuerdo de una vida pasada más feliz y acompañada. Y a su vez, desde el entierro de Enrico, se fue adaptando el día a día de Suso de una forma tan rutinaria a cada una de las costumbres establecidas que cualquier alteración en ellas causaría un cambio en su vida, un hecho que precisamente esta mañana ha sucedido al quedarse dormido.
Justamente ahora se está levantado de la cama para ir raudo al cuarto de baño, el único lugar de la casa donde la quietud acampa a sus anchas, ocasionalmente interrumpida por el claxon de los impacientes conductores que transitan por la cuesta de Santo Domingo, o en su defecto, por el parloteo de las vecinas asomadas a las ventanas del patio de luces. No obstante, hoy se respira tal serenidad en el ambiente que Suso tiene esperanzas de poder rezar sin interrupciones.
Abre el armario del baño y se arrodilla ante él, sintiendo cómo su cuerpo se estremece ante el frío suelo. En su interior se disponen dos juegos de toallas junto a numerosas cremas y jabones. Todo ordenado y bien dispuesto. Todo en simétrica posición. Levanta la mano y acaricia la inicial de Enrico, aquella bordada en una de las toallas. Entonces, cierra los ojos y musita una oración mientras evoca una vida pasada más feliz y acompañada. Habitualmente prolongaría su rezo hasta sentir la fuerza suficiente para iniciar otro día sin Enrico, sin embargo, ora con urgencia; esta mañana el tiempo apremia y apenas queda una hora para que el alumno de canto llame a su puerta.
Tras diez minutos, a pesar de que aún no se siente con fuerzas, cierra la puerta del armario con cuidado, encerrando en su interior los recuerdos. A continuación se apresura en ducharse, en secarse, en aplicarse la crema hidrante, para finalizar con la exfoliante, justo antes de afeitarse. Una escasa media hora ha tardado en su aseo personal, y les puedo asegurar que esta rapidez es inusitada en él. Cuando vivían en Praga, allá por la década de los setenta, se demoraba hasta dos horas para desquicie de Enrico. Imagínense.
El tiempo avanza y solo queda media hora para que el alumno de canto llame a su puerta, por lo que no es extraño ver a Suso preparar el desayuno con premura.
Primero se afana en la buena disposición de la mesa, situando las dos servilletas de hilo simétricamente a las dos cucharas de plata, y a su vez, sus dos únicos tazones de porcelana a sus dos platos para las tostadas. Luego, tostando las cuatro rebanadas de pan hasta dejarlas como le gustaban a Enrico, ligeramente doradas. Y por último, mientras calienta la leche y el café, depositando dos petunias negras entre la mantequilla y la mermelada, un sutil detalle que siempre aprecio Enrico: dos flores de pétalos tan negros como el oscuro timbre de sus voces. Voces de tenores, por cierto.
Si me lo permiten, ya que ha salido a relucir sus voces, les diré que ambos cosecharon triunfos sobre los escenarios. No obstante, Suso siempre obtuvo más ovaciones que Enrico, cautivando sin remedio al público, forjándose un buena fama dentro del mundillo operístico. Aunque, con el tiempo, llegó a atormentarle sus numerosas ovaciones en comparación con las escasas de Enrico. Por esta razón, dos años atrás, se entusiasmó tanto con el triunfal recital de Enrico en el Auditorio Nacional. Yo estuve allí, por supuesto, y les puedo asegurar que su voz cautivó de tal manera al auditorio que obtuvo la mayor ovación de toda su carrera. Sin embargo, en aquella apacible noche de verano nadie sospecho que el destino quisiera arrebatar a Suso su vida junto a Enrico, provocando aquel trágico accidente de tráfico. No obstante, así es la vida. Y la vida no siempre es justa, como nos diría Enrico.
Suso aspira el aroma afrutado del café que se disemina por la mesa, un aroma que le traslada cada mañana hasta el café Slava de Praga, evocándole el día que conoció a Enrico, su primer cruce de miradas, y las posteriores, esas mismas miradas tan tímidas que le echaba mientras escuchaba con atención sus embravecidos discursos sobre óperas y operetas en aquellas animadas tertulias entre barítonos, contraltos, tenores y sopranos. También sus primeros desayunos, y sus largos almuerzos, sin olvidar, claro está, sus últimas cenas antes de retornar a España, cenas de despedida a aquel café que les presentó, les enamoró y les unió hasta la muerte. Evocaciones que a lo largo del día se extienden por su mente como la mantequilla lo hace sobre la tostada, o la mermelada sobre la mantequilla. Y, mientras evoca su vida y saborea su café, Suso relata el sueño acaecido aquella madrugada, proyectando su voz hacia la vacía y solitaria silla que se encuentra frente a él.
Dos veces suena el timbre de la puerta:el alumno de canto ha llegado.
Suso comienza a recoger apurado la mesa de la cocina, llevando la mermelada y la mantequilla a la nevera y la jarra de leche a la encimera. Y precisamente en el momento que va a dejar sus dos tazones de porcelana sobre la pila de la cocina… un único timbre, uno sólo, vuelve a sonar en la residencia. Se sobresalta. Los dos tazones se le caen de las manos y se estrellan contra el suelo, estallando en cientos de fragmentos. Por un instante piensa en recogerlos... pero no, no hay tiempo para ello: la clase de canto debe comenzar. Así que sale de la cocina y deja tras de sí los cientos de cerámicos fragmentos esparcidos por el suelo.
Una hora ha pasado y la clase de canto ha finalizado.
El alumno recoge sus partituras y, mientras Suso le acompaña al recibidor, como lo hace siempre, se despide hasta el día siguiente. Cuando cierra la puerta, mira el reloj; si no se apresura llegará tarde para impartir su primera clase en el Conservatorio Nacional. Así que aferra su chaqueta y se marcha raudo a la calle, olvidando que aún continúan en la cocina los cientos de cerámicos fragmentos esparcidos por el suelo.
Mucho más tarde, una vez finalizada en el conservatorio su jornada laboral, pasea lánguidamente por la calle Prado camino al restaurante para almorzar. Sin ningún motivo aparente se detiene frente a una tienda de amplia cristalera con marcos de madera. Tras el limpio cristal, sobre una cómoda estilo provenzal y custodiado por dos candelabros de estilo Imperio Italiano, se sitúa un tazón de porcelana de ribetes dorados. En ese preciso momento, recuerda la rotura de sus dos tazones de porcelana y, sin pensarlo dos veces, abre la puerta de la tienda y entra en su interior.
Suso aún no lo sabe, pero ha entrado en Antigüedades Rolle Sánchez.
—¡Buenos días, caballero! —saluda con gentileza la anticuaria.
—¡Buenos días, joven! —responde Suso, mientras recorre la vista por los diversos muebles diseminados por la tienda.
—¿Le puedo ayudar en algo, señor…
—Negrín. Joven —indica Suso, al tiempo que alza la vista hacia el techo.
—Busca algún objeto en concreto, ¿señor Negrín?
Suso, de pie, inmóvil, no contesta. Su mirada se pierde observando las numerosas lámparas colgadas del techo, entre vigas de madera y labradas zapatas.
—lámparas de la Granja de Carlos IV —dice la anticuaria. Y, como Suso continua con la cabeza elevada, quieto y en silencio, añade —: Si posee un comedor con techo elevado le aportará un toque elegante.
Suso baja la mirada y la mira sonriendo. Después, eleva de nuevo la vista hacia el techo.
Pasado unos minutos, la anticuaria comienza a inquietarse mientras él permanece tranquilo, a pesar del incómodo silencio.
—Y si realiza una cena —comienza a decir la anticuaria para romper el mutismo entre ellos —, estoy segura que los comensales la admirarán mientras cenan.
Suso dirige la mira hacía ella y la responde:
—Con total seguridad, joven.
Aunque no lo hace por deferencia hacia ella, sino porque ya se ha cansado de admirar las lámparas que cuelgan entre las vigas y las zapatas.
La anticuaria se sosiega al comprobar que el posible comprador comienza a dialogar con ella.
Suso empieza a deambular entre el mobiliario en venta de la tienda, mientras la anticuaria le sigue a distancia. Una distancia adecuada para no molestar, pero al mismo tiempo apropiada para no demorar la atención si fuera requerida.
En su recorrido, mientras admira dos jarrones iguales, dos juegos de lámparas de mesa, dos espejos similares… Suso comienza a sentir que algo le molesta: la disposición asimétrica entre aquellas piezas.
Y cuando pasa ante la cómoda donde reposa el tazón de porcelana de ribetes dorados, se detiene bruscamente. Entonces, permaneciendo sus piernas quietas, tan rectas como si fueran columnas de piedra, tuerce el tronco acercando la cabeza al tazón.
La anticuaria, que se encuentra justo detrás, a un escaso metro de él, dice:
—Una de mis mejores piezas del siglo XVIII. —Y realizando una pequeña pausa, añade —: Una pieza única de porcelana del Buen Retiro, señor Negrín.
—Ya veo, joven. Un hermoso tazón. No obstante, me estaba preguntando el por qué no se encuentra junto a él su gemelo.
Suso eleva su mirada y comienza a otear la estancia en busca de la pieza que falta, como quién busca tierra firme en medio de un mar encrespado mientras permanece resguardado en el interior un bote de salvamento.
—¿Su gemelo?
—Sí, joven. Es obvio: siempre existe más de un tazón en las vajillas.
—Es cierto, señor Negrín. Sin embargo…
—Ve, ya se lo indicaba yo ¿Sería tan amable de enseñarme su gemelo?
Y sin dar margen a la anticuaria para responder, Suso inicia su camino entre los muebles a la venta, escudriñando las piezas expuestas sobre ellas, buscando el tazón gemelo que anhela, por lo que provoca de nuevo una incipiente inquietud en la anticuaria.
—Señor Negrín —comienza a decir, dando tres largos pasos para colocarse justo tras su espalda—, ya le he comentado que es una pieza única. No existe otra igual.
Cuando Suso escucha aquella última frase, se detiene. Lo hace tan repentinamente que casi provoca que la anticuaria se tope contra él.
—No puede ser, joven. Necesito dos. No uno —y la mira del mismo modo que si fuera un objeto más de la tienda—. Necesito otro igual para mí.
La anticuaria abre los labios y frunce las cejas. No sabe muy bien cómo responder.
—Disculpe, señor Negrín —dice, mientras Suso la mira expectante—. El tazón perteneció a una vajilla que adquirió el embajador Bernardo de Rocaberti. El destino quiso que la totalidad de las piezas quedaran dañadas tras el terremoto de Lisboa. No obstante, hace unas décadas, apareció intacto este tazón. Así que debe comprender que es una pieza única, y que los demás tazones se perdieron.
Suso suspira, e inicia de nuevo su andar entre el mobiliario a la venta.
—No puede ser, joven. Yo necesito comprar su pareja. ¿Cómo voy a comprar uno solo? Siempre he comprado dos.
La anticuaria se desespera al comprobar que, mientras Suso la habla, empieza a gesticular de tal manera que ve peligrar las valiosas piezas expuestas en la tienda.
—Señor Negrín, por favor, no gesticule tan bruscamente.
—¿Qué no gesticule, joven? —contesta, elevando bruscamente el brazo—. ¡Esto es indignante! En mi vida no he encontrado tanta insolencia.
—No es mi caso ofenderle, señor Negrín. —dice dócilmente la anticuaria, intentando apaciguar el ambiente—. Aunque… no llego a entender los motivos por los que se está comenzando a alterar.
—Seguro que tiene uno más en la trastienda —responde Suso, subiendo aún más el tono de voz—, pero no me lo quiere vender.
—Ya le he dicho que sólo existe un tazón. Además, es imposible que aquí, o en otro lado, pueda encontrar otro igual. —E intentando controlar la situación, añade —: No obstante, si continua persistiendo en esta actitud, me veré obligada a solicitarle, amablemente, que abandone mi establecimiento.
Cuando Suso vio el tazón tras el cristal no pudo dejar de imaginárselo sobre la mesa de la cocina, frente a la petunia negra de Enrico. No obstante, debía comprar otro idéntico para guardar la simetría sobre la mesa. Así pues, para tener más tiempo, mientras sopesa si adquirirlo o no, y antes de que la anticuaria le indique amablemente dónde está la salida, respira profundamente, calmando su naciente ansiedad.
Entonces comienza a gesticular tan suavemente como si fuera una de las bailarinas del Bolshó.
—Excúseme, señorita —dice Suso, reposando delicadamente sus brazos sobre el escritorio de época isabelina que se encuentra frente a él—. Creo que me he exasperado un poco sin motivos. Lo cierto es que si deseo adquirir el tazón.
—No se preocupe, señor Negrín.
—Mire, joven. Yo siempre he adquirido juegos y nunca únicas piezas. Y en cierto modo, me siento algo perturbado ante la posibilidad de comprar este tazón sabiendo que es una pieza única. ¿Me Comprende?
—Le comprendo —miente la anticuaria.
—Usted… ¿Qué piensa sobre esta pieza?
—Señor Negrín, le puedo asegurar que es una muy buena pieza, y una muy buena adquisición. La pieza se realizó en la fábrica del Buen Retiro, e imagino que no le tengo que dar mayor información que ésta. Además, tiene el valor añadido de no existir una pieza idéntica en todo el mundo. Y en su hogar, será admirada por entendidos en porcelana como por los que no lo son por la belleza de su acabado.
—No estoy seguro, joven.
—Solo piense un momento en qué reacción o sentimiento ha tenido cuando lo ha visto. Esa reacción, o ese sentimiento, es lo más importante a la hora de comprar una pieza cómo ésta.
—Cierto es que este tazón tiene algo especial. Si le soy sincero, he accedido a su tienda al verlo tras el cristal por este mismo motivo.
Suso, mientras habla, continúa sopesando su adquisición, aunque aquellas últimas frases de la anticuaria le hacen reflexionar. Aquel tazón le provocó el impulso de acceder a la tienda, le hizo imaginárselo sobre la mesa, frente a la petunia negra. Y a pesar de que sea una pieza única, aún continúa imaginando que disfrutaría tomando su café en aquel tazón. Realmente le gustaba, y aunque mañana por la mañana no tendría un tazón idéntico frente a la petunia negra de Enrico, frente a la silla vacía de Enrico, quería comprar ese tazón.
—¡Qué diablos, joven! Me lo llevo.
Al cabo de un rato, Suso sale a la calle con aquella única pieza de porcelana, arropada cuidadosamente con papel acolchado de burbujas de plástico y reposando, como si estuviera dormida, en el interior de la bolsa de tela.
Los objetos de Enrico continúan en la casa tal y como los dejó pocos días antes de su muerte. Por un lado, sus posesiones más íntimas, que se disponen limpias y ordenadas en el interior de los cajones. Por otro, sus pertenencias más banales, que continúan visibles sobre mesas y estantes. Objetos despojados de su uso doméstico, posesiones convertidas en idolatradas reliquias, pertenencias relegadas al sustento de peculiares costumbres. Un conjunto de enseres, en definitiva, evocados al recuerdo de una vida pasada más feliz y acompañada. Y a su vez, desde el entierro de Enrico, se fue adaptando el día a día de Suso de una forma tan rutinaria a cada una de las costumbres establecidas que cualquier alteración en ellas causaría un cambio en su vida, un hecho que precisamente esta mañana ha sucedido al quedarse dormido.
Justamente ahora se está levantado de la cama para ir raudo al cuarto de baño, el único lugar de la casa donde la quietud acampa a sus anchas, ocasionalmente interrumpida por el claxon de los impacientes conductores que transitan por la cuesta de Santo Domingo, o en su defecto, por el parloteo de las vecinas asomadas a las ventanas del patio de luces. No obstante, hoy se respira tal serenidad en el ambiente que Suso tiene esperanzas de poder rezar sin interrupciones.
Abre el armario del baño y se arrodilla ante él, sintiendo cómo su cuerpo se estremece ante el frío suelo. En su interior se disponen dos juegos de toallas junto a numerosas cremas y jabones. Todo ordenado y bien dispuesto. Todo en simétrica posición. Levanta la mano y acaricia la inicial de Enrico, aquella bordada en una de las toallas. Entonces, cierra los ojos y musita una oración mientras evoca una vida pasada más feliz y acompañada. Habitualmente prolongaría su rezo hasta sentir la fuerza suficiente para iniciar otro día sin Enrico, sin embargo, ora con urgencia; esta mañana el tiempo apremia y apenas queda una hora para que el alumno de canto llame a su puerta.
Tras diez minutos, a pesar de que aún no se siente con fuerzas, cierra la puerta del armario con cuidado, encerrando en su interior los recuerdos. A continuación se apresura en ducharse, en secarse, en aplicarse la crema hidrante, para finalizar con la exfoliante, justo antes de afeitarse. Una escasa media hora ha tardado en su aseo personal, y les puedo asegurar que esta rapidez es inusitada en él. Cuando vivían en Praga, allá por la década de los setenta, se demoraba hasta dos horas para desquicie de Enrico. Imagínense.
El tiempo avanza y solo queda media hora para que el alumno de canto llame a su puerta, por lo que no es extraño ver a Suso preparar el desayuno con premura.
Primero se afana en la buena disposición de la mesa, situando las dos servilletas de hilo simétricamente a las dos cucharas de plata, y a su vez, sus dos únicos tazones de porcelana a sus dos platos para las tostadas. Luego, tostando las cuatro rebanadas de pan hasta dejarlas como le gustaban a Enrico, ligeramente doradas. Y por último, mientras calienta la leche y el café, depositando dos petunias negras entre la mantequilla y la mermelada, un sutil detalle que siempre aprecio Enrico: dos flores de pétalos tan negros como el oscuro timbre de sus voces. Voces de tenores, por cierto.
Si me lo permiten, ya que ha salido a relucir sus voces, les diré que ambos cosecharon triunfos sobre los escenarios. No obstante, Suso siempre obtuvo más ovaciones que Enrico, cautivando sin remedio al público, forjándose un buena fama dentro del mundillo operístico. Aunque, con el tiempo, llegó a atormentarle sus numerosas ovaciones en comparación con las escasas de Enrico. Por esta razón, dos años atrás, se entusiasmó tanto con el triunfal recital de Enrico en el Auditorio Nacional. Yo estuve allí, por supuesto, y les puedo asegurar que su voz cautivó de tal manera al auditorio que obtuvo la mayor ovación de toda su carrera. Sin embargo, en aquella apacible noche de verano nadie sospecho que el destino quisiera arrebatar a Suso su vida junto a Enrico, provocando aquel trágico accidente de tráfico. No obstante, así es la vida. Y la vida no siempre es justa, como nos diría Enrico.
Suso aspira el aroma afrutado del café que se disemina por la mesa, un aroma que le traslada cada mañana hasta el café Slava de Praga, evocándole el día que conoció a Enrico, su primer cruce de miradas, y las posteriores, esas mismas miradas tan tímidas que le echaba mientras escuchaba con atención sus embravecidos discursos sobre óperas y operetas en aquellas animadas tertulias entre barítonos, contraltos, tenores y sopranos. También sus primeros desayunos, y sus largos almuerzos, sin olvidar, claro está, sus últimas cenas antes de retornar a España, cenas de despedida a aquel café que les presentó, les enamoró y les unió hasta la muerte. Evocaciones que a lo largo del día se extienden por su mente como la mantequilla lo hace sobre la tostada, o la mermelada sobre la mantequilla. Y, mientras evoca su vida y saborea su café, Suso relata el sueño acaecido aquella madrugada, proyectando su voz hacia la vacía y solitaria silla que se encuentra frente a él.
Dos veces suena el timbre de la puerta:el alumno de canto ha llegado.
Suso comienza a recoger apurado la mesa de la cocina, llevando la mermelada y la mantequilla a la nevera y la jarra de leche a la encimera. Y precisamente en el momento que va a dejar sus dos tazones de porcelana sobre la pila de la cocina… un único timbre, uno sólo, vuelve a sonar en la residencia. Se sobresalta. Los dos tazones se le caen de las manos y se estrellan contra el suelo, estallando en cientos de fragmentos. Por un instante piensa en recogerlos... pero no, no hay tiempo para ello: la clase de canto debe comenzar. Así que sale de la cocina y deja tras de sí los cientos de cerámicos fragmentos esparcidos por el suelo.
Una hora ha pasado y la clase de canto ha finalizado.
El alumno recoge sus partituras y, mientras Suso le acompaña al recibidor, como lo hace siempre, se despide hasta el día siguiente. Cuando cierra la puerta, mira el reloj; si no se apresura llegará tarde para impartir su primera clase en el Conservatorio Nacional. Así que aferra su chaqueta y se marcha raudo a la calle, olvidando que aún continúan en la cocina los cientos de cerámicos fragmentos esparcidos por el suelo.
Mucho más tarde, una vez finalizada en el conservatorio su jornada laboral, pasea lánguidamente por la calle Prado camino al restaurante para almorzar. Sin ningún motivo aparente se detiene frente a una tienda de amplia cristalera con marcos de madera. Tras el limpio cristal, sobre una cómoda estilo provenzal y custodiado por dos candelabros de estilo Imperio Italiano, se sitúa un tazón de porcelana de ribetes dorados. En ese preciso momento, recuerda la rotura de sus dos tazones de porcelana y, sin pensarlo dos veces, abre la puerta de la tienda y entra en su interior.
Suso aún no lo sabe, pero ha entrado en Antigüedades Rolle Sánchez.
—¡Buenos días, caballero! —saluda con gentileza la anticuaria.
—¡Buenos días, joven! —responde Suso, mientras recorre la vista por los diversos muebles diseminados por la tienda.
—¿Le puedo ayudar en algo, señor…
—Negrín. Joven —indica Suso, al tiempo que alza la vista hacia el techo.
—Busca algún objeto en concreto, ¿señor Negrín?
Suso, de pie, inmóvil, no contesta. Su mirada se pierde observando las numerosas lámparas colgadas del techo, entre vigas de madera y labradas zapatas.
—lámparas de la Granja de Carlos IV —dice la anticuaria. Y, como Suso continua con la cabeza elevada, quieto y en silencio, añade —: Si posee un comedor con techo elevado le aportará un toque elegante.
Suso baja la mirada y la mira sonriendo. Después, eleva de nuevo la vista hacia el techo.
Pasado unos minutos, la anticuaria comienza a inquietarse mientras él permanece tranquilo, a pesar del incómodo silencio.
—Y si realiza una cena —comienza a decir la anticuaria para romper el mutismo entre ellos —, estoy segura que los comensales la admirarán mientras cenan.
Suso dirige la mira hacía ella y la responde:
—Con total seguridad, joven.
Aunque no lo hace por deferencia hacia ella, sino porque ya se ha cansado de admirar las lámparas que cuelgan entre las vigas y las zapatas.
La anticuaria se sosiega al comprobar que el posible comprador comienza a dialogar con ella.
Suso empieza a deambular entre el mobiliario en venta de la tienda, mientras la anticuaria le sigue a distancia. Una distancia adecuada para no molestar, pero al mismo tiempo apropiada para no demorar la atención si fuera requerida.
En su recorrido, mientras admira dos jarrones iguales, dos juegos de lámparas de mesa, dos espejos similares… Suso comienza a sentir que algo le molesta: la disposición asimétrica entre aquellas piezas.
Y cuando pasa ante la cómoda donde reposa el tazón de porcelana de ribetes dorados, se detiene bruscamente. Entonces, permaneciendo sus piernas quietas, tan rectas como si fueran columnas de piedra, tuerce el tronco acercando la cabeza al tazón.
La anticuaria, que se encuentra justo detrás, a un escaso metro de él, dice:
—Una de mis mejores piezas del siglo XVIII. —Y realizando una pequeña pausa, añade —: Una pieza única de porcelana del Buen Retiro, señor Negrín.
—Ya veo, joven. Un hermoso tazón. No obstante, me estaba preguntando el por qué no se encuentra junto a él su gemelo.
Suso eleva su mirada y comienza a otear la estancia en busca de la pieza que falta, como quién busca tierra firme en medio de un mar encrespado mientras permanece resguardado en el interior un bote de salvamento.
—¿Su gemelo?
—Sí, joven. Es obvio: siempre existe más de un tazón en las vajillas.
—Es cierto, señor Negrín. Sin embargo…
—Ve, ya se lo indicaba yo ¿Sería tan amable de enseñarme su gemelo?
Y sin dar margen a la anticuaria para responder, Suso inicia su camino entre los muebles a la venta, escudriñando las piezas expuestas sobre ellas, buscando el tazón gemelo que anhela, por lo que provoca de nuevo una incipiente inquietud en la anticuaria.
—Señor Negrín —comienza a decir, dando tres largos pasos para colocarse justo tras su espalda—, ya le he comentado que es una pieza única. No existe otra igual.
Cuando Suso escucha aquella última frase, se detiene. Lo hace tan repentinamente que casi provoca que la anticuaria se tope contra él.
—No puede ser, joven. Necesito dos. No uno —y la mira del mismo modo que si fuera un objeto más de la tienda—. Necesito otro igual para mí.
La anticuaria abre los labios y frunce las cejas. No sabe muy bien cómo responder.
—Disculpe, señor Negrín —dice, mientras Suso la mira expectante—. El tazón perteneció a una vajilla que adquirió el embajador Bernardo de Rocaberti. El destino quiso que la totalidad de las piezas quedaran dañadas tras el terremoto de Lisboa. No obstante, hace unas décadas, apareció intacto este tazón. Así que debe comprender que es una pieza única, y que los demás tazones se perdieron.
Suso suspira, e inicia de nuevo su andar entre el mobiliario a la venta.
—No puede ser, joven. Yo necesito comprar su pareja. ¿Cómo voy a comprar uno solo? Siempre he comprado dos.
La anticuaria se desespera al comprobar que, mientras Suso la habla, empieza a gesticular de tal manera que ve peligrar las valiosas piezas expuestas en la tienda.
—Señor Negrín, por favor, no gesticule tan bruscamente.
—¿Qué no gesticule, joven? —contesta, elevando bruscamente el brazo—. ¡Esto es indignante! En mi vida no he encontrado tanta insolencia.
—No es mi caso ofenderle, señor Negrín. —dice dócilmente la anticuaria, intentando apaciguar el ambiente—. Aunque… no llego a entender los motivos por los que se está comenzando a alterar.
—Seguro que tiene uno más en la trastienda —responde Suso, subiendo aún más el tono de voz—, pero no me lo quiere vender.
—Ya le he dicho que sólo existe un tazón. Además, es imposible que aquí, o en otro lado, pueda encontrar otro igual. —E intentando controlar la situación, añade —: No obstante, si continua persistiendo en esta actitud, me veré obligada a solicitarle, amablemente, que abandone mi establecimiento.
Cuando Suso vio el tazón tras el cristal no pudo dejar de imaginárselo sobre la mesa de la cocina, frente a la petunia negra de Enrico. No obstante, debía comprar otro idéntico para guardar la simetría sobre la mesa. Así pues, para tener más tiempo, mientras sopesa si adquirirlo o no, y antes de que la anticuaria le indique amablemente dónde está la salida, respira profundamente, calmando su naciente ansiedad.
Entonces comienza a gesticular tan suavemente como si fuera una de las bailarinas del Bolshó.
—Excúseme, señorita —dice Suso, reposando delicadamente sus brazos sobre el escritorio de época isabelina que se encuentra frente a él—. Creo que me he exasperado un poco sin motivos. Lo cierto es que si deseo adquirir el tazón.
—No se preocupe, señor Negrín.
—Mire, joven. Yo siempre he adquirido juegos y nunca únicas piezas. Y en cierto modo, me siento algo perturbado ante la posibilidad de comprar este tazón sabiendo que es una pieza única. ¿Me Comprende?
—Le comprendo —miente la anticuaria.
—Usted… ¿Qué piensa sobre esta pieza?
—Señor Negrín, le puedo asegurar que es una muy buena pieza, y una muy buena adquisición. La pieza se realizó en la fábrica del Buen Retiro, e imagino que no le tengo que dar mayor información que ésta. Además, tiene el valor añadido de no existir una pieza idéntica en todo el mundo. Y en su hogar, será admirada por entendidos en porcelana como por los que no lo son por la belleza de su acabado.
—No estoy seguro, joven.
—Solo piense un momento en qué reacción o sentimiento ha tenido cuando lo ha visto. Esa reacción, o ese sentimiento, es lo más importante a la hora de comprar una pieza cómo ésta.
—Cierto es que este tazón tiene algo especial. Si le soy sincero, he accedido a su tienda al verlo tras el cristal por este mismo motivo.
Suso, mientras habla, continúa sopesando su adquisición, aunque aquellas últimas frases de la anticuaria le hacen reflexionar. Aquel tazón le provocó el impulso de acceder a la tienda, le hizo imaginárselo sobre la mesa, frente a la petunia negra. Y a pesar de que sea una pieza única, aún continúa imaginando que disfrutaría tomando su café en aquel tazón. Realmente le gustaba, y aunque mañana por la mañana no tendría un tazón idéntico frente a la petunia negra de Enrico, frente a la silla vacía de Enrico, quería comprar ese tazón.
—¡Qué diablos, joven! Me lo llevo.
Al cabo de un rato, Suso sale a la calle con aquella única pieza de porcelana, arropada cuidadosamente con papel acolchado de burbujas de plástico y reposando, como si estuviera dormida, en el interior de la bolsa de tela.