CPVIII Madrid - Doctorkauffman
Publicado: 18 Abr 2013 20:40
MADRID
(basado en un hecho real, o quizás en varios)
Contacté con él por internet. Todo un adelanto esto de la red. Una lástima que no existiera antes. Me dijo que sería mucho mejor para los dos que nos viéramos en Madrid. Parece un joven discreto; debe de serlo con los servicios que ofrece. Me pregunto cómo será. Realmente no sé si es joven o yo he querido imaginármelo así. ¿Cuál será su carácter? ¿Tranquilo, amistoso, dulce, comprensivo? Bueno, qué más da; tampoco es que vayamos a estar juntos mucho tiempo. Le propuse vernos en un hotel pequeño, o en uno de esos hostales que tanto abundan en la capital, pero lo rechazó. Prefiere un gran hotel, en una zona céntrica; por su experiencia, me explicó que se pasa mucho más desapercibido cuanto más lujoso y grande es el lugar. Quizás tenga razón.
Mi esposa no lo sabe; nunca lo ha sabido. Creo que ni siquiera ha llegado a sospechar nada. En eso he sido cuidadoso. Sé que hago mal, me lo reprocho con cada paso que doy, pero me niego a confesárselo. ¿Para qué?, ¿para generar más dolor todavía? No tiene sentido. ¿Cómo explicarle que necesito liberarme, que no puedo seguir así? No lo entendería. He aprovechado que ha ido a ver a los nietos para venir a Madrid. Ha bastado decirle que me han llamado del banco y que debo ir a la central para resolverlo. No sospechará nada, al menos hasta la tarde. Además, ha sido la excusa perfecta para coger el tren más temprano; casi he visto amanecer en Madrid.
Me gusta Madrid, ¿para qué negarlo? Siempre me ha gustado. Durante mucho tiempo pensé seriamente en mudarnos aquí, pero al final siempre tuvieron más peso los deseos de mi esposa. No me quejo; a la larga he tenido que reconocerle que nuestros hijos crecieron mucho mejor en el pueblo. Las cosas como son. De modo que me adapté y me conformé con venir a la capital de vez en cuando, aprovechando algún puente o en Semana Santa. Cómo cambia esta ciudad en esa semana. No hay nadie. Incluso mi esposa disfruta de la capital en esa semana. Ella, que no soporta las multitudes ni la vida frenética de sus habitantes. Sus facciones se relajan; percibes que disfruta de sus edificios, de sus parques. Basta. Estoy pensando demasiado en mi esposa. Remordimientos, supongo. A lo mejor resulta que no soy tan mala persona por traicionarla de este modo. No te engañes: está mal y lo sabes.
Me he alojado en un gran hotel, tal y como me aconsejó Roberto. Así se llama, o así se hace llamar. Su exterior siempre me fascinó por sus acabados. Como yesista me fijo siempre en las molduras de ventanas y puertas y las de este hotel son de un acabado muy profesional. Está muy cerca del parlamento. De hecho, lo veo desde mi ventana y desde ahí les he insultado para mis adentros, que tampoco hay por qué llamar la atención, y menos en mis circunstancias. Aún así, me he despachado a gusto, especialmente con los del gobierno y sus malditos recortes, que dos de mis hijos están en paro por su culpa. Si pudiera, si alcanzara desde aquí, les escupiría con cada uno de mis insultos. Decido relajarme. No está bien que, después de todo lo que me ha costado decidirme, ahora me pase este día enfadado pensando en la dichosa crisis.
Cierro la ventana y me siento en la cama. Es cómoda. Me gusta. Abro la maleta y saco el traje. Del bolsillo lateral recojo el sobre que he preparado y me dedico a ensayar las palabras que quiero decirle. Nunca consigo recordarlas, y mira que son bien pocas. Los nervios, supongo. ¿Quién no los tendría? Me levanto: hace tiempo ya que mi espalda no me permite estar mucho tiempo sentado. El agua no tarda en calentarse y la ducha cumple su función. Ahora hasta respiro mejor. Miro el reloj, no sé cuántas veces lo miro por minuto, pero es que estoy impaciente. Quiero que llegue ya la hora; quiero que Roberto entre por esa puerta. Debo calmarme de nuevo o la ducha no habrá servido para nada.
Hemos quedado a las siete de la tarde y todavía es mediodía. Tengo que entretenerme de alguna manera y Madrid, en sí, es un buen entretenimiento. Descarto los museos, y mira que los tengo cerca, y me decanto por las callejuelas que se esconden tras las grandes calles. Qué silencio en ellas, como si pertenecieran a otra ciudad, ¿o son las grandes calles las extrañas? El cuerpo humano es de lo más curioso pues siento hambre. Por increíble que parezca, tengo hambre. Normal, a mi estómago también lo estoy engañando. Él no sabe nada. Elijo el cocido y de postre, fruta. Ambos me sientan bien. Logran darme ánimo. Las tres de la tarde. Qué desesperación. Llevo tanto tiempo esperando este momento, lo tengo tan cerca que me da miedo estropearlo. ¿Cómo se supone que debo actuar con él? Espero que sea Roberto quien lleva la iniciativa.
El parque del Retiro me queda cerca y a él acudo para descansar un rato. Se agradecen las flores, la brisa de la primavera, la vida del parque; cuánta vida. de forma más o menos inconsciente acabo sentado en el banco preferido de mi esposa. De frente, el monumento a Alfonso XII. Una paloma empieza a rondarme sospechando que soy uno de sus viejos cuya única función en la vida es alimentarlas. Sospecha mal. Mis sentimientos hacia ellas son encontrados: me repugnan como portadoras de enfermedades, pero las envidio por su libertad. Volar, ¿quién no lo ha soñado alguna vez?
Me adormento lo que parece un instante y no lo es. Nunca he podido evitar echar una cabezadita después de comer y hoy, ni siquiera hoy, he podido hacer una excepción. Son casi las cinco. Debo regresar al hotel; quisiera darme una ducha más y vestirme como es debido para recibirle. Antes paso por el monumento al ángel caído. Siempre me ha sobrecogido, y más ahora con el pecado que estoy a punto de cometer. Ya de vuelta en mi habitación, estiro y plancho mi mejor traje, bueno, mi único traje; con él llevé a mi hija al altar, bendita sea, qué guapa estaba. Me ato la corbata. Qué torpe he sido siempre con el nudo. Irremediable acordarme de mi esposa: ella sí que los hace divinamente. Qué casualidad, suena mi móvil. Estoy seguro de que es ella. No me hace falta mirarlo. Habrá llegado a casa y se habrá preocupado al no verme. No concuerda con mis costumbres y rutinas de recién jubilado. Lo siento, mi amor, no voy a responderte; ya te lo explicaré todo debidamente. Además, Roberto está a punto de llegar, si es que tiene por costumbre ser puntual.
Llaman a la puerta. Pues sí que es puntual. Me miro en el espejo y me peino por última vez. Un hormigueo con fuerza de vómito y que identifico como miedo me sube por la garganta. Tocan de nuevo. Respiro profundamente y abro la puerta. Un rostro tan dulce como amable se presenta.
-Soy Roberto, ¿eres Juan?
Tardo en responderle pues me he quedado prendado. Cada poro de su piel destila confianza. Ves en seguida que se trata de un experto.
-Sí, sí, perdona, soy Juan.
-Aquí estoy.
-Sí.
Solo después de un silencio tan incómodo como innecesario reacciono.
-Pero pasa, por favor, pasa.
Se sienta. Con él lleva un pequeño maletín. Me siento en la cama mirándole embobado.
-Juan, tengo que empezar preguntándote algo.
-Por supuesto.
-¿Te lo has pensado bien?
Bajo la cabeza. Ya esperaba esa cuestión, pero aún así me aturde. Mi esposa no sale de mis pensamientos.
-Sí, estoy seguro. ¿Te importa si lo hacemos en la cama?
-En la cama, en el sillón, donde te sea más cómodo-me contesta con su voz aterciopelada.
-Me he puesto mi traje, fue el que llevé a la boda de mi hija-me sonríe-¿puedo hacerlo con el traje?
-Por supuesto-me dice mientras asiente con la cabeza.
Me siento en la cama sin quitarme los zapatos y apoyo la espalda en las almohadas. Me duele, pero no me importa. Roberto se sienta en un lado de la cama. Abre su maletín.
-Espera- le digo, y saco un sobre de mi bolsillo. De su interior saco dos sobres más-este sobre es para mi mujer-le digo con los ojos acuosos-¿podrías hacérselo llegar?
-Claro-contesta comprensivo.
-Este otro sobre es para el juez y la policía. Os exime de toda responsabilidad a ti y a tu asociación. Supongo que querrás grabarme también, ¿verdad?
-Me temo que es necesario.
Vuelvo a respirar hondamente.
-He ensayado las palabras pero no creo que me salgan.
-No te preocupes. Paramos y volvemos a empezar.
Qué bien me habla; su mirada, además, contagia tranquilidad. Acerté contactando con él. No me arrepiento. Coge su móvil y me hace una señal. Me concentro.
-Me llamo Juan Domínguez Escoiquiz. Sobre esta mesa de noche he dejado mi carnet de identidad y mi móvil. Soy un enfermo terminal. Me quedan dos meses de vida; son dos meses que no quiero vivir pues no serán más que sufrimiento para mí y para los míos. Decido, libremente y en pleno uso de mis facultades mentales, quitarme la vida. Es mi deseo morir con dignidad y por ello he acudido a vuestra asociación. Hoy, a quince de junio de dos mil doce.
Suspiro aliviado. Es curioso, al decirlo siento que me he quitado un gran peso de encima. Incluso respiro mejor.
-¿Qué tal?-le pregunto con curiosidad.
-Bien, muy bien- Ahora sí que abre el maletín- veo que has preparado los dos vasos de agua-le sonrío complacido-Mira, esta pastilla es un hipnótico. En quince minutos te dejará dormido. Estos polvos que meto en el vaso es la sustancia que te quitará la vida. No notarás nada pues lo hará mientras estés dormido.
Asiento sorprendentemente tranquilo. No hay más que pensar. La decisión está tomada. Tomo el hipnótico y me lo trago. Los polvos saben fatal pero aún así sonrío.
-¿Te quedarás hasta el final?
-Por supuesto.
Me coge la mano; qué hermoso gesto. Deben quedarme unos trece minutos antes de que me duerma. Le hablo. Tengo una necesidad imperiosa de hablar. Le digo lo que pienso, que en este país la gente en mis circunstancias debería tener derecho a morir dignamente. El gobierno debería dejarse de monsergas y cuestiones éticas y legislarlo de una vez, así no se nos pasaría por la cabeza arrojarnos desde lo alto de un edificio o a una autopista, cortarnos las venas, asfixiarnos en el garaje…Eso no es digno, es humillante. ¿No vamos a morir en pocas semanas mientras nos retorcemos de dolor? ¿Por qué no ahorrárnoslo? Dios no puede querer tanto sufrimiento para nosotros. Me niego a creerlo.
Roberto me escucha, sé que me escucha. Cada una de mis palabras refuerza sus convicciones. Veo el agradecimiento en su mirada. Quisiera seguir hablando pero no puedo. Las palabras se mezclan, las incoherencias aparecen. Mi boca se cierra, mis ojos también.
(basado en un hecho real, o quizás en varios)
Contacté con él por internet. Todo un adelanto esto de la red. Una lástima que no existiera antes. Me dijo que sería mucho mejor para los dos que nos viéramos en Madrid. Parece un joven discreto; debe de serlo con los servicios que ofrece. Me pregunto cómo será. Realmente no sé si es joven o yo he querido imaginármelo así. ¿Cuál será su carácter? ¿Tranquilo, amistoso, dulce, comprensivo? Bueno, qué más da; tampoco es que vayamos a estar juntos mucho tiempo. Le propuse vernos en un hotel pequeño, o en uno de esos hostales que tanto abundan en la capital, pero lo rechazó. Prefiere un gran hotel, en una zona céntrica; por su experiencia, me explicó que se pasa mucho más desapercibido cuanto más lujoso y grande es el lugar. Quizás tenga razón.
Mi esposa no lo sabe; nunca lo ha sabido. Creo que ni siquiera ha llegado a sospechar nada. En eso he sido cuidadoso. Sé que hago mal, me lo reprocho con cada paso que doy, pero me niego a confesárselo. ¿Para qué?, ¿para generar más dolor todavía? No tiene sentido. ¿Cómo explicarle que necesito liberarme, que no puedo seguir así? No lo entendería. He aprovechado que ha ido a ver a los nietos para venir a Madrid. Ha bastado decirle que me han llamado del banco y que debo ir a la central para resolverlo. No sospechará nada, al menos hasta la tarde. Además, ha sido la excusa perfecta para coger el tren más temprano; casi he visto amanecer en Madrid.
Me gusta Madrid, ¿para qué negarlo? Siempre me ha gustado. Durante mucho tiempo pensé seriamente en mudarnos aquí, pero al final siempre tuvieron más peso los deseos de mi esposa. No me quejo; a la larga he tenido que reconocerle que nuestros hijos crecieron mucho mejor en el pueblo. Las cosas como son. De modo que me adapté y me conformé con venir a la capital de vez en cuando, aprovechando algún puente o en Semana Santa. Cómo cambia esta ciudad en esa semana. No hay nadie. Incluso mi esposa disfruta de la capital en esa semana. Ella, que no soporta las multitudes ni la vida frenética de sus habitantes. Sus facciones se relajan; percibes que disfruta de sus edificios, de sus parques. Basta. Estoy pensando demasiado en mi esposa. Remordimientos, supongo. A lo mejor resulta que no soy tan mala persona por traicionarla de este modo. No te engañes: está mal y lo sabes.
Me he alojado en un gran hotel, tal y como me aconsejó Roberto. Así se llama, o así se hace llamar. Su exterior siempre me fascinó por sus acabados. Como yesista me fijo siempre en las molduras de ventanas y puertas y las de este hotel son de un acabado muy profesional. Está muy cerca del parlamento. De hecho, lo veo desde mi ventana y desde ahí les he insultado para mis adentros, que tampoco hay por qué llamar la atención, y menos en mis circunstancias. Aún así, me he despachado a gusto, especialmente con los del gobierno y sus malditos recortes, que dos de mis hijos están en paro por su culpa. Si pudiera, si alcanzara desde aquí, les escupiría con cada uno de mis insultos. Decido relajarme. No está bien que, después de todo lo que me ha costado decidirme, ahora me pase este día enfadado pensando en la dichosa crisis.
Cierro la ventana y me siento en la cama. Es cómoda. Me gusta. Abro la maleta y saco el traje. Del bolsillo lateral recojo el sobre que he preparado y me dedico a ensayar las palabras que quiero decirle. Nunca consigo recordarlas, y mira que son bien pocas. Los nervios, supongo. ¿Quién no los tendría? Me levanto: hace tiempo ya que mi espalda no me permite estar mucho tiempo sentado. El agua no tarda en calentarse y la ducha cumple su función. Ahora hasta respiro mejor. Miro el reloj, no sé cuántas veces lo miro por minuto, pero es que estoy impaciente. Quiero que llegue ya la hora; quiero que Roberto entre por esa puerta. Debo calmarme de nuevo o la ducha no habrá servido para nada.
Hemos quedado a las siete de la tarde y todavía es mediodía. Tengo que entretenerme de alguna manera y Madrid, en sí, es un buen entretenimiento. Descarto los museos, y mira que los tengo cerca, y me decanto por las callejuelas que se esconden tras las grandes calles. Qué silencio en ellas, como si pertenecieran a otra ciudad, ¿o son las grandes calles las extrañas? El cuerpo humano es de lo más curioso pues siento hambre. Por increíble que parezca, tengo hambre. Normal, a mi estómago también lo estoy engañando. Él no sabe nada. Elijo el cocido y de postre, fruta. Ambos me sientan bien. Logran darme ánimo. Las tres de la tarde. Qué desesperación. Llevo tanto tiempo esperando este momento, lo tengo tan cerca que me da miedo estropearlo. ¿Cómo se supone que debo actuar con él? Espero que sea Roberto quien lleva la iniciativa.
El parque del Retiro me queda cerca y a él acudo para descansar un rato. Se agradecen las flores, la brisa de la primavera, la vida del parque; cuánta vida. de forma más o menos inconsciente acabo sentado en el banco preferido de mi esposa. De frente, el monumento a Alfonso XII. Una paloma empieza a rondarme sospechando que soy uno de sus viejos cuya única función en la vida es alimentarlas. Sospecha mal. Mis sentimientos hacia ellas son encontrados: me repugnan como portadoras de enfermedades, pero las envidio por su libertad. Volar, ¿quién no lo ha soñado alguna vez?
Me adormento lo que parece un instante y no lo es. Nunca he podido evitar echar una cabezadita después de comer y hoy, ni siquiera hoy, he podido hacer una excepción. Son casi las cinco. Debo regresar al hotel; quisiera darme una ducha más y vestirme como es debido para recibirle. Antes paso por el monumento al ángel caído. Siempre me ha sobrecogido, y más ahora con el pecado que estoy a punto de cometer. Ya de vuelta en mi habitación, estiro y plancho mi mejor traje, bueno, mi único traje; con él llevé a mi hija al altar, bendita sea, qué guapa estaba. Me ato la corbata. Qué torpe he sido siempre con el nudo. Irremediable acordarme de mi esposa: ella sí que los hace divinamente. Qué casualidad, suena mi móvil. Estoy seguro de que es ella. No me hace falta mirarlo. Habrá llegado a casa y se habrá preocupado al no verme. No concuerda con mis costumbres y rutinas de recién jubilado. Lo siento, mi amor, no voy a responderte; ya te lo explicaré todo debidamente. Además, Roberto está a punto de llegar, si es que tiene por costumbre ser puntual.
Llaman a la puerta. Pues sí que es puntual. Me miro en el espejo y me peino por última vez. Un hormigueo con fuerza de vómito y que identifico como miedo me sube por la garganta. Tocan de nuevo. Respiro profundamente y abro la puerta. Un rostro tan dulce como amable se presenta.
-Soy Roberto, ¿eres Juan?
Tardo en responderle pues me he quedado prendado. Cada poro de su piel destila confianza. Ves en seguida que se trata de un experto.
-Sí, sí, perdona, soy Juan.
-Aquí estoy.
-Sí.
Solo después de un silencio tan incómodo como innecesario reacciono.
-Pero pasa, por favor, pasa.
Se sienta. Con él lleva un pequeño maletín. Me siento en la cama mirándole embobado.
-Juan, tengo que empezar preguntándote algo.
-Por supuesto.
-¿Te lo has pensado bien?
Bajo la cabeza. Ya esperaba esa cuestión, pero aún así me aturde. Mi esposa no sale de mis pensamientos.
-Sí, estoy seguro. ¿Te importa si lo hacemos en la cama?
-En la cama, en el sillón, donde te sea más cómodo-me contesta con su voz aterciopelada.
-Me he puesto mi traje, fue el que llevé a la boda de mi hija-me sonríe-¿puedo hacerlo con el traje?
-Por supuesto-me dice mientras asiente con la cabeza.
Me siento en la cama sin quitarme los zapatos y apoyo la espalda en las almohadas. Me duele, pero no me importa. Roberto se sienta en un lado de la cama. Abre su maletín.
-Espera- le digo, y saco un sobre de mi bolsillo. De su interior saco dos sobres más-este sobre es para mi mujer-le digo con los ojos acuosos-¿podrías hacérselo llegar?
-Claro-contesta comprensivo.
-Este otro sobre es para el juez y la policía. Os exime de toda responsabilidad a ti y a tu asociación. Supongo que querrás grabarme también, ¿verdad?
-Me temo que es necesario.
Vuelvo a respirar hondamente.
-He ensayado las palabras pero no creo que me salgan.
-No te preocupes. Paramos y volvemos a empezar.
Qué bien me habla; su mirada, además, contagia tranquilidad. Acerté contactando con él. No me arrepiento. Coge su móvil y me hace una señal. Me concentro.
-Me llamo Juan Domínguez Escoiquiz. Sobre esta mesa de noche he dejado mi carnet de identidad y mi móvil. Soy un enfermo terminal. Me quedan dos meses de vida; son dos meses que no quiero vivir pues no serán más que sufrimiento para mí y para los míos. Decido, libremente y en pleno uso de mis facultades mentales, quitarme la vida. Es mi deseo morir con dignidad y por ello he acudido a vuestra asociación. Hoy, a quince de junio de dos mil doce.
Suspiro aliviado. Es curioso, al decirlo siento que me he quitado un gran peso de encima. Incluso respiro mejor.
-¿Qué tal?-le pregunto con curiosidad.
-Bien, muy bien- Ahora sí que abre el maletín- veo que has preparado los dos vasos de agua-le sonrío complacido-Mira, esta pastilla es un hipnótico. En quince minutos te dejará dormido. Estos polvos que meto en el vaso es la sustancia que te quitará la vida. No notarás nada pues lo hará mientras estés dormido.
Asiento sorprendentemente tranquilo. No hay más que pensar. La decisión está tomada. Tomo el hipnótico y me lo trago. Los polvos saben fatal pero aún así sonrío.
-¿Te quedarás hasta el final?
-Por supuesto.
Me coge la mano; qué hermoso gesto. Deben quedarme unos trece minutos antes de que me duerma. Le hablo. Tengo una necesidad imperiosa de hablar. Le digo lo que pienso, que en este país la gente en mis circunstancias debería tener derecho a morir dignamente. El gobierno debería dejarse de monsergas y cuestiones éticas y legislarlo de una vez, así no se nos pasaría por la cabeza arrojarnos desde lo alto de un edificio o a una autopista, cortarnos las venas, asfixiarnos en el garaje…Eso no es digno, es humillante. ¿No vamos a morir en pocas semanas mientras nos retorcemos de dolor? ¿Por qué no ahorrárnoslo? Dios no puede querer tanto sufrimiento para nosotros. Me niego a creerlo.
Roberto me escucha, sé que me escucha. Cada una de mis palabras refuerza sus convicciones. Veo el agradecimiento en su mirada. Quisiera seguir hablando pero no puedo. Las palabras se mezclan, las incoherencias aparecen. Mi boca se cierra, mis ojos también.