CV1 Aquel perfecto instante de luz - Ukiahaprasim
Publicado: 22 Jun 2013 16:00
Aquel perfecto instante de luz.
Hacia tanto calor que Edelmiro, harto ya de dar vueltas y arrugar sábanas, se irguió malhumorado y, sentándose en el borde de la desecha cama, miró su reloj de mesilla. «Hostias. La una y media de la mañana y 32 grados».
Resignándose a pasar otra noche en vela se levantó y, rascándose el culo por encima de los calzoncillos, se asomó a la ventana balconera de su habitación con la vana esperanza de pillar al menos un soplo de brisa.
Apoyado en la barandilla, estiró la mano hacia un tiesto en el que apenas un par de palos resecos sobresalían de la tierra endurecida y cuarteada, cogió de él un arrugado paquete de Coronas y, hurgando con un dedo, extrajo un mechero de plástico y el último cigarrillo que quedaba. Observando con desgana el paquete vacío, hizo una bola con él y lo tiró por la ventana a la calle. «Ale, otros cuatro euros a la mierda», pensó mientras encendía el cigarrillo y soltaba con desgana una larga bocanada de humo.
Hacia unos años, cuando el negro había subido hasta casi igualar el precio del rubio, había intentado pasarse al tabaco de picadura pero, después de pasarse unas semanas fumando piltrafas mal liadas y escupiendo díscolas hebras fugitivas, había asumido que sus manos, grandes como jamones, eran incapaces de dar forma a nada que no pareciese el primer canuto de un adolescente ebrio y nervioso. Así que había vuelto al Coronas y al rezongar rutinariamente cada vez que compraba un paquete o este se acababa.
Cinco minutos más tarde, con el cigarro colgando de la comisura de los labios, un raído pantalón vaquero, una camisa de manga corta sin remeter y unas sucias deportivas, Edelmiro salía a la calle, dejando atrás su triste y solitaria vivienda, y caminando en pos de una nueva vida o, al menos, de algún sitio abierto donde comprar tabaco. El puti le quedaba a mano incluso cuando era, como hoy, para un servicio de cuatro euros, así que poco tiempo después, con el bolsillo de su camisa exhibiendo ya su habitual deformación y ahora sin un destino prefijado, recorría las calles con ritmo pausado.
Soltero por vocación y falta de alternativas, a nadie debía ni daba explicaciones, así que muchas noches de insomnio las consumía paseando tranquilamente por la ciudad. Esos horarios extravagantes, añadidos a su profesión, eran motivo habitual de chistes verdes y bromas chuscas entre los vecinos del barrio y lo cierto era que, más allá de las leyendas urbanas al respecto, su condición de butanero le permitía coquetear a diario, aunque sólo fuera con sus dos incipientes hernias discales.
Al rato, vio pasar por una lejana intersección las luces azules de un coche de la pasma, el primero de la noche y seguramente el último. Desde que empezó este verano tan caluroso, se oían rumores de algunos asaltos más sangrientos de lo habitual pero, salvo para el afectado y a veces para su familia, la vida en aquellos barrios tenía poco valor y nadie se lo tomaba muy a pecho. Menos aún las autoridades.
Si alguien hubiera preguntado a Edelmiro si no tenía miedo paseando sólo a esas horas, este le hubiera mirado perplejo sin entender del todo cual era la pregunta. «Uno muere cuando le toca, aunque te encierres en tu ratonera. Y total, ¡ni que se fuera a perder gran cosa!».
Además, este era su lugar, su territorio. Y a Edelmiro le gustaba pasear por su oscura y maloliente soledad de suburbio, con sus grandes edificios de pisos pequeños, sus antiguas casas bajas y sus más nuevas casi-chabolas. La ausencia de interrupciones y de detalles le transportaba mentalmente al pasado, a las calles de su infancia, esas mismas calles de hoy pero a un mundo de distancia. Se había criado allí, y conocía desde siempre cada calle, cada esquina, cada acera y muchos de los baches. Solo la imparable degradación y el cambio de actividad de los comercios suponían realmente un cambio significativo en la fisonomía de una zona olvidada por las autoridades municipales, y con la oscuridad todos los gatos eran pardos, y todos los chinos colmados.
Pasadas ya las tres, y a pesar de que en su errático deambular zigzagueaba por las calles, se encontraba ya a bastante distancia de su casa y seguía caminado, absorto en sus pensamientos y con la mirada perdida, por una manzana de pequeñas viviendas de una planta, de empalmes ilegales en los postes de la luz, de patios de cemento con grandes macetas remedando jardines.
Y fue entonces cuando sucedió. Estaba parado, junto al tronco de una mimosa, cigarrillo en boca a punto de ser encendido, cuando algo llamó su atención: un repentino halo de luz iluminando un blanco aleteo de gasa, una cortina mecida al viento por una ventana abierta. Y durante un efímero y mágico segundo, el tiempo que tarda una puerta en ser cerrada, la vio.
Durante ese eterno segundo, entre penetrantes aromas de adelfas y petunias, de gitanillas y geranios, Edelmiro contempló la perfección: allí, de espaldas, su figura se recortaba al contraluz, escamoteado el fino camisón por una traicionera bombilla. Estilizada de talle, rotunda de caderas, un triangulo de luz se formaba entre sus muslos. Detenido el tiempo en el gesto de cerrar la puerta, la perfecta curva de su cuello nacía en una coleta alta, y continuaba por su hombro hacia el brazo extendido, y bajo el mismo se insinuaba el borde de un pecho opulento.
Ese instante pasó, y la puerta al cerrarse extinguió la luz mientras la ambiciosa habitación se guardaba para sí luz, figura y perfección, dejando atrás al mundo languidecer en su habitual oscuridad.
Edelmiro continuó inmóvil durante un momento, en reverente silencio guardó en el bolsillo el mechero y el cigarro aun apagado y, extrayendo de su funda tobillera un cuchillo de monte, se dirigió a la ventana abierta.
«Algo bueno tiene que tener el calor».
Hacia tanto calor que Edelmiro, harto ya de dar vueltas y arrugar sábanas, se irguió malhumorado y, sentándose en el borde de la desecha cama, miró su reloj de mesilla. «Hostias. La una y media de la mañana y 32 grados».
Resignándose a pasar otra noche en vela se levantó y, rascándose el culo por encima de los calzoncillos, se asomó a la ventana balconera de su habitación con la vana esperanza de pillar al menos un soplo de brisa.
Apoyado en la barandilla, estiró la mano hacia un tiesto en el que apenas un par de palos resecos sobresalían de la tierra endurecida y cuarteada, cogió de él un arrugado paquete de Coronas y, hurgando con un dedo, extrajo un mechero de plástico y el último cigarrillo que quedaba. Observando con desgana el paquete vacío, hizo una bola con él y lo tiró por la ventana a la calle. «Ale, otros cuatro euros a la mierda», pensó mientras encendía el cigarrillo y soltaba con desgana una larga bocanada de humo.
Hacia unos años, cuando el negro había subido hasta casi igualar el precio del rubio, había intentado pasarse al tabaco de picadura pero, después de pasarse unas semanas fumando piltrafas mal liadas y escupiendo díscolas hebras fugitivas, había asumido que sus manos, grandes como jamones, eran incapaces de dar forma a nada que no pareciese el primer canuto de un adolescente ebrio y nervioso. Así que había vuelto al Coronas y al rezongar rutinariamente cada vez que compraba un paquete o este se acababa.
Cinco minutos más tarde, con el cigarro colgando de la comisura de los labios, un raído pantalón vaquero, una camisa de manga corta sin remeter y unas sucias deportivas, Edelmiro salía a la calle, dejando atrás su triste y solitaria vivienda, y caminando en pos de una nueva vida o, al menos, de algún sitio abierto donde comprar tabaco. El puti le quedaba a mano incluso cuando era, como hoy, para un servicio de cuatro euros, así que poco tiempo después, con el bolsillo de su camisa exhibiendo ya su habitual deformación y ahora sin un destino prefijado, recorría las calles con ritmo pausado.
Soltero por vocación y falta de alternativas, a nadie debía ni daba explicaciones, así que muchas noches de insomnio las consumía paseando tranquilamente por la ciudad. Esos horarios extravagantes, añadidos a su profesión, eran motivo habitual de chistes verdes y bromas chuscas entre los vecinos del barrio y lo cierto era que, más allá de las leyendas urbanas al respecto, su condición de butanero le permitía coquetear a diario, aunque sólo fuera con sus dos incipientes hernias discales.
Al rato, vio pasar por una lejana intersección las luces azules de un coche de la pasma, el primero de la noche y seguramente el último. Desde que empezó este verano tan caluroso, se oían rumores de algunos asaltos más sangrientos de lo habitual pero, salvo para el afectado y a veces para su familia, la vida en aquellos barrios tenía poco valor y nadie se lo tomaba muy a pecho. Menos aún las autoridades.
Si alguien hubiera preguntado a Edelmiro si no tenía miedo paseando sólo a esas horas, este le hubiera mirado perplejo sin entender del todo cual era la pregunta. «Uno muere cuando le toca, aunque te encierres en tu ratonera. Y total, ¡ni que se fuera a perder gran cosa!».
Además, este era su lugar, su territorio. Y a Edelmiro le gustaba pasear por su oscura y maloliente soledad de suburbio, con sus grandes edificios de pisos pequeños, sus antiguas casas bajas y sus más nuevas casi-chabolas. La ausencia de interrupciones y de detalles le transportaba mentalmente al pasado, a las calles de su infancia, esas mismas calles de hoy pero a un mundo de distancia. Se había criado allí, y conocía desde siempre cada calle, cada esquina, cada acera y muchos de los baches. Solo la imparable degradación y el cambio de actividad de los comercios suponían realmente un cambio significativo en la fisonomía de una zona olvidada por las autoridades municipales, y con la oscuridad todos los gatos eran pardos, y todos los chinos colmados.
Pasadas ya las tres, y a pesar de que en su errático deambular zigzagueaba por las calles, se encontraba ya a bastante distancia de su casa y seguía caminado, absorto en sus pensamientos y con la mirada perdida, por una manzana de pequeñas viviendas de una planta, de empalmes ilegales en los postes de la luz, de patios de cemento con grandes macetas remedando jardines.
Y fue entonces cuando sucedió. Estaba parado, junto al tronco de una mimosa, cigarrillo en boca a punto de ser encendido, cuando algo llamó su atención: un repentino halo de luz iluminando un blanco aleteo de gasa, una cortina mecida al viento por una ventana abierta. Y durante un efímero y mágico segundo, el tiempo que tarda una puerta en ser cerrada, la vio.
Durante ese eterno segundo, entre penetrantes aromas de adelfas y petunias, de gitanillas y geranios, Edelmiro contempló la perfección: allí, de espaldas, su figura se recortaba al contraluz, escamoteado el fino camisón por una traicionera bombilla. Estilizada de talle, rotunda de caderas, un triangulo de luz se formaba entre sus muslos. Detenido el tiempo en el gesto de cerrar la puerta, la perfecta curva de su cuello nacía en una coleta alta, y continuaba por su hombro hacia el brazo extendido, y bajo el mismo se insinuaba el borde de un pecho opulento.
Ese instante pasó, y la puerta al cerrarse extinguió la luz mientras la ambiciosa habitación se guardaba para sí luz, figura y perfección, dejando atrás al mundo languidecer en su habitual oscuridad.
Edelmiro continuó inmóvil durante un momento, en reverente silencio guardó en el bolsillo el mechero y el cigarro aun apagado y, extrayendo de su funda tobillera un cuchillo de monte, se dirigió a la ventana abierta.
«Algo bueno tiene que tener el calor».