CV1 El gol que inspiró el primer... - David P. González
Publicado: 22 Jun 2013 16:23
El gol que inspiró el primer gran invento del siglo XXI
Corría el año 1970 cuando terminé el segundo curso de la enseñanza media. Mi nombre es Pedro, pero por aquel entonces todos me llamaban "superdotado", aunque por motivos muy distintos unos y otros. La maestra Joaquina se empeñaba en que mis malas notas eran debidas a que mi capacidad intelectual era superior a la media, y que la materia impartida no me estimulaba. Mis padres no terminaban de creérselo, menos aún mis compañeros, que empezaron a especular con que, efectivamente, doña Joaquina había visto algo en mí que merecía el apelativo de súper. Yo nunca lo negué: aquella fama me elevó a lo más alto de la escala social. Era el puto amo.
Ese mismo año entraba en vigor la nueva Ley General de Educación, y a mí, por edad, me correspondía elegir entre el novedoso B.U.P. o la esperada F.P. Mis padres insistieron en que me lo pensara bien, y nos fuimos a pasar el verano a Barreda, Cantabria. Allí, lejos de cualquier influencia, debía relajarme y meditar, y aunque la idea de tener la playa cerca me seducía, la de pasar el verano sin mis amigos fue un jarro de agua fría. Fría como el Cantábrico, como más tarde comprobaría, muy a mi pesar.
Allí conocí a Pablo, quien ha sido mi mejor amigo hasta la fecha, y el que menos me ha durado también. Se llamaba Esteban Pablo Labores, aunque todos le llamaban Esteban. Todos menos yo, que prefería Pablo: Pedro y Pablo, como los Picapiedra. Era huérfano, pero tenía unas notas extraordinarias, así que le concedieron una beca para estudiar en América. Al final del verano se fue a California. Allí, para integrarse, “anglosajonizó” su nombre traduciéndolo al inglés y abrió una frutería o algo así. Tenía algo que ver con manzanas. Luego perdimos el contacto.
Por suerte no se fue hasta el final del verano, eso nos brindó dos meses muy intensos que me harían lamentar su marcha. Tanto, que cuando nadie me veía, lloré, aunque negaré tal hecho incluso frente a este escrito.
Nunca olvidaré el partido de fútbol que, con motivo de las fiestas, jugamos contra el Satélite, equipo local de tercera división, en el que estuvimos a punto de morir. Era una maratón y cada partido duraba solo veinte minutos. El perdedor quedaba eliminado y el ganador se medía con el siguiente. Quitando al Satélite, todos los equipos estaban formados por chavales de edades muy distintas. En el nuestro había niños hasta de ocho años; Pablo y yo éramos los mayores con quince. No había que ser muy listo para saber quién ganaría, aunque no nos importaba. Estábamos allí para divertirnos. Y no había premio, eso también le quitaba importancia a lo de ganar.
Pablo ocupó la portería para evitar que aquello fuese un coladero, dada la estatura de los renacuajos de nuestro equipo. A mí me gustaba eso de marcar goles, pero me quedé en la defensa cerca de mi amigo. También puede que la chica más guapa que había visto jamás estuviera por esa zona en la grada. Aquellos ojos verdes podían convertir en un idiota a cualquiera, y yo entraba en ese amplio espectro. Al principio creí que me miraba a mí y me salió la risa tonta con miradas fugaces de reojo, pero después de siete goles encajados me di cuenta de que a quién miraba era al delantero del equipo contrario, el Satélite. Se llamaba Carlos Alonso González, y a sus dieciocho años acababa de fichar por el Racing de Santander para la siguiente temporada. Todos los goles los marcó él. Todos de cabeza. No había visto saltar tan alto ni a los atletas.
Fue en el octavo gol cuando pasó. Sacaron un córner y salté para despejar, pero solo pude ver un culo delante de mi cara. El tal Carlos me ganó la espalda y negoció con la gravedad para rematar ese balón hasta el fondo de la portería. Cuando el balón cayó al suelo, un hombre desnudo se llevaba las manos a la entrepierna retorciéndose de dolor.
¿Puede algo representar la Ley de Murphy, y a la vez ser tan patético, como un balonazo en las pelotas?
Puede.
El hombre se levantó y corrió hacia mí gritando mi nombre. Yo huí asustado. Pablo recogió algo que se le había caído al hombre desnudo y corrió tras él gritando. Yo miraba hacia atrás y corría. El hombre corría y se fustigaba las caderas. Pablo corría y gritaba, y los dos equipos al completo, seguidos por toda la grada, corrían detrás de él, cuando un fuerte estruendo nos sobresaltó a todos. Me giré y el hombre había desaparecido. Nadie supo decir adónde había ido, pero ya no estaba. Cuando volvimos al campo de fútbol, un meteorito había caído provocando graves daños. Por suerte no hubo nadie allí.
Desde aquel suceso nadie volvió a llamarme "superdotado". En aquella grada de Barreda había mucha gente. Mucha. El incidente llegó a oídos de mis nuevos compañeros, que no tardaron en escoger un apelativo más apropiado: "Sally: la princesa amorosa". Mi vida social había sido asesinada, así que me refugié en los libros y me obsesioné buscando la forma de cambiar lo sucedido.
Años más tarde, recién cumplidos los cuarenta, inventé la máquina del tiempo. La primera versión era algo rudimentaria e imprecisa, pero la utilicé para viajar al verano de 1970.
No soportaba las cassettes con su sofisticado sistema de rebobinado “bic”, y fabriqué un aparato casero que consistía en un disco duro capaz de reproducir música en un, por aquel entonces, novedoso formato digital llamado mp3. Me ayudaba a concentrarme y siempre lo llevaba en el bolsillo, por lo que aprendí dos cosas en aquel primer viaje: que el plástico y el metal lo resisten, y que el algodón se desintegra en el trayecto.
¿Puede algo representar la Ley de Murphy, y a la vez ser tan patético, como un balonazo en las pelotas?
Hacer un viaje en el tiempo y que te den un balonazo en las pelotas.
Corría el año 1970 cuando terminé el segundo curso de la enseñanza media. Mi nombre es Pedro, pero por aquel entonces todos me llamaban "superdotado", aunque por motivos muy distintos unos y otros. La maestra Joaquina se empeñaba en que mis malas notas eran debidas a que mi capacidad intelectual era superior a la media, y que la materia impartida no me estimulaba. Mis padres no terminaban de creérselo, menos aún mis compañeros, que empezaron a especular con que, efectivamente, doña Joaquina había visto algo en mí que merecía el apelativo de súper. Yo nunca lo negué: aquella fama me elevó a lo más alto de la escala social. Era el puto amo.
Ese mismo año entraba en vigor la nueva Ley General de Educación, y a mí, por edad, me correspondía elegir entre el novedoso B.U.P. o la esperada F.P. Mis padres insistieron en que me lo pensara bien, y nos fuimos a pasar el verano a Barreda, Cantabria. Allí, lejos de cualquier influencia, debía relajarme y meditar, y aunque la idea de tener la playa cerca me seducía, la de pasar el verano sin mis amigos fue un jarro de agua fría. Fría como el Cantábrico, como más tarde comprobaría, muy a mi pesar.
Allí conocí a Pablo, quien ha sido mi mejor amigo hasta la fecha, y el que menos me ha durado también. Se llamaba Esteban Pablo Labores, aunque todos le llamaban Esteban. Todos menos yo, que prefería Pablo: Pedro y Pablo, como los Picapiedra. Era huérfano, pero tenía unas notas extraordinarias, así que le concedieron una beca para estudiar en América. Al final del verano se fue a California. Allí, para integrarse, “anglosajonizó” su nombre traduciéndolo al inglés y abrió una frutería o algo así. Tenía algo que ver con manzanas. Luego perdimos el contacto.
Por suerte no se fue hasta el final del verano, eso nos brindó dos meses muy intensos que me harían lamentar su marcha. Tanto, que cuando nadie me veía, lloré, aunque negaré tal hecho incluso frente a este escrito.
Nunca olvidaré el partido de fútbol que, con motivo de las fiestas, jugamos contra el Satélite, equipo local de tercera división, en el que estuvimos a punto de morir. Era una maratón y cada partido duraba solo veinte minutos. El perdedor quedaba eliminado y el ganador se medía con el siguiente. Quitando al Satélite, todos los equipos estaban formados por chavales de edades muy distintas. En el nuestro había niños hasta de ocho años; Pablo y yo éramos los mayores con quince. No había que ser muy listo para saber quién ganaría, aunque no nos importaba. Estábamos allí para divertirnos. Y no había premio, eso también le quitaba importancia a lo de ganar.
Pablo ocupó la portería para evitar que aquello fuese un coladero, dada la estatura de los renacuajos de nuestro equipo. A mí me gustaba eso de marcar goles, pero me quedé en la defensa cerca de mi amigo. También puede que la chica más guapa que había visto jamás estuviera por esa zona en la grada. Aquellos ojos verdes podían convertir en un idiota a cualquiera, y yo entraba en ese amplio espectro. Al principio creí que me miraba a mí y me salió la risa tonta con miradas fugaces de reojo, pero después de siete goles encajados me di cuenta de que a quién miraba era al delantero del equipo contrario, el Satélite. Se llamaba Carlos Alonso González, y a sus dieciocho años acababa de fichar por el Racing de Santander para la siguiente temporada. Todos los goles los marcó él. Todos de cabeza. No había visto saltar tan alto ni a los atletas.
Fue en el octavo gol cuando pasó. Sacaron un córner y salté para despejar, pero solo pude ver un culo delante de mi cara. El tal Carlos me ganó la espalda y negoció con la gravedad para rematar ese balón hasta el fondo de la portería. Cuando el balón cayó al suelo, un hombre desnudo se llevaba las manos a la entrepierna retorciéndose de dolor.
¿Puede algo representar la Ley de Murphy, y a la vez ser tan patético, como un balonazo en las pelotas?
Puede.
El hombre se levantó y corrió hacia mí gritando mi nombre. Yo huí asustado. Pablo recogió algo que se le había caído al hombre desnudo y corrió tras él gritando. Yo miraba hacia atrás y corría. El hombre corría y se fustigaba las caderas. Pablo corría y gritaba, y los dos equipos al completo, seguidos por toda la grada, corrían detrás de él, cuando un fuerte estruendo nos sobresaltó a todos. Me giré y el hombre había desaparecido. Nadie supo decir adónde había ido, pero ya no estaba. Cuando volvimos al campo de fútbol, un meteorito había caído provocando graves daños. Por suerte no hubo nadie allí.
Desde aquel suceso nadie volvió a llamarme "superdotado". En aquella grada de Barreda había mucha gente. Mucha. El incidente llegó a oídos de mis nuevos compañeros, que no tardaron en escoger un apelativo más apropiado: "Sally: la princesa amorosa". Mi vida social había sido asesinada, así que me refugié en los libros y me obsesioné buscando la forma de cambiar lo sucedido.
Años más tarde, recién cumplidos los cuarenta, inventé la máquina del tiempo. La primera versión era algo rudimentaria e imprecisa, pero la utilicé para viajar al verano de 1970.
No soportaba las cassettes con su sofisticado sistema de rebobinado “bic”, y fabriqué un aparato casero que consistía en un disco duro capaz de reproducir música en un, por aquel entonces, novedoso formato digital llamado mp3. Me ayudaba a concentrarme y siempre lo llevaba en el bolsillo, por lo que aprendí dos cosas en aquel primer viaje: que el plástico y el metal lo resisten, y que el algodón se desintegra en el trayecto.
¿Puede algo representar la Ley de Murphy, y a la vez ser tan patético, como un balonazo en las pelotas?
Hacer un viaje en el tiempo y que te den un balonazo en las pelotas.