CV1 La nueva - Analogias
Publicado: 22 Jun 2013 17:00
LA NUEVA
La nueva directora observaba por encima de sus gafas a los subordinados. Sabía que la empresa necesitaba una buena metamorfosis. La gente era perezosa por naturaleza y aún más allí por la cantidad de años que llevaban trabajando sin presión. Tan sólo necesitó unas semanas para cansarse de escuchar siempre el mismo eslogan: “Yo, que llevo aquí veinte años”, “En mis treinta años de carrera profesional…”, ¡como si eso fuera una garantía! Una nueva etapa había comenzado desde el momento en que ella puso los pies en el frío mármol del suelo de aquella compañía.
Gestionaría una buena tanda de despidos. Incluso algunos serían buscados por ellos mismos. Contrataría personal joven, manipulable y depuraría de trabajadores obsoletos la plantilla. - ¡Los viejos, al paro, que esto no es una O.N.G.! -, cavilaba sin escrúpulos.
Echó casi a la totalidad del padrón de aquella entidad, inaugurándose con su secretaria: una vieja chismosa a quien no le quedaba mucho por jubilarse. Aborrecía la imagen que transmitía al cliente. Era una maruja poco agraciada que destilaba efluvios de guisos recalentados. Sustituyó también al resto de la administración pues era una panda de vagos. El siguiente paso sería cambiar a los operarios: A los más antiguos les imputaría retrasos, falta de productividad; lo que fuera necesario para hacer procedentes sus despidos.
Únicamente conservó a tres trabajadores: A la joven recepcionista, quien llevaba en su puesto unos pocos meses; al jardinero sesentón, con el que apenas se cruzaba y al cocinero jefe, un negro cubano afincado en España desde hacía algunos años.
Dubitativa, Maribel transfería una llamada a su flamante directiva. Aún no sabía cómo tratar a aquel demonio femenino que tan pronto le gritaba como la ignoraba. Acostumbrada al primer director, ésta se le hacía insoportable. Flaco favor les había hecho delegando en su mujer el gobierno de la empresa. Era un buen jefe, una magnífica persona y ahora el perfecto presidente.
- Tengo al teléfono al señor De La Serna-, informaba indecisa la recepcionista.
- Pásemelo -, ordenó soberbia. Pero en aquel instante llegó un mensajero a quien Maribel debía abrir la puerta y su gestión se demoró dos fracciones de segundo más de lo habitual.
- ¿Pero a qué espera? ¡Qué falta de profesionalidad! -, protestaba histérica.
Lo habitual era que, en cuanto la directora se acercaba a su mesa, Maribel se tensaba sintiendo los músculos como piedras. Le complicaba la vida intencionadamente cambiándole las frases a las cartas ya impresas o pidiéndole un informe minutos antes de marcharse. Lo hacía con todos. Quería imponer el terrorismo profesional, el despotismo jerárquico. Pensaba que de ese modo generaría más productividad y por tanto, más beneficios. Así le demostraría a su marido que estaba más que preparada para administrar aquel antro al que tanto afecto le tenía él. En el fondo, todo era parte de un plan: Él le cedería la empresa una vez expuestos sus méritos y acto seguido le pediría el divorcio.
Día a día, la recepcionista observaba desde su isla el vaivén de ejecutivos que entraban en el despacho de la nueva jefa. Nunca salían indiferentes. Algunos pasaban con los ojos llorosos, otros lucían pálidos, desencajados. Únicamente se relajaban a la hora de comer, mientras cuchicheaban sobre el mismo rumor de siempre: no entendían cómo aquellos tres conservaban aún su puesto de trabajo. A Maribel le amparaban los pocos meses en plantilla. El jardinero pasaba más tiempo cortando setos, regando árboles y plantando flores sin cruzarse con “Ella”. Seguramente no habría reparado en su existencia. Pero el gran enigma era el cubano, aunque tras varios debates, llegaron a la conclusión de que su exquisito criterio preparando los menús le otorgaba el salvoconducto.
Una tarde de verano, Maribel tecleaba por quinta vez el mismo documento. Eran cerca de las nueve y apenas quedaba un alma en la oficina cuando el timbre de la entrada irrumpió desconcentrándola. Al ver al jardinero tras la puerta de cristal Maribel pulsó el botón dándole paso.
- Vengo a ver a la jefa -, anunció el veterano enfundado en su húmedo mono azul.
- ¿Tienes cita?
- No la necesito. Tú dile que estoy aquí -, señaló con rotunda seguridad.
Vacilante, Maribel accionó el interfono: - Señora Beltrán, está aquí el jardinero-, hizo una pausa -. Dice que quiere verla -, pareció preguntar. Un pesado silencio se hizo relevante exagerándose aún más por el runrún del aire acondicionado.
- Dígale que pase -, contestó con su habitual aspereza. Guzmán asintió levemente y desapareció tras la puerta del despacho.
La recepcionista volvió a centrarse en aquel dichoso escrito y, dándolo por concluido, lo imprimió, apagó el ordenador y recogió su escritorio apresuradamente. Pero al recoger la hoja impresa notó cómo su bolso se deslizaba por su hombro, cayendo de pleno en el interfono y dejando expuesta la conversación del despacho a través del aparato:- El dinero que recibí me ha durado bastante poco -, aseguraba el hombre -. Tengo dos hijos en la universidad y ya sabe…
Maribel, desconcertada, sintió cómo sus piernas flaqueaban buscando asiento. El corazón le comenzó a golpear fuerte, pinchándole las sienes.
- Ya te di una cantidad considerable y no voy a tolerar que me sometas a más chantajes.
- En ese caso, su marido recibirá el vídeo que grabé con mi móvil cuando estaba regando Ése donde se ve cómo se beneficia al cubano en esta mesa de escritorio -, concluyó sagaz.
- ¡Rata de cloaca! -, maldijo la jefa escupiendo pequeñas gotas envenenadas -. Aquí tienes otro cheque de cinco mil euros.
El jardinero inspeccionó el cheque y una vez satisfecho, adoptó nuevamente el rol de trabajador leal:
- Muchas gracias -. Pero antes salir se giró despacio, volvió a la mesa y acercándose le susurró: - Una cosita, jefa: El interfono está en rojo -, dijo señalándolo -. Creo que va siendo hora de ir ascendiendo a Maribel, la recepcionista, ¿no le parece?
Y guiñándole un ojo salió del despacho, pero esta vez, con una gran y amplia sonrisa.
La nueva directora observaba por encima de sus gafas a los subordinados. Sabía que la empresa necesitaba una buena metamorfosis. La gente era perezosa por naturaleza y aún más allí por la cantidad de años que llevaban trabajando sin presión. Tan sólo necesitó unas semanas para cansarse de escuchar siempre el mismo eslogan: “Yo, que llevo aquí veinte años”, “En mis treinta años de carrera profesional…”, ¡como si eso fuera una garantía! Una nueva etapa había comenzado desde el momento en que ella puso los pies en el frío mármol del suelo de aquella compañía.
Gestionaría una buena tanda de despidos. Incluso algunos serían buscados por ellos mismos. Contrataría personal joven, manipulable y depuraría de trabajadores obsoletos la plantilla. - ¡Los viejos, al paro, que esto no es una O.N.G.! -, cavilaba sin escrúpulos.
Echó casi a la totalidad del padrón de aquella entidad, inaugurándose con su secretaria: una vieja chismosa a quien no le quedaba mucho por jubilarse. Aborrecía la imagen que transmitía al cliente. Era una maruja poco agraciada que destilaba efluvios de guisos recalentados. Sustituyó también al resto de la administración pues era una panda de vagos. El siguiente paso sería cambiar a los operarios: A los más antiguos les imputaría retrasos, falta de productividad; lo que fuera necesario para hacer procedentes sus despidos.
Únicamente conservó a tres trabajadores: A la joven recepcionista, quien llevaba en su puesto unos pocos meses; al jardinero sesentón, con el que apenas se cruzaba y al cocinero jefe, un negro cubano afincado en España desde hacía algunos años.
Dubitativa, Maribel transfería una llamada a su flamante directiva. Aún no sabía cómo tratar a aquel demonio femenino que tan pronto le gritaba como la ignoraba. Acostumbrada al primer director, ésta se le hacía insoportable. Flaco favor les había hecho delegando en su mujer el gobierno de la empresa. Era un buen jefe, una magnífica persona y ahora el perfecto presidente.
- Tengo al teléfono al señor De La Serna-, informaba indecisa la recepcionista.
- Pásemelo -, ordenó soberbia. Pero en aquel instante llegó un mensajero a quien Maribel debía abrir la puerta y su gestión se demoró dos fracciones de segundo más de lo habitual.
- ¿Pero a qué espera? ¡Qué falta de profesionalidad! -, protestaba histérica.
Lo habitual era que, en cuanto la directora se acercaba a su mesa, Maribel se tensaba sintiendo los músculos como piedras. Le complicaba la vida intencionadamente cambiándole las frases a las cartas ya impresas o pidiéndole un informe minutos antes de marcharse. Lo hacía con todos. Quería imponer el terrorismo profesional, el despotismo jerárquico. Pensaba que de ese modo generaría más productividad y por tanto, más beneficios. Así le demostraría a su marido que estaba más que preparada para administrar aquel antro al que tanto afecto le tenía él. En el fondo, todo era parte de un plan: Él le cedería la empresa una vez expuestos sus méritos y acto seguido le pediría el divorcio.
Día a día, la recepcionista observaba desde su isla el vaivén de ejecutivos que entraban en el despacho de la nueva jefa. Nunca salían indiferentes. Algunos pasaban con los ojos llorosos, otros lucían pálidos, desencajados. Únicamente se relajaban a la hora de comer, mientras cuchicheaban sobre el mismo rumor de siempre: no entendían cómo aquellos tres conservaban aún su puesto de trabajo. A Maribel le amparaban los pocos meses en plantilla. El jardinero pasaba más tiempo cortando setos, regando árboles y plantando flores sin cruzarse con “Ella”. Seguramente no habría reparado en su existencia. Pero el gran enigma era el cubano, aunque tras varios debates, llegaron a la conclusión de que su exquisito criterio preparando los menús le otorgaba el salvoconducto.
Una tarde de verano, Maribel tecleaba por quinta vez el mismo documento. Eran cerca de las nueve y apenas quedaba un alma en la oficina cuando el timbre de la entrada irrumpió desconcentrándola. Al ver al jardinero tras la puerta de cristal Maribel pulsó el botón dándole paso.
- Vengo a ver a la jefa -, anunció el veterano enfundado en su húmedo mono azul.
- ¿Tienes cita?
- No la necesito. Tú dile que estoy aquí -, señaló con rotunda seguridad.
Vacilante, Maribel accionó el interfono: - Señora Beltrán, está aquí el jardinero-, hizo una pausa -. Dice que quiere verla -, pareció preguntar. Un pesado silencio se hizo relevante exagerándose aún más por el runrún del aire acondicionado.
- Dígale que pase -, contestó con su habitual aspereza. Guzmán asintió levemente y desapareció tras la puerta del despacho.
La recepcionista volvió a centrarse en aquel dichoso escrito y, dándolo por concluido, lo imprimió, apagó el ordenador y recogió su escritorio apresuradamente. Pero al recoger la hoja impresa notó cómo su bolso se deslizaba por su hombro, cayendo de pleno en el interfono y dejando expuesta la conversación del despacho a través del aparato:- El dinero que recibí me ha durado bastante poco -, aseguraba el hombre -. Tengo dos hijos en la universidad y ya sabe…
Maribel, desconcertada, sintió cómo sus piernas flaqueaban buscando asiento. El corazón le comenzó a golpear fuerte, pinchándole las sienes.
- Ya te di una cantidad considerable y no voy a tolerar que me sometas a más chantajes.
- En ese caso, su marido recibirá el vídeo que grabé con mi móvil cuando estaba regando Ése donde se ve cómo se beneficia al cubano en esta mesa de escritorio -, concluyó sagaz.
- ¡Rata de cloaca! -, maldijo la jefa escupiendo pequeñas gotas envenenadas -. Aquí tienes otro cheque de cinco mil euros.
El jardinero inspeccionó el cheque y una vez satisfecho, adoptó nuevamente el rol de trabajador leal:
- Muchas gracias -. Pero antes salir se giró despacio, volvió a la mesa y acercándose le susurró: - Una cosita, jefa: El interfono está en rojo -, dijo señalándolo -. Creo que va siendo hora de ir ascendiendo a Maribel, la recepcionista, ¿no le parece?
Y guiñándole un ojo salió del despacho, pero esta vez, con una gran y amplia sonrisa.