CV1 Sabor amargo - duados76
Publicado: 22 Jun 2013 17:28
SABOR AMARGO
No hace mucho vi un reportaje donde se explicaba el motivo por el que a los niños no les gusta el sabor amargo. La justificación radicaba en el hecho de que la mayor parte de los venenos tienen ese sabor y la evolución se había responsabilizado de que, al menos en nuestra infancia, nos mantuviésemos alejados de sustancias que tuviesen ese gusto. Añadía la profunda voz en off que “de los cinco sabores básicos que somos capaces de reconocer, el amargo es el más necesitado de los hábitos para que sea un gusto adquirido”. Es un proceso de aprendizaje y tolerancia lento, erosivo y la mayoría de las veces involuntario. Nadie que yo conozca se ha entrenado para disfrutar de una tónica, por ejemplo. Es el paso del tiempo quien se encarga de poner en tu camino una confusión de vasos, una determinada medicina ineludible o una nueva moda como excusa para entrar en contacto con el sabor de la hiel hasta caer en esa resignación agradecida que tienen los hombres que añoran los palos del amo. Los años también procuran enseñarte que en la baraja hay cartas buenas y otras que en cantidad suficiente sólo sirven para perder, y lo hace para que la tolerancia a lo amargo no se limite sólo a un aspecto físico. Son precisamente esos tragos que no se beben, los que incendian el pecho y dan cuerda a la rabia, a los que más pronto hay que habituarse para no tirar la toalla a las primeras de cambio.
El primer tiento que recuerdo recibir con el propósito de ponerme al corriente de que esto de vivir al final consiste en caer haciéndose el menor daño posible y levantarse antes de que el resto se dé cuenta, comenzó con un “inmediatamente para casa, castigado a tu habitación y sin cenar”. Tendría unos 4 o 5 años y en ese momento noté cómo la tarde se evaporaba a la misma velocidad con la que al despertarse se olvidan las chicas que se conquistan en los sueños. Era una tarde de verano, como no podría ser de otra manera, porque a la vida no le sobra el tiempo para andar con simulacros y miramientos y sabe que a partir de finales de Junio a los niños las horas de ocio le queman en los bolsillos por lo que un castigo se encaja con la misma soltura que una bofetada en público. Sin duda, haber elegido cualquier otra época del año hubiera sido como dar rodeo sin paraguas una mañana lluviosa.
Por más que lo intento no recuerdo el motivo que me catapultó directamente del parque a mi habitación cuando aún no eran ni las seis de la tarde. Pudo haber sido una pedrada al cráneo de Julito, que en paz descanse, aunque dudo que alguna vez hubiese sido capaz de llevar a cabo un acto tan valiente. Aquel chaval tenía los pelos en las piernas y el par de palmos de ventaja necesarios para manejar el cotarro de la chavalada comprendida en el intervalo de edades que va desde pre-benjamines hasta cadetes de segundo año. Julito ataba tan en corto al rebaño que no quedaba espacio para el orgullo así que si aquel día fui a parar a mi habitación a media tarde es mucho más probable que se debiese a un balonazo descontrolado que desarbolara la humilde terraza de apenas dos mesas y ocho sillas con la que el bueno de Monchiño, tan pronto se afianzaba la primavera, trataba de sacar ventaja al otro par de bares que había en el barrio.
A pesar de los años soy capaz de distinguirme sentado sobre la cama con la suficiente nitidez como para sentirme incómodo. Me veo tratando de reprimir el sollozo con más ganas que éxito en una tarde tan inoportunamente iluminada que parecía dispuesta a doblar turno. De esas tardes donde el sol nota que no hay quien le haga sombra y le sube la tontería, y se dedica a dejar en evidencia a las persianas inundando mi habitación de una penumbra mal rematada, como una copia de mercadillo, en la que poco a poco mi lamento le va cediendo los trastos a la resignación.
Cuando el nervio se enfría te das cuenta que lo ideal sería poder cumplir el castigo al pie de la letra. Ojalá todo fuese tan sencillo como asumir la pérdida de un puñado de horas con el simple consuelo de que en el fondo no es ni un 1% de tu fortuna veraniega. No, el mal trago no se pasa poniendo un pijama y dejándose llevar hasta la mañana siguiente a bordo de algún sueño. No hay un camino fácil cuando el cielo es lo suficientemente azul como para que dormir parezca una opción seria. Y si dentro de la habitación las ganas de dar por zanjado el día son pocas, imagínatelo fuera. Padres y niños dispuestos a aprovechar el sol gallego hasta el alma, como sólo se aprovechan las cosas excepcionales.”Juan, acaba el helado que te vas a manchar la camiseta”, “Mamá, mamá, Rafa me ha llamado gilipollas”, “Tiro yo el penalti, que tú ya has fallado cuatro”. Así se van turnando las estrofas de esta canción macabra compuesta de un modo asambleario y, quiero suponer, que inconsciente. Una melodía atropellada que suena a reproche y que escuece como la indiferencia.
Mientras los minutos matan el tiempo formando horas, el insomnio se va fraguando en mi dormitorio gracias a la combinación de claridad mal sofocada y de esa rabia que da la diversión cuando es ajena. Estos son los primeros coqueteos con la frustración, con el sabor amargo de esos tragos que no se van a la boca en vaso y que conviene no olvidar como no se olvida el primer beso. Son estas tardes, cuando el verano se viste de cuero, en las que se aprende que a la vida, cuando le place, le sobra desparpajo como para que el deseo tenga que agachar la mirada.
No hace mucho vi un reportaje donde se explicaba el motivo por el que a los niños no les gusta el sabor amargo. La justificación radicaba en el hecho de que la mayor parte de los venenos tienen ese sabor y la evolución se había responsabilizado de que, al menos en nuestra infancia, nos mantuviésemos alejados de sustancias que tuviesen ese gusto. Añadía la profunda voz en off que “de los cinco sabores básicos que somos capaces de reconocer, el amargo es el más necesitado de los hábitos para que sea un gusto adquirido”. Es un proceso de aprendizaje y tolerancia lento, erosivo y la mayoría de las veces involuntario. Nadie que yo conozca se ha entrenado para disfrutar de una tónica, por ejemplo. Es el paso del tiempo quien se encarga de poner en tu camino una confusión de vasos, una determinada medicina ineludible o una nueva moda como excusa para entrar en contacto con el sabor de la hiel hasta caer en esa resignación agradecida que tienen los hombres que añoran los palos del amo. Los años también procuran enseñarte que en la baraja hay cartas buenas y otras que en cantidad suficiente sólo sirven para perder, y lo hace para que la tolerancia a lo amargo no se limite sólo a un aspecto físico. Son precisamente esos tragos que no se beben, los que incendian el pecho y dan cuerda a la rabia, a los que más pronto hay que habituarse para no tirar la toalla a las primeras de cambio.
El primer tiento que recuerdo recibir con el propósito de ponerme al corriente de que esto de vivir al final consiste en caer haciéndose el menor daño posible y levantarse antes de que el resto se dé cuenta, comenzó con un “inmediatamente para casa, castigado a tu habitación y sin cenar”. Tendría unos 4 o 5 años y en ese momento noté cómo la tarde se evaporaba a la misma velocidad con la que al despertarse se olvidan las chicas que se conquistan en los sueños. Era una tarde de verano, como no podría ser de otra manera, porque a la vida no le sobra el tiempo para andar con simulacros y miramientos y sabe que a partir de finales de Junio a los niños las horas de ocio le queman en los bolsillos por lo que un castigo se encaja con la misma soltura que una bofetada en público. Sin duda, haber elegido cualquier otra época del año hubiera sido como dar rodeo sin paraguas una mañana lluviosa.
Por más que lo intento no recuerdo el motivo que me catapultó directamente del parque a mi habitación cuando aún no eran ni las seis de la tarde. Pudo haber sido una pedrada al cráneo de Julito, que en paz descanse, aunque dudo que alguna vez hubiese sido capaz de llevar a cabo un acto tan valiente. Aquel chaval tenía los pelos en las piernas y el par de palmos de ventaja necesarios para manejar el cotarro de la chavalada comprendida en el intervalo de edades que va desde pre-benjamines hasta cadetes de segundo año. Julito ataba tan en corto al rebaño que no quedaba espacio para el orgullo así que si aquel día fui a parar a mi habitación a media tarde es mucho más probable que se debiese a un balonazo descontrolado que desarbolara la humilde terraza de apenas dos mesas y ocho sillas con la que el bueno de Monchiño, tan pronto se afianzaba la primavera, trataba de sacar ventaja al otro par de bares que había en el barrio.
A pesar de los años soy capaz de distinguirme sentado sobre la cama con la suficiente nitidez como para sentirme incómodo. Me veo tratando de reprimir el sollozo con más ganas que éxito en una tarde tan inoportunamente iluminada que parecía dispuesta a doblar turno. De esas tardes donde el sol nota que no hay quien le haga sombra y le sube la tontería, y se dedica a dejar en evidencia a las persianas inundando mi habitación de una penumbra mal rematada, como una copia de mercadillo, en la que poco a poco mi lamento le va cediendo los trastos a la resignación.
Cuando el nervio se enfría te das cuenta que lo ideal sería poder cumplir el castigo al pie de la letra. Ojalá todo fuese tan sencillo como asumir la pérdida de un puñado de horas con el simple consuelo de que en el fondo no es ni un 1% de tu fortuna veraniega. No, el mal trago no se pasa poniendo un pijama y dejándose llevar hasta la mañana siguiente a bordo de algún sueño. No hay un camino fácil cuando el cielo es lo suficientemente azul como para que dormir parezca una opción seria. Y si dentro de la habitación las ganas de dar por zanjado el día son pocas, imagínatelo fuera. Padres y niños dispuestos a aprovechar el sol gallego hasta el alma, como sólo se aprovechan las cosas excepcionales.”Juan, acaba el helado que te vas a manchar la camiseta”, “Mamá, mamá, Rafa me ha llamado gilipollas”, “Tiro yo el penalti, que tú ya has fallado cuatro”. Así se van turnando las estrofas de esta canción macabra compuesta de un modo asambleario y, quiero suponer, que inconsciente. Una melodía atropellada que suena a reproche y que escuece como la indiferencia.
Mientras los minutos matan el tiempo formando horas, el insomnio se va fraguando en mi dormitorio gracias a la combinación de claridad mal sofocada y de esa rabia que da la diversión cuando es ajena. Estos son los primeros coqueteos con la frustración, con el sabor amargo de esos tragos que no se van a la boca en vaso y que conviene no olvidar como no se olvida el primer beso. Son estas tardes, cuando el verano se viste de cuero, en las que se aprende que a la vida, cuando le place, le sobra desparpajo como para que el deseo tenga que agachar la mirada.
Qué buen relato me ha parecido, quizá cambiaría algunas cosas en la redacción, pero la idea me parece genial. Es humorístico y dice cosas serias, además no hace mucho aún pasaba yo tardes de verano castigada por alguna razón y como están frescas en mi memoria, puedo decir que el autor las ha descrito con precisión. 
y con la que estoy de acuerdo. 
). La historia no sé por donde nos quiere llevar, frases kilométricas que hay que releer para entenderlas, sentencias categóricas cada dos por tres...
De todas maneras el 1% no es una trampita, porque aunque lo hubiera sustituído por letras, habría seguido teniendo un número correcto.