Llueve. Nubarrones preñados de tormenta se adueñan del cielo y las sombras cubren el mundo. El primer trueno me resuena en las entrañas y me estremezco, incapaz de moverme todavía, pero echo a correr cuando el rayo resquebraja las tinieblas.
Por suerte, estoy cerca de casa. Nunca me alejo demasiado porque es el único lugar donde me siento a salvo. Las tormentas llegan de una forma tan repentina que estaría perdida si me alejara. Vislumbro la silueta borrosa de la casa de mi abuela tras la cortina de agua y salto con fuerzas renovadas sobre los charcos. A punto estoy de resbalar y caer mientras subo a la carrera los empinados peldaños que conducen a la puerta, pero apoyo una mano en la barandilla de hierro forjado y recupero el equilibrio. Justo en ese instante cae otro rayo a mis espaldas y la llave que estaba sujetando se escurre entre mis dedos temblorosos. Suelto una maldición y se detiene el tiempo. Sé por experiencia que esto sucede cuando me invade el pánico y solo un gran esfuerzo de voluntad me permite recuperar la razón. Lo consigo tras unos segundos eternos que me llenan de angustia y luego cierro la puerta al mundo.
A pesar de ser muy vieja y tener las paredes descascarilladas y el tejado un poco torcido, la casita de mi abuela tiene los cimientos más sólidos que los de las modernas construcciones que la rodean. La flanquean dos altos edificios cubiertos de cristal que, cansados de elevarse hacia el cielo sin alcanzarlo jamás, optaron finalmente por apoyarse en la pequeña vivienda. Huracanes y tormentas han arremetido contra las mil y una ventanas acristaladas de esos colosos y, en la actualidad, la mayoría no son más que ojos abiertos al vacío.
El interior de mi refugio huele a lavanda, a galletas recién horneadas y a libros nuevos. La colonia con perfume de lavanda era la preferida de mi abuela. Las galletas las preparábamos los domingos cuando todos nos reuníamos en casa. Mamá y la abuela me enseñaron a hacerlas y esta pequeña tradición familiar me ayuda a recordarlas. Pero no. Pensándolo bien, y a pesar de que sé que es absurdo, creo que lo que intento es recuperar una brizna de esos buenos tiempos que se perdieron para siempre.
En cuanto a los libros, los amé incluso antes de aprender a leer. Han sido siempre mis compañeros más fieles, especialmente en los peores momentos, cuando más lo necesitaba. Me permitían desconectar de la cruda realidad y vivir apasionantes aventuras en maravillosos y lejanos universos. La sola presencia de los libros me reconforta, aunque también adoro su olor, en especial cuando son nuevos y huelen a tierra virgen y a fruta prohibida y todo está por descubrir...
Compruebo que todas las ventanas estén bien cerradas, cambio las prendas de ropa mojadas por otras más cómodas y luego me tumbo en el sofá, junto al brasero. Observo con nostalgia el sillón que está a mi derecha, en el que la abuela pasaba las horas cosiendo bajo la luz de la lámpara de pie, con una mantita sobre las rodillas para combatir el dolor de huesos y el costurero encima de la mesita de café. Sobre la tela desgastada del asiento hay algo que me llama la atención: una pluma blanca bastante grande y larga.
—¿De dónde has salido tú? —me pregunto en voz alta, muy sorprendida, mientras acaricio la pluma con las yemas de los dedos. En ese momento me invade una sensación de déjà vu tan intensa como inexplicable, como si se tratara de una escena ya vivida y luego olvidada.
Sigue lloviendo. No obstante, la tormenta ha amainado y ya no hay truenos ni relámpagos. El repiqueteo de la lluvia sobre el tejado se transforma poco a poco en un arrullo reconfortante y, sin darme cuenta, me quedo dormida en el sofá.
Sueño con mi abuela. Su cuerpo sin vida está en el suelo de la cocina, junto a un taburete roto. La sangre que ha manado de su cabeza cubre las baldosas blancas. De improviso irrumpe mucha gente en la casa; vecinos y algunos desconocidos. Les digo que se vayan, que nos dejen en paz, pero todos me ignoran. Empiezan a discutir sobre cómo proceder y, al fin, deciden acomodar el cuerpo de la abuela en su sillón favorito. «Así podremos bajarla mejor por las empinadas escaleras», comentan. Después empiezan a abrir todos los cajones, hasta que encuentran un mantel blanco y cubren con él el cadáver. «Siempre hay que respetar a los muertos», murmura alguien.
La escena que presencio a continuación me llena de horror. Dos hombres fornidos sujetan el sillón sobre sus hombros y el cuerpo de mi abuela se bambolea mientras van descendiendo por la escalinata de piedra. Todos enmudecen y permanecen inmóviles sin apartar la mirada, como si se tratara de una procesión en Semana Santa. En uno de los vaivenes, se separan las manos que la anciana había tenido unidas sobre el regazo y su brazo izquierdo oscila bajo la mortaja improvisada. El gesto resulta tan peculiar que parece que la finada esté saludando a la audiencia. Algunos presentes se persignan, otros se quitan el sombrero y yo comienzo a gritar.
Me despierto con el estómago revuelto y lágrimas secas sobre las mejillas. Miro el sillón que poco antes contemplé con cariño y decido que ha llegado la hora de librarme de él. Tengo la certeza de que nunca volveré a verlo sin que me recuerde aquel maldito sueño. Decido que mañana, cuando deje de llover, me encargaré de eso.
Ya no me siento cómoda en esta habitación, por lo que me dirijo al comedor. Esta casa antigua tiene una distribución muy particular; no hay un pasillo que facilite el acceso a las distintas estancias, si no que cada habitación conecta con la siguiente. Por lo tanto, para llegar a mi cuarto debo pasar por el salón, el comedor, la cocina, el baño y lavadero, el dormitorio de la abuela y la recámara donde guardamos los enseres de costura y la máquina de coser.
A medida que avanzo en mi recorrido voy encendiendo y apagando las luces de cada estancia porque la oscuridad me asusta. Esto me ocurre desde que era una niña muy pequeña y sufría horripilantes pesadillas en las que me atacaba un monstruo. Debo asegurarme de que ningún ser innombrable se esconde en la penumbra.
Paso el resto de la noche en mi cuarto, releyendo algunos de mis libros favoritos. En un momento dado, cuando dejo La historia interminable y saco El principito de la pila de libros que tengo sobre la mesita de noche, cae un papel al suelo. Lo recojo con curiosidad y veo que se trata de una fotografía. En ella hay tres personas que sonríen a la cámara: la abuela, mamá y yo a los diez años. Posamos ante un enorme árbol de Navidad. Advierto que alguien está abrazando a mi madre por la cintura, pero el lado derecho de la instantánea está rasgado y esa cuarta persona resulta imposible de identificar.
«¿Por qué está rota esta fotografía?», me pregunto. También me doy cuenta de que no recuerdo cuándo ni dónde la hicimos, aunque es obvio que yo estaba allí... «Qué raro». No obstante, decido guardarla dentro de un cajón sin darle más importancia al asunto. Al rato, comienzo a bostezar y me duermo.
El sol está muy alto cuando despierto en mi cama rodeada de libros. Lo sé porque siento la calidez de algunos rayos que se cuelan por la ventana y me acarician la cara. Ha dejado de llover. Ahora es el viento quien ha impuesto su dominio y, para demostrarlo, sacude con inclemencia las esqueléticas ramas de los árboles que bordean la calle. Se oye en la lejanía el chirrido de unos goznes y el golpeteo de una cancela.
Conozco muy bien todos los ruidos de esta casa; el goteo del grifo de la bañera, el murmuro de las viejas cañerías, los crujidos de los cimientos y las quejas del tejado cuando lo araña el viento. Todo ello conforma una cacofonía que me resulta de lo más confortable. Estoy pensando en cómo nos apegamos a ciertas cosas mientras acomodo los libros y la ropa de cama y, de improviso, se hace el silencio. Un silencio absoluto. Me acerco a la ventana y compruebo con estupefacción que los árboles siguen siendo torturados por la ventisca, pero el mundo ha enmudecido.
Entonces, como una melodía proveniente de ultratumba, llega hasta mí un único sonido. Un traqueteo inconfundible que me pone los pelos de punta porque hace años que no escuchaba: alguien está usando la máquina de coser de la abuela.
Abro la puerta de mi habitación, trago saliva y siento las piernas temblorosas cuando me asomo al cuarto de costura. El sonido cesa de forma abrupta y todo parece estar en su lugar. Todo menos una de las muñecas de trapo que la abuela solía confeccionar para cambiarlas por una cesta de huevos, frutas o verduras. La muñeca está tumbada sobre el tablero de la máquina con la cabellera de lana a medio coser y, por un momento, tengo la impresión de que los botones negros que lleva por ojos se entrecierran.
«¡No puede ser! ¿Estoy imaginando cosas?», pienso mientras me froto los ojos. Decido ir al baño para enjuagarme la cara y beber un poco de agua, por lo que entro en el dormitorio de mi abuela. Hay algo escondido bajo la colcha de ganchillo. Suelto un grito y retrocedo un paso de forma inconsciente, con tan mala fortuna que tropiezo con la alfombra y caigo de culo. Contemplo con horror cómo el bulto va moviéndose mientras intento incorporarme y esa cosa salta de la cama justo cuando consigo recuperar la verticalidad.
—¿Algodón? —digo con un hilo de voz. Ese nombre surge de algún lugar sombrío de mi memoria, un sitio tan recóndito y cerrado durante tanto tiempo que cayó en el olvido y dejó de existir. Sin embargo, mis ojos se humedecen al ver el hermoso pato de plumaje blanco y me acerco para acariciarle la cabeza.
Las cadenas de ese recuerdo se rompen y me golpean dolorosamente. Me veo a la edad de seis años, cuando tras visitar una granja me regalaron un pollito. Pero el animal creció y creció y mis padres ya no lo querían en casa. Así que, un día, tras llenar la bañera para jugar con él, estuve buscándolo y no lo encontré. Mi madre dijo que se había escapado porque quería conocer el mundo, y yo la creí, e incluso imaginé qué aventuras estaría viviendo Algodón, pero años después supe la verdad: el pobre animal fue sacrificado. Sentenciado por haber crecido demasiado.
Para aumentar mi confusión, en ese momento escucho dos voces detrás de mí:
—Tienes que recordarlo todo, cariño.
—Por más doloroso que sea.
El solo hecho de reconocer sus voces hace que me sienta al borde del abismo. Sin embargo, lo peor es enfrentarme a ellas cuando me giro. No quiero verlas, me niego a recordar su muerte, pero están frente a mí. La abuela lleva el mismo vestido que aquel día, cuando se subió a un taburete para alcanzar algo del estante más alto. Una de las patas de madera se rompió, ella perdió el equilibrio y se golpeó la cabeza contra el fregadero de piedra. De la herida que tiene en la frente sigue goteando sangre. En cuanto a mamá, viste un mono sucio de presidiaria y lleva una jeringuilla clavada en el brazo. Intenta sonreírme y solo es capaz de esbozar una mueca triste. Por la comisura de la boca le cae un hilo de saliva.
Echo a correr para huir de toda esta locura. Paso como una exhalación por la cocina, cruzo el comedor, llego al salón y no encuentro la puerta principal. ¡Ha desaparecido! «¿Y si salgo por la puerta de atrás que hay junto al lavadero?», se me ocurre a la desesperada. Doy media vuelta y recorro el trayecto a la inversa, pero de improviso me pierdo. Descubro habitaciones desconocidas, corredores secretos e incluso subo y bajo escaleras, a pesar de que soy muy consciente de que esta casa es de una sola planta.
Poco después creo que he logrado despistarlas y me detengo porque me falta el aliento. Me apoyo en la pared y aparece una puerta delante de mí, una puerta que conozco muy bien. Se entreabre, invitándome a entrar, pero yo retrocedo porque sé que el monstruo siempre está al acecho tras la mirilla. No obstante, mamá y la abuela me empujan de improviso al interior. «¡No puedes escapar de ti misma!», exclaman al unísono, y me encierran. Me estremezco porque estoy en mi dormitorio infantil, he regresado a la casa de mis padres.
Veo a mi papá durmiendo panza arriba sobre mi cama y una niña de unos diez años entra en escena. Viste un camisón blanco estampado con mariposas negras, va descalza y lleva un cuchillo en la mano. Su cuerpecito tiembla de arriba abajo y las lágrimas brillan sobre sus mejillas de nácar, pero no duda cuando clava el cuchillo en el pecho del monstruo. Lo hace una y otra vez mientras llora en silencio y el mundo se derrumba.
Lo recuerdo todo. Cuando mamá llegó de trabajar y me encontró acurrucada en un rincón. Cómo me besó, con más ternura que nunca, y llamó a la policía para confesarse culpable del crimen. Y cómo me miró por última vez cuando se la llevaron, con una tristeza tan inmensa que ni siguiera el mar podría abarcar. Y me veo a mí misma sumergida en un pozo profundo, en una depresión que se agravó más con la noticia de su muerte dentro de prisión.
Corro hacia la niña y la abrazo con fuerza mientras yo también lloro porque la verdad duele demasiado. Y le digo que no está sola, que la comprendo, que no lo merecía, que jamás tuvo la culpa. Y que la quiero, que nunca lo olvide, y que la perdono por lo que hizo, que estuvo mal, a pesar de que el monstruo lo mereciera con creces, pero que la entiendo muy bien. Y añado que nada ni nadie podrá separarnos a partir de ahora, y me lo creo.
Seguimos aún abrazadas cuando oímos un crujido en las vigas del techo y un buen pedazo de tejado sale volando por los aires con gran estruendo. La ventisca se ha transformado en un huracán y atrapa mi cuerpo entre sus garras. Me elevo y floto, intento agarrarme con desesperación a uno de los postes de la cama, pero el viento es mucho más fuerte. Salgo volando por el boquete que hay en el tejado y las furiosas ráfagas giran alrededor de mí, cada vez más rápido, hasta convertirnos en un tornado.
Abro los ojos. Estoy en una habitación completamente blanca. Hay fluorescentes en el techo y su luz me deslumbra. Me siento aturdida y desorientada. Intento mover una mano para tocarme la cara y descubro que no puedo. Compruebo con horror que tengo las piernas y los brazos sujetos a una especie de camilla o cama de hospital. No entiendo nada. Forcejeo y empiezo a gritar. Al rato, entra un hombre que lleva una bata de médico. Me dedica una mirada cansada.
«Los ataques son más recurrentes, hay que aumentar la medicación», murmura el hombre para sí, sin importarle que yo pueda oírlo. Intento resistirme y patalear cuando veo que se acerca con una jeringuilla, pero resulta inútil. Los músculos se relajan y los párpados se cierran.
Llueve. Nubarrones preñados de tormenta se adueñan del cielo y las sombras cubren el mundo. El primer trueno me resuena en las entrañas y me estremezco, incapaz de moverme todavía, pero echo a correr cuando el rayo resquebraja las tinieblas...