NH1 La caída del duque - Dori25
Publicado: 14 Oct 2013 22:16
La caída del duque
Lomas de los Infantes hervía de excitación, nadie le tenía demasiado aprecio al señor de La Guadaría, pero no todos los días se preparaba el pueblo para la despedida de un señor y la vuelta de un marqués.
Rafaela en su despacho del pan recordaba que había sido su familia la que se había encargado de llevar la harina, el pan y todos los dulces que se les pedían a la casa grande, La Guadaría, ese extraño nombre respondía a un ocultamiento realizado hace poco tiempo, la generación anterior. Lo que empezó siendo una piara de cerdos, llevados por un único dueño hace apenas tres generaciones, había crecido de manera progresiva, a tanto había llegado su fortuna que el anterior cacique barruntó que debía casarse con una hija de noble, esta llegó rodeada de baúles y prendas. Las criadas del pueblo que habían visto el equipaje dijeron que la mayor parte de este permaneció durante años en los armarios, periódicamente se sacaban para limpiarlos y evitar que las termitas se dieran un buen banquete, pero nunca se usaron.
Cambiaron muchas cosas con la llegada de la antigua señora, muchas. Ahora ya no eran los ricos del pueblo, se hacían llamar “los señores” y eso sí, cada vez eran más ricos y ya no se acercaban a la finca de cerdos que ocupaba ya medio pueblo y les regalaba diariamente un olor nauseabundo y eso que los pobres animales, sucios no son, razonaba Rafaela.
D. Gabriel salía de la Iglesia parroquial pensando en la futura Misa que debía celebrarse en honor del marqués de Guadaría, un acontecimiento así debía ser preparado con suficiente antelación, a partir de la semana que viene su alcalde sería marqués, algo que no todas las poblaciones podían decir. Ya le había insinuado el futuro noble que necesitarían una capilla mayor para su familia, por lo menos el triple.
Naturalmente a la Misa vendría la familia materna del señor del lugar, de noble cuna, como nadie había visto en el pueblo, habría que encargarse algún tapiz nuevo y reclinatorios bordados, de todo tenía que ocuparse D. Rafael, para ello sería preciso que hablara con el Arzobispo, él le podría indicar como continuar.
Cosme desde la taberna recordaba como su abuelo contaba que ayudó al bisabuelo del futuro marqués a trabajar en la piara, como había sido un orgullo para todos la riqueza que trajo al pueblo, resultado de ello; se edificó una casa magnífica para la familia del cacique en el centro del pueblo, además de la mansión familiar en las afueras, donó dinero para reformar la escuela e incluso pagó de su bolsillo al maestro para que se quedara en el pueblo y no realizara labores itinerantes.
La abuela del marqués era famosa por su amor a la música, cantaba en el coro de la Iglesia y se empeñó en traer un maestro de música, todavía resuenan por las esquinas del pueblo las risas de los niños y no tan niños cuando se cruzaban con la figura del maestro de música, siempre con su cara de asco y una mueca como si oliera mal, cuando lo más probable es que oliera la causa de que le fueran pagados oportunamente sus buenos dineros.
Colasico contaba sus monedas. Su padre le había dejado quedarse con unos reales de su trabajo de la semana en el campo y pensaba comprar algunas almendras y quedarse a ver la comitiva que llevaría al señor hasta la capital. Lo que no tenía claro era de dónde iban a sacar una princesa, que él supiera los nobles se casaban con princesas y gente así.
La verdad es que el señor era ya muy mayor para casarse con nadie pero los nobles hacían cosas muy raras, sólo había que mirar al Rey que se casaba cada poco tiempo y era mayor que su abuelo.
Miguel acababa de salir de su aposento cuando ya podía ver la mansión en plena ebullición, había sido una noche dura, una de las yeguas se había puesto de parto y un precioso potrillo había sido el resultado de pasar la noche en vela, ahora dormía tranquilo, al lado de su madre que periódicamente le lamía para asegurarse de que su hijo seguía sano.
Hace unas semanas le avisaron de que llegarían nuevos caballos a las cuadras, todo era consecuencia del ennoblecimiento del señor, eran necesarios hermosos caballos árabes y andaluces para demostrar su importancia, caballos negros y de finas patas. Sin embargo, mirando Miguel al pequeño potrillo recién nacido no entendía que diferencia había entre unos y otros, igual que tampoco podía entender porque la vieja señora podía pasarse el día llorando afrentas pasadas, mientras su madre se pasaba el día y parte de la noche lavando y limpiando lo que la misma señora ensuciaba, y como si no fuera suficiente para sus aires de grandeza, ahora iban a ser marqueses.
Gertrudis se ocupaba de empacar la ropa que luciría el señor en la ceremonia mientras intentaba oír si la vieja señora en alguno de sus ocasionales gritos la llamaba a ella. Cada día era peor, con los años se le había soltado la lengua y si cuando vino de su palacio siendo mocita se pasó varios años sin dirigirle la palabra a ningún criado y tan sólo disparando indirectas sobre su desgracia, ahora los insultaba sin ningún disimulo.
Los viejos señores habían tenido tres hijos, el mayor era un mozo gallardo, objeto de los suspiros de todas las mujeres del pueblo grandes y chicas y perdición de las criadas, muchas vio Gertrudis que abandonaban el palacio por la puerta de atrás tras ser descubiertas por la vieja señora con su heredero. Pero dicho heredero había crecido, ya no era un gallardo mozo, ahora tenía una buena barriga y cada poco tiempo le aquejaba el mal de los nobles, se le hinchaba el pie y no podía moverse.
Y con los años heredó las malas artes y la soberbia de su madre, sobre todo después de morir el señor, casarse su hermana e irse el pequeño señor a la guerra. Por ello no había mujer que fuera suficientemente buena para él y las que lo eran, no lo querían. Pero seguramente ahora cambiaría todo tras ser nombrado marqués. Peor que la vieja señora no podía ser.
Doña Eudivigis de Montoro y Garrido miraba por la ventana y lloraba por su desgraciada suerte. El Rey la pretendió en su juventud pero naturalmente hubiera sido del todo imposible que la hija de un conde se desposara con el futuro Rey de las Españas, pero de ser la futura reina a desterrarla a un pueblo abandonado con un olor insoportable mediaba un gran abismo.
Pero allí llevaba ya 40 años. Hace mucho que había dejado atrás la juventud y sus buenas costumbres. Juró no volver a ver a sus padres, pero no sabía que el resultado de todo ello sería que viviría rodeada de criados que no sabían ni asistirla en sus oraciones, en los bordados y que no eran capaces de preparar un faisán a la manera francesa.
Ni siquiera sus hijos habían sido su consuelo, en vez de apoyar a su madre y escuchar sus males, habían hecho su vida; Eduardo se dedicó a perseguir criaduchas, la niña sólo había pensado en casarse desde que empezó a hablar y el pequeño… ¡¡para qué hablar del pequeño!! Sólo quería jugar con los golfos del pueblo, menos mal que pudo ser convenientemente dirigido hacia la carrera militar.
¡Lo que más acrecentaba sus ganas de morirse era notar en ocasiones que se había acostumbrado a ese terrible olor!
Eduardo se miraba de todas las maneras posibles, de lado, de frente, de espaldas… y vuelta otra vez.
Estaba perfecto, la maravillosa estampa de un noble español, joven, guapo y con toda la vida por delante. El dolor de la gota estaba olvidado, hasta podía bromear sobre ello. Ahora no tendría problemas para encontrar una mujer de su condición.
Tenía ya apalabrada la construcción de una lujosa mansión en la capital, no todo en el centro que querría. Le habían recomendado que se aposentara en las afueras pero ya había tenido bastante campo durante toda su vida. Ahora quería disfrutar diariamente de la capital.
No volvería al pueblo nunca. Tenían dinero de sobra para vivir en la ciudad.
Otra vez; de lado, de frente, de espaldas... y vuelta otra vez.
Antonio de Toledo, realizaba el viaje a ver al rey por quinta vez este año, sin ganas y con unas extrañas obligaciones. Había pasado una mala semana, su querido Lope le había pedido su ayuda para una nueva figura de las letras y contra el consejo de sus allegados había accedido a financiar a otro poeta, con lo que tuvo que soportar los quejidos de su mujer y su hijo mayor sobre su afán derrochador. Especialmente tras la costosa boda que había celebrado su heredero.
Encima ahora llegaba a estas tierras con este olor tan terrible, ¿Cómo alguien podría vivir aquí? Sería imposible la inspiración de cualquier artista con este olor.
Rafael barruntaba su desgracia, puesto que el día después de sus bodas había tenido que conducir el carruaje con el duque, no tenía el viaje previsto pero el conductor que se iba a encargar de ello había sido encarcelado tras una riña de borrachos y le habían llamado urgentemente.
Mientras cavilaba su desgracia, el carruaje dio un vuelco y una de las ruedas salió de su eje.
Rafael bajó y observó que era necesario arreglarla, para lo cual el duque debía salir del carruaje, así se lo comunicó, con tan mala fortuna que al salir este último tropezó en lo que parecía un charco, cayendo dentro cuan largo era, con la añadida desgracia de que lo que parecía un simple charco de barro, su olor posterior dejo claro que no lo era.
Tomás extrañado de los golpes y los gritos fuera de la mansión acudió a abrir la puerta, allí encontró un hombre cubierto hasta la frente de estiércol, el olor le hacía llorar los ojos, lo que de por sí era raro en un aldeano de este pueblo, tan acostumbrados estaban. Tentado estuvo de despachar con malos modos al hombre que gritaba y que levantaba esa peste tan terrible, sin embargo, sus largos años al servicio le habían preparado para distinguir a un gran señor y por ello, lo dejo continuar gritando, sin atreverse todavía a hacerlo pasar a la casa, Doña Euduvigis podría sufrir un síncope.
Cuando atinó a centrarse oyó a los sirvientes que rodeaban al accidentado decir que era un grande de España y que necesitaba asearse y reponerse de este accidente.
Tomás, por tanto, lo acomodó como pudo y acudió a llamar al señor.
Desde la cocina se oyeron los gritos que se producían en la sala grande, todo el servicio escuchó claramente como el duque de Alba gritaba a su señor que se despidiera de todo título de noble, que la nobleza no estaba hecha para un cria cerdos.
Nadie se atrevió a subir esa tarde a la habitación de la vieja señora.
Y así todo el pueblo tuvo que despedirse del espectáculo de la carroza, la fiesta y la capilla de la Iglesia. Al menos Colasico tuvo sus almendras.
Lomas de los Infantes hervía de excitación, nadie le tenía demasiado aprecio al señor de La Guadaría, pero no todos los días se preparaba el pueblo para la despedida de un señor y la vuelta de un marqués.
Rafaela en su despacho del pan recordaba que había sido su familia la que se había encargado de llevar la harina, el pan y todos los dulces que se les pedían a la casa grande, La Guadaría, ese extraño nombre respondía a un ocultamiento realizado hace poco tiempo, la generación anterior. Lo que empezó siendo una piara de cerdos, llevados por un único dueño hace apenas tres generaciones, había crecido de manera progresiva, a tanto había llegado su fortuna que el anterior cacique barruntó que debía casarse con una hija de noble, esta llegó rodeada de baúles y prendas. Las criadas del pueblo que habían visto el equipaje dijeron que la mayor parte de este permaneció durante años en los armarios, periódicamente se sacaban para limpiarlos y evitar que las termitas se dieran un buen banquete, pero nunca se usaron.
Cambiaron muchas cosas con la llegada de la antigua señora, muchas. Ahora ya no eran los ricos del pueblo, se hacían llamar “los señores” y eso sí, cada vez eran más ricos y ya no se acercaban a la finca de cerdos que ocupaba ya medio pueblo y les regalaba diariamente un olor nauseabundo y eso que los pobres animales, sucios no son, razonaba Rafaela.
D. Gabriel salía de la Iglesia parroquial pensando en la futura Misa que debía celebrarse en honor del marqués de Guadaría, un acontecimiento así debía ser preparado con suficiente antelación, a partir de la semana que viene su alcalde sería marqués, algo que no todas las poblaciones podían decir. Ya le había insinuado el futuro noble que necesitarían una capilla mayor para su familia, por lo menos el triple.
Naturalmente a la Misa vendría la familia materna del señor del lugar, de noble cuna, como nadie había visto en el pueblo, habría que encargarse algún tapiz nuevo y reclinatorios bordados, de todo tenía que ocuparse D. Rafael, para ello sería preciso que hablara con el Arzobispo, él le podría indicar como continuar.
Cosme desde la taberna recordaba como su abuelo contaba que ayudó al bisabuelo del futuro marqués a trabajar en la piara, como había sido un orgullo para todos la riqueza que trajo al pueblo, resultado de ello; se edificó una casa magnífica para la familia del cacique en el centro del pueblo, además de la mansión familiar en las afueras, donó dinero para reformar la escuela e incluso pagó de su bolsillo al maestro para que se quedara en el pueblo y no realizara labores itinerantes.
La abuela del marqués era famosa por su amor a la música, cantaba en el coro de la Iglesia y se empeñó en traer un maestro de música, todavía resuenan por las esquinas del pueblo las risas de los niños y no tan niños cuando se cruzaban con la figura del maestro de música, siempre con su cara de asco y una mueca como si oliera mal, cuando lo más probable es que oliera la causa de que le fueran pagados oportunamente sus buenos dineros.
Colasico contaba sus monedas. Su padre le había dejado quedarse con unos reales de su trabajo de la semana en el campo y pensaba comprar algunas almendras y quedarse a ver la comitiva que llevaría al señor hasta la capital. Lo que no tenía claro era de dónde iban a sacar una princesa, que él supiera los nobles se casaban con princesas y gente así.
La verdad es que el señor era ya muy mayor para casarse con nadie pero los nobles hacían cosas muy raras, sólo había que mirar al Rey que se casaba cada poco tiempo y era mayor que su abuelo.
Miguel acababa de salir de su aposento cuando ya podía ver la mansión en plena ebullición, había sido una noche dura, una de las yeguas se había puesto de parto y un precioso potrillo había sido el resultado de pasar la noche en vela, ahora dormía tranquilo, al lado de su madre que periódicamente le lamía para asegurarse de que su hijo seguía sano.
Hace unas semanas le avisaron de que llegarían nuevos caballos a las cuadras, todo era consecuencia del ennoblecimiento del señor, eran necesarios hermosos caballos árabes y andaluces para demostrar su importancia, caballos negros y de finas patas. Sin embargo, mirando Miguel al pequeño potrillo recién nacido no entendía que diferencia había entre unos y otros, igual que tampoco podía entender porque la vieja señora podía pasarse el día llorando afrentas pasadas, mientras su madre se pasaba el día y parte de la noche lavando y limpiando lo que la misma señora ensuciaba, y como si no fuera suficiente para sus aires de grandeza, ahora iban a ser marqueses.
Gertrudis se ocupaba de empacar la ropa que luciría el señor en la ceremonia mientras intentaba oír si la vieja señora en alguno de sus ocasionales gritos la llamaba a ella. Cada día era peor, con los años se le había soltado la lengua y si cuando vino de su palacio siendo mocita se pasó varios años sin dirigirle la palabra a ningún criado y tan sólo disparando indirectas sobre su desgracia, ahora los insultaba sin ningún disimulo.
Los viejos señores habían tenido tres hijos, el mayor era un mozo gallardo, objeto de los suspiros de todas las mujeres del pueblo grandes y chicas y perdición de las criadas, muchas vio Gertrudis que abandonaban el palacio por la puerta de atrás tras ser descubiertas por la vieja señora con su heredero. Pero dicho heredero había crecido, ya no era un gallardo mozo, ahora tenía una buena barriga y cada poco tiempo le aquejaba el mal de los nobles, se le hinchaba el pie y no podía moverse.
Y con los años heredó las malas artes y la soberbia de su madre, sobre todo después de morir el señor, casarse su hermana e irse el pequeño señor a la guerra. Por ello no había mujer que fuera suficientemente buena para él y las que lo eran, no lo querían. Pero seguramente ahora cambiaría todo tras ser nombrado marqués. Peor que la vieja señora no podía ser.
Doña Eudivigis de Montoro y Garrido miraba por la ventana y lloraba por su desgraciada suerte. El Rey la pretendió en su juventud pero naturalmente hubiera sido del todo imposible que la hija de un conde se desposara con el futuro Rey de las Españas, pero de ser la futura reina a desterrarla a un pueblo abandonado con un olor insoportable mediaba un gran abismo.
Pero allí llevaba ya 40 años. Hace mucho que había dejado atrás la juventud y sus buenas costumbres. Juró no volver a ver a sus padres, pero no sabía que el resultado de todo ello sería que viviría rodeada de criados que no sabían ni asistirla en sus oraciones, en los bordados y que no eran capaces de preparar un faisán a la manera francesa.
Ni siquiera sus hijos habían sido su consuelo, en vez de apoyar a su madre y escuchar sus males, habían hecho su vida; Eduardo se dedicó a perseguir criaduchas, la niña sólo había pensado en casarse desde que empezó a hablar y el pequeño… ¡¡para qué hablar del pequeño!! Sólo quería jugar con los golfos del pueblo, menos mal que pudo ser convenientemente dirigido hacia la carrera militar.
¡Lo que más acrecentaba sus ganas de morirse era notar en ocasiones que se había acostumbrado a ese terrible olor!
Eduardo se miraba de todas las maneras posibles, de lado, de frente, de espaldas… y vuelta otra vez.
Estaba perfecto, la maravillosa estampa de un noble español, joven, guapo y con toda la vida por delante. El dolor de la gota estaba olvidado, hasta podía bromear sobre ello. Ahora no tendría problemas para encontrar una mujer de su condición.
Tenía ya apalabrada la construcción de una lujosa mansión en la capital, no todo en el centro que querría. Le habían recomendado que se aposentara en las afueras pero ya había tenido bastante campo durante toda su vida. Ahora quería disfrutar diariamente de la capital.
No volvería al pueblo nunca. Tenían dinero de sobra para vivir en la ciudad.
Otra vez; de lado, de frente, de espaldas... y vuelta otra vez.
Antonio de Toledo, realizaba el viaje a ver al rey por quinta vez este año, sin ganas y con unas extrañas obligaciones. Había pasado una mala semana, su querido Lope le había pedido su ayuda para una nueva figura de las letras y contra el consejo de sus allegados había accedido a financiar a otro poeta, con lo que tuvo que soportar los quejidos de su mujer y su hijo mayor sobre su afán derrochador. Especialmente tras la costosa boda que había celebrado su heredero.
Encima ahora llegaba a estas tierras con este olor tan terrible, ¿Cómo alguien podría vivir aquí? Sería imposible la inspiración de cualquier artista con este olor.
Rafael barruntaba su desgracia, puesto que el día después de sus bodas había tenido que conducir el carruaje con el duque, no tenía el viaje previsto pero el conductor que se iba a encargar de ello había sido encarcelado tras una riña de borrachos y le habían llamado urgentemente.
Mientras cavilaba su desgracia, el carruaje dio un vuelco y una de las ruedas salió de su eje.
Rafael bajó y observó que era necesario arreglarla, para lo cual el duque debía salir del carruaje, así se lo comunicó, con tan mala fortuna que al salir este último tropezó en lo que parecía un charco, cayendo dentro cuan largo era, con la añadida desgracia de que lo que parecía un simple charco de barro, su olor posterior dejo claro que no lo era.
Tomás extrañado de los golpes y los gritos fuera de la mansión acudió a abrir la puerta, allí encontró un hombre cubierto hasta la frente de estiércol, el olor le hacía llorar los ojos, lo que de por sí era raro en un aldeano de este pueblo, tan acostumbrados estaban. Tentado estuvo de despachar con malos modos al hombre que gritaba y que levantaba esa peste tan terrible, sin embargo, sus largos años al servicio le habían preparado para distinguir a un gran señor y por ello, lo dejo continuar gritando, sin atreverse todavía a hacerlo pasar a la casa, Doña Euduvigis podría sufrir un síncope.
Cuando atinó a centrarse oyó a los sirvientes que rodeaban al accidentado decir que era un grande de España y que necesitaba asearse y reponerse de este accidente.
Tomás, por tanto, lo acomodó como pudo y acudió a llamar al señor.
Desde la cocina se oyeron los gritos que se producían en la sala grande, todo el servicio escuchó claramente como el duque de Alba gritaba a su señor que se despidiera de todo título de noble, que la nobleza no estaba hecha para un cria cerdos.
Nadie se atrevió a subir esa tarde a la habitación de la vieja señora.
Y así todo el pueblo tuvo que despedirse del espectáculo de la carroza, la fiesta y la capilla de la Iglesia. Al menos Colasico tuvo sus almendras.