CV2-El Highlander pirata - Sinkim
Publicado: 11 Jul 2014 08:37
El Highlander pirata
—¿No me negará que ésta es la mejor forma de morir en verano, verdad, señorita? Nada mejor que un baño para limpiarse el sudor y la suciedad después de una batalla.
Las crueles carcajadas de los filibusteros atormentaron a Lady Marian mientras un obeso pirata la obligaba a caminar por la plancha amenazándola con un afilado sable.
—¿Se puede saber que está pasando aquí, John? —Una voz serena y acostumbrada a ser obedecida acalló las risas de golpe.
Los piratas se volvieron en masa para mirar al hombre que se erguía en la cubierta completamente empapado pero que, aún así, mantenía toda su dignidad mientras sujetaba un afilado florete.
—¿Capitán Peter? Pero estabas muerto, yo ordené... quiero decir, los soldados te mataron... —balbuceó John tras apartar el sable de la espalda de la mujer y volverse hacía su enemigo.
—¿Cuántas veces te he dicho que si quieres que algo se haga bien lo tienes que hacer tu mismo, John? Encargar a Comadreja que me asesinara a traición durante el abordaje ha sido tu último y peor error. ¡Defiéndete, cobarde traidor!
John se lanzó a la carga blandiendo su sable como un poseso mientras el enorme crucifijo que siempre llevaba al cuello se balanceaba sin parar.
El capitán Peter se limitó a esquivar sus ataques, igual que el torero capea al embravecido animal, hasta que decidió entrar a matar y su veloz florete atravesó la guardia de su rival y se clavó en su podrido corazón.
Todo había sido tan rápido que Lady Marian aún intentaba comprender lo que había pasado cuando sintió que unos fuertes brazos le rodeaban la cintura y la cargaban al hombro. A pesar de su terror no pudo evitar turbarse al notar el musculoso pecho y el olor tan masculino del hombre que la transportaba como si no pesara nada.
—¡Se acabo el torturar y matar a los prisioneros! Comprobad que estén bien y encerradlos en la bodega, seguro que obtendremos un buen rescate por ellos. Yo ya he encontrado mi recompensa en este viaje —gritó el capitán Peter, mientras se dirigía a su camarote, para alborozo de su tripulación que se apresuró a cumplir sus ordenes.
Nada más entrar en el camarote el capitán Peter bajó a Lady Marian y empezó a quitarse la mojada camisa.
—Estás muy lejos de casa, Marian, ¿es que tu padre, el marqués, ya no se preocupa por su única heredera? —preguntó mientras se vendaba una herida de cuchillo que tenía en el costado.
Marian no podía apartar la vista de la ancha espalda del hombre y del pelo negro cual ala de cuervo. Hacía años que no veía un pelo tan negro como ese. Poco a poco las palabras del pirata fueron calando en su sobreexcitado cerebro.
—¡Peter, Peter McCloud, no puede ser!, ¿Eres tú? —La incredulidad y la sorpresa luchaban en la mente de Marian. —Es imposible, mi padre dijo que habías muerto en la guerra con los franceses.
—Está claro que tu padre te mintió, aunque no fue porque no intentara por todos los medios que los soldados franceses acabaran conmigo. No quería que un simple caballerizo estuviera con su hija y no dudó en ponerme en primera fila en todos las batallas e incluso mandarme en solitario a misiones de sabotaje. Pero, para su sorpresa, resulté ser más duro de matar de lo que esperaba.
Al final, decidí dejar que pensara que había tenido éxito antes de que lo tuviera de verdad y me fui con la esperanza de labrarme una fortuna que me hiciera digno de ti.
—¡Estás herido! —exclamó una atónita Marian mientras corría a comprobar el vendaje, perdido ya todo miedo.
—Tranquila, no es nada, poco más que un arañazo —respondió Peter mientras sentía cómo las manos de la única mujer que había amado en su vida se alejaban del vendaje y ascendían por su cuerpo.
A pesar de todo lo que había pasado Marian seguía tan hermosa como la recordaba y estaba claro que los años le habían sentado muy bien, dando curvas al cuerpo infantil sin restar un ápice de su cándida belleza. Se había convertido en una mujer con cara de ángel y un cuerpo para el pecado y tenía claro que, pasara lo que pasara, iba a ser suya.
Las manos de Marian parecían tener vida propia, eran incapaces de separarse del terso, musculoso y caliente pecho del pirata. Su mirada se perdió en los ojos color caoba de Peter, en sus sensuales y carnosos labios que la llamaban con una fuerza tal que no pudo resistirse.
El beso los hizo retroceder a cuando eran críos y descubrieron la belleza del amor en los establos del marqués. Sus manos se movieron con ansia, en un momento, las ropas estaban en el suelo y sus cuerpos se entrelazaban liberando toda la pasión, el duro y enhiesto sable de Peter se clavó en ella hasta la empuñadura...
—¡María, deja de escribir tonterías y ponte a hacer la cena! He quedado en una hora con los amigos en el bar de Menchu para tomar unas cervezas y ver cómo España humilla a esos holandeses otra vez. Seguro que Iniesta vuelve a marcarles.
María levantó la mirada del portátil y se giró para ver como Juan, su marido, se sentaba en el sofá, delante del televisor, con su sempiterno chándal XXXL y su cruz de oro colgando del cuello.
Guardó el documento y se levantó para empezar a preparar las tortillas de espárragos mientras pensaba en cómo iba a terminar la historia y en qué diría Pedro, su profesor del curso de escritura.
Pedro, ese sí que era un hombre cómo Dios manda, y no el animal con el que estaba casada. Cada vez que pensaba en Pedro sentía el calor que desprendía el colgante que le había regalado su abuela y que, según ella, le indicaría el camino hacía su amor verdadero. Quién sabe, igual iba siendo hora de hacer caso al cristal y pensar en mandar a Juan a freír espárragos.
—¿No me negará que ésta es la mejor forma de morir en verano, verdad, señorita? Nada mejor que un baño para limpiarse el sudor y la suciedad después de una batalla.
Las crueles carcajadas de los filibusteros atormentaron a Lady Marian mientras un obeso pirata la obligaba a caminar por la plancha amenazándola con un afilado sable.
—¿Se puede saber que está pasando aquí, John? —Una voz serena y acostumbrada a ser obedecida acalló las risas de golpe.
Los piratas se volvieron en masa para mirar al hombre que se erguía en la cubierta completamente empapado pero que, aún así, mantenía toda su dignidad mientras sujetaba un afilado florete.
—¿Capitán Peter? Pero estabas muerto, yo ordené... quiero decir, los soldados te mataron... —balbuceó John tras apartar el sable de la espalda de la mujer y volverse hacía su enemigo.
—¿Cuántas veces te he dicho que si quieres que algo se haga bien lo tienes que hacer tu mismo, John? Encargar a Comadreja que me asesinara a traición durante el abordaje ha sido tu último y peor error. ¡Defiéndete, cobarde traidor!
John se lanzó a la carga blandiendo su sable como un poseso mientras el enorme crucifijo que siempre llevaba al cuello se balanceaba sin parar.
El capitán Peter se limitó a esquivar sus ataques, igual que el torero capea al embravecido animal, hasta que decidió entrar a matar y su veloz florete atravesó la guardia de su rival y se clavó en su podrido corazón.
Todo había sido tan rápido que Lady Marian aún intentaba comprender lo que había pasado cuando sintió que unos fuertes brazos le rodeaban la cintura y la cargaban al hombro. A pesar de su terror no pudo evitar turbarse al notar el musculoso pecho y el olor tan masculino del hombre que la transportaba como si no pesara nada.
—¡Se acabo el torturar y matar a los prisioneros! Comprobad que estén bien y encerradlos en la bodega, seguro que obtendremos un buen rescate por ellos. Yo ya he encontrado mi recompensa en este viaje —gritó el capitán Peter, mientras se dirigía a su camarote, para alborozo de su tripulación que se apresuró a cumplir sus ordenes.
Nada más entrar en el camarote el capitán Peter bajó a Lady Marian y empezó a quitarse la mojada camisa.
—Estás muy lejos de casa, Marian, ¿es que tu padre, el marqués, ya no se preocupa por su única heredera? —preguntó mientras se vendaba una herida de cuchillo que tenía en el costado.
Marian no podía apartar la vista de la ancha espalda del hombre y del pelo negro cual ala de cuervo. Hacía años que no veía un pelo tan negro como ese. Poco a poco las palabras del pirata fueron calando en su sobreexcitado cerebro.
—¡Peter, Peter McCloud, no puede ser!, ¿Eres tú? —La incredulidad y la sorpresa luchaban en la mente de Marian. —Es imposible, mi padre dijo que habías muerto en la guerra con los franceses.
—Está claro que tu padre te mintió, aunque no fue porque no intentara por todos los medios que los soldados franceses acabaran conmigo. No quería que un simple caballerizo estuviera con su hija y no dudó en ponerme en primera fila en todos las batallas e incluso mandarme en solitario a misiones de sabotaje. Pero, para su sorpresa, resulté ser más duro de matar de lo que esperaba.
Al final, decidí dejar que pensara que había tenido éxito antes de que lo tuviera de verdad y me fui con la esperanza de labrarme una fortuna que me hiciera digno de ti.
—¡Estás herido! —exclamó una atónita Marian mientras corría a comprobar el vendaje, perdido ya todo miedo.
—Tranquila, no es nada, poco más que un arañazo —respondió Peter mientras sentía cómo las manos de la única mujer que había amado en su vida se alejaban del vendaje y ascendían por su cuerpo.
A pesar de todo lo que había pasado Marian seguía tan hermosa como la recordaba y estaba claro que los años le habían sentado muy bien, dando curvas al cuerpo infantil sin restar un ápice de su cándida belleza. Se había convertido en una mujer con cara de ángel y un cuerpo para el pecado y tenía claro que, pasara lo que pasara, iba a ser suya.
Las manos de Marian parecían tener vida propia, eran incapaces de separarse del terso, musculoso y caliente pecho del pirata. Su mirada se perdió en los ojos color caoba de Peter, en sus sensuales y carnosos labios que la llamaban con una fuerza tal que no pudo resistirse.
El beso los hizo retroceder a cuando eran críos y descubrieron la belleza del amor en los establos del marqués. Sus manos se movieron con ansia, en un momento, las ropas estaban en el suelo y sus cuerpos se entrelazaban liberando toda la pasión, el duro y enhiesto sable de Peter se clavó en ella hasta la empuñadura...
—¡María, deja de escribir tonterías y ponte a hacer la cena! He quedado en una hora con los amigos en el bar de Menchu para tomar unas cervezas y ver cómo España humilla a esos holandeses otra vez. Seguro que Iniesta vuelve a marcarles.
María levantó la mirada del portátil y se giró para ver como Juan, su marido, se sentaba en el sofá, delante del televisor, con su sempiterno chándal XXXL y su cruz de oro colgando del cuello.
Guardó el documento y se levantó para empezar a preparar las tortillas de espárragos mientras pensaba en cómo iba a terminar la historia y en qué diría Pedro, su profesor del curso de escritura.
Pedro, ese sí que era un hombre cómo Dios manda, y no el animal con el que estaba casada. Cada vez que pensaba en Pedro sentía el calor que desprendía el colgante que le había regalado su abuela y que, según ella, le indicaría el camino hacía su amor verdadero. Quién sabe, igual iba siendo hora de hacer caso al cristal y pensar en mandar a Juan a freír espárragos.