CN3 - ¡…ooo-ooo-ooo…! - David P. González
Publicado: 01 Ene 2015 11:14
¡…ooo-ooo-ooo…!
Es el día. El último.
Sam carga el cajón de la furgoneta de su padre con licor, refrescos y snacks en abundancia. Tanta que, a pesar de que es espaciosa, tiene que arreglárselas para que le quepa todo. «Más vale que sobre que no que falte», dijeron. Cuando termina no queda sitio para las neveras, así que cierra las puertas.
—Samuel, hijo, te dejas esto— dice su madre, que sale de la casa tambaleándose con una nevera que sujeta como puede con las dos manos.
—Todavía no me he ido, mamá. Las iba a coger ahora.
—Claro, por eso has cerrado las puertas— dice la mujer dejando la nevera en el suelo e intentando abrir el cajón de la furgoneta.
—No caben, mamá, por eso he cerrado. Las llevaré delante.
El chico coge la nevera de los pies de su madre y la lleva al asiento del copiloto. Lo echa hacia atrás para ampliar el espacio y baja la nevera al suelo.
—La otra pesa mucho, hijo, no he podido levantarla. ¿Qué llevas ahí dentro?
—Hielo, mamá.
—¿Hielo? ¿Con el frío que hace? No hay quién os entienda ¿Y por qué no repartes el peso entre las dos? Así, cuando las cojas vas a ir torcido. ¿Es que quieres atrofiarte la espalda? Mira tu padre como está. ¿Quieres andar como él cuando tengas su edad? Anda, tráelas, que te las apaño en un momento.
—No hace falta, mamá, solo son unos metros. Además, allí me ayudarán a descargarlo todo, no te preocupes. Le endosaré la nevera a alguien— dice Sam con un hilo de voz que pone de manifiesto el exceso de peso de la segunda nevera, que carga hasta el asiento del copiloto, donde la deposita y la asegura con el cinturón de seguridad ante la atenta mirada de su madre, que no deja de sorprenderse por el gesto—. Me voy, mamá.
—Vale, hijo. Ten cuidado— dice la mujer cogiendo la cara de Sam con ambas manos y besándolo repetidas veces con vigor—. Y cena bien. A ver si se van a olvidar de llevar la cena.
—Tranquila, mamá, la llevarán.
—Y la uvas, hijo.
—Las uvas también, no te preocupes.
—Bueno. Para lo que sea, llama. Y cuida la casa de tu abuelo, que algún día será tuya. No enciendas la chimenea, pon los radiadores. Acuérdate de subir los plomos, están en la despensa. Y si vas a utilizar la cocina tienes que abrir el gas. El horno, no, es eléctrico. Por si tienes que calentar algo, hijo. La cena, calienta la cena…
Sam sube al coche y se marcha dejando a su madre con la palabra en la boca. Si espera a que deje de hablar se comerá las uvas allí mismo, con ella.
La furgoneta no es muy rápida y va muy cargada. Además, Sam se ha entretenido más de la cuenta. Cuando llega a la casa de su abuelo hay varios coches allí. Está en medio de la nada. Es una construcción cuadrada de techo bajo y fachada enfoscada de estética austera. Costaría creer que alguien se parara para admirarla. No, le esperan a él. Hay dos construcciones más de igual aspecto y anexas, una más pequeña, donde en otro tiempo se almacenó grano, y otra más grande, mucho más grande, en la que las boñigas y los orines han dejado paso a la grasa y las huellas de neumáticos. Antes de guardar allí los coches para protegerlos de la más que probable e inminente nevada, Sam se detiene junto a sus amigos y baja del coche para saludar.
Sus amigos.
Ha hecho todo lo posible por integrarse en el grupo, por ser uno más, pero lo cierto es que nunca le han aceptado. Por eso ha puesto la casa de su abuelo, la que algún día será suya, al servicio de su propósito. Cree que todo saldrá bien y esta noche cambiará todo. Para ellos solo es otra oportunidad de aprovecharse de él.
Todos le imitan y bajan de los coches también. Ocho chicas y catorce chicos, todos universitarios. César se adelanta a los demás y se dirige hacia Sam visiblemente irritado.
—¡¿Qué coño hace él aquí?! —grita señalándole y mirando hacia atrás—. ¿Quién te ha invitado, chiflado? Vete por donde has venido.
Adrián corre hacia él y forcejean levemente. César se da por vencido y se hace a un lado para escuchar las explicaciones de su amigo:
—La casa es suya, tío. —César mira a los demás desconcertado y comprende que es el único que no lo sabía—. Lo siento, no te lo hemos dicho porque sabíamos que te pondrías así.
—¿Así? ¿Así, cómo? ¿Como alguien a quien le preocupa su novia? ¡Joder!, ese chalado está obsesionado con Nuria y vosotros no hacéis más que darle bola.
—¡Eh! Mírame —dice Adrián cogiendo a su amigo por los hombros para tranquilizarle—. La última vez, te lo prometo. —César le mira dubitativo—. Y yo me encargo de mantenerle alejado de Nuria, confía en mí.
—La última vez. Y lo hago por no joderos la noche, pero como se le acerque...
—Si tengo que darle una hostia, se la doy —dice echándole el brazo por encima del hombro y caminando hacia los demás—. Mira esta casa, joder. Va a ser la fiesta del siglo.
—Bueno, todavía queda mucho siglo, ya veremos...
Sam saluda a Nuria con la mano y ella le dedica una sonrisa, lo que le vale a él otro enfrentamiento con César. Agacha la cabeza para evitarlo y se mete en la furgoneta para guiar al resto a poner los coches bajo techo. Nueve, contando el suyo. No ocupan ni la mitad del espacio disponible.
Carlos y Raúl acuden gentiles a descargar la furgoneta de Sam, que les indica con recelo. Él coge la nevera más pesada del asiento del copiloto y entra en la casa seguido de sus veintidós invitados. Estuvo allí el día anterior, así que ya no huele a cerrado y se pueden tocar las cosas sin temor a dejar un surco que revele el tiempo que la casa lleva vacía. Con la nevera aún en la mano, abre la puerta de la despensa y entra despacio, a tientas, pues no tiene ventana y no puede dar la luz, ya que su intención es subir los plomos. Cuando sale ya no lleva la nevera. No se lo ha dicho a su madre, pero su exceso de peso se debe a una sorpresa que ha preparado a sus amigos. Su madre opinaría que no la merecen, pero él cree que sí. No quiere que le descubran antes de tiempo, así que cierra la puerta con llave.
Han traído un equipo de música y aprovechan la ocasión para descubrir los límites de resistencia acústica del oído humano. Beben. Y beben. Y vuelve a beber. Y bailan toda la tarde. Algunos salen a la calle, lejos del ruido, y hablan. Uno de los coches recibe una visita que pone a prueba sus amortiguadores. Ha nevado copiosamente y hay una gruesa capa de nieve que invita al comportamiento infantil. Dos son los que empiezan, pero veintidós los que acaban. Todos menos Sam, que trabaja en la cocina emplatando comida como buen anfitrión. La batalla dura media hora. Cuando acaba, todos están hambrientos. La mesa está puesta y la cena servida. Comen.
Todo está riquísimo. No ha sobrado nada. Se diría que nadie ha usado los platos si no fuera porque contienen restos de huesos. Todos se levantan, limpian la mesa, que no es otra cosa que dos tablones sobre unas patas un tanto inestables, la retiran y se sientan alrededor de un viejo televisor, cuya imagen en color a más de uno sorprende, para tomar las uvas que se han preparado en cucuruchos de papel, ya que no hay cuencos para todos. Sam saca unas bandejas de dulces y las pone por aquí y por allá. Nuria le ayuda, hasta que Adrián se da cuenta y le hace una señal a César, éste se levanta y va a la cocina a encontrarse con su novia y con el chalado. Sam ya no está allí, ha ido a la despensa a por la nevera, es la hora de la sorpresa.
Son las doce y el reloj de la Puerta del Sol suena a ritmo de cuartos. Alguna uva cae ya garganta abajo. Risas. Explicaciones. Desconcierto. Campanadas. Una… dos… tres… La imagen en el televisor se congela.
—¿Pero qué coño ha pasado, tío? —dice alguien.
Adrián se levanta y golpea el aparato. Se siente astuto. El aparato no le satisface. Curioso, no se siente estúpido.
—¿Dónde está Sam? —pregunta.
—Ha ido a la furgoneta a por no sé qué —dice Nuria—. Hace como quince minutos que se fueron, ya deberían haber vuelto.
—¿Fueron? ¿Estáis todas chicas? —bromea Adrián.
—César está con él —aclara Nuria.
—¿César, dices? Dejemos que hablen de sus cosas, entonces. Aquí tenemos asuntos más importantes que resolver, ¿verdad chicos? —dice dirigiéndose a la multitud—. Será por campanas.
Va a la cocina, coge una cacerola y un cucharón y vuelve al salón, se sitúa en el centro y empieza a golpear la cacerola con fuerza. Sus amigos se comen las uvas a su son. Cuando terminan, abren unas botellas de champán y brindan por el año nuevo. No tiene fuerza, ¿a quién le importa?
—A tomar por culo, ya no te necesitamos —dice Adrián altanero dirigiéndose al televisor al tiempo que presiona el botón de apagado. No sucede nada—. ¿Pero qué…?
Presiona el botón una y otra vez, pero la imagen del televisor sigue congelada en la pantalla. Piensa que la antigüedad del cacharro tiene algo que ver y decide desenchufarlo de la red. Se acerca al enchufe y tira. La imagen sigue ahí.
—¿Qué pasa, Adrián, lo encuentras? —pregunta Nuria que no tiene muchas ganas de unirse a la celebración.
—Sí, lo encuentro —contesta su amigo exhibiendo el enchufe con una mano y señalando la pantalla del televisor con la otra.
—¿Qué…? —balbucea Nuria.
Adrián se encoje de hombros. La algarabía cesa. Todos contemplan a su amigo sosteniendo el enchufe y el desconcierto se generaliza.
—Deberíamos ir a buscar a Sam —Propone Nuria. Adrián esta de acuerdo.
Carlos y Raúl corren hacia la puerta exterior compitiendo entre ellos para ver quién llega antes. Raúl llega primero, abre la puerta para seguir corriendo, compitiendo con Carlos, pero se queda clavado en el umbral. No hay exterior. No hay nada. Negrura. Carlos le aparta incrédulo y tantea con el pie, pero no encuentra punto de apoyo. Podría sentarse allí mismo y las piernas le colgarían como lo harían al borde de un abismo. «Las ventanas», se oye. La misma negrura aguarda al otro lado.
—Esto no puede estar pasando —Balbucea Ester a punto de echarse a llorar.
—¿Qué es eso? —dice Julio en medio del desconcierto esforzándose por escuchar—. Callaos. —Todos enmudecen y escuchan con atención—. ¿Lo oís?
Uno a uno empiezan a afirmar con la cabeza. Oyen una voz sintética gritando un ¡oh! exento de tono y prolongado que se corta y vuelve a empezar, como un disco compacto que se reproduce en bucle atrapado en un arañazo. Viene de fuera de la casa.
—¡¿Qué es?! ¡¿Qué coño es?! ¡¿Qué está pasando?! —grita Julio nervioso.
Un grito desgarrador.
Daniel ha desaparecido.
—¡Estaba aquí! —explica Alicia alterada, presa del pánico—. Le tenía cogido de la mano y de… y de… re… pente… ya… ya… no esta… no… no es… no…
—¡Está hiperventilando! ¡Rápido, una bolsa! ¡En la cocina! —grita Laura señalando—. ¡Ayudadme a tumbarla en el sofá, tiene que tranquilizarse!
—No puede haber ido muy lejos, le encontraremos —dice Adrián.
—¡Ya habéis oído! —exclama Carlos.
—¡Todos a buscar! —continúa Raúl.
—¡Sabemos que fuera no ha ido! —dicen los dos al unísono con sorna.
Da comienzo una batida que tropieza con nuevas sorpresas. Ninguna luz de la casa se enciende. Y las que están encendidas no se apagan. A pesar de lo insólito del hecho deciden buscar primero y especular después.
Otro grito desgarrador.
—¡No, no, no, no, no!
—¡¿Qué?! —grita Raúl. Es el primero en llegar.
—¡Elena, tío! —balbucea Tomás desconsolado—. ¡Elena, joder! ¡Estaba aquí, tío, aquí! ¡Aquí! —llora. Raúl lo abraza y trata de consolarle.
Otro grito más en una de las habitaciones.
Adrián corre al lugar.
—¡¿Quién?! —pregunta derrotado.
Otro grito en la cocina.
Y otro en el salón. Alicia ya no está en el sofá. Ya no está.
Se suspende la búsqueda y todos regresan al salón. Están muertos de miedo, saben que cualquiera puede ser el siguiente. El sonido que viene de fuera de la casa parece más intenso, pero es por la ausencia de ruidos dentro de ella.
—Vale, tranquilicémonos —dice Adrián—. Que nadie pierda de vista a nadie.
—Nos colocaremos de manera que cada uno de nosotros mire a alguien y alguien le mire a él —dice Marta reubicando a sus amigos.
—Pensemos… —empieza a decir Adrián.
—¿Pensemos? —interrumpe Laura—. ¿Qué es lo que hay que pensar?
—Bueno, es evidente que algo está pasando. Puedes salir ahí fuera y averiguarlo o podemos pensar en ello.
—¿Alguien más está asustado? —pregunta una voz tímida. Es Noelia.
—Que alguien apague ese maldito ruido, me está volviendo loco.
—Sal y apágalo tú mismo.
—Yo estoy asustada —indica Clara—. Necesito un cigarrillo.
—Pues a mí me parece una buena idea —declara Miguel.
—¿Fumar?
—No, pensar. ¡Joder!, somos universitarios. Se supone que estas cosas tienen explicación, encontrémosla.
—Yo soy de letras, tío —señala Víctor—. Pero sí a lo de fumar.
Saca un paquete de tabaco, le da unos golpecitos con el dedo índice para que sobresalgan los cigarros, coge uno con la boca y le lanza la cajetilla a su amiga. A continuación saca un mechero, presiona la rueda, pero no hay chispa. Lo repite varias veces con el mismo resultado. Sus compañeros miran con expectación. Alguien le proporciona otro mechero y repite el proceso. Nada. Varios mecheros asoman raudos por otros tantos bolsillos y son manipulados a conciencia sin éxito. Víctor examina su mechero y comprueba que tiene gas, aprieta la lengüeta para liberarlo, acerca la nariz y niega con la cabeza.
—No salta la chispa, pero es que tampoco sale el gas —explica confundido.
«¿Cómo es posible?», dice alguien. «¿Vamos a morir?», se oye. Revuelo general. Desconcierto. Llantos.
—Vale, todos estamos asustados, pero esto tiene que tener una explicación.
—Eso ya lo has dicho, tío.
—Así no ayudas —ladra Adrián tratando de poner orden—. Miguel tiene razón. Todos sabéis que yo no soy un lumbreras, pero si hay una explicación pienso encontrarla.
—A ver, recopilemos —continua Miguel—. Tenemos lo de la imagen en el televisor, lo de la luz, lo de los mecheros, el maldito sonido ese, lo de ahí fuera y, lo más importante, las desapariciones.
—El champán no tenía fuerza —dice alguien— Pero cero, ¿eh? Tenía burbujas, que las he visto, pero ninguna fuerza.
—Podría estar relacionado. ¿Alguna hipótesis?
—Hay que tener en cuenta que desde que todos somos observados por alguien no ha desaparecido nadie más.
—Bien, a eso es a lo que me refiero —dice Adrián con entusiasmo— Venga, ¿qué más tenéis?
—Yo tengo algo —dice Bruno—. Llevo sin mirar a Clara un buen rato y no ha desaparecido.
—¡Cabrón! —grita ella. Le propina un puñetazo en el hombro.
—Tranquila, no vas a desaparecer. No va a desaparecer nadie más.
—Explícate, Bruno.
—Se trata del tiempo.
—¡Venga, va!, ¿alguien más tiene alguna tontería que quiera compartir con el resto? —exclama Víctor.
—¿Por qué no le escuchamos y luego valoramos si es una tontería o no?
—Pero si es de Bellas Artes. ¿Los de ciencias no tenéis nada que decir?
—Todas esas cosas de la lista —continúa Bruno—, se comportan como si el tiempo no avanzase. No he visto a nadie ir al baño en todo este tiempo. ¿Alguien siente frío? ¿O calor? ¿Hambre?
Se miran unos a otros desconcertados y murmuran negando con la cabeza.
—¿Insinúas que el tiempo se ha parado para nosotros? —pregunta Adrián desconcertado.
—Creo que estamos en el último instante de tiempo de nuestras vidas, y no podemos avanzar porque en el instante siguiente estamos muertos.
—Vale, ahora sí que lo flipas, tío. ¿Cuánto champán has bebido?
—¿Es que nadie ha reparado en esa nevera de ahí? —sigue explicando—. Yo vi cómo Sam la traía de la furgoneta y la metía en la despensa. ¿Y ahora está ahí? ¿Justo ahora? Os aseguro que cuando quitamos la mesa y nos sentamos alrededor del televisor no estaba.
—Venga, tío, ahí solo hay hielo —dice Víctor no muy convencido.
—Ojalá me equivoque, pero me temo que si la abres encontrarás una bomba dentro con un temporizador que marca las doce de la noche.
Víctor se abalanza sobre la nevera dispuesto a demostrar que su amigo se equivoca, la abre y enmudece. Se vuelve a los demás con los ojos humedecidos y la inclina para dejar a la vista su contenido. Silencio y lágrimas.
Después de digerir la noticia, Adrián consigue reponerse y pregunta:
—¿Y cómo explicas las desapariciones? ¿Y ese maldito ruido? ¡Joder, es una tortura!
—En cuanto a los que han desaparecido, bueno, es obvio que ellos han sobrevivido a la explosión. Lo de ese sonido no puedo explicarlo.
Todo está riquísimo. No ha sobrado nada. Se diría que nadie ha usado los platos si no fuera porque contienen restos de huesos. Todos se levantan, limpian la mesa, que no es otra cosa que dos tablones sobre unas patas un tanto inestables, la retiran y se sientan alrededor de un viejo televisor, cuya imagen en color a más de uno sorprende, para tomar las uvas que se han preparado en cucuruchos de papel, ya que no hay cuencos para todos. Sam saca unas bandejas de dulces y las pone por aquí y por allá. Nuria le ayuda, hasta que Adrián se da cuenta y le hace una señal a César, éste se levanta y va a la cocina a encontrarse con su novia y con el chalado. Sam ya no está allí, ha ido a la despensa a por la nevera, es la hora de la sorpresa.
Nadie le ve, es invisible para todos ellos. Para todos menos para Nuria. La sorpresa no es para ella, así que le ha pedido que le ayude a traer unas cosas de la furgoneta para alejarla de la casa. Estará esperándole allí. Deja la nevera en el salón y sale a la calle. Una figura se hace visible en la distancia, pero no es Nuria. Cuando se da cuenta es demasiado tarde. Quiere correr hacia la casa, quiere avisarla, pero César está muy enfadado. Ha tratado de engañar a su novia para llevarla a ese sitio apartado y oscuro. Se vuelve loco solo de pensar en las barbaridades que podría haberle hecho. Le golpea. Sam no siente el dolor, solo quiere correr hacia la casa y avisarla, pero a César le da igual, golpea y golpea y golpea. Incluso en la oscuridad se puede apreciar el tono púrpura que adquiere la nieve. Quince minutos y dos manos rotas después Sam es un guiñapo tendido en el suelo. No se mueve. César no está seguro de que esté vivo. Teme haberlo matado, pero no le importa, al contrario, siente cierto alivio. Y placer. Lleva un reloj retro en la muñeca, de esos digitales de los años ochenta que procuran dos pitidos en las horas en punto. Suena. Dos pitidos. Las doce. Como un resorte, los ojos de Sam se abren de par en par al oírlo. Levanta la cabeza, mira hacia la casa y grita tan fuerte que se desgarra las cuerdas vocales.
—¡No!
Solo la explosión es capaz de ahogar el alarido.
Es el día. El último.
Sam carga el cajón de la furgoneta de su padre con licor, refrescos y snacks en abundancia. Tanta que, a pesar de que es espaciosa, tiene que arreglárselas para que le quepa todo. «Más vale que sobre que no que falte», dijeron. Cuando termina no queda sitio para las neveras, así que cierra las puertas.
—Samuel, hijo, te dejas esto— dice su madre, que sale de la casa tambaleándose con una nevera que sujeta como puede con las dos manos.
—Todavía no me he ido, mamá. Las iba a coger ahora.
—Claro, por eso has cerrado las puertas— dice la mujer dejando la nevera en el suelo e intentando abrir el cajón de la furgoneta.
—No caben, mamá, por eso he cerrado. Las llevaré delante.
El chico coge la nevera de los pies de su madre y la lleva al asiento del copiloto. Lo echa hacia atrás para ampliar el espacio y baja la nevera al suelo.
—La otra pesa mucho, hijo, no he podido levantarla. ¿Qué llevas ahí dentro?
—Hielo, mamá.
—¿Hielo? ¿Con el frío que hace? No hay quién os entienda ¿Y por qué no repartes el peso entre las dos? Así, cuando las cojas vas a ir torcido. ¿Es que quieres atrofiarte la espalda? Mira tu padre como está. ¿Quieres andar como él cuando tengas su edad? Anda, tráelas, que te las apaño en un momento.
—No hace falta, mamá, solo son unos metros. Además, allí me ayudarán a descargarlo todo, no te preocupes. Le endosaré la nevera a alguien— dice Sam con un hilo de voz que pone de manifiesto el exceso de peso de la segunda nevera, que carga hasta el asiento del copiloto, donde la deposita y la asegura con el cinturón de seguridad ante la atenta mirada de su madre, que no deja de sorprenderse por el gesto—. Me voy, mamá.
—Vale, hijo. Ten cuidado— dice la mujer cogiendo la cara de Sam con ambas manos y besándolo repetidas veces con vigor—. Y cena bien. A ver si se van a olvidar de llevar la cena.
—Tranquila, mamá, la llevarán.
—Y la uvas, hijo.
—Las uvas también, no te preocupes.
—Bueno. Para lo que sea, llama. Y cuida la casa de tu abuelo, que algún día será tuya. No enciendas la chimenea, pon los radiadores. Acuérdate de subir los plomos, están en la despensa. Y si vas a utilizar la cocina tienes que abrir el gas. El horno, no, es eléctrico. Por si tienes que calentar algo, hijo. La cena, calienta la cena…
Sam sube al coche y se marcha dejando a su madre con la palabra en la boca. Si espera a que deje de hablar se comerá las uvas allí mismo, con ella.
La furgoneta no es muy rápida y va muy cargada. Además, Sam se ha entretenido más de la cuenta. Cuando llega a la casa de su abuelo hay varios coches allí. Está en medio de la nada. Es una construcción cuadrada de techo bajo y fachada enfoscada de estética austera. Costaría creer que alguien se parara para admirarla. No, le esperan a él. Hay dos construcciones más de igual aspecto y anexas, una más pequeña, donde en otro tiempo se almacenó grano, y otra más grande, mucho más grande, en la que las boñigas y los orines han dejado paso a la grasa y las huellas de neumáticos. Antes de guardar allí los coches para protegerlos de la más que probable e inminente nevada, Sam se detiene junto a sus amigos y baja del coche para saludar.
Sus amigos.
Ha hecho todo lo posible por integrarse en el grupo, por ser uno más, pero lo cierto es que nunca le han aceptado. Por eso ha puesto la casa de su abuelo, la que algún día será suya, al servicio de su propósito. Cree que todo saldrá bien y esta noche cambiará todo. Para ellos solo es otra oportunidad de aprovecharse de él.
Todos le imitan y bajan de los coches también. Ocho chicas y catorce chicos, todos universitarios. César se adelanta a los demás y se dirige hacia Sam visiblemente irritado.
—¡¿Qué coño hace él aquí?! —grita señalándole y mirando hacia atrás—. ¿Quién te ha invitado, chiflado? Vete por donde has venido.
Adrián corre hacia él y forcejean levemente. César se da por vencido y se hace a un lado para escuchar las explicaciones de su amigo:
—La casa es suya, tío. —César mira a los demás desconcertado y comprende que es el único que no lo sabía—. Lo siento, no te lo hemos dicho porque sabíamos que te pondrías así.
—¿Así? ¿Así, cómo? ¿Como alguien a quien le preocupa su novia? ¡Joder!, ese chalado está obsesionado con Nuria y vosotros no hacéis más que darle bola.
—¡Eh! Mírame —dice Adrián cogiendo a su amigo por los hombros para tranquilizarle—. La última vez, te lo prometo. —César le mira dubitativo—. Y yo me encargo de mantenerle alejado de Nuria, confía en mí.
—La última vez. Y lo hago por no joderos la noche, pero como se le acerque...
—Si tengo que darle una hostia, se la doy —dice echándole el brazo por encima del hombro y caminando hacia los demás—. Mira esta casa, joder. Va a ser la fiesta del siglo.
—Bueno, todavía queda mucho siglo, ya veremos...
Sam saluda a Nuria con la mano y ella le dedica una sonrisa, lo que le vale a él otro enfrentamiento con César. Agacha la cabeza para evitarlo y se mete en la furgoneta para guiar al resto a poner los coches bajo techo. Nueve, contando el suyo. No ocupan ni la mitad del espacio disponible.
Carlos y Raúl acuden gentiles a descargar la furgoneta de Sam, que les indica con recelo. Él coge la nevera más pesada del asiento del copiloto y entra en la casa seguido de sus veintidós invitados. Estuvo allí el día anterior, así que ya no huele a cerrado y se pueden tocar las cosas sin temor a dejar un surco que revele el tiempo que la casa lleva vacía. Con la nevera aún en la mano, abre la puerta de la despensa y entra despacio, a tientas, pues no tiene ventana y no puede dar la luz, ya que su intención es subir los plomos. Cuando sale ya no lleva la nevera. No se lo ha dicho a su madre, pero su exceso de peso se debe a una sorpresa que ha preparado a sus amigos. Su madre opinaría que no la merecen, pero él cree que sí. No quiere que le descubran antes de tiempo, así que cierra la puerta con llave.
Han traído un equipo de música y aprovechan la ocasión para descubrir los límites de resistencia acústica del oído humano. Beben. Y beben. Y vuelve a beber. Y bailan toda la tarde. Algunos salen a la calle, lejos del ruido, y hablan. Uno de los coches recibe una visita que pone a prueba sus amortiguadores. Ha nevado copiosamente y hay una gruesa capa de nieve que invita al comportamiento infantil. Dos son los que empiezan, pero veintidós los que acaban. Todos menos Sam, que trabaja en la cocina emplatando comida como buen anfitrión. La batalla dura media hora. Cuando acaba, todos están hambrientos. La mesa está puesta y la cena servida. Comen.
Todo está riquísimo. No ha sobrado nada. Se diría que nadie ha usado los platos si no fuera porque contienen restos de huesos. Todos se levantan, limpian la mesa, que no es otra cosa que dos tablones sobre unas patas un tanto inestables, la retiran y se sientan alrededor de un viejo televisor, cuya imagen en color a más de uno sorprende, para tomar las uvas que se han preparado en cucuruchos de papel, ya que no hay cuencos para todos. Sam saca unas bandejas de dulces y las pone por aquí y por allá. Nuria le ayuda, hasta que Adrián se da cuenta y le hace una señal a César, éste se levanta y va a la cocina a encontrarse con su novia y con el chalado. Sam ya no está allí, ha ido a la despensa a por la nevera, es la hora de la sorpresa.
Son las doce y el reloj de la Puerta del Sol suena a ritmo de cuartos. Alguna uva cae ya garganta abajo. Risas. Explicaciones. Desconcierto. Campanadas. Una… dos… tres… La imagen en el televisor se congela.
—¿Pero qué coño ha pasado, tío? —dice alguien.
Adrián se levanta y golpea el aparato. Se siente astuto. El aparato no le satisface. Curioso, no se siente estúpido.
—¿Dónde está Sam? —pregunta.
—Ha ido a la furgoneta a por no sé qué —dice Nuria—. Hace como quince minutos que se fueron, ya deberían haber vuelto.
—¿Fueron? ¿Estáis todas chicas? —bromea Adrián.
—César está con él —aclara Nuria.
—¿César, dices? Dejemos que hablen de sus cosas, entonces. Aquí tenemos asuntos más importantes que resolver, ¿verdad chicos? —dice dirigiéndose a la multitud—. Será por campanas.
Va a la cocina, coge una cacerola y un cucharón y vuelve al salón, se sitúa en el centro y empieza a golpear la cacerola con fuerza. Sus amigos se comen las uvas a su son. Cuando terminan, abren unas botellas de champán y brindan por el año nuevo. No tiene fuerza, ¿a quién le importa?
—A tomar por culo, ya no te necesitamos —dice Adrián altanero dirigiéndose al televisor al tiempo que presiona el botón de apagado. No sucede nada—. ¿Pero qué…?
Presiona el botón una y otra vez, pero la imagen del televisor sigue congelada en la pantalla. Piensa que la antigüedad del cacharro tiene algo que ver y decide desenchufarlo de la red. Se acerca al enchufe y tira. La imagen sigue ahí.
—¿Qué pasa, Adrián, lo encuentras? —pregunta Nuria que no tiene muchas ganas de unirse a la celebración.
—Sí, lo encuentro —contesta su amigo exhibiendo el enchufe con una mano y señalando la pantalla del televisor con la otra.
—¿Qué…? —balbucea Nuria.
Adrián se encoje de hombros. La algarabía cesa. Todos contemplan a su amigo sosteniendo el enchufe y el desconcierto se generaliza.
—Deberíamos ir a buscar a Sam —Propone Nuria. Adrián esta de acuerdo.
Carlos y Raúl corren hacia la puerta exterior compitiendo entre ellos para ver quién llega antes. Raúl llega primero, abre la puerta para seguir corriendo, compitiendo con Carlos, pero se queda clavado en el umbral. No hay exterior. No hay nada. Negrura. Carlos le aparta incrédulo y tantea con el pie, pero no encuentra punto de apoyo. Podría sentarse allí mismo y las piernas le colgarían como lo harían al borde de un abismo. «Las ventanas», se oye. La misma negrura aguarda al otro lado.
—Esto no puede estar pasando —Balbucea Ester a punto de echarse a llorar.
—¿Qué es eso? —dice Julio en medio del desconcierto esforzándose por escuchar—. Callaos. —Todos enmudecen y escuchan con atención—. ¿Lo oís?
Uno a uno empiezan a afirmar con la cabeza. Oyen una voz sintética gritando un ¡oh! exento de tono y prolongado que se corta y vuelve a empezar, como un disco compacto que se reproduce en bucle atrapado en un arañazo. Viene de fuera de la casa.
—¡¿Qué es?! ¡¿Qué coño es?! ¡¿Qué está pasando?! —grita Julio nervioso.
Un grito desgarrador.
Daniel ha desaparecido.
—¡Estaba aquí! —explica Alicia alterada, presa del pánico—. Le tenía cogido de la mano y de… y de… re… pente… ya… ya… no esta… no… no es… no…
—¡Está hiperventilando! ¡Rápido, una bolsa! ¡En la cocina! —grita Laura señalando—. ¡Ayudadme a tumbarla en el sofá, tiene que tranquilizarse!
—No puede haber ido muy lejos, le encontraremos —dice Adrián.
—¡Ya habéis oído! —exclama Carlos.
—¡Todos a buscar! —continúa Raúl.
—¡Sabemos que fuera no ha ido! —dicen los dos al unísono con sorna.
Da comienzo una batida que tropieza con nuevas sorpresas. Ninguna luz de la casa se enciende. Y las que están encendidas no se apagan. A pesar de lo insólito del hecho deciden buscar primero y especular después.
Otro grito desgarrador.
—¡No, no, no, no, no!
—¡¿Qué?! —grita Raúl. Es el primero en llegar.
—¡Elena, tío! —balbucea Tomás desconsolado—. ¡Elena, joder! ¡Estaba aquí, tío, aquí! ¡Aquí! —llora. Raúl lo abraza y trata de consolarle.
Otro grito más en una de las habitaciones.
Adrián corre al lugar.
—¡¿Quién?! —pregunta derrotado.
Otro grito en la cocina.
Y otro en el salón. Alicia ya no está en el sofá. Ya no está.
Se suspende la búsqueda y todos regresan al salón. Están muertos de miedo, saben que cualquiera puede ser el siguiente. El sonido que viene de fuera de la casa parece más intenso, pero es por la ausencia de ruidos dentro de ella.
—Vale, tranquilicémonos —dice Adrián—. Que nadie pierda de vista a nadie.
—Nos colocaremos de manera que cada uno de nosotros mire a alguien y alguien le mire a él —dice Marta reubicando a sus amigos.
—Pensemos… —empieza a decir Adrián.
—¿Pensemos? —interrumpe Laura—. ¿Qué es lo que hay que pensar?
—Bueno, es evidente que algo está pasando. Puedes salir ahí fuera y averiguarlo o podemos pensar en ello.
—¿Alguien más está asustado? —pregunta una voz tímida. Es Noelia.
—Que alguien apague ese maldito ruido, me está volviendo loco.
—Sal y apágalo tú mismo.
—Yo estoy asustada —indica Clara—. Necesito un cigarrillo.
—Pues a mí me parece una buena idea —declara Miguel.
—¿Fumar?
—No, pensar. ¡Joder!, somos universitarios. Se supone que estas cosas tienen explicación, encontrémosla.
—Yo soy de letras, tío —señala Víctor—. Pero sí a lo de fumar.
Saca un paquete de tabaco, le da unos golpecitos con el dedo índice para que sobresalgan los cigarros, coge uno con la boca y le lanza la cajetilla a su amiga. A continuación saca un mechero, presiona la rueda, pero no hay chispa. Lo repite varias veces con el mismo resultado. Sus compañeros miran con expectación. Alguien le proporciona otro mechero y repite el proceso. Nada. Varios mecheros asoman raudos por otros tantos bolsillos y son manipulados a conciencia sin éxito. Víctor examina su mechero y comprueba que tiene gas, aprieta la lengüeta para liberarlo, acerca la nariz y niega con la cabeza.
—No salta la chispa, pero es que tampoco sale el gas —explica confundido.
«¿Cómo es posible?», dice alguien. «¿Vamos a morir?», se oye. Revuelo general. Desconcierto. Llantos.
—Vale, todos estamos asustados, pero esto tiene que tener una explicación.
—Eso ya lo has dicho, tío.
—Así no ayudas —ladra Adrián tratando de poner orden—. Miguel tiene razón. Todos sabéis que yo no soy un lumbreras, pero si hay una explicación pienso encontrarla.
—A ver, recopilemos —continua Miguel—. Tenemos lo de la imagen en el televisor, lo de la luz, lo de los mecheros, el maldito sonido ese, lo de ahí fuera y, lo más importante, las desapariciones.
—El champán no tenía fuerza —dice alguien— Pero cero, ¿eh? Tenía burbujas, que las he visto, pero ninguna fuerza.
—Podría estar relacionado. ¿Alguna hipótesis?
—Hay que tener en cuenta que desde que todos somos observados por alguien no ha desaparecido nadie más.
—Bien, a eso es a lo que me refiero —dice Adrián con entusiasmo— Venga, ¿qué más tenéis?
—Yo tengo algo —dice Bruno—. Llevo sin mirar a Clara un buen rato y no ha desaparecido.
—¡Cabrón! —grita ella. Le propina un puñetazo en el hombro.
—Tranquila, no vas a desaparecer. No va a desaparecer nadie más.
—Explícate, Bruno.
—Se trata del tiempo.
—¡Venga, va!, ¿alguien más tiene alguna tontería que quiera compartir con el resto? —exclama Víctor.
—¿Por qué no le escuchamos y luego valoramos si es una tontería o no?
—Pero si es de Bellas Artes. ¿Los de ciencias no tenéis nada que decir?
—Todas esas cosas de la lista —continúa Bruno—, se comportan como si el tiempo no avanzase. No he visto a nadie ir al baño en todo este tiempo. ¿Alguien siente frío? ¿O calor? ¿Hambre?
Se miran unos a otros desconcertados y murmuran negando con la cabeza.
—¿Insinúas que el tiempo se ha parado para nosotros? —pregunta Adrián desconcertado.
—Creo que estamos en el último instante de tiempo de nuestras vidas, y no podemos avanzar porque en el instante siguiente estamos muertos.
—Vale, ahora sí que lo flipas, tío. ¿Cuánto champán has bebido?
—¿Es que nadie ha reparado en esa nevera de ahí? —sigue explicando—. Yo vi cómo Sam la traía de la furgoneta y la metía en la despensa. ¿Y ahora está ahí? ¿Justo ahora? Os aseguro que cuando quitamos la mesa y nos sentamos alrededor del televisor no estaba.
—Venga, tío, ahí solo hay hielo —dice Víctor no muy convencido.
—Ojalá me equivoque, pero me temo que si la abres encontrarás una bomba dentro con un temporizador que marca las doce de la noche.
Víctor se abalanza sobre la nevera dispuesto a demostrar que su amigo se equivoca, la abre y enmudece. Se vuelve a los demás con los ojos humedecidos y la inclina para dejar a la vista su contenido. Silencio y lágrimas.
Después de digerir la noticia, Adrián consigue reponerse y pregunta:
—¿Y cómo explicas las desapariciones? ¿Y ese maldito ruido? ¡Joder, es una tortura!
—En cuanto a los que han desaparecido, bueno, es obvio que ellos han sobrevivido a la explosión. Lo de ese sonido no puedo explicarlo.
Todo está riquísimo. No ha sobrado nada. Se diría que nadie ha usado los platos si no fuera porque contienen restos de huesos. Todos se levantan, limpian la mesa, que no es otra cosa que dos tablones sobre unas patas un tanto inestables, la retiran y se sientan alrededor de un viejo televisor, cuya imagen en color a más de uno sorprende, para tomar las uvas que se han preparado en cucuruchos de papel, ya que no hay cuencos para todos. Sam saca unas bandejas de dulces y las pone por aquí y por allá. Nuria le ayuda, hasta que Adrián se da cuenta y le hace una señal a César, éste se levanta y va a la cocina a encontrarse con su novia y con el chalado. Sam ya no está allí, ha ido a la despensa a por la nevera, es la hora de la sorpresa.
Nadie le ve, es invisible para todos ellos. Para todos menos para Nuria. La sorpresa no es para ella, así que le ha pedido que le ayude a traer unas cosas de la furgoneta para alejarla de la casa. Estará esperándole allí. Deja la nevera en el salón y sale a la calle. Una figura se hace visible en la distancia, pero no es Nuria. Cuando se da cuenta es demasiado tarde. Quiere correr hacia la casa, quiere avisarla, pero César está muy enfadado. Ha tratado de engañar a su novia para llevarla a ese sitio apartado y oscuro. Se vuelve loco solo de pensar en las barbaridades que podría haberle hecho. Le golpea. Sam no siente el dolor, solo quiere correr hacia la casa y avisarla, pero a César le da igual, golpea y golpea y golpea. Incluso en la oscuridad se puede apreciar el tono púrpura que adquiere la nieve. Quince minutos y dos manos rotas después Sam es un guiñapo tendido en el suelo. No se mueve. César no está seguro de que esté vivo. Teme haberlo matado, pero no le importa, al contrario, siente cierto alivio. Y placer. Lleva un reloj retro en la muñeca, de esos digitales de los años ochenta que procuran dos pitidos en las horas en punto. Suena. Dos pitidos. Las doce. Como un resorte, los ojos de Sam se abren de par en par al oírlo. Levanta la cabeza, mira hacia la casa y grita tan fuerte que se desgarra las cuerdas vocales.
—¡No!
Solo la explosión es capaz de ahogar el alarido.